martes, 7 de julio de 2015

El país sin rostro: Los sobrevivientes al odio.




Aryeh Neier, fundador de Human Rights Watch, suele decir que su trabajo nunca termina, porque siempre habrá derechos humanos que defender y sobre todo, transgresiones que pongan en amenacen la dignidad humana. Y no lo dice únicamente desde la óptica del observador, sino del defensor activo de esa noción tan dura como lo es asumir la responsabilidad ciudadana ante cualquier atentado a la integridad de los derechos inalienables de cualquier hombre o mujer del mundo. De hecho, Aryeh Neier ha llevado su lucha hasta límites que resultan desconcertantes para cualquiera: a pesar de ser judío y que él y sus padres sufrieron la persecusión del régimen Nazi, entre 1977 y 1978 representó desde la ACLU (American Civil Liberties Union, de la que fue director ejecutivo) al Partido Nazi Americano para que pudiera manifestarse sin restricción legal en Skokie (Illinois), pueblo conocido por acoger a gran cantidad de víctimas del Holocausto Nazi. Cuando se le preguntó Neier por qué había decidió llevar a cabo una lucha legal que parecía contradecir directamente sus principios, respondió: “Precisamente por ser judío, sabía que todo el mundo tiene derechos. Y si se le quitan a un grupo, se le puede a quitar a todos”, fue su argumento, que poco después la corte de Illinois no sólo aceptó sino que incluyó en su jurisprudencia.

Pienso en la historia del abogado, mientras leo como un grupo de opositores de mi país celebran que Guasdualito, una pequeña población cercana a la frontera de Venezuela, se encuentre virtualmente en emergencia debido a las torrenciales lluvias que ha padecido la zona. El lugar, con sus 165 mil habitantes, atraviesa un estado de emergencia que el Gobierno ha sido incapaz de controlar, debido en esencia a su improvisación y escasez de recurso humano y material para hacerse cargo de la situación. Durante la última semana, de hecho, la situación se ha hecho mucho más grave: Las lluvias no se han detenido y el pronóstico asegura que se mantendrán durante la menos, una semana más. Con toda probabilidad, la preocupante situación no sólo se agravará se volverá por completo inmanejable para los funcionarios a cargo.

No obstante todo lo anterior, el debate de lo que está ocurriendo en Guasdualito ha superado la mera percepción de la tragedia material que padece la población para alcanzar el usual terreno político que es tan común en Venezuela. La población se considera esencialmente Chavista y que según el padrón electoral, es uno de los puntos fuertes del electorado del partido PSUV en la zona. Y esa percepción, en la que insisten que la circunstancia que sufren es “consecuencia” directa de su filiación política. Incluso, de su “irresponsabilidad como votantes”, al escoger autoridades identificadas con el chavismo en reiteradas ocasiones. Además, el argumento insiste en la polarización para justificar su crudeza: “Nadie los manda a apoyar a este gobierno. Ahora que sufran lo que les pasa”.

No sé que decir cuando mi amigo P., me insiste en ese planteamiento durante una conversación que mantenemos sobre el tema. No sólo lo hace: me explica con enorme detalle los motivos por los cuales la tragedia del pequeño poblado debe ser asumida como un suceso ejemplarizante con respecto al apoyo que una considerable porción de la población, aún brinda al chavismo. Lo escucho, entre escandaliza y entristecida pero sobre todo, muy consciente que su opinión no es única sino que refleja la visión de una buena parte de los opositores de conciencia del país.

— Allí los tienes: atracan, atacan, asesinan. Provocaron un accidente en plena vía a un camión de ayuda donde murió el conductor y saquearon los insumos -me cuenta — ¿Y encima chavistas? que se jodan todos.

Hace unos días, leí en una de las escuetas noticias sobre la situación en Guasdualito, acerca del clima de crispación, angustia y zozobra que están viviendo buena parte de los habitantes. La mayoría perdió sus casas y se encuentran a merced no sólo del crimen organizado de la zona sino bajo el asedio de funcionarios uniformados que aprovechan la conyuntura para delinquir. La nota, ademas, incluía la imagen de un niño de pie sobre los escombros de lo que había sido su casa, de la mano de un hombre con el rostro retorcido de angustia. Ambas figuras parecían empequeñecerse en medio del paisaje. Volverse sobrevivientes incluso en su anonimato. La fotografía me produjo una sensación de desolación insoportable. La sensación de asistir a una tragedia solitaria que a nadie le importa.

— ¡Eso es para que sigan votando por un gobierno de incapaces! — exclama mi amigo cuando le digo lo anterior — ¿Quién los mando a votar por un grupo de bestias y desalmados que los tienen así? Y siguen votando.

Mi amigo se llama así mismo “voluntario por el cambio”. De hecho, así nos conocimos. Juntos, hemos recorrido calles y avenidas repartiendo flyers con información y noticias durante las protestas que sacudieron Venezuela a principios del año pasado. Hemos asistido juntos a asambleas de vecinos para conversar sobre la manera en que debe asumirse la política en la Venezuela que padecemos. Juntos también, hemos conversado con desconocidos, para conocer su punto de vista sobre lo que ocurre en nuestro país, la asfixiante situación económica, el terror insistente de la inseguridad incontrolable. Es un buen hombre, un universitario con amplios conocimientos sobre política que analiza la situación de Venezuela desde cierta perspectiva histórica. Esposo y padre de dos. Un hombre amable. De manera que escuchar su diatriba sobre lo que ocurre en Guasdualito, no sólo me sorprende sino que me frustra. ¿Que ha ocurrido con el Venezolano durante los últimos quince años? ¿Quién es el Sobreviviente a la Venezuela chavista?

Es una pregunta que me hago con frecuencia. Me la hago, desde que comprendí — luego de largos períodos de amargura y sobre todo, de comprender que el chavismo es algo más que una corriente política — que el problema Venezolano además de político, es también social. Que no se trata sólo del debate ideológico insistente y barato, ni de la oposición fragmentada y carente de objetivo, mucho menos del miedo que llena a un país desigual. Hablamos que la crisis ha mostrado la peor cara de una sociedad traumatizada y convencida del poder del odio. ¿Quienes somos luego de dieciséis años de discurso revanchista, de la reivindicación social basada en el rencor y la lucha de clases? ¿Quienes somos en medio de una cultura que celebra no sólo la agresión sino que la considera necesaria?

Hace años, uno sociólogo me comentó que lo primero que rompe cualquier regimen con aspiraciones divisionistas, es la empatía, lo cual por supuesto, es lógico. Me comentó que todo conflicto racial, étnico e incluso social, comienza por la diferenciación de la sociedad en bandos, los “buenos” que el poder utiliza como bandera para convalidar su percepción sobre el poder y los “malignos” que se le enfrentan. El enemigo invisible, el chivo expiatorio que justifica toda acción. Recuerdo que esa explicación me provocó un escalofrío de miedo.

— Una especie de rostro para la culpa — le respondí. Mi amigo se encogió de hombros. — No es tan sencillo: la culpa en política existe para que el poder pueda asegurarse que es infalible, que jamás debe retractarse. Que nunca admite críticas. El poder es el poder y los demás lo provocan, lo atacan. Así se percibe cualquier régimen político basado en la emocionalidad.

He recordado esa conversación por años, mientras el Chavismo convierte a la oposición y de hecho, a cualquier contradicción moral a su propuesta política, en el enemigo. Lo he recordado en todas las ocasiones en que he sido insultada, vilipendiada y menospreciada por el mero hecho de oponerme como puedo a un gobierno que considero ineficaz y sobre todo, parcial, burocrático, violento. Lo he sufrido cada vez que mis derechos políticos son menoscabados y disminuidos en beneficio del control, de la idea del poder incontestable. Lo he temido en todas las ocasiones en que mi opinión se ha convertido en un delito, en una posible agresión. El gentilicio convertido en una celda pequeña y restringida, al servicio de un planteamiento político retrógrado e incompleto.

La opinión de mi amigo P. sobre Guasdualito no es única, ni tampoco es exclusiva de la situación que atraviesa la zona. Durante la última década y media, todo suceso en Venezuela es proclive no sólo a la polarización sino a un estéril debate sobre sus implicaciones políticas. Una amarga discusión que se extiende desde las ideas más triviales hasta una las más duras de asumir. No hay un sólo hecho en Venezuela que tenga un valor concreto por si mismo, que pueda analizarse más allá de la ideología. Cada suceso y circunstancia no sólo forma parte del entramado de esa noción distorsionada de poder sino que además, se mide por el rasante de su importancia con respecto al suceso político. Una idea que parece no necesitar de la presión del Gobierno para ocurrir con enorme frecuencia.

Hugo Chavez no disimuló jamás que consideraba a los ciudadanos que se le oponían de segunda categoría, marginados e incluso, cargas inútiles para “una revolución” basada en la lealtad. El candidato Chave insistió con frecuencia en la figura “del pueblo” para identificar a sus seguidores, quienes le apoyaban desde la intentona golpista y a quienes dirigió su discurso violento y reinvidicador. Pero fue el Presidente Chavez, quién aupó la segregación, la discriminación y el menosprecio por opinión política, además de instaurar la doctrina del rencor social como forma de capital político.

No es que el clasismo y el racismo fueran algo nuevo en la sociedad Venezolana. De hecho nuestro país tiene un largo historial sobre la segregación y la marginalización de cierto sector de nuestro sociedad. Pero fue Hugo Chavez el primero en obtener ganancias políticas y sociales de ese planteamiento, imponiéndolo como percepción de la administración pública. Para Chavez, convertido en figura social, en símbolo de la reivindicación y la justicia a la Venezolana, el hecho de la discriminación le permitió manipular al país en bandos, crear percepciones distorsionadas y contradictorias de la sociedad. Convertir a Venezuela en fragmentos irreconciliables, enfrentados desde la percepción esencial de quienes podemos ser y que aspiramos como proyecto nacional.

Mi amigo P. fue una de las tantas víctimas del poder que discrimina: luego de haber incluido su firma para apoyar una petición de Referéndum Revocatorio, fue despedido de la institución pública donde trabajaba. Sin otro argumento que su filiación política, mi amigo no sólo no recibió el pago que le correspondía por el despido sino que fue maltratado e insultado como “traidor” a la “patria”. Durante dos años le llevó esfuerzos encontrar empleo y cuando finalmente lo logró — en una empresa privada con algunos vínculos con el chavismo — temió por meses ser despedido por la misma razón. Cuando me contó su historia, me aseguró que su firme posición contra el chavismo tenía por objetivo “erradicar esa percepción sobre el Venezolano de segunda clase”.

Me dedica una mirada hostil cuando se lo recuerdo. El rostro se le contrae con una expresión dura y furiosa que me preocupa, pero que sobre todo, lamento. Durante años, hemos sido buenos amigos. Conciliadores de conciencia, opositores por convicción. ¿Y que somos ahora? me pregunto con cierto sobresalto. ¿Qué nos separa y que nos une en medio de un clima cada vez más hostil y violento?

— Son circunstancias distintas. — No lo son. — Yo no voté por este desastre. Jamás me merecí sus consecuencias. — Todos somos Venezolanos — le recuerdo. Suelta una carcajada burlona. — ¿Sabes que opina esa gente sobre ti? que eres el enemigo. Que no tienes derecho ni a llamarte Venezolana. ¿Esa es la gente que crees son tan Venezolanos como tu? ¡Esa gente te odia!

Por supuesto, P. tiene razón. Durante buena parte de mi vida adulta, me he enfrentado a ese odio. En una ocasión, un hombre me empujó y me arrojó al suelo por alzar una bandera de 7 estrellas en la calle durante una manifestación pública. Me llamó “puta escuálida” y me amenazó con dispararme sólo con hacerlo. Años después, un militante chavista se burló de mi miedo, cuando conté vía Twitter el asalto que había sufrido unas horas antes. Una y otra vez, he sufrido esa furia ciega, esa noción de la discriminación sin atenuantes. Y también la he infringido, claro: he llamado “ignorantes” a cualquiera con un parecer político distinto al mío. Me he burlado de su poca preparación académica, de la pobreza. De su idolatría inocente a Chavez. De su discurso adoctrinado. Lo hice tantas veces que lo consideré normal, que lo asumí como parte de mi punto de vista político. Lo hice en tantas oportunidades que me convencí era necesario, era indispensable. Quizás, inevitable.

Hasta que comprendí que no lo era.

No fue un proceso sencillo ni tampoco inocente. No se trata que de pronto, me sentí moralmente superior a nadie, ni tampoco que asumí cierta percepción religiosa. En realidad se trató de comprender en qué basaba mi oposición política, como asumí las ideas que me llevaron a oponerme a Hugo Chavez Frías y su gobierno. Comencé a preguntarme en voz alta, hasta que punto también había sido adoctrinada, maltratada y convertida en un instrumento del poder político, una pieza en medio de un juego de intereses que comprendía a medias. Y no se trató que dejé de sentir rencor -aun lo siento la mayoría de las veces — sino que me propuse comprenderlo, asumirlo, manejarlo. Analizarlo desde mi punto de vista, asumir las consecuencias y mi responsabilidad sobre esa percepción del país. Porque el enfrentamiento continúa, el rencor es parte de él, pero más allá de eso, subsiste las razones por las cuales aún me considero ciudadana de un país en escombros, herido por la tragedia del odio. Vulnerable en su violencia. Y continúo preguntándome — como no hacerlo — ¿Quienes sobrevivimos a la Venezuela de la revolución basada en el prejuicio? ¿quienes somos más allá de eso?

Lo pienso mientras miro a P. alejarse por la calle con paso rápido. Nuestra conversación terminó de manera tensa y creo, que otras muchas terminarán de la misma manera. Pero a veces, creo que es necesario ese debate, agrio y amargo, sobre nuestras razones. Los motivos por los cuales defendemos lo que defendemos. O al menos yo lo creo, me digo mirando una imagen amarillenta del rostro de Chavez, a punto de romperse en una valla polvorienta. Más allá del odio ideológico, de la política absurda de la diatriba, continúa uniéndonos la idea del país que aspiramos. O así quiero creerlo, me insisto. Una aspiración a la esperanza.

C’est la vie.

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