martes, 4 de diciembre de 2012

Una semana para gritar que aprendí este año: Soy autorretratista ¿Y que?




Y para terminar este año de muchísimo aprendizaje, y en el que siento he vivido una serie de experiencias que me dieron ese necesario "empujoncito" de la niña - mujer a la niña- niña ( madurar es recordar que niños somos en realidad ),  decidí que esta semana la voy a dedicar a gritar. Sí, a gritar. Groseramente, y casi con ese jubilo de los niños cuando creen tener la razón y tal vez no la tienen, pero no importa demasiado. La serie de artículos que escribiré durante estos días tiene relación con esa libertad de la malcriadez, de la patadita en el suelo de pura furia, de reir en voz alta y llorar a todo pulmón. Porque si algo aprendí este año - y como me costó - es que soy mi mejor obra de arte.

De manera que empecemos con lo primero que aprendí - a golpes - y lo que me hace sonreír con más frecuencia: mi manera de crear.

Soy autorretratista ¿Y qué?

Ya lo he comentado, querido lector, me vengo autorretratando desde hace veintiún años. Se dice fácil, pero es una cantidad de tiempo lo suficientemente largo como para comenzar a tomarse en serio ese oficio de traducir el rostro y el cuerpo en imágenes. No lo aburriré - de nuevo - con la historia de porque comencé ni porque continuo. Hoy hablaremos del enorme esfuerzo que me costó pelearme con mi propia idea sobre la fotografía y la opinión general del objeto artístico inútil  Porque debo decir, que la lucha, la pelea a gritos, no fue con nadie. Fue conmigo misma.

Un día, hará unos cinco o seis años, descubrí que lo que yo hacia era un trabajo fotográfico sustentable. La verdad, no lo creía así. De hecho, me pasé la mayor parte de mi adolescencia tratando de disimular lo mucho que me gustaba fotografiarme, crear personajes y encontrar facetas de mi propia mente en imágenes. No me parecía "serio". Serio era la fotografía en blanco y negro de ancianos andinos sentados a la puerta de su casa. Si no tenían dientes, era mejor. O esas casas medio rotas, memoria cultural de la Venezuela tipica, fotografiadas en un gran primer plano. Todo en alto contraste, con un mensaje social. Pero yo no fotografiaba nada de eso. Ni por asomo. Yo fotografiaba mi rostro, mi cuerpo, mis cambios. La topografia de mi mente, la idea de crecer y elevarme sobre mi propia identidad para encontrar respuestas. En vez de escribir "Mi querido diario" yo me tomaba una fotografía. Y me miraba. Me miraba para comprender porque me dolía mirarme. Me observaba tan atentamente que la obsesión se confundió con vanidad, o eso fue la idea más general. Te fotografías porque te crees bella. La idea me hacia sonreír. ¿Bella? ¿Yo? ¿la mujer que no esquivaba un defecto? ¿Que los conocía todos y cada uno? ¿Que se sentía siempre inadecuada? Pero sí, según la opinión general, observarte es egolatría. Y tanto me lo dijeron que me lo creí.

Me lo creí mucho tiempo.

No era para menos. La primera vez que quise estudiar fotografía en serio, como diría mi mamá, fue a eso de los catorce. Más que que desearlo, lo necesitaba. Era como una gran insatisfacción, una angustia de sostener la cámara y no saber que decirle, que expresarle o como comprenderme con ella. La conversación de la ciega y el mudo, pensaba de vez en cuando, cuando veía mis fotografías, tan huérfanas  El caso es que le dije a mi mamá que quería - me corroía el deseo, pero eso no se lo dije - aprender a fotografiar de verdad, y ella simplemente me respondió: "No pagaré ese dineral para que sigas fotografiandote la cara".

Allí esta. La vanidad más enorme. O al menos así me lo pareció.

Me volqué entonces a fotografiar viejitos desdentados, señoras gordas y tradicionales, iglesias. Pero a escondidas, mientras me ganaba algún que otro premio por mis iglesias y mis viejos desdentados, seguía creando una cronología de mi misma. Creciendo, madurando. Y no me importaba si era serio o no. No lo era, ya lo entendí mundo. Pero seguía. Y me imaginé que no me detendría jamás.

Hasta que me tropecé con Francesca Woodman.

A ella llegué de la manera más inverosímil  Tenia diez y siete o algo menos y mi tío  a quien interesa poco o nada la fotografía  me obsequió el libro porque trataba de "una mujer que fotógrafa". Una razón muy amplia claro, para obsequiar un tesoro, pero tan válida como cualquier otra. Pero ese libro me transformó. Me lo devoré en imágenes, me dolió el alma y el corazón. Porque ella, la fotógrafa muerta, la autorretratista, había visto en su rostro lo mismo que yo o eso quise creer. La creación el tiempo que nace y muere. La historia que se cuenta. Y me estremeció verla, a ella, la lejana, la fotógrafa de la cual no encontraba ninguna información, Diosa discreta, creándose así misma, creándose para desbatarse, para reconstruirse. Ciclo interminable. La entendí, la amé, la odié. La necesité.

Seguí fotografiandome.

Llegó Cindy Sherman. Pero Cindy no se quedó demasiado. A pesar que me asombró su rostro, que también la comprendía, no teníamos mucho que decirnos. Y por eso permanecí de pie, mirando asombrada al monstruo de la mil caras que yacia en la mujer pequeña que sostenía su mundo sobre los hombros. Pero no tenía nada que decirme. Asi que solamente la observé. La observé hasta que comprendí que también ella se miraba. Como yo.

Todos mis rostros. Un juego de espejos.

Pero volvamos a lo de siempre: No era serio. De hecho, así me lo hicieron saber algunas voces críticas: ¿No te cansas de fotografiarte a ti misma? Recuerdo a un sujeto agrio y un poco anodino que definió mi trabajo como "Una mujer con el cabello en la cara, ¿que le ven?" Y mientras leía la frase, imaginé las horas en que me esforzaba por encontrar la perfección, las lágrimas de frustración y angustia, los largos silencios de profundo asombro mirando una imagen que no era yo. Y me pregunté, de nuevo ¿Es vanidad? ¿Es dolor?

¿Que es?

Es que no me importa! Eso lo descubrí este año. No me importa que es, pero lo necesito. Porque el autorretrartarme me ha proporcionado una visión de mi misma tan poderosa como destructora. Porque crear con el objeto de arte que es mi rostro, que es mi mente y mi cuerpo, ha hecho que la fotografía me duela, me angustie, me desespere, me destroce, me arranque la boca y los dedos, me deje sin aliento, me golpeé tan fuerte que apenas puedo respirar. Y es que la fotografía para mí es un dolor tan profundo como punzante, es una angustia que palpita a toda hora. La fotografía es mi amor, es mi necesidad. Es el primer pensamiento que tengo y el último antes de dormir, como los enamorados. Y es esta decisión, este furor, esta angustia, esta belleza que nace y muere, esta magia pura. Es todo lo que soy y seré.

Sí, soy autorretratista. ¿Y que?

1 comentarios:

ediaz dijo...

Creo que de las cosas que me ha tocado hacer como fotografo, el autorretrato ha sido lo más difícil. Pero aún siendo el más difícil ha sido el más gratificante.Hubo un tiempo en mi vida en el que la pasé muy mal y hacer autorretratos me ayudó mucho a procesar y a entender porque me sentía de esa forma.

Te felicito por tu trabajo, de verdad tanto en estética como en contenido es muy bueno.

Saludos

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