jueves, 1 de octubre de 2015

El reflejo de la nada y otras formas de belleza: Vivian Maier.







Todas las personas que conocieron a Vivian Maier la describen como “extraña”, “misteriosa”, “huraña”. Hay quien incluso la llamaba inquietante. Una figura encorvada, delgada y alta que parecía desaparecer en los pequeños escenarios que habitaba. Los niños que cuidó la recuerdan desde el silencio, entre sombras y esquinas. Dura, inaccesible. En algunas ocasiones atemorizantes. Las habitaciones llenas de papel periódico, los anaqueles rebosantes de objetos absurdos. Siempre a solas, unos pasos más atrás, confundiéndose con las líneas del mundo que observaba tan atentamente.



Vivian Maier, de la colección Maloof.
También la recuerdan fotografiando. Con la cámara colgada del cuello. Caminando a solas, deteniendose para captar pequeños paisajes desconcertantes, invisibles. Fotografiaba a todas horas, insistiría una mujer para quién trabajó por casi una década. Fotografiaba siempre, sin cesar. La cámara escondida entre la ropa, esa visión privilegiada del mundo que le rodeaba. Una línea desde lo invisible. No dejaba jamás de hacerlo, como si esa misma Vivian anónima, brumosa, sin identidad, sólo pudiera existir a través de la cámara, gracias a la cámara, a través de la cámara. Porque Vivian Maier observaba el mundo. Y lo hacia desde una privilegiada perspectiva que le proporcionó una concepción totalmente nueva de lo cotidiano. Vivian, aislada, solitaria, distante, fría y poco emocional, encontró en la cámara una manera de comunicarse, un larguísimo trayecto visual que muestra la imagen de alguien para quién el mundo tenía un significado más allá del evidente. Una reconstrucción de lo que se asume obvio. Desapareciendo y apareciendo en la imagen, Vivian Maier encontró en la fotografía un lugar que jamás logró en el mundo real.


La vida de Vivian Maier es en si misma un mosaico con numerosas piezas faltantes. Nadie parece saber demasiado de ella: de hecho, la información disponible sobre su vida es tan escasa que parece haberse perdido en ese anonimato invencible de lo corriente. Padres muertos, sin parientes cercanos, Vivian Maier navegó a través de su vida, sólo existiendo a medias, sólo visible en fragmentos de identidad que incluso parecen carecer de verdadero sentido, dudosas visiones de sí misma que no parecen calzar en ningún lado. No obstante, más allá de esa imagen austera y borrosa, Vivian Maier vivía. En la fotografía, en la imagen que creaba sin pausa, que elaboraba en una sucesión compulsiva de imágenes que retratan su vida con mayor exactitud que cualquier historia que pudiera contar incluso los que le conocieron en su siempre breves estadías en las casas donde trabajaba, esos poquísimos testigos de su existencia tangible. Maier dejó más de cien mil negativos fotográficos tomados a lo largo de cuarenta años que nunca reveló. También dejó películas, grabaciones de su voz narrando el mundo que le rodeaba y periódicos. Una colosal, interminable y absurda colección de periódicos que acumulaba como una especie de irrefrenable necesidad de mirar el mundo a través de la barrera, de comprender en sus pequeñas escenas la realidad. Y es que Vivian, controladora y obsesiva, intentaba comprender el mundo a través de sus piezas. Acumulaba también cientos de pequeños objetos sin ningún sentido: piezas de orfebrería rotas, pedazos de porcelana mellado, bisutería deslustrada, trozos de madera. Como si de organizar el mundo en pequeños elementos desiguales se tratase. También conservó cientos de facturas que la nombraban con nombres ficticios, billetes de tren de lugares a los que nunca viajó, entradas de cine que nunca utilizó y que al parecer compraba por el mero placer de sostenerlos entre los dedos. Coleccionista lóbrega, también llevaba entre sus cosas personales pequeños tarros con los dientes de leche de los niños a los que había educado, una especie de trofeo inquietante que parecía recordarle esa identidad movediza más allá de la cámara. Y así, cientos de objetos, utensilios sin otra utilidad que quizás recordarle a Vivian los limites del mundo, el significado de la realidad que tan afanosamente intentaba comprender sin lograrlo. Con una gradual toma de conciencia de su incapacidad para mirar más allá del lente, muy probablemente Vivian decidió que necesitaba asumir el peso del mundo a través de sus diminutas huellas, desperdicios y dolores. Un mundo que en realidad no habitaba y que admiraba — temía, contemplaba, analizaba — desde una considerable distancia.




Vivian Maier, de la colección Maloof.



También dejó varias cámaras Rolleiflex, un singular tesoro que actualmente cobra otro significado. Las cámaras, que Vivian guardó con mimo por años y que sobrevivieron incluso a sus momentos más bajos — despidos, mudanzas y finalmente una vejez solitaria — estaban envueltas en hojas de periódicos que contenían noticias horrendas: asesinatos, violaciones, crímenes extravagantes, desgracias impactantes. Una especie de metáfora escalofriante de la manera como Vivian Maier, secretamente obsesionada por la vida pero que en realidad, era incapaz de vivir, miraba el mundo. Porque Vivian realmente nunca encajó en ninguna parte, jamás formó parte de nada, jamás fue otra cosa que la silueta marcial de una mujer desconocido. Eso, a pesar que cuidó a varios niños en Nueva York y Chicago que la recuerdan de manera muy vivida y también contradictoria. Y es que Vivian parecía tener la cualidad de no existir, de no estar realmente, a menos que llevara la cámara al cuello. A menos que la levantara para captar el mundo que le rodeaba, para hablar con un ojo magistral que sorprende al público de una realidad profundamente insensible que Vivian, solitaria y compulsiva, era incapaz de comprender por las buenas. Porque Vivian estaba aislada, por ella misma, por el personaje que creó a la medida de esa férrea necesidad de silencio que la separó violentamente de cualquier persona que la rodeara. Vivian sólo se comunicaba a través de sus imágenes y es sumamente metafórico que nunca se las mostrara a nadie. Que jamás dejara de fotografiar pero tampoco se decidiera jamás a tomar la fotografía como un medio de expresión genuino.

Vivian fotografiaba con la misma obsesiva compulsión como coleccionaba periódicos o esa misma determinación ciega que la hacia mantenerse a una considerable distancia del mundo más allá del lente. Se conformaba con salarios muy bajos, con el sólo compromiso de usar candado en la puerta de su habitación y disponer de tiempo para caminatas. A solas, con la única compañía de los niños que la observaban curiosos y desconcertados, Vivian fotografió al mundo como lo vio y quizás se fotografió así misma. Un espiritu inquieto que pareció concebir la sensibilidad humana a través de fragmentarias historias inconexas. La cámara a todas partes, bien sujeta de la mano derecha. Aguardando. En el estupendo documental “Finding Vivian Maier”, se le muestra como una presencia invisible. Un fantasma rodeado de la vitalidad infantil, siempre a punto a desaparecer. Los niños la describen como durísima e incluso violenta. Pero también, de una mujer interesante, perspicaz, extrañamente altiva. La cámara la llevaba como un un elemento invariable de su atuendo, incluso de su cuerpo. Insiste uno de sus vecinos en la Nueva York de los años ‘50, que nunca le vio sin ella. Que Vivian estuvo muy lejos de la cámara, como si dependiera de ella para comprenderse, o mejor dicho para mirar y construir el mundo a su alrededor.




Vivian Maier, de la colección Maloof.


Tal vez por ese motivo se dice que el secreto de Vivian Maier es doble. No sólo el motivo por el cual decidió fotografiar — o donde recibió la formación básica que la hizo una extraordinaria fotografa — sino qué la impulsaba a fotografiar, a hacerlo con tanta frecuencia y con tanta meticulosa necesidad. Más allá, es imposible no preguntarse por qué decidió mantener el fruto de esa visión pertinaz e inagotable en secreto. O quizás, la respuesta sea tan sencilla, que deslumbra: Vivian vivia en sus imágenes y por lo tanto, como mujer secreta, anónima, sin rostro, no se permitió jamás mostrar a la Vivian real. A la Vivian capaz de construir escenas extraordinarias a puro ejercicio de observación. La Vivian del secreto que miró la particularidad como una nueva manera de construir un lenguaje. La Vivian que se deslizó entre el silencio para fotografiar, incansable, incesante. Mirando, analizando. La verdadera Vivian, más allá de la mujer que no era real, la mujer silenciosa, la mujer de rostro duro que parecía desaparecer gradualmente, hacerse cada vez más imperceptible y dolorosamente insustancial. Y es que Vivian no dejó un sólo documento, una sóla línea donde explicara el motivo por el cual fotografiaba con tamaña energía y tesón. Ni una reflexión, ni mucho menos una visión privada sobre el mundo fotográfico que creaba a diario. Probablemente, no lo hizo porque para Vivian, el misterio de la fotografía — o el misterio de su fotografía — era ese sin razón de existir, crear y construir por el mero de necesitarlo, sin motivo ni posibilidad de contradicción.

De hecho, Vivian sólo llegó a imprimir unos cuantos negativos y sostuvo una enigmática comunicación postal con un laboratorista del remoto pueblo de Francia de donde era oriunda su madre, donde insistía en vender como postales algunas de sus fotografías de la región. Pero el proyecto jamás logró llevarse a cabo y Vivian jamás imprimió de nuevo, aunque siguió fotografiando. Siguió haciéndolo en las peores épocas de su vida, en las más tranquilas, en las que no se tiene otra noticia que sus imágenes. La vejez, frágil y bordeando la demencia, la encontró aún fotografiando: imágenes borrosas en una extraña selección de colores donde la visión de Vivian parecía disolverse.

Murió solitaria, rodeada de objetos sin valor para nadie más que ella misma, de sus negativos, de los cientos de periódicos de noticias grotescas, de la ropa que nunca dejó de usar y por supuesto, de sus cámaras, bien escondidas entre el revoltijo de papeles y basura que conservaba. Fue una muerte anónima, como su vida. Ninguno de sus vecinos supo que la provocó ni a donde le llevaron luego de encontrarla tendida en la calle, al parecer victima de algún tipo de ataque. Finalmente, sus pertenencias, su extrañísima colección de objetos sin sentido, fue a parar a un deposito, donde languideció por años hasta que un joven de veintisiete años tropezó con una caja de negativos. Lo demás, es historia.

John Maloof, que no tenía mucha idea sobre el valor fotográfico de lo que acaba de comprar, se deslumbró por el descubrimiento. Recopiló, clasificó y recuperó un inmenso archivo de fotografías de una mujer que cada día de su vida luchó justo por hacer lo contrario, ocultando su trabajo de cualquier ojo curioso. Pero el poder del trabajo de Vivian Maier superó probablemente su intención póstuma y se convirtió en un triunfo inmediato: la meticulosa mirada de Maier pareció resumir toda la gran fotografía americana del siglo XX y al mismo tiempo, algo más afilado, puro y duro: una mirada por completo nueva, una propuesta tan fresca que incluso cincuenta años después de la primera fotografía del gigantesco registro de Vivian Maier, parece contar algo radicalmente novedoso. La fama que probablemente aguardó por ella en vida pero de la que huyó con todo cuidado, terminó por alcanzarle: unos diez años después que la primera imagen de Vivian Maier vio la luz gracias al empeño de Maloof, su nombre se equipara al de otros grandes maestros de la fotografía. Un nuevo rostro en el rígido panteón de los testigos visuales de un mundo en eterna transformación.

Vivian Maier (Autorretrato) Colección Maloof.



En todos sus autorretratos, Vivian mira la cámara de soslayo. El rostro levemente ladeado, los ojos entrecerrados. Tomaba fotografías de sí misma mirando eludiendo la mirada de la cámara. Le gustaba fotografiar su sombra, la silueta fugitiva que se alargaba hasta desaparecer. Y es que incluso en sus fotografías, Vivian Maier es un fantasma, un ser inexistente y sin peso, flotando en una simetría asombrosa de luz y sombra. Quizás, esa sea la mejor manera de definir su trabajo, su trascendencia: su capacidad de mirar con tanta atención un mundo que jamás reparó completamente en ella.

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