domingo, 18 de octubre de 2015

Espiral en luz de estrellas y otras historias de brujería.




Cuando tenía siete años, fui a vivir a casa de mi abuela. Mi madre tenía un trabajo de jornadas extenuantes y no podía cuidar de mi, por lo que decidió que la mejor decisión era quedarme en la vieja casona familiar. Aquello no me gustó nada.

- ¿Y vas a buscarme? - pregunté un poco inquieta. Mi mamá me dedicó una mirada rápida, incómoda.
- Siempre que pueda.

No me gustó esa respuesta. Tampoco me gustó la idea de vivir con mi abuela. Apenas la conocía por esporádicas llamadas telefónicas y cariñosas tarjetas escritas a mano. Sabía que mi madre no se llevaba especialmente bien con ella y que había una cierta distancia entre ambas que no podía comprender muy bien. Después de todo, cuando eres una niña, no piensas en los motivos por los cuales los adultos se enfurecen entre sí o se preocupan. Todo su mundo parece muy distante, un poco mal construido. Como si faltaran o sobraran pieza en un mecanismo complicado y complejo.

- Estarás muy contenta con tus tias y primas - continuó mi mamá, apretando el volante del coche hasta que se le pudieron blancos los nudillos - será una nueva aventura.

Pues no era una idea que me atrajera para nada. Para entonces, ya era una niña remilgada y nerviosa que no le encantaban especialmente los cambios, mucho menos uno tan enorme como cambiarme del pequeño y pulcro apartamento de mi madre a la casa enorme de la abuela. La idea me hacia sentir inquieta, preocupada y muy triste. Mucho más, teniendo la persistente sensación que mi mamá no se encontraba muy feliz por la decisión que había tomado. No me había mirado a los ojos desde que había decidido hacerlo y parecía pálida y extenuada, directamente triste.

- No quiero quedar con ella - murmuré. Mi mamá suspiró, y maniobró para avanzar por una calle pequeña. El ruido de la autopista quedó atrás y de pronto, me encontré en una especie de pequeño reducto vegetal de árboles muy viejos y bonitos. Miré hacia atrás para mirar a Caracas en la curva del camino.
- Yo tampoco quiero que te quedes, pero no puedo dejar de trabajar.

Pensé en la sucesión de señoras y chicas que me habían cuidado mientras mamá trabajaba. Algunas eran simpáticas, otras indiferentes, la gran mayoría sin mucho interés por mi. Incluso hubo una que me gritó por dejar los platos y cubiertos sucios sobre la mesa. Retrocedí, asustada, mientras ella señalaba la loza sucia y me acusaba de "desordenada y necia". Cuando se lo conté a mi mamá, ella apretó los labios, como solía hacerlo cuando estaba disgustada o incómoda.

- Después los lavé, no te preocupes - me apresuré a decirle. Mamá me acarició las mejillas con sus dedos pálidos.
- No te preocupes por eso ya.

No volví a ver a aquella mujer. Y unos días después, mi mamá fue a mi habitación para contarme que había decidido viviría con abuela por unos meses. Parpadeé, desconcertada.

- ¿Con abuela? pero no te llevas bien con ella - dije. Mi mamá se quedó muy rígida, sentada al borde de mi cama. Parecía mucho más joven de lo que era, con sus rostro bonito y anguloso pálido y el cabello tirante en un moño apretado.
- Es tu abuela y te ama. No importa si yo me lleve bien con ella o no.
- ¿Y quiere que vaya a vivir a su casa? - pregunté un poco asombrada. Hasta ahora, tenía una idea brumosa y poco precisa sobre mi abuela. La imaginaba como una de las ancianas que solían aparecer en las películas, con su cabello blanco y la piel muy arrugada, a pesar que las fotografías tenía el aspecto de una mujer lozana y joven, de ojos despiertos y sonrisa amplia. Apreté los bordes de la colcha de la cama, con el corazón latiendo muy rápido.
- Esta feliz - respondió mamá. Aunque no parecía especialmente emocionada por decírmelo. La verdad, no entendía nada de aquello.

Recordé esa extraña conversación mientras llegábamos al final de la calle de los árboles. La montaña Ávila se alzaba a la izquierda, verde e imponente y pensé que jamás la había visto tan de cerca, a pesar de vivir en la ciudad. Cuando finalmente mi mamá detuvo el automovil, miré por la ventanilla la casa que se alzaba junto a la calle con los ojos muy abiertos. Sentí una mezcla de emoción y miedo que por el momento me dejó muda.

No era lo que esperaba de la casa de mi abuela, aunque en realidad, no sé que esperaba. Pero el caso era que está enorme casona de ventanas un poco torcidas, jardín mal cortado y rejas con la pintura descorchada no era lo que suponía debía ser la casa de la abuela. La imaginaba un poco como el apartamento que compartía con mi mamá, un lugar muy ordenado y limpio, con sus muebles de cuero y sus muebles de madera pulidos. La casa al final del camino de árboles tenía un aspecto destartalado, muy viejo pero sobre todo...curiosamente agradable. Como si estuviera perfumada con los rayos del sol y rebosante de una especie de vida propia. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos y sólo pensé que era una casa simpática, que me sonreía al entrar.

Mi abuela nos esperaba en la puerta. Era, como en sus fotografías, una mujer alta, robusta y de amplia sonrisa. Llevaba el cabello cobrizo veteado de canas trenzado sobre el hombro y un vestido sencillo de florecitas. Y por supuesto, no se parecía en nada a las abuelas de las películas: ella se veía joven y vital, con los pies calzados en sandalias y las manos ágiles. Se acercó a mi, caminando a grandes zancadas, con los ojos de color miel brillando de entusiasmo.

- ¡Hasta que por fin! - dijo - ¡Las esperaba desde por la mañana!

Entonces hizo algo que me sorprendió aunque no debió haberlo hecho. Se inclinó hacia a mi y me abrazó muy fuerte, como si nos conociéramos de toda la vida, como si mi mamá y ella no hubiesen estado separadas por años, como si conversáramos a diario. Me rodeó con los brazos, me apretó contra su pecho y me estampó un sonoro beso en la mejilla. Me dejó aturdida tanta familiaridad y amor. Mi mamá no era muy cariñosa que digamos.

- ¡Que bueno que llegaste! - insistió - ¡Estoy tan feliz que vinieras!

No me soltó de la mano, mientras entrábamos a la casa. Mi mamá nos seguía con cierta incomodidad, mirando a su alrededor y ahora asumo, que recordando su niñez en esa amplia casa luminosa, llena de ruidos y muebles viejos. En cambio, yo miraba todo con los ojos muy abiertos y asombrados, maravillada por las cortinas de encaje carcomido, las fotografías enmarcadas en la pared, las poltronas de tela remendada. Todo tenía un aspecto muy pasado de moda, un poco polvoriento pero adorable. O a mi me lo pareció.

- Vendré a buscarla los fines de semana - estaba diciendo mi mamá en un murmullo - y los días de vacaciones. Te agradezco mucho esto.

Me solté de la mano de mi abuela. Ellas se inclinaron una a la otra para conversar, muy semejantes entre si con el cabello grueso y rizado, el rostro anguloso pero diferentes en todo lo demás. Mi abuela, con su vestido amplio, que le caía por las caderas como una cascada de tela. Mi mamá en su traje impecable y sus zapatos de tacos altos. Las miré por un momento, sin entender como podían verse tan distintas y a la vez, ser tan parecidas. De pronto, pensé que quizás, yo también me parecía a mi mamá así: a la distancia pero no de cerca. Con mis ojos y mi cabello oscuro, mi boca grande y mis manos nerviosas, a veces me hacia sentir incómoda que fuéramos tan distintas.

Recorrí el salón repleto de mesitas, libros y otros objetos. Había un revistero lleno de hojas y montones de bolígrafos. Portarretratos con las fotos de parientes que yo no conocía, todos sonriendo desde el blanco y el negro, con las manos extendidas desde el cristal. Más allá, en la pared, había cuadros de paisajes de montañas, caballos y flores. Y escobas.

¿Escobas?

Parpadeé sin entender lo que veía. Era cinco escobas, colgadas en la pared y sostenida por ganchillos de metal. Una sobre la otra formando una especie de fila ordenada. Pero no eran escobas así tal cual: eran muy viejas, con mango de madera gruesa y hebras cortadas y trenzadas de manera muy vistosas. Las miré boquiabierta, sin entender por qué estaban allí, el motivo por el cual alguien quisiera guardar un montón de escobas viejas como adorno en casa. Me acerqué y me detuve debajo de todas. Sí, eran escobas. Nada más y nada menos. Me levanté de puntas de pie, para mirarlas mejor.

- ¿Nunca habías visto una escoba de verdad muchacha?

Me sobresalté. Una mujer vieja de ojos verdes me miraba desde la puerta del pasillo que conducía a la escalera. Me pareció reconocerla de alguna parte pero no sabía de donde.

- ¿Por qué las cuelgan allí?

Ella me miró en silencio y de pronto la reconocí: aparecía en las fotos junto a mi abuela. Era una pariente o algo, una de las tantas que no conocía debido a la insistencia de mi mamá de mantenerse bien alejada de la rama familia. Me asombro que a pesar de ser una señora grande, fuera hermosa. Tenía un rostro elegante, el cabello cobrizo oscuro y manos delgadas y jóvenes. Se apoyaba en un bastón.

- Porque somos brujas, desde luego. Y colgamos nuestras escobas en la pared.

Parpadeé. ¿Que había dicho? Ella sonrío e inclinó la cabeza para mirarme con una amplia sonrisa rara. Su bata de verde de casa brillo bajo la luz del sol.

- Brujas. ¿Te asusta la palabra?

La verdad, era que no, pero tampoco tenía idea por qué la decía. ¿No eran las señoras malvadas que vivían en el bosque? ¿La mujer malvada que le había dado una manzana a Blancanieves? ¿La mujer misteriosa que vivía en una casa de caramelos? ¿Que quería decir ella utilizando esa palabra aquí, bajo el sol de la tarde, en una casa por completo normal?

Pero allí estaban las escobas. Cinco. Como flotando en la sencilla pared de yeso.  La mujer del bastón suspiró y camino hacía mi. Un clac clac sobre el suelo de madera.

- Tu madre no te dijo nada, entonces.
- ¿De qué?

Se detuvo. Se apoyó sobre el bastón y ladeó la cabeza. La sonrisa maliciosa en su rostro se acentuó.

- Preguntale a ella.

Cuando volví a donde mi mamá y mi abuela conversaban, ya habían sacado del automovil mi maleta y mi morral de viaje. Las miré a ambas y de pronto, me sentí muy incómoda de preguntar lo que quería, de decirle cualquier cosa a ambas. Ambas sonreían y se miraban entre sí con mucha más libertad y tranquilidad que hacia un rato.

- Aquí estará bien, ya vas a ver. Tiene un jardin donde correr, libros que leer. Gente que la cuide - estaba diciendo mi abuela - no te preocupes más, pues.

Mi mamá asintió y después me miró. Y aunque tenía mejor expresión de lo que había tenido toda la semana, seguía viéndose un poco pálida y cansada. Cuando se inclinó hacia a mi, la miré preocupada.

- Te quedas con abuelita y te portas bien ¿Sí? Sin hacer escándalo ni hacer locuras.
- Puede hacerlas - respondió al punto mi abuela. Mi mamá le dedicó una de sus rápidas miradas inquietas.
- Mejor que no lo haga.

Me besó y me abrazó. Se estaba despidiendo, pensé de pronto, con esa clarividencia precisa de la niñez. Me estaba diciendo adiós ¿hasta el fin de semana? De pronto, comprendí todo muy claro: No iba a vivir en el apartamento todos los días. No me iría a buscar a la escuela, no veríamos televisión juntas en la noche. Sentí miedo y después mucha tristeza, pero no me atreví a llorar. O mejor dicho, pensé que podía hacerlo después.

Miré alejarse a nuestro automovil por la calle. Me quedé de pie en la calle, con el pecho dolorido de angustia. Mi abuela estaba de pie a mi lado, sin decir nada. Pero su presencia cálida y con olor a algo dulzón - después sabría que era miel - me reconfortaba de alguna manera. Levanté la cabeza para mirarla.

- ¿De verdad estás contenta que me quede?
- Más que contenta, estoy agradecida.

Me hizo sonreír su sonrisa. Caminamos juntas hacia la casa y tuve la sensación que de pronto, el calor de la tarde se hacia brillante e impregnaba la casona, con ese resplandor de las cosas que soñamos aunque no lo sepamos. Y a pesar del miedo que sentía, la tristeza por pensar que mi mamá me había dejado allí, no pude evitar sonreír. Una sonrisa intima y cálida con el olor del jardín recién cortado que me rodeaba.

***

Esa noche, volví para mirar las escobas. Lo hice, después que abuela me enseñó toda la casa y la que sería mi habitación. Me quedé mirando todo con ojos redondos.

- ¿Voy a dormir aquí?
- Si te gusta. Si no, sacamos al abuelo del cuarto y duermes allí conmigo.

Reímos en voz baja. Pero la verdad era que la habitación nueva me gustaba y mi abuelo podía quedarse en la suya. Tenía una ventana grande con cortina de tela, una cama baja y que rechinó cuando me senté en ella, una biblioteca llena de libros viejos. Los miré todos curiosa, acariciandole el lomo con la punta de los dedos.

- ¿Los puedo leer?
- Siempre hay que leer - dijo mi abuela, estirando las sábanas de un bonito color turquesa - leer te salva, aunque no sepas de inmediato de qué.

La miré, tan abuela con su delantal y su cabello rizado recogido de cualquier manera sobre la cabeza. Y pensé en lo que había dicho la anciana de ojos verdes, que resultó ser mi bisabuela. "Somos brujas" había dicho, como si tal cosa. Tan tranquila, como si se deleitara con la palabra, paladeandola como algo de buen sabor. ¿Que querría decir eso?

Lo había pensado todo el rato, mientras mis tias y primas me saludaban y me daban la bienvenida a mi casa. Aunque me fijé bien, nadie tenía la piel verde, los ojos saltones ni la nariz aguileña. Eran señoras y chicas muy normales, que hablaban en voz alta y discutian cosas por completo corrientes. Mi prima M. tenía quince años y me pareció la muchacha más bonita del mundo.

- Cierra la boca, se te ven los dientotes - dijo nada más conocerme. Y también la más petulante, pensé furiosa. Mi tia M., su mamá y a quien había conocido porque solía almorzar en la casa, le dio un codazo en la costillas.
- Eres una malcriada, vete a lavar la ropa del colegio.

Mi prima me dedicó una mirada de nariz alzada y corrió hacia la cocina. Tia me acarició el cabello.

- No le prestes atención a nada de lo que diga tu prima. Es así.

Eran mujeres normales, me dije. Sentada a la mesa, con el abuelo hablando sobre deportes sin que nadie lo escuchara, viendo platos y vasos pasar de un lado a otro, me pregunté por qué bisabuela había dicho semejante cosa de la familia. La miré, sentada al otro lado de la mesa, bebiendo una taza de café con un gesto lento y firme. Me devolvió la mirada y sonrío. ¿Que había querido decir con eso?

Tanto me lo pregunté, que no me pude dormir de inmediato. Me molestaba la pregunta, como los sonidos de la casa nueva y la sábana que me respaba las rodillas. Así que me levanté, me puse mi sueter de estrellitas y decidí caminar por la casa para ver si me tranquilizaba. Además, no podía dejar de pensar en mi mamá. Me había telefoneado antes de irse a dormir y me aseguró lo haría de nuevo en la mañana. Pero su voz no era ella, y mucho menos, mi casa, que extrañaba casi con dolor. Mi pequeña habitación ordenadísima, llena de juguetes y dibujos. Me sentía un poco perdida en la casa de la abuela, tan extraña y sin sentido.

Deambulé por la casa un rato, tropezando con muebles y caminando de puntillas, hasta que encontré de nuevo las escobas. Me senté en el suelo a mirarlas, preguntándome de nuevo el motivo por el cual alguien querría colgarlas en la pared. ¿Eran un adorno? no se veía como la de plástico de la casa. ¿Eran una especie de...?

- No te deja dormir ¿no?

La voz de bisabuela me sobresaltó, como lo haría durante el resto de mi vida. Apareció por la esquina de la cocina, con clac clac de bastón precediendola. La miré con los ojos muy abiertos. Incluso a media noche, se veía hermosa, con su bata de dormir y su cabello desgreñado. Una gran dama un poco misteriosa. Me asombró pensar que era la mamá de mi abuela, de tan joven que se veía.

- No entiendo que quisiste decir - dije - con eso de las brujas.
- Justamente lo que dije. Tenemos escobas en la pared porque somos brujas.

Se quedó de pie junto a donde estaba sentada, mirándome. Parpadeé en la oscuridad.

- Brujas...¿Como?
- Sabias, mujeres que creen en la magia, espíritus salvajes, hijas de la Luna, como quieras llamarnos. Eso somos - explicó. Caminó y se dejó caer en el sillón de remiendos junto a la ventana - cada mujer en esta casa es precisamente eso: una bruja.

Apreté los labios. ¿Estaba bromeando como prima M. al reirse de mis dientes? Pero bisabuela no se veía especialmente dada a la risa, con su rostro serio y sus ojos tan serenos. Me abracé las rodillas y la miré, sin saber como responder a eso.

- ¿Te sorprende? - preguntó entonces. Me encogí de hombros.
- No entiendo.

Bisabuela movió la cabeza y suspiró. Le dedicó una larga mirada a las escobas.

- Seguramente estás pensando en las mujeres de los cuentos de Hadas, a las que comen niños y hacen maldades - dijo en voz baja. No dije nada, pero si, era así - en realidad, eso no es una bruja. Una bruja es una mujer poderosa, una mujer que lleva su capacidad para crear y creer entre las manos. Una mujer intrépida, que aprendió a vencer el miedo. Una mujer que hace preguntas, una mujer curiosa. Una mujer que teme pero que vence ese miedo. Una mujer que sabe el poder de sus manos y también el de su mente.

Sus palabras me confundieron. Era tan pequeña que no entendí la mayoría de ellas, pero si tuve algo claro: iba en serio. Aquella anciana hermosa de cabello rojizo, me estaba explicando algo de enorme importancia. Y de pronto, el corazón me dio un salto en el pecho. Fue como si varias piezas encajaran entre sí.

Me estaba diciendo la verdad.

Miré las escobas otra vez, con su mango fuerte y roto. Las cerdas rotas, abiertas en la punta. Colgadas en la pared entre todas las cosas corrientes y vulgares que hay en cualquier casa. Como si fueran algo bello e importante para conservar. Me levanté, me acerqué a ellas. Escobas...¿para...qué? Pensé en la imagen de la bruja volando por la noche. Mi bisabuela soltó una carcajada cuando se lo dije. Me asombró como su rostro se animó y se encendió de alegría por el gesto.

- No niña. Para volar hay aviones. Las escobas son simbolos de limpieza y purificación. De historia. Una bruja tiene una escoba y tiene el poder de echar fuera de su vida lo que le molesta.

Me acerqué aún más a las escobas de la pared. Eran sólo madera y hebras deshilachadas. ¿Como podían hacer esas cosas? Una de ellas tenía una estrella grabada en la madera. Pequeñita. Tanto que sólo la noté como por casualidad, perdida entre las grietas de la madera. Me pregunté quien lo habría hecho y por qué.

- Entonces ¿No vuelan?
- No. Ya te lo dije.
- Pero tu eres una bruja.

Estiró los pies, se puso el bastón sobre las rodillas. Ladeó la cabeza.

- Lo soy - entonces, sonrío toda malicia - y tu también lo serás.

El corazón me dio un brinco y de pronto sentí que la habitación me daba vueltas. Me aferré al dobladillo de la pijama. ¿De qué hablaba bisabuela? Tuve la nitida sensación que había algo que entender en lo que me decía, que no eran una broma ni tampoco una especie de juego de palabras. Pero ¿Bruja? ¿Yo?

- Pero bisabuela...yo sólo soy una niñita - dije. Y entonces, pensé en mis tias, que eran mujeres normales y corrientes. En abuela, con su trenza y su sonrisa amable. Y también en mi mamá, con su rostro pálido y tranquilo. ¿Brujas? ¿Todas ellas?

Entonces tuve un pensamiento extraño que me cerró la garganta como un nudo. ¿Era verdad todo aquello y mi mamá no me lo había dicho jamás? Pensé en lo mucho que había cuidado acercarse a la familia, en el tiempo que le había tomado decirse llevarme a conocer la casa de la abuela. ¿Tenía relación con eso?

- ¿Mi mamá...sabe todo esto?
- Tu mamá lo sabe - dijo mi bisabuela en voz baja y en un tono de voz que me pareció triste - pero para ella, no es una idea sencilla.

Miré de nuevo las escobas. Tan simples, tan bonitas en su aspecto rudimentario, pero al parecer tan importantes. El corazón me latia otra vez muy rápido, con emoción y algo semejante a la confusión. Bruja, había dicho bisabuela. Bruja, un espíritu salvaje. ¿Como era que una niñita como yo, tan normal, tan pálida, tan miedosa podía serlo también?

- Ah, muchacha, el espíritu de una bruja vive en cada mujer que se reconoce así misma - dijo mi bisabuela cuando me escuchó - vive para crear, para mirar al futuro. Para saberse fuerte, sin limites. Por cada mujer libre, una bruja vuela. Se levanta hacia el infinito, hacia las estrellas.

Se levantó de su poltrona, caminó hacia la pared. Miró también las escobas. Me pareció la mujer más alta y bella del mundo. La más misteriosa.

- Cada mujer es una bruja. Todas las que son capaces de aceptar que hay una fuerza real en su espíritu, en su manera de ver el mundo - se volvió para mirarme en la oscuridad - llegaste a una casa de brujas, muchacha. Llegaste para hacerte una.

Lo dijo sin ningún énfasis en particular. Pero para mi, sus palabras tuvieron el poder de sacudir el mundo a mis pies. Tenía tantas preguntas que hacer, tantos temores, tantas dolores. ¿Mi mamá sabía sobre esto? ¿Qué era un espíritu salvaje? ¿Qué era de verdad lo que me decía la bisabuela? Ella sacudió la cabeza y me apretó el hombro.

- A dormir. Ya habrá tiempo para hablar.
- Pero bisa, no entiendo nada.
- No tienes por qué de inmediato.

Subió con dificultad la escalera. Seguí de pie en los escalones, mirándola asombrada y un poco asustada. La palabra "bruja" seguía calando en mi interior. Abriendo espacios, rompiendo pequeños lugares que de inmediato, creaban otros nuevos. Tuve la sensación que había pasado mucho tiempo desde que la bisabuela y yo habíamos empezado a hablar. Que habían transcurrido horas. Pero cuando el reloj del salón sonó, me asombró comprobar que habían sido sólo unos pocos minutos. Que habían cambiado mi vida, mucho más que la habitación nueva,  que la decisión de mi mamá que viviera con la abuela. Parpadeé y sentí por primera vez en el día el escozor de las lágrimas en los ojos. Apreté los labios.

- ¿Me pasará algo? - dije entonces. De pronto tuve miedo, uno muy real y sin sentido. Bisabuela siguió subiendo las escaleras paso a paso. La escuché reir.
- A todos nos pasa la vida. Y a ti te pasará crecer.

***

Mi abuela me dedicó una mirada preocupada mientras caminábamos juntas hacia el colegio, que ahora se encontraba mucho más cerca de lo que había estado cuando vivía con mi mamá. Me puso una mano cariñosa en el hombro.

- ¿Estás bien? ¿Quieres que llamemos a mami?

Me detuve. Ella me imito. Una mujer alta y fuerte con pantalones de lino y una blusa bonita. ¿Una bruja? ¿Por eso era que mi mamá evitaba venir a su casa? ¿Por eso le había costado tanto hacerlo al final? ¿Qué significaba eso la verdad? ¿Como podía preguntarle todas esas cosas? Sentí de nuevo miedo.

- Mi bisabuela me dijo anoche unas cosas - comencé. El ruido de la calle me envolvió, se tragó mi voz. Pero abuela no me pidió que hablara más alto ni pareció impaciente. Se inclinó un poco para escucharme mejor - y quería saber...
- ¿Que cosas mi niña?
- Que era una bruja. Y tu también.

Ella siguió mirándome a los ojos. Los suyos muy brillantes e inteligentes. Y entonces lo supe. A pesar de tener sólo 7 años, que sólo llevaba un día y un poco más viviendo en su casa, que me diría la verdad. Y que esa verdad, sería buena, amable. Que me gustaría escucharla.

- Sí, lo soy - dijo. Sonrío. Una sonrisa amplia y cálida - Así me gusta llamarme, al menos.

Lo dijo con toda naturalidad, como si fuera cosa de los árboles y del viento, del buen clima de la ciudad. Sacudí la cabeza.

- ¿No es malo eso?
- ¿Por qué lo sería?
- Porque - tragué saliva - porque una bruja es una persona malvada que hace cosas como envenenar manzanas y eso. ¿Tu eres así?

Pensé que se disgustaría. Que seguramente le abrumaría escuchar algo semejante. Pero en lugar de eso río a carcajadas, el rostro limpio, el cuerpo balanceandose de un lado a otro. Una risa feliz.

- No, aunque mis manzanas de caramelo a veces me quedan tan ácidas que quien sabe que podrían hacer - bromeó. No me reí. Ella se inclinó y me acarició el cabello - mi niña, ser bruja es una palabra muy vieja. Mucho más que la gente que la cree malvada o maligna. Una bruja es una mujer que aprendió que su espíritu tiene el poder de ser libre.

Parpadeé. No entendía mucho lo que quería decir...pero no sonaba del todo mal. Me gustó que mi abuela no esquivara la pregunta o me respondiera a medias. Me respondió como si le interesara mi pregunta. Como si quisiera...que yo aprendiera.

- ¿Nada más? - pregunté.
- ¿Te parece poco?

La verdad, no tenía idea de lo que podía significar. Caminamos juntas por la calle de nuevo.

- No parece malo.
- Es que no lo es.
- ¿Y por qué mi mamá no me dijo nada?

Eso era lo que había querido saber desde la noche anterior. Lo que me remordía en todas partes, lo que me hacia preguntarse si todo aquello tenía algo de indebido o desagradable. Mi abuela soltó un suspiro cuando me escuchó.

- Porque a tu madre no le gusta que la llamen bruja.
- ¿Por qué?
- Porque para ella, la palabra trae recuerdos, dolores y confusiones. No es una palabra fácil - me explicó mi abuela entonces - es una palabra que habla de un tipo de mujer fuerte, desconocida. Una mujer que no teme, que no se detiene. Que el miedo le supone una barrera que atravesar. Que sigue su propio camino. Eso es una bruja.

Pensé en mi mamá. Tan calladita y seria. Tan remilgada, severa. ¿Sería por eso que le molestaba la palabra bruja? Miré a mi abuela, tan libre, despeinada, riendo. Eran tan distintas.  Me pareció que entendí varias cosas, aunque no supe cuales.

- ¿Y la magia?
- Crear es magia.
- Crear ...¿Qué?
- Palabras, imágenes, ideas, pensamiento, tu propia manera de vivir - respondió mi abuela. Ahora fue ella la que se detuvo - esa es la magia real. La que te permite construir tu vida a tu manera, como la sueñas. Como lo aspiras. Eso hace una bruja.

Levanté la cabeza para mirarla. El cabello rizado, tan parecido al mio le caía sobre los hombros. Sus ojos eran luz color miel y una extraña expresión de vivacidad. Pensé en lo que había dicho: "Un espíritu salvaje" ¿Era eso a lo que se refería?

- Me gusta como suena.
- Lo sé.

Continúamos caminando hacia la escuela. Cuando llegamos a la puerta, abuela - la sabia, la bruja - me dio un beso en la mejilla, se aseguró que llevara el sueter y me pasó los dedos por el cabello. Me gustó la forma práctica y amorosa en que lo hizo. Como lo hacian las mamás supongo, aunque no la mia.

- Oye abuela...
- No estés nerviosa, tendrás un buen día - dijo. Me beso de nuevo, me deslizó un caramelo en el bolsillo de la falda - vendré a buscarte al mediodía.
- ¿Yo también seré una bruja?

Era una pregunta seria, muy adulta. Extraña en mi voz de niña, en medio del sonido cotidiano del tráfico. Ni yo misma sabia que podía significar o si tenía sentido hacerla. Pero desde la noche anterior no podía pensar en otra cosa.

- ¿Quieres serlo? - preguntó mi abuela. También era una pregunta seria, adulta.

Pensé en las escobas en la pared. En lo que bisabuela había dicho sobre la libertad. En todo lo que había imaginado y todas las preguntas que quería hacer. Pensé en que me gustaba la palabra. Pensé en los ojos brillantes de la bisabuela. En la hermosa casa llena de objetos antiguos, en el color exquisito de la cocina. En lo bien que me había sentido rodeada de mis tias y primas.  Al abrazo cálido de mi abuela, a su mano fuerte apretando la mia. Y de pronto, me pregunté si era eso a lo que se refería abuela con la libertad, con lo bueno y lo creativo. La idea me gustó, me envolvió. Me hizo sonreír.

- Sí - dije. Lo dije con toda inocencia, sonriendo con ganas. Me gustó escucharmelo decir, aunque no tuviera idea de a qué me refería o por qué lo decía. Pero fue una palabra franca, fresca. Una mirada hacia el futuro aunque no lo supiera en ese momento.

Abuela si parecía saberlo. Se inclinó, me tomó de las manos. Me besó en la frente. Y hubo en ese momento, un silencio ligero, nuestro. Como una promesa. O quizás, una mirada de pura comprensión.

- Entonces, lo serás.

La miré alejarse, caminando por la calle. El cabello radiante, los hombros erguidos. El rostro sonrojado por el sol de la mañana. Y pensé de pronto, que por años, había imaginado a mi abuela de muchas formas distintas, pero nunca de aquella. Como una mujer que sonreía al caminar, de pasos fuertes y seguros. Que sonreía al mirar el cielo y el mundo que le rodeaba.

Como una bruja.

Pensé en que era una palabra preciosa. Una palabra que hablaba de tiempo y de cosas nuevas. La justa palabra para empezar una nueva vida, me dije, en un pensamiento que a la distancia me parece tan adulto que me sorprende.

Y así fue.


1 comentarios:

Unknown dijo...

Hermoso, me conmovió.

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