miércoles, 6 de junio de 2018

Había una vez una niña que escribía: Un pequeña celebración a la habitación privada en el que todo artista se refugia.





Me gusta coleccionar anécdotas de escritores: la vieja historia que Samuel Bellow escribía párrafos en servilletas que iba dejando olvidadas en todos los lugares a los que asistía. O esa otra que cuenta que Sylvia Plath intentó suicidarse siendo muy joven — por el método poco ortodoxo de tomar un puñado de pastillas y esconderse bajo las escaleras de la casa familiar en Boston — pero nadie notó su ausencia, de manera que tuvo que regresar a la vida — por decirlo de algún modo — humillada y empequeñecida por su propia idea sobre la posibilidad de no existir, incluso en plena y radiante juventud. O la historia que asegura que Gabriel García Márquez apenas tenía dinero para enviar al editor el manuscrito completo de “Cien años de Soledad”, de forma que envió sólo la mitad del libro, sólo que se equivocó y envió la segunda, una especie de rompecabezas roto a trozos de historias de familiares que parecía no tener sentido, pero que de alguna forma conquistó al editor y después al mundo entero. Hay algo bello y extrañamente sugerente, en la forma como esas diminutas anécdotas se entremezclan entre sí para crear algo parecido a una mitología de la palabra. Una forma de crear y construir algo mucho más amplio que la mera idea de un mundo literario. De pronto, se trata de una idea que contiene sus propias especulaciones, leyendas. Personajes imaginarios que vienen y van. Una memoria compartida que permite comprender al tiempo creativo como lo que es: una forma de expresar el dolor y la alegría del espíritu humano a través de esa herramienta sutil y tan precisa como lo es la palabra.

Mi favorita de todas esas pequeñas grandes historias es casi violenta, pero no por ese motivo, menos hermosa y sugerente. Terminaba el primer año de la década de los 50, cuando el escritor superviviente de la llamada generación Beat, William Burroughs, le propuso a su esposa llevar a cabo el acto temerario por excelencia: tentar a la muerte. Fue en el transcurso de una noche cualquiera, tal vez embriagado por la sensación intoxicante de la realidad, ese golpeteo de la normalidad que alguna ocasión se hace por completo insoportable. Ella aceptó — confiada probablemente en ese hálito irreductible del temerario — y aguardó: de pie contra una pared mientras él le apuntaba con un arma. Él sonreía, se tambaleó. El arma se disparó. Y acertó de lleno en la frente de la mujer, que se desplomó lentamente al suelo, herida de muerte y aun sonriendo, confiada ante el rostro espectral de su marido.

Por eso -dijo el aprendiz de Tell- se hizo escritor. El espíritu del mal se le había metido dentro, y no podía hacer otra cosa que escribir para luchar contra él. Una frase sugerente que lleva a la escritora al ámbito de lo mitológico. Que lo convierte en algo más duro de comprender y sobre todo, lo dota de vida propia. Lo hace tan pertinente, violento y apasionante como un vibrante reflejo del mundo deconstruido y elaborado a partir de algo más duro de asumir. Creo que todos los que nos entregamos a la pasión por las palabras, expiamos un demonio de fuego al que somos incapaces de controlar. En cada minuto de nuestro día, en cada hora de nuestro señor, repiquetea esa sensación abrumadora e informe, que nos fustiga hasta derrotarnos, someternos, obligarnos a crear, a luchar contra esa sensación de desconcierto, esa simple vulnerabilidad de entregarnos por completo a un deseo. Sueño y aspiro, me debato en sombras, pero siempre la palabra me ilumina, me ciega, me arranca la voz.

Escribo desde que era una niña muy pequeña. Nada que valiera la pena leerse por supuesto, pero que complacía ese instinto desesperado por encontrar sentido a las palabras. Un rompecabezas que se ordenaba cada vez para mostrarme un paisaje distinto. Escribía las palabras por el mero placer de paladearlas, degustarlas lentamente entre mis dedos. Escribo por pasión, por tristeza, por alegría, por todas las razones, por ninguna razón, porque crecí entre los párrafos y el sentimiento más profunda de la prosa, porque aun soy una niña que se maravilla por las ciudadelas de la creación que se alzan a mi alrededor. Escribo porque necesito hacerlo, porque no podría sobrevivir sin hacerlo. Escribo entre lágrimas, entre carcajadas, debatiéndome en el ojo de la tormenta, gritando enloquecida, en el mutismo intelectual que devora y consume. Escribo mientras duermo, delineando mi voz en las sombras de mi conciencia, escribo mientras camino por las calles, creando las imágenes en reflejo con la idea más visceral de mi perspectiva de la verdad. Escribo porque no tengo otro remedio, supongo. Porque escribir me ha salvado la vida — de manera literal y metafórica — en los momentos más duros y extraños. Me ha permitido avanzar, cuando creí que no podría hacerlo. Le ha brindado marco y sustento a la belleza, al dolor y a una forma de locura tan definida que aún carece de nombre en mi mente. De modo que escribir ha sido no sólo una forma de expresar lo que habita en mi mente, en las habitaciones abiertas y cerradas de mi imaginación, sino también, como una forma de identidad. De belleza. Una sensación purísima que se convirtió a medida que crecí en el sustento de una parte de mi vida insustituible. En uno de los elementos constitutivos de mi identidad.

Cuando tenía once años recién cumplidos, leí por primera vez “Una habitación propia” de Virginia Woolf. No sabía lo que leía o en realidad, no tenía idea que el libro cambiaría mi vida como lo hizo. Lo que sí supe de inmediato — con esa meridiana clarividencia de la niñez — fue que aquel libro que encontré perdido en cajas polvorientas, era mucho más que un ensayo — que no sabía que lo era — y sobre todo una escena imaginaria. Era algo vivo, real y asombroso que me cautivó desde entonces.

Como comenté antes, ya entonces escribía. Nada digno de leerse por supuesto. Pero lo hacía a diario con una empecinada perseverancia que me dejaba entre confusa y frenética. Escribía para contar a golpe de verbos y pequeños adjetivo borrosos, el acontecer diario en la escuela y luego, en la vieja casa de mi abuela. Escribía los cuentos que quería leer y no encontraba en los libros que llenaban la vieja biblioteca familiar. Pero sobre todo, escribía por necesidad. Una tan dura y vital que formaba parte de cada uno de mis pensamientos, día y noche. No había nada que no narrara en mi mente, que no desmenuzara palabra por palabra en interminables párrafos mentales que jamás escribí. Pero la palabra lo era todo. Era una devoción tan fuerte que en ocasiones, me provocaba más sufrimiento que otra cosa. Pero al final de todas las cosas, era también una forma de amor.

Claro está, ningún niño piensa en términos tan complejos. Los sentimientos flotan en alguna parte de tu mente, ingrávidos y anónimos hasta que los señalas con el dedo y comienzan a plantearse como una sucesión de imágenes claras. De manera que escribía — con esa pasión ciega de la infancia — pero no sabía que lo hacía o el motivo de mi persistencia en hacerlo. Sólo sabía que necesitaba continuar desgranando la realidad en todo tipo de pequeñas historias fragmentadas, unidas entre sí por un invisible hilo conductor. Escribir, encorvada sobre el viejo escritorio de madera de mi familia, con los dedos torpes aferrados al lápiz resbaladizo. Escribir que era como dibujar el mundo en mi mente, tomarlo de entre las miles de imágenes de mi imaginación y dotarlo de sentido. Escribir porque no podía hacer otra cosa.

Virginia Woolf le dio sustancia y definió esa abstracción absoluta. Lo hizo con una prosa lúcida, exquisita y lenta que avanzó hasta abarcarlo todo. En esa época yo no sabía absolutamente nada sobre la obra de Woolf ni la estrecha relación que tendría con ella mucho más adelante. Ni que lloraría con sus libros abrazados al pecho unos años después o que me obsesionara con cada uno de sus mundos, como me ocurrió en la universidad. Con un instinto apacible e ingenuo, me deslumbró esa noción sobre la mujer que escribe — y yo quería ser una, por supuesto — pero sobre todo, el peso y la importancia de la escritura en todo ámbito de quién está por completo subyugado por las palabras. Virginia Woolf describió mejor que nadie el peso de las palabras que nacen de impulsos radiantes y esplendorosos. De los momentos más dolorosos. De los que te asfixian y te dejan inacabado. Ese pulso con el desastre. Con la nada inexistente. Con las puertas abiertas a espacios ocultos de tu mente que es la escritura.

Mi capítulo favorito del libro era el tercero, sin duda. En él, Virginia Woolf imagina para Shakespeare una hermana, la talentosísima e invisible Judith. Ambos crecen bajo el mismo impulso artístico. Ambos escriben desde la niñez y tienen el mismo afán de ruptura. Pero sólo William triunfa, quizás gracias a Judith. Quizás gracias a su renuncia, al hecho de haber impulsado la necesidad de escritura del hermano a pesar de sí misma. Para Woolf la Judith imaginaria jamás llegó a ser real porque no sabía que escribir la liberaba del dolor del silencio creativo.

Por semanas, me obsesioné con esa imagen. Con esa Judith que jamás existió que escribía a toda hora, que llevaba fajos de papeles repletos de obras futuras a todas partes. Por la Judith que debía aprender a cocinar, zurcir y comenzar a pensar en el futuro marido a pesar que sólo quería escribir. Casi podía sentir su dolor. Casi podía experimentar es angustia existencial devoradora que la convertía en un rehén del fogón, del futuro matrimonio, de todas las cosas que las mujeres de su época debían vivir para ser consideradas ellas mismas. Pero la escritura estaba en mitad de todo eso. Un palpitar que no podía ignorar, que la acompañaba a toda hora. Que la cegaba y la obligaba a caminar con las manos extendidas y temblorosas por la realidad que le rodeaban.

— ¡Aglaia! ¡Tercera vez que te llamo!

Mi maestra de castellano de la escuela donde estudié — al menos la primera que tuve — no me tenía paciencia. Le molestaban mis largos silencios, mi impaciencia e incluso, el hecho que le hiciera tantas preguntas sobre los libros que debíamos leer. De niña solía pensar que se trataba sólo de antipatía. De adulta, siento una profunda conmiseración por su poco amor hacia la palabra, por esa sequedad suya que disimulaba — o reflejaba, quien sabe — una amargura íntima sin mácula.

— Te preguntaba sobre el libro que tenías que leer para hoy — insistió.
 — ¿Usted soñó con ser escritora?

No sé por qué le pregunté eso. Quizás se trataba de una confesión a medias, un lento desvío de la verdadera pregunta que deseaba formular. Cual sea el caso, la pregunta la tomó por sorpresa — a ella y a mí — y me dedicó una mirada lenta, precavida y cómo no, irritada.

— ¿De que hablas? ¿A qué viene eso?

Quizás venía del poco interés que tenía enseñarnos. De la indiferencia de la mano erguida para escribir nombres de escritores en el pizarrón. De los hombros caídos, del desánimo general. ¿Qué había perdido la maestra para tanto cansancio? O quizás, como dije, venía de mi necesidad de saber si ella, la mujer que leía más que ninguna otra en el colegio, también se había enamorado de las palabras alguna vez. Si las conocía tanto como para soñar con ellas.

— Sólo quería saber…
 — Una mujer debe prepararse para vivir su vida y leer. Lo de escritor es otra cosa. Es algo más complejo. No es para todo el mundo.

Toda la clase me miraba ahora, seguro sin entender por qué escuchaba la respuesta con los ojos muy abiertos y avergonzados. El motivo por el cual la maestra parecía fastidiada y aburrida. Después llegó el más doloroso mazazo.

— Pocas mujeres son escritoras. Las demás sólo leen. Tu mejor lee y ya. Lo demás es fantasía.
Sus palabras me golpearon. Un viento helado y ralo que me dejó las mejillas escaldadas de verguenza y miedo. ¿Leer y ya? pensé con el corazón latiendo tan rápido que me cerró la garganta como un nudo amargo. ¿Leer y ya? ¿Tendría que conformarme sólo con eso? La maestra seguía mirándome con la tiza entre las manos. La expresión hosca y hostil. Un “cállate” que parecía extenderse más allá del salón de clases. A mis tardes de papel y lápiz en la biblioteca de mi casa. A mis pequeñas historias.

Nunca sentí tanto miedo. Un miedo paralizante y ácido. Un miedo que me provocó dolores de estómago y un tipo de angustia difícil de explicar. Un miedo a que sólo podría leer y no escribir, como lo deseaba. Un miedo a esa nada sin palabras. Sin mis días enteros de soñar para plasmar en largas parrafadas sin resolución. Sentí un terror de medianoche, de esas pesadillas blandas y sudorosas que te hacen despertar agradecer que las imágenes que viste sólo fueran eso: terrores convertidos en paisajes mentales. Pero de pronto, la posibilidad que simplemente la escritura no estuviera a mi alcance, no fuera parte de mi vida me dejó petrificada. Temblando y con las manos húmedas de sudor nervioso, me pregunté cientos de veces si la maestra tenía razón.

Recurrí a Virginia por supuesto. Leí el libro otra vez, con un nudo en la garganta. Tenía ya doce años y sabía algunas cosas más — unas muy pocas — que la primera vez que la había leído. Con el libro entre las manos, le pregunté a la Virginia que imaginaba — con sus rebelde cabello sujeto a la nuca, los ojos grandes y brillantes, los dedos rotos por escribir a diario — si yo podría escribir alguna vez o tendría que conformarme sólo con leer. Si sería de la gente que…tragué saliva. La gente que tendría que mirar a las palabras desde lejos.

Virginia me contestó claro. La literaria y la imaginaria. Desde las páginas del libro me contó que no hacen falta demasiadas cosas en la vida, pero una imprescindible es una habitación con una ventana. Una habitación que te pertenezca por los cuatro costados, que puedas cerrar con llave para encerrarte dentro. Una habitación que sea tuya, desde las paredes repletas de tus obsesiones hasta el suelo manchado por los pasos. Una habitación además, que tenga una ventana por la que entre luz natural. Una ventana para mirar la calle, la montaña, el cielo, el mundo entero y luego traducirlo a palabras. Una ventana hacia lo cotidiano para crear lo extraordinario. Una ventana que se abra hacia la olvido y la belleza.

También, me recomendó mi Virginia imaginaria, debes tener un ingreso decente para que escribir no sea un oficio de prisas o a medio construir. Escribe para vivir de lo que haces, para que las palabras sean tu oficio, sean tu deber, sean todo lo que necesitas. Escribe para que cada cosa en tu vida se relacione y se entrecruce en un mapa de ruta hacia el dolor y la apoteosis. Que no haya nada en tu vida que no se relacione o dependa de escribir. Así escribirás.

En 1928, Virginia Woolf calculaba que una mujer para dedicarse a escribir necesitaba 500 libras al año, aparte de la habitación con cerradura. Me pasé semanas calculando que necesitaba yo para escribir a mis doce años nerviosos. Cuánto dinero equivalía a la necesidad de escribir. Cuánto dinero simbolizaba la necesidad de avanzar hacia el centro de todos mis deseos. En esa me encontró mi madre, asombrada por las hojas llenas de números y los cuadernos abiertos con las filas repletas de números y cálculos borrosos.

— Quiero saber cuanto necesito para escribir siempre — le expliqué — en qué debo trabajar para no hacer otra cosa que escribir.

Mi mamá es una mujer pragmática y mundana. Su trabajo en el mundo financiero le exigía serlo, supongo. Con todo, me miró con sus grandes ojos verdes asombrados y risueños, como si pudiera entenderme. Como si pudiera percibir esa necesidad mía por escribir que llenaba el mundo.

— Necesitas trabajar y estás muy pequeña para eso — me respondió — hagamos algo: escribe y yo te daré una mensualidad para que sigas haciéndolo. Como si fuera tu jefa en algunas cosas. Me dirás que escribiste, me mostrarás cuanta dedicación le brindas. ¿Sirve así?

La emoción me subió por la espalda como un escalofrío. Me pregunté si mi madre bromeaba o simplemente era condescendiente, aunque por supuesto, no usé esa palabra para definir esa ternura amable. Me faltaba mucho tiempo para entender que las madres siempre comprenden, siempre traducen la realidad para que puedas comprenderla mejor. Para que puedas llevarla sobre los hombros.

— ¿Y la habitación con cerradura?
 — ¿Tu cuarto no sirve?
 — Según Virginia debe ser un espacio sólo para trabajar.

Mi mamá parpadeó. Supongo que le debe haber resultado casi risible ese ímpetu mío de imitar a una mujer que nunca había conocido, pero aún así, me siguió la corriente. Se tomó unos momentos para pensar y después, señaló la pequeña biblioteca del apartamento que compartíamos — tan distinta a la de mi abuela en la casa familiar — con un gesto risueño.

— ¿Y si es sólo un escritorio?

El día que cumplí trece años, recibí por obsequio un pequeño escritorio de madera con gavetas amplias. Nunca había visto algo más bello — aunque en realidad, era viejo y destartalado, heredado de algún pariente desconocido — pero era mío. Llené las gavetas de lápices y bolígrafos, la amplia mesa de hojas y cuadernos abiertos y cerrados. La pequeña biblioteca adosada encima de mis libros favoritos. Un pequeño reino que me pertenecía por entero. Un pequeño espacio mío y sólo mío que podía utilizar a mi provecho. Mi mamá lo colocó junto al ventanal del estudio. Abajo — a diez pisos de distancia — la calle era un cruce serpenteante de vida y color.

Pasé tardes y noches entera sentada frente a él. Escribiendo, claro. Pero también leyendo, analizando página por página de mis historias favoritas. Y por supuesto, leyendo otra vez “Una habitación propia”. Esta vez, Virginia me recordó que un Octubre de 1928 estaba escribiendo un ensayo sobre mujeres y la literatura cuando miró por su ventana. Una mujer y un hombre jóvenes caminaban juntos hacia un taxi. Tomados de la mano, riendo entre sí. Me contó Virginia que esa escena la hizo feliz aunque no entendiera el motivo. Que la hizo volver a su escritorio y comenzar a escribir sobre la belleza de la realidad, sobre su dulzura y trascendencia. Como la literatura parece instigada por esa sucesión de momentos íntimos y preciados que llenan el mundo. Ver la realidad tal como es. En todo su esplendor cálido y errático. Sin nada que lo oculte.

Escribí mucho en esa época. Ensayos incompletos y torpes sobre temas que me obsesionaban. Sobre países extraordinarios que me subyugaban sólo por existir. De sueños y deseos que se entremezclaban con los temores. Sentada en mi escritorio, con la puerta cerrada y la ventana abierta, escribí sobre una exposición de la que había leído pero de la que nunca había visto una sola fotografía. Se trataba de una colección del Metropolitan de pinturas de ventanas llamada “Rooms with a View”. Había leído sobre ella en una revista y me había obsesionado las imágenes que describía el curador que la reseñaba. Habitaciones austeras y deshabitadas, habitaciones repletas de luz natural. Habitaciones con ventanales descomunales que miraban hacia paisajes infinitos. Escribí sobre cada una de ellas sin verlas, pensando en Virginia. Escribí sobre los personajes atrapados en espacios interiores, sobre el poder de las puertas cerradas y abiertas. Sobre la capacidad de la escritura para mirarlas todas. Sobre la belleza silente de las paredes despojadas pero acogedoras. Sobre el poder de crear y construir sobre lo evidente.

También leía, por supuesto. Lo hacía por esa pasión informe, inconcreta y un poco extraña con que nos obsesionamos con las grandes elementos que forman nuestra vida. Los insustituibles e infaltables. Tomar un libro y comenzar a recordar es un ejercicio intelectual magnifico, intimo y sin paragón. ¿Quién era cuando leí por primera vez la Fábula Gótica Drácula, con sus pequeños devaneos pálidos de damas victorianas y caballeros valerosos en busca de un monstruo de sed voluptuosa? ¿Como era esa jovencita que se afanaba por recorrer los laberinto de Somerset Maugham, conmovida y pesarosa por la historia del chico cojo? Ah, veo pasar el tiempo, mientras recorro mi biblioteca y recupero títulos, historias, momentos, sabores, sensaciones, pequeños terrores. Hubo una época en que me encontré profundamente obsesionada con la Prosa de Stefan Zweig — que delicadeza, que profundidad, el temor de la belleza en medio del desastre — para luego retozar entre los campos futiles de Oscar Wilde — danzo, danzo, en medio del tiempo, no me reconozco, soy apenas una sombra-. Luego, me volví un poco melancólica con Dickens y más tarde disfrute de mi perturbada visión de la verdad a través del puntilloso y destructor verbo de Virginia Woolf. Un bautizo de Fuego con Bukowski. Una revelación de la mano de Choderlos de Laclos. Un largo baile en sombras con Trevor Fisher. Deguste lentamente la belleza de la época dorada de un tiempo cristalino con Tolstoy. Me regodee en la culpa con Dostoievski. Ah, Nabokov, en esas tardes calientes y remotas de los veranos sin lluvia de mi adolescencia. Que sabor exquisito el de la fruta prohibida. Caminé a largas zancadas, con un ejemplar de “El benefactor” de Sontag bajo el brazo. Todo el tiempo de voz impregnado de palabras, de un dulce viento, mudo y acariciador que dotó de corporeidad hasta el último recuerdo. Soy quién soy, desde luego, gracias a la palabra, el puño cerrado, alzado en protesta. Una maravilla sagrada, fundida en el oro de la ambivalencia y la conciencia. La eterna búsqueda, el espíritu alzandose más allá de sus confines, en tierna satisfacción.

***

La voz narradora de “Una habitación propia” es Mary Beton, un evidente alter ego de Virginia. La autora no lo disimula y dota al personaje — o mejor dicho, la reflejo de sí misma — de innumerables similitudes consigo misma. Mary es una inglesa de clase media alta, como también lo era Virginia. Beton además, parece ser el símbolo de lo que toda mujer desea y analiza desde el mundo e las palabras. O lo que desea obtener de él.

De Mary Beton nace la inspiración del cuarto propio, luego de una visita al recinto de Oxbridge, construcción mental que combina los nombres de las importantes Universidades inglesas Oxford y Cambridge. A través de las vivencias de Beton en la Universidad imaginaria, Virginia Woolf analiza la exclusión de las mujeres de la educación Universitaria y lo que es aún peor, de la vida intelectual de su época. Vedadas, golpeadas por la realidad. Las puertas de las habitaciones de creación cerradas por mero prejuicio. Pero a la vez, buscando un lugar propio donde expresarse. Llamar suyo. Un país intelectual con fronteras visibles en las que el mundo — y sus dolores — sólo entrarían si el silencio se lo permitía.

Recuerdo todo lo anterior, el primer día en que viví en mi apartamento de soltera. Mi abuela me lo había heredado al morir y de pronto, mi habitación privada se había transformado en algo más. Una especie de paraje de sombras abiertas y cerradas que me pertenecía por completo. Me invade una profunda sensación de realidad con llaves entre las manos. De pie en la puerta abierta. Es un poco inquietante, la manera como se atesoran ciertas imágenes. Recuerdo el olor dulzón y amargo de la pintura recién aplicada sobre la puerta principal, el leve dejo a humedad que impregnaba todo debido a que nadie había estado en ese lugar durantes meses, casi un año. Pero sobre todo, recuerdo con gran claridad el momento en que encendí la luz del salón y todos los objetos brillaron solitarios bajo la luz, opacos por una fina capa de polvo.

Abandonados, tal vez, como yo. Sentí asombro, un poco de miedo, curiosidad, expectativa, la inexpresable tristeza. Emoción, un incontrolable deseo de llorar y reír, la profunda desazón de encontrarme comenzando un nuevo ciclo de mi vida, inesperado y tan íntimo, que los límites entre mis aspiraciones y la realidad parecían confundirse. Un suspiro, la mano aun apoyada en el picaporte de bronce. Temblando un poco, la ciudad extendiéndose más allá de los ventanales. Una profunda sensación de soledad. Una abrumadora expectativa sobre el futuro. Tomo una bocanada de aire y me siento de cualquier modo en el suelo, a un lado de la antigua puerta de la entrada. Acurrucada, abrazándome las rodillas, atormentada por la sensación de irrealidad que me presionaba las sienes y la conciencia venial. Hundo la cabeza entre mis brazos y trato de pensar.

Las transformaciones nunca son sencillas y eso bien lo sabía Virginia Woolf. Como su imaginaria Judith, escribir puede ser un acto de una fragilidad asombrosa, que puede morir de inmediato, sólo para volver a nacer. La marginación de quienes escriben es algo más que un anonimato forzoso. Es un dolor no resuelto, una ventana cerrada. Una visión sobre lo que se escribe — y los motivos por los cuales se hace — tan doloroso como personal. Y la transformación de la escritura — en quien te convierte, en quien aspiras ser — es también parte de ese Universo contenido en una habitación. En la física, mental e intelectual donde habita lo propio, lo personal, lo que puede definirnos.

Al departamento que me heredó mi abuela llegué con mis cosas guardadas en dos cajas cerradas. Así estuvieron por semanas enteras, escenificando mi propio estado de desorden. Como eterna nómada, todas mis pertenencias carecían de un lugar que pudieran llamar propio, hasta ese momento. En ocasiones, pasaba la noche en el salón vacío, mirando mis fotografías o leyendo mis libros favoritos, que volvía a guardar ordenadamente al amanecer. Quizá pensaba que si comenzaba a tomar posesión de las paredes y habitaciones vacías, la sensación de desconcierto podría hacerse más real, más evidente, más aterradora. Deambulaba por la oscuridad, abriendo y cerrando las puertas con cuidado, utilizando el baño con gran cuidado de mantener el milimétrico orden con que lo había encontrado. La cocina continuaba cerrada, la nevera vacía — comía fuera de casa todas las veces que podía. Un límite fronterizo entre lo real y lo ideal, parecía ondular en medio de las sombras, en medio de los objetos que aún no sentía míos, esquivos y ambivalentes, amenazantes y hasta un poco hirientes. Continuaba sentandome en el salón, mirando a mi alrededor con cierta inocente consternación. ¿Que hago aqui? ¿Quién soy? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué prefiero quedarme? ¿Que estoy esperando? Las respuestas flotaban en algún lugar de mi memoria que no podía alcanzar.

Entonces me atreví a escribir. No aún en la habitación que soñaba podría crear también en este nuevo lugar — mundo — que ahora me pertenecía. Acurrucada en una de las esquinas, con el cuaderno apoyado en las rodillas. Escribiendo durante la noche, cabeceando de sueño y puro cansancio. Escribiendo mientras tomaba decisiones secretas y misteriosas sobre mi vida. Describiendo la primera vez que me atreví a comprar algunos alimentos y colocarlos en el refrigerador. Fue una sensación de singular emoción, comer por primera vez en la iluminada e inmaculada cocina de la casa que ahora comenzaba a ser mia. Las ventanas abiertas, el olor del viento nocturno deslizándose por entre los cristales entreabiertos. La voz de María Callas danzando en medio de la pulposa oscuridad casi luminosa, bautizando cada espacio con mi deseo y mi profunda emoción. Escribiendo, con los dedos doloridos, el cuello torcido por las noches en velas. Ese despertar sobresaltado, mirando por la ventana de mi nueva habitación. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿A donde voy? Mis libros abandonaron su confinamiento y comenzaron a habitar sus nuevos reinos. Horas enteras colocando cuidadosamente a Dickens, Coetzee, Sontag, Woolf, Wilde entre los anaqueles de los muebles donde parecían encajar tan bien. Escribiendo para recordarme quien era, para contar las ideas que se entremezclan unas con otras. Las pequeñas esculturas de ángeles y Diosas multiplicándose en el silencio, adornando cada lágrima y cada sonrisa silenciosa, las hojas de papel — inevitables compañeros de mis diminutas proezas en medio del dolor — llenando mesas y escritorios. Riendo, bailando en medio de este rutilante resplandor de pertenencia, la magnífica sensación de encontrarme en mi mundo, en la conquista de mis sueños más simples y lozanos, puros en su prístina benevolencia. Levantando los brazos, la voz de María cada vez más intensa, más insoportable, más hermosa. Girando, girando con la cabeza levantada hacia la luz, los ojos cerrados, las lagrimas brotando espontáneamente. El vértigo, cada vez más poderoso. Bendita, bendita, esta felicidad desconocida, esta sensación de mil tiempos entre mis dedos. La risa brotando, mientras la última nota de la canción se hincha y se retuerce en la oscuridad.

Escribir porque todo es posible. Porque todo nace de la palabra. Porque todo génesis comienza por un espacio propio, un lugar refugio. Una puerta abierta a la belleza. Una noción persistente de la identidad. De todas las cosas que soy y necesito ser.

Y de nuevo regreso a Virginia, porque no podía ser de otra forma. El libro en las rodillas, en medio de ese enorme paisaje de las habitaciones que son mías. Leo en voz alta, a gritos, en medio de la música: “Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?”

Recuerdo a Judith la imaginaria. A la Virginia que construí en mi imaginación para el consuelo. A la Virginia que escribía como un ser humano, más que un hombre o una mujer. Una Virginia que trasciende el género. Escribir porque es lo único que puede definir los lugares misteriosos de tu mente. Escribir por la belleza, por la pasión, por la fealdad. Por la realidad más allá de la ventana. Escribir para todos los momentos rotos y esquivos. Escribir para vivir. O mejor dicho, escribir para sobrevivir.

***
Miro por la ventana de mi estudio. Caracas, la hostil y violenta tiene un aspecto bello bajo la lluvia. Y pienso en la ternura de la tormenta de este Invierno tropical que avanza en silencio, que lo colorea todo en gris y plata. La mano tensa sobre la hoja repleta de palabras. El deseo a punto de construir. No hay otra cosa que belleza en esta noción de esperanza.
Una forma de vida. Una aspiración a persistir.

A lo largo de casi tres décadas uno se transforma a sí mismo en un producto de su propia idealización del espíritu más personal. Cambian nuestras ideas, nuestros gustos, nuestra visión de la realidad; cambiamos pero hay pequeñas reverberaciones que se mantienen constantes.

Un tiempo de reliquias de los confines más privados del pensamiento, una pequeña ceremonia íntima con el rostro de un libro. La Gran creación de la razón personal.

Una huella de fuego en mi espíritu, una necesidad infinita destinada a no saciarse jamás.

Paz, paz para el mundo de mi mente, el jardin amurallado de mi memoria.

Asi sea.

0 comentarios:

Publicar un comentario