martes, 12 de junio de 2018

Del dolor y otros misterios: Todas las razones por las que el duelo por una mascota que muere es necesario y profundo.

Leonardo Berlutti 2002 -2018



Dos días antes de morir, mi gato me dio una furiosa mordida en la mano izquierda. Me sujetó con sus pequeñas zarpas y me clavó los dientes en la palma de la mano. Grité de dolor y él sólo me miró, sus enormes ojos azules muy brillantes y vivos. El cuerpo delgadísimo ya, tenso de furia.

— ¡Suéltame! — grité sacudiendo la mano — ¡Leonardo, basta!

Intenté zafarme de él sin hacerle daño pero no lo logré, de manera que tuve que permitir siguiera mordiendo en lo que pareció un tiempo interminable. Finalmente me soltó y se quedó tendido en el suelo, respirando con dificultad. Tan pequeño, tan frágil. Del hermoso gato que había sido, se había consumido hasta transformarse en una criatura pequeña, tan débil que le llevaba esfuerzos respirar. Me aparté temblando, con la mano sangrando y de pronto, comencé a llorar. Hacía casi dos semanas que no dormía más de dos horas cada noche cuidandole y el cansancio acumulado, la preocupación y el miedo parecieron estallar al mismo tiempo, en un llanto nervioso e imparable que me dejó sofocaba y angustiada. Leonardo sólo me miró — los ojos enormes y azules, aún muy despiertos — y luego, en lo que pareció un esfuerzo titánico, se puso en pie y salió de la habitación, con un paso lento y tambaleante. Para entonces apenas podía sostenerse en pie por los dolores, pero yo no lo sabía. El cáncer que le mataría unas horas después, le había provocado anemia, una inflamación casi insoportable en el vientre y confusión cognoscitiva. Pero aún así, tuvo fuerzas para salir de la habitación, sin mirarme. Arrogante. Mi malcriado, pensé llorando, con la mano apretada contra el pecho. Mi principe loco.

La mano siguió sangrando por algunos minutos. De hecho, tuve que envolverla en un improvisado vendaje, mientras el dolor me paralizaba la muñeca y los dedos. A pesar que era un gato de mal genio y muy agresivo, Leonardo nunca me había mordido de esa manera, pensé aún sin parar de llorar, mirando la sangre diluirse en espirales color rosa en la porcelana del lavamanos. ¿Estaba tan dolorido? ¿Tan furioso? Apreté los dientes y sentí que el dolor brotaba como un estallido. Un mes antes, había perdido a mi gato más pequeño por una súbita infección urinaria. Todavía tenía dificultades para aceptar lo que había ocurrido y de hecho, todo lo que estaba pasando — la muerte de Damian, el súbito diagnóstico de Leonardo — parecía un mal sueño. Una de esas pesadillas recurrentes y ansiosas que te hacen despertar sin aliento. Leonardo había empeorado mucho después, a pesar que llevaba meses deteriorándose a ojos vistas, no sólo por el cáncer que sufría — o la sospecha que podía sufrirlo — sino por su edad. Casi dieciseis años, pensé llorando con los dientes apretados. Dieciséis años. Toda un vida. Y ahora…estaba tan cerca de ¿qué? ¿Una despedida? ¿Tomar una decisión? No me atreví ni a pensarlo.

Volví a mi estudio, aún llorando, con la mano tan hinchada que apenas podía mover los dedos. Y encontré a Leonardo allí. Estaba de pie, los ojos muy abiertos, mirándome de frente. Una mirada limpia, muy semejante a la que tenía cuando le vi por primera vez, a los tres meses de edad. Me quedé muy quieta, un poco sorprendida. Estaba erguido y volvía a parecer fuerte, a pesar de su delgadez y el pelaje estropeado. Entonces maulló — un maullido lento, dulce, que pocas veces le había escuchado — y se acercó a la silla en la que estaba sentada. Frotó su cabeza contra mi rodilla. Maulló de nuevo. Me miró. Y supe, con esa ligereza natural de los momentos inolvidables, que se despedía de mí. Que quizás, no moriría ese día ni tampoco el siguiente, pero que Leonardo, mi gato, mi mejor amigo por casi dieciseis años, mi pequeño tesoro, estaba diciéndome adiós. A su manera extraña, quizás sin sentido para nadie más. Una despedida que era sólo nuestra. Con la mano aún temblando de dolor, le levanté en brazos — apenas pesaba ya — y lo envolví en el suéter que llevaba puesto. Lo apreté contra el pecho y volví a llorar, despidiendome también, si es que uno puede despedirse de su propia historia. De su vida, de sus recuerdos con tanta facilidad.

***

Mi psiquiatra me mira con amabilidad mientras continúo en silencio, hundida en la silla de su oficina. Desde que llegué, no he dicho gran cosa. Leonardo murió hace dos días y tengo la sensación que el mundo se detuvo, que estoy rota a dos mitades, que un dolor abrasador e insoportable, me recorre de un lado a otro. He tomado un sedante suave — recomendación suya — y tengo una leve sensación de irrealidad, como si todo lo que estuviera ocurriendo fuera una especie de sueño muy realista, muy duro de asimilar. Pero está ocurriendo, sin duda, me digo con toda la dureza que puedo reunir. Mis gatos murieron con diferencia de apenas un mes entre ambos y ahora, debo de alguna forma reunir el valor y la fuerza de voluntad para asimilar la pérdida, para entender qué ocurre conmigo y sobre todo, para lidiar con un tipo de sufrimiento que no esperaba experimentar jamás.

— Sé que es una trivialidad en medio de todos los dolores que padece este país — digo de pronto, como si la idea se me viniera de pronto a la cabeza — que sólo se trata de mascotas, mientras a mi alrededor Venezolanos mueren de hambre y por carencia de medicinas. Sé que quizás…
 — Es una pérdida, es luto. No invalides tu pérdida ni tu sufrimiento — me interrumpe N. con cierta impaciencia — escucha: cada dolor es distinto, en su proporción y en su forma de comprenderlo. No puedes minimizarlo sólo porque el país es una gran colección de tragedias. No puedes deshumanizarte ni tampoco atacar tu identidad sólo por el dolor colectivo.

No sé que decir a eso. Aprieto los brazos sobre el pecho. Llevo la mano izquierda vendada. Al final, el mordisco final de Leonardo se inflamó por una infección sorpresiva que me mantiene los dedos rígidos, hinchados y doloridos. Como mi espíritu, me digo. Y el pensamiento me parece dramático, inútil, casi ridículo. Pero no puedo evitar sentirme exactamente de esa manera. Vuelvo a recordar esa tarde, su maullido de despedida. Los ojos se me llenan de lágrimas y trato de ocultarlas de N., que no mira a otro lado, sino que me contempla con simpatía y un cariño que agradezco aunque no me atrevo a reconocerlo.

— No puedo creer que haya muerto. Así de simple. Que…de pronto, estaba allí y al día siguiente, ya no está. Que es un vacío — murmuro con la voz rota, cansada. El pecho tenso por un nudo de sufrimiento pequeño íntimo — que…lo perdí. Que no…

Conocí a Leonardo a los tres meses de edad. Era el más avispado de su camada, el más travieso, el que corrió — rollizo y feliz — a mis manos, cuando me agaché para mirar al grupo de gatitos que bebían de su madre. Se me subió a las rodillas y me puso una garra pequeñita contra la barbilla. Los ojos azules como dos pequeñas esferas de cristal azul marino. Recuerdo que me hizo reír tanta osadía, tanta vitalidad. Y desde luego, me enamoré de inmediato. Pensé que aquel gatito me había adoptado con todo el desparpajo de su especie. Ya tenía gatos — de hecho, había uno en casa esperándome — pero era la primera vez que un felino me escogía deliberadamente como su “humana”. Lo cargué, lo abracé y pensé que había algo mágico — en la medida de lo inexplicable y la belleza de la incertidumbre — en aquel encuentro. En ese amor providencial que acababa de nacer. “Primavera de mi corazón” le murmuré, acariandole la cabecita, recordando a Shapeskeare. De inmediato, abrió su boquita sin dientes e intentó moderme un dedo. La primera de muchas mordidas.

— Tu dolor es tan válido como cualquier otro — dijo N., trayéndome al presente — válido, duro y difícil de sobrellevar como cualquier luto. No tienes por qué menospreciar tus sentimientos sólo porque el país se encuentra sumido en una crisis muy dura. Aún somos individuos, aún tenemos vidas y dolores personales. No permitas que nadie te haga pensar lo contrario.

Es difícil no hacerlo. En las interminables noches en que cuidé la lenta agonía de Leonardo, miré por la ventana la calle desolada que rodea en el edificio en el que vivo. Una pareja de indigentes caminaba cada noche alrededor de la medianoche hacia las bolsas de basura acumuladas en la calle y las abría, en medio de un estruendo de latas que rozaban el concreto y vidrios rotos. Los veía extender las manos, enterrarlas en las bolsas de basura pringadas de suciedad, buscar algo que comer. Al otro lado, en una de la torres del edificio. hay dos ventanas con las luces encendidas. La madre de una de mis vecinas sufrió un derrame y no tienen el dinero suficiente para sostener el tratamiento, de manera que le cuidan en casa, rodeada de instrumentos médicos donados y las manos amables de hijos y nietos. Problemas reales, pensaba, tendida en la cama junto a mi gato, que tenía dificultades para respirar, que estaba tan débil que le llevaba esfuerzo incluso beber un poco de agua, por lo que debía intentar la bebiera con una hipodérmica. ¿Cómo puedo comparar lo que me ocurre con tales desgracias? ¿Como puedo?

— Porque también es una desgracia — dice N. cuando le cuento lo anterior — no se trata del motivo del dolor, sino del hecho que te lo provoca, que es real, que lo sientes. Que estás atravesando una situación de estrés insoportable, dolorosísima. Y que tienes todo el derecho a que tu dolor se respete, de la misma manera que tú respetas el de otros.

Hace unos días, leía un artículo que afirmaba que perder a una mascota querida es una experiencia “emocionalmente devastadora”. Es la frase que utilizó y de hecho, la que mejor describe el sufrimiento insoportable en el que me encuentro sumida desde hace más de una semana. También añadía, que la sociedad suele ser muy dura y muy violenta, al momento de juzgar el dolor de la pérdida de un animal amado, por el mero hecho que no coincide con los estándares sobre el dolor y el sufrimiento que se suponen son los correctos en nuestra cultural. Los síntomas de duelo son idénticos en cualquier pérdida y de hecho, ser tan profundos y terribles como para someter a cualquiera a un nivel de ansiedad y angustia difícil de describir. La revista “New England Journal of Medicine” informó que una mujer que había perdido a su perro, experimentó de manera muy vívida el llamado “síndrome del corazón roto” una reacción física que imita un ataque de pánico, incluido un total descontrol hormonal y físico que someten al cuerpo a un tipo de reacción muy semejante a la de una afección cardíaca. Perder a un animal amado implica además, la pérdida de la historia personal, de una serie de fragmentos de historia íntima por completo irrecuperables.

— No sólo eso — dice N. con rostro preocupado — perdiste a una parte de de tu vida que tenía una importancia relevante. No puedes menospreciar tu propio dolor y mucho menos hacerlo, porque creas que es poco conveniente o incluso, sin sentido. Tienes derecho a padecer dolor. Tienes derecho a sentir toda la angustia que la pérdida te está causando.

Silencio otra vez. La angustia me sacude el pecho, el cuerpo entero. Desvio la mirada, intento contener el acceso de pánico que me viene a la garganta. Cuando lo hago, noto que el suéter que llevo, está lleno de pelitos blancos. Leonardo tenía predilección por dormir en mi ropa oscura. Antes de poder evitarlo, vuelvo a llorar de nuevo. Un llanto lento, insoportable. Un peso tan agudo que apenas me permite respirar.

***

Estoy sentada almorzando entre un grupo de amigos que organizaron una especie de reunión de “emergencia” para intentar levantarme el ánimo. Sigo sin poder mover con facilidad la mano izquierda, por lo que una de mis amigas, dedica tiempo y atención a que servir algunos trozos de pastel y una taza de café. Todo un lujo, pienso aturdida, en un país donde la comida es cada vez más costosa y que el mero hecho de llevar a cabo aquella pequeña reunión, supuso un gasto tan desproporcionado como duro de cuantificar. Pero este pequeño grupo de sobrevivientes — así nos llamamos unos a otros — lo hace con la mejor voluntad posible. Y así me obligan a aceptarlo. O casi.

— Entonces te mordió — comenta mi amigo J. con una sonrisa triste. Levantó la mano vendada y aún hinchada con un gesto lento.
 — Y con gusto.
 — Ah, pero es que para Leonardo ese era el gusto.
 — Por supuesto — dice mi amiga G. — no sólo era el gusto, era el sentido de su vida.

Reímos. Casi todos mis amigos conocían a Leonardo y habían sufrido bajo su arrogante malcriadez. Al crecer, mi gato se había hecho un ejemplar magnífico de Sagrado Birmano de frondoso pelaje gris y enormes ojos azules plácidos. Pero también, con un carácter irascible y casi violento de cuidado. O eso era lo que yo insistía. Par el resto, las travesuras y tropelías de Leonardo era algo inherente a su carácter y personalidad, si es que un gato puede tenerla.

— Claro que los gatos tienen personalidad — comenta alguien — todos son pequeñas personitas atrapadas en cuerpos tiernos. Pero mira…todos son especiales, inolvidables.

Todos murmuran anécdotas sobre Leonardo y alguna que otra sobre Damian, mi gato más pequeño que también murió pero que con cuatro años, le conocían poco. O eso dice mi amiga S., con amabilidad. “Un gatito tierno” dice con una sonrisa simpática. Pero en realidad, para ellos, ambas muertes se confunden en una sola y se relacionan directamente con la pérdida, con un tipo de angustia que les resulta difícil consolar. No soy la madre de nadie, la hija de nadie que haya muerto. Sólo soy la dueña de dos gatitos que por esos extraños avatares del azar, murieron en fecha cercana. ¿Cómo se consuela semejante pérdida? ¿Como se asume en un país como el nuestro, plagado de sufrimientos, carencias y padecimientos? No lo sé.

Aprieto los labios para evitar se me salten las lágrimas. Perder a mis dos gatos en menos de un mes ha supuesto que deba replantearme mi vida hogareña — ese tranquilo espacio insular en que intenté aislarme del desplome del país a mi alrededor — desde lo mínimo. El proceso del duelo de un animal querido es por completo distinto al de una persona: no puedo hacer otra cosa que intentar manejar el dolor, lidiar con él, analizar qué ocurre en mi vida. Temo que me tilden de inmadura o débil. O de egoísta o simplemente ¿qué? ¿De qué podría acusarme cualquiera por llorar a mis mascotas muertas? Suspiro, me seco las lágrimas, que al final me corren por las mejillas. Todos me miran preocupados y entristecidos. Mi amigo M. se inclina y me aprieta la rodilla con cariño.

— Leonardo vivió una buena vida. Dieciséis años de amor y de profundo cariño. Le cuidaste, le quisiste, te hizo feliz — ahora también tiene los ojos brillantes por lágrimas que no termina de derramar — eso no es un consuelo, pero es un buen pensamiento. Es una buena forma de despedida.

No sé por qué pienso en la última noche de Leonardo. Ya estaba tan débil, que se tendió en la cama con los ojos entrecerrados. Yo también lo hice, junto con mi prima mayor y juntas le despedimos en voz baja. Le hablamos como si se tratara de un ser humano roto y al borde de la muerte. Le consolamos con el mismo amor que un pariente que agoniza. Leonardo suspiró y se quedó tendido, respirando cada vez con mayor lentitud, con nuestras palabras flotando a nuestro alrededor como un consuelo lento y sordo. La noche avanzó con rapidez y también, lo inevitable. Me recorre un escalofrío al recordar cuando noté que Leonardo había dejado de respirar. En un gesto casi instintivo, me sostengo la mano dolorida, como si fuera el último recuerdo que conservo de mi gato. Un dolor lento, incómodo, irritante.

— Cuando murió mi perra, no fui a trabajar por tres días — comenta mi amiga L., con un suspiro. Recuerdo a “Penélope”, una golden retriever que murió por una dolencia intestinal muy grave. Era grande, radiante, cariñosa. También lloré su pérdida — literalmente no podía moverme de la cama o dejar de llorar. Es un tipo de angustia y dolor muy grave, muy profunda. No la entiendes hasta que la atraviesas. Nadie puede entender el dolor real que provoca la muerte de una mascota hasta que la vive.

Nadie dice nada. Todos tienen un animal que cuidar: perros, gatos, incluso un viejo loro parlanchín. Y de pronto, hay un pequeño dolor y sobresalto entre todos. Una sensación de angustia difícil de definir. Alguien sirve café. Cuando aprieto la mano sobre la taza, los dedos vuelven a dolerme. Leonardo está allí, más cerca que nunca.

***

— Se trata de una pena intensa, un tipo de sufrimiento real porque se relaciona directamente con tus hábitos y tu estilo de vida — me dice M., mi antigua psiquiatra, ahora retirada por una emergencia familiar — mira, es una amenaza para la salud emocional de cualquiera y tienes que asumirlo como tal. Necesitas vivir tu dolor. Necesitas asumir que ocurrió algo grave en tu vida.
 — Pero en Venezuela…
 — No importa lo que esté pasando en Venezuela — dice ella. Su voz se distorsiona desde la pequeña pantalla del Skype — no importa lo que pase en el mundo entero. El dolor es una forma de expresión válida y te lo está causando perder parte de tu vida afectiva. Deja de menospreciar lo que sientes.

No sé que responder a eso, de manera que me callo. Durante los últimos días, he intentado mantener la calma trabajando el doble, ocupando mi mente en todo tipo de ocupaciones triviales y saturando mi vida tanto como puedo de cualquier cosa que pueda distraer la sensación de extravío que me produce la ausencia de mis mascotas. Sigo investigando sobre el tema. Expertos insisten que la pérdida de una mascota implica además una ruptura en nuestra rutina, en la forma en que comprendemos nuestros afectos dominantes. Que no se trata sólo de perder un animal sino que además, perdemos todos los pequeños rituales domésticos y hogareños relacionados con su vida.

— Es exactamente eso — dice M. cuando le comento lo anterior — Una mascota te permite disminuir la soledad y la depresión, aliviar la ansiedad. Mucho más una que te acompañó por tanto tiempo, es un miembro de nuestra familia, es una parte de tu vida de especial relevancia.

Suspiro y miro hacia la silla en la que Leonardo solía afilarse las uñas, no importa las veces que se lo prohibiera o todas las ocasiones en que le regañara. La silla azul, con su tela fuerte y rasposa, era su favorita, de forma que se colgaba en ella, mirándome desafiante mientras balanceaba sus patas a un ritmo vivo y rítmico. Le recuerdo ahora y pienso que la ausencia es en si mismo una manifestación física del dolor. Como si la configuración de mi vida, mi casa, mi cotidiano hubiese cambiado para siempre. Un trozo de mi historia que se disolvió en ese lugar misterioso que representa la muerte.

— Perder una mascota afecta tu identidad porque te arrebata todo lo que se relacionaba con ella — dice M. con cariño — tu dolor es válido, asúmelo, deja que escape. Deja que vaya transcurriendo con lentitud. Que la vida tome su curso. Que puedas recuperar un poco de tranquilidad.

Cuando cuelgo la llamada, noto que ya puedo mover con facilidad la mano izquierda. Ha transcurrido casi cuatro día desde la muerte de Leonardo, me digo. La vida sigue, la vida es la vida, una frase que antes me parecía tan superficial como para hacerme reír. Ahora la comprendo más de lo que quisiera. La muerte es un lugar solitario. La vida al contrario, florece aunque no lo quieras.

***

Mi prima mayor ha sido mi roommate por más de quince años, de manera que la muerte de Leonardo, le afecta de la misma forma que a mí. Nos dedicamos juntas a reunir sus juguetes, su cama bordada — obsequio de alguna amiga con habilidad para las artes manuales — , sus pequeños juguetes rotos. Hace un mes, hicimos lo mismo con Damian, mi gato más pequeño y me pareció un ritual exasperante, insoportable. Pero esta vez, hubo algo pacifico, dulce y tierno. Una especie de despedida silenciosa.

— ¿Recuerdas cuando llegó? — dice de pronto N. levantando la cabeza de entre una bolsa de pequeños muñecos de felpa, todos obsequios para Leonardo de mis parientes y amigos — ¿Qué se colgaba de cabeza de las mesas y sillas?

Lo recordaba claro. Lo recordaba y me sorprendía la habilidad de aquel cachorro de tres semanas de nacido, su vivacidad, su capacidad para la travesura. Recuerdo que estaba deslumbrada por toda esta vitalidad, por el hecho que una criatura tan pequeña pudiera irradiar tanta felicidad, tanta alegría. Me quedo de pie, pensando en eso. Mi prima sonríe con tristeza.

— Mira, tienes que dejar de disculparte porque te duela lo de Leonardo y lo de Damian. No importa si el país se está viniendo abajo, los dolores personales siguen siendo nuestros. Siguen siendo una forma de mirarnos al espejo y reconocernos. Es bueno, sentir dolor. Es bueno, asumir que existe.

Fue mi prima quién cavó la tumba de Leonardo, en la vieja casona de mis tías. Lo hizo a pala, bajo un sol radiante de Junio. Las mujeres de la familia nos quedamos alrededor del pequeñísimo agujero mientras ella se afanaba hasta lograr un lugar digno para Leonardo, o eso pensé, con cierta dosis de drama literario. Luego fue N. quién colocó el cuerpecito sin peso del gato sobre la tierra y ella fue quién lo enterró. En un momento dado, quise ayudarle, extender las manos, arrojar un puñado de tierra. Pero permanecí de pie, entumecida, la mano izquierda palpitando, aterrorizada por el vacío, por la inapelable de la muerte, desconcertada por su belleza simple.

— Lo asumo — digo con un suspiro, tomando el peluche favorito de Leonardo y guardándolo con cuidado en una bolsa de plástico — sólo que…

Es enorme, pienso. Es más grande de lo que quiero admitir. Es una pérdida que está en todas partes, que me hace golpearme en todas direcciones. Es dolor, es angustia. Es la sensación que una parte de mi vida se agrietó y murió. Que…no sé cuando comienzo a llorar. No sé cuando mi prima se acerca y me abraza. No sé cuanto tiempo paso llorando sobre su hombro. Un pequeño dolor, muy grande.

***

Estoy sentada en el ventanal de mi estudio tomando una taza de café. Caracas está despierta, toda azul y verde, el trasiego de la vida que sigue. Alguien grita más allá y suelta una carcajada. Alguien más le responde. Caracas siempre tan viva. Y me quedo de pie, percibiendo el vaivén de la vida. Siendo el dolor ir y venir y me lo permito. Me permito las lágrimas que vienen después. Me permito la sonrisa del recuerdo. Cuando me miro la mano izquierda, encuentro que la herida curó y ya puedo mover los dedos. La vida continúa, fluye. Sonrío, al recordar a Leonardo y a Damián, maullando y corriendo por la casa. Hace tan poco y también, hace tanto ya. Pero algo aprendí: el dolor es irreprimible y aceptarlo, es una forma de madurar. Los buenos recuerdos siguen vivos. El amor también.

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