martes, 31 de octubre de 2017

Todos los rostros del misterio: Magia, Brujería y Brujas, una vieja forma de asombro.







Hace unos días, Woody Allen se quejó públicamente del “ambiente de cacerías de brujas” que parecía propiciar el escándalo de acoso sexual que rodea al productor Harvey Weinstein. De inmediato, la escritora y feminista Lindy West respondió al comentario “Sí, esto es una cacería de brujas y te estoy cazando”. Lo dijo además, con toda la connotación de antigua y poderosa hermandad que la palabra “bruja” suele traer aparejada. Lo dijo en mitad de un clima político complicado, con un depredador sexual como Presidente de norteamérica y una creciente ola de rechazo hacia la defensa de los derechos civiles y culturales de la mujer. Pero West se llamó “Bruja” y por una razón: la de recordar el poder de la mujer sabia, de la mujer poderosa, de la mujer extraordinaria que por siglos fue aplastada por el anonimato histórico y cultural. Bruja, la palabra que por años se ocultó y se invisibilizó bajo el puño del poder, el prejuicio y la misoginia. Bruja para recordar una herencia antiquísima y poderosa, que sobrevive incluso en la actualidad.

Por supuesto, la figura en la cultura pop ha sufrido todo tipo de transformaciones: Desde la amenaza hasta la terrorífica, a la mujer poderosa siempre se le miró con profunda desconfianza. Aún así, su figura persistió en todo tipo reinvenciones y conceptos en la cultura pop, empeñada analizarla y encumbrarla como epítome del mal y cierta belleza misteriosa. La malvada y espléndida Bruja Blanca de las Crónicas de Narnia del escritor C. S. Lewis, la inquietante figura de piel verde del Mago de Oz, las brujas exquisitas e inquietantes de Roald Dahl. Pero cada una de esas figuras simbólicas proceden de versiones mucho más antiguas: La Baba Yaga que acecha en el bosque y vuela por los aires, para castigar a los niños desobedientes. La Dama muda y temible, que aparece en medio de la oscuridad, para seducir a los incautos. La mujer sabia que aguarda en el centro de bosques milenarios para contar historias, para preservar la memoria de la tribu. La bruja — como expresión femenina, como poderosa visión del bien y del mal — ha sobrevivido a pesar de su transformaciones, la violencia y la distorsión de la metáfora sobre el poder de la mujer, hasta alcanzar una dimensión por completo nueva, desconocida y mucho más poderosa de lo que nunca fue.

Tal vez por ese motivo, durante las últimas décadas, la figura de la bruja ha alcanzado un nuevo e inesperado brillo. La visión moderna sobre la bruja incluye no sólo poder, sino también una expresión de belleza y feminidad directamente emparentado con un poder moral y espiritual muy específico. Y con esa percepción del poder de la mujer, nació toda una nueva connotación sobre el tiempo, el espacio y la forma de experimentar con la percepción sobre la identidad colectiva. De pronto, no hablamos sólo sobre la bruja y su misteriosa capacidad para representar lo desconocido, sino también una fuerza genuina que representa una aspiración cultural sobre la identidad y sus complicaciones. Una forma de contemplar el tiempo y la transformaciones sociales que se manifiesta a través de la mujer misteriosa y enigmática. Por siglos, el sombrero puntiagudo y la escoba representó una amenaza, una clara representación del mal moral y del terror convertido en una forma de comprensión sobre los lugares inexplorados de la naturaleza humana. La bruja es malvada o es incomprendida, la bruja es poderosa y temible. La bruja es una alegoría a cierto tipo de capacidad intelectual y moral que por siglos le fue negada a las mujeres.

El poder de la Mujer: En el Velo de los Misterios.
La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.

Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.

Pienso en la Diosa, mientras recuerdo la conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — que bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — que preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.

Hace unos días, veía una película de la cual nunca supe el nombre que ponderaba sobre la mujer divina. Dos ancianos, sentados en mitad de un bello campo nevado, conversaban sobre la mujer como ente divino. El “Ánima” y esas ideas de pureza que realmente me producen más angustia que interés. El caso es que de pronto, la película cambió de ritmo y apareció una bella mujer curvilínea que se identificó a sí misma como La Protomujer. Y dijo una frase que me encantó: “De la mujer se habla como divina, jamás como sagrada”.
Un buen pensamiento. Tan bueno, que a esas horas — algo así como a las tres de la mañana — tomé portatil, hoja y papel y comencé a redactar una idea al respecto. Por supuesto, me siento en la obligación de antes de comenzar desarrollar mi visión sobre esa disyuntiva tan sutil pero que me parece tan importante, hacer una pequeña declaración de intenciones de intereses. Y es la siguiente : No voy a hablar de la mujer santa, inaccesible, inalcanzable, impoluta, beatifica. Eso es un concepto monoteísta — patriarcal — sobre la mujer con el que no simpatizo. Algo tan concreto como que me resulta difícil hablar sobre la mujer y lo sagrado, sin que se mezclar una serie de conceptos complejos y la mayoría de las veces innecesario. Como si se necesitara situar a la mujer en lo místico, es el atajo para trascender a lo divino burlando la religión. Pero tampoco esto me interesa ahora. Lo que si me interesa y mucho, es hasta que punto la mujer — lo femenino esencial — se puede considerar sagrado.

Claro está, no hago esta distinción por puro capricho, sino porque no deseo asumir la feminidad — y su cualidad divina — como la concebimos en occidente. Una belleza plácida, flotando en medio de luz. De hecho, lo sagrado en las culturas primitivas, tenía mucho ver que con la violencia, la crueldad de la naturaleza, esa idea desconocida y profunda que parecía surgir de algún lugar inquietante en mitad del miedo y la admiración. Entre lo divino y lo maldito, la mujer siempre se encuentra relegada a ese espacio sin mucho valor que pendula entre lo reprobable — nació pecadora — a un tipo de inocencia muy cercana a la estupidez. Y esa “maldad” tenía una relación directa con una naturaleza trampos intrínseca en la naturaleza femenina. El mal en sí, tal como afirmaban los inquisidores Kramer y Sprenger, autores de “El martillo de las brujas” : “Toda maldad es nada comparada con la maldad de las mujeres”.

De manera que cuando hablo de lo Sagrado, hablo de la tridimensionalidad Femenina. El poder de ser y de estar. De desear, crear, construir, destruir. Porque lo femenino, durante mucho tiempo — demasiado tiempo — fue considerado inmutable, dolorosamente silencioso, sin voz. Es temible, esa idea de la mujer del Medioevo como ideal romántico, o la mujer Victoriana, atrapada en su corsé. Y es que lo divino arranca capas de comprensión, resume, disminuye, debilita. Lo sagrado consagra, embellece, brinda poder. Es un pensamiento hermoso sin duda. Un pensamiento poderoso. Pero más allá de eso, se trata del reconocimiento de la individualidad de la mujer. De su complejidad histórica. De su noción sobre su capacidad para ser un individuo por encima de cualquier prejuicio de género. De hecho, es el poder de ser mutable, diferente, la necesidad de transformación lo que hace a lo Sagrado una parte cultural esencial. Lo sagrado — lo excelso, lo esencial y nuclear — es lo que lo hace perdurable. Tal vez por ese motivo, en griego están hierós y hagios, pero mientras la primera significa sagrado en lo que tiene de referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda, hagios, implica también la acepción de maldito.

Claro está, la brujería y la particular percepción de la mujer como poderosa, no siempre deben coexistir pero por extraño que parezca, siempre lo hacen de una manera y otra. La bruja está viva en las historias que contamos sobre mujeres extraordinarias. La bruja está viva en toda la nueva percepción de lo femenino como portentoso, intelectualmente poderoso y lleno de vida. Por las historias que contamos, por las afirmaciones de “Soy una bruja” que cada día son más frecuentes en libros, películas, series de televisión. La bruja regresó desde el olvido para hacerse más fuerte que nunca, más visible y sobre todo, mucho más simbólica que nunca.

El Sueño que nace en la Tierra.
¿Qué es una bruja? ¿Qué es lo que convierte a la mujer en una? ¿Por qué algunas se llaman a sí mismas de esta manera? La bruja forma parte de la mitología popular, incluso desde antes de que la cultura pudiera recordarlo. Es parte del símbolo de la mujer poderosa o al menos lo fue, hasta que occidente se encargó de convertirla en malvada.

Hoy las brujas parecen mirarnos de todas partes: desde la caricatura de piel verde que cuelga en las vidrieras de las tiendas, esa mujer de nariz retorcida que saltó de los cuentos de hadas directamente a las pesadillas de los niños, y la mujer sabia, la bruja tradicional que actualmente se ha reivindicado gracias a ese renacer de lo femenino como sagrado. Sin embargo, queda mucho por decir sobre la bruja, esa mujer que sonríe, misteriosa, entre el velo de la historia y la leyenda, y que sobrevivió a las llamas de la ignorancia, la que se ocultó en la historia, la que forma parte de esa visión de la mujer poderosa y que estuvo tanto tiempo en reposo.

No hay antecedentes precisos sobre la primera mujer que se calzó el sombrero puntiagudo y las medidas de rayas para llamarse, a sí misma, bruja. Pero sí de que Dios, el eterno y patriarca de los valles celestiales, antes de ser un célebre soltero tuvo una divina consorte. Al menos en eso insiste la investigadora de la Universidad de Exeter, Francesca Stavrakopoulou, quien señala que antiguamente, las potencias religantes que derivaron en las grandes religiones monoteístas contemporáneas adoraban a la diosa Asherah, La Gran Madre. ¿Y quienes eran sus hijas si no la mujer poderosa, la sabia, la curandera, la que era capaz de crear vida?

La bruja nació como reflejo directo de ese remoto matrimonio celestial y su rastro parece extenderse por el Oriente Medio, siguiendo lo que puede leerse como la sinuosa línea de una ancha cadera divina: el arquetipo de Asherah también se consigue bajo el nombre de Astarot, quién es a su vez la Ishtar babilónica y la Astarté griega. Arquetipo del divino femenino: Luna, Tierra Venus. De manera que la bruja fue la imagen esencial de esa mujer creadora, la sagrada, cuyo vientre tenía la misma capacidad para crear vida del Dios misterioso de las alturas. Una idea que asombró a los hombres hasta que tomaron conciencia de su participación en el prodigio de la concepción.

Pero la bruja sobrevivió incluso al patriarcado del sedentarismo, cuando las viejas diosas creadoras fueron arrojadas de altar para ser sustituidas por deidades belicosas. La bruja, terca, sobrevivió al puño de la edad de hierro, a la sangre derramada de la nueva religión de las armas que sustituyó a la de la tierra. Para entonces, ya habían obtenido un nombre, más allá del simple gentilicio de Hija de la Diosa: bruja por derecho propio. Los celtas ya usaban una palabra para brindar estatus y prestigio social a las mujeres de especial importancia y era de conocimiento común que eran “gente buena” y “sabias con conocimiento de la Tierra”.

De la bruja desnuda bailando en el bosque y la risueña doncella corriendo por entre los sembradíos para asegurar prosperidad y fertilidad, hasta las imágenes que tanto horrorizaron a los católicos unos siglos después. El problema con la bruja, la esencial, es que es libre. Un espíritu salvaje que encarnaba la unión de lo divino con lo carnal, lo deseable. Ya era historia vieja su poder, su tentación, su risa contagiosa. Así que la Iglesia, Madre y Señora del pudor, decidió perseguirla y asediarla. Esa mujer sin atadura y sin moral representaba a los paganos salvajes de las tierras que aún no reconocían al Cristo Redentor de ojos amables. La bruja conocía de fuego, de tierra y de sangre, y eso era peligroso para la nueva moral de un mundo que comenzaba a reconstruirse alrededor del Dios hombre, ahora así entronizado en el poder de la Europa joven.

El continente se cubrió de piras de castigo. Las llamas quemaron a brujas y a inocentes, a libres pensadoras, a putas, a sospechosas de crear. La mujer se convirtió en mártir de su género, en una prisionera de una iglesia tan despótica como cruel. Pero la bruja, la verdadera, la que recorrió Europa como carta de Tarot, como escoba detrás de la puerta, como los pequeños ritos del jardín, como las pequeñas costumbres y supersticiones de una época remota, era indomable. Y sobrevivió a pesar de las sentencias. La imagen de la mujer fuerte, por encima de la casta. Durante años, los romances medievales cantaron odas de amor a la mujer misteriosa, velada. Y la bruja, la divina, respondía siempre. Y es que no es tan fácil destruir lo que habita en esa dimensión del espíritu rebelde, la cultura que se opone a todo y se mira a través del poder de renacer.

La bruja regresó de su anonimato histórico para ocupar su lugar cultural, ése que siempre ocupó siendo la curandera, la sabia, la consejera, la madre, la anciana, la poderosa. La bruja, como idea histórica más allá del prejuicio al que estuvo sometida durante siglos.

El conocimiento, la independencia y la fuerza de voluntad siempre han sido considerados peligrosos para el poder establecido de quien insiste en poseer la razón absoluta. Ejemplos sobran: Hipatia de Alejandría asesinada en plena calle mientras defendía la biblioteca que custodiaba; Juana de Arco vistiendo resplandeciente armadura frente a los ejércitos franceses, quemada acusada de brujería por los mismos hombres y mujeres que había defendido espada en mano; o Mary Wollstonecraft, madre de la escritora Mary Shelley, quien había sufrido durante toda su vida el estigma de ser una mujer diferente e inteligente en un mundo que la rechazó por serlo. La raíz del mal, más allá del simple concepto moral, como una visión de esa fina linea que divide lo que se considera normal y lo que no lo es. Bruja, bruja y bruja. La eterna impenitente. Incluso esa antiquísima Lilith, demonizada por la religión hebrea por el simple pecado de reclamar igualdad. Según la tradición, Lilit se rebeló contra su marido Adán y lo abandonó. Y con ello encendió la ira que recogió su mito y la convirtió en una mataniños. Se le llamó “Madre del mal” y, claro está, bruja.

Las brujas han sido el emblema de la desobediencia. Mal mandadas, como la llamaríamos en esta Latinoamérica descreída y festiva. La bruja no obedece, no acepta: la bruja se enfrenta. Y así sobrevivió al martirio y renació, incluso cuando nadie supo cómo. Poco a poco la cultura popular encontró un lugar para recibirla de vuelta, para reír de manera escandalosa, para asumir de nuevo su lugar en la cultura.
Como buena seductora, comenzó de a poco: la bruja no se prodiga. De los libros para niños, donde se escondía en bosques misteriosos, decidió saltar a un nueva dimensión de las cosas y así revivir el asombro que despertó siglos atrás. Se mostró hermosa y terrible en productos culturales de amplia difusión que ahora son referenciales, como la madrastra de Blancanieves. Pero eso no era suficiente: había que sumar a la mujer de piel verde que se enfrentó a una virginal Dorothy de zapatos rojos, y a la dueña del rostro sensual de Kim Novak sosteniendo con poses de vampiresa a su no menos inquietante gato en brazos.

Nadie se extrañó de que la bruja llegara a Hollywood. Celebraron su llegada con aplausos de pie y, en el año 1958, la película Bell, Book and Candle, de Richard Quine fue una de las más taquilleras. La bruja había regresado con su caldero, escoba y risa escandalosa. Y esta vez para quedarse. Porque lo demás, fue imparable: unos años después la inolvidable Samantha se enamoraría de un orejón y simpático publicista, que en la mismísima luna de miel descubre que su bella mujer no era otra cosa que una bruja y el mundo entero se enamoró de ella en Bewitched. La bruja tomó por asalto la cultura pop, que la recibió con los brazos abiertos: Angelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en The Witches (1990) basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno al primer Jack Nicholson maduro en The Witches of Eastwick (1987), basada en la novela de John Updike publicada en 1984; o una jovencísimo trío de brujas adolescentes que se enfrentaban a las hormonas varita en mano en The Craft e incluso las hermanas Halliwell, ese fenómeno televisivo tan ridículo como imprescindible para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja.

No hay que olvidar que la idea de la bruja maligna y cruel despertó en pleno nuevo milenio para recordarnos su poder. En el año 1999, aterradas multitudes salieron de los cines declarando que el temor había tomado una nueva forma en esa maldición oculta que ataca de tres jóvenes incautos. Y es que la The Blair Witch proyect recordó incluso al más descreído que no todo eran risas y diversión en el mundo del bosque enigmático de la bruja. El mito, otra vez, como parte de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad: la bruja en todas partes, incluso en lugares más imprevisibles. Por ejemplo, en la forma de una niña con varita que combate a un enemigo épico en la saga de la escritora J.K. Rowling, la bruja que sonríe desde las vitrinas de la tiendas, la bruja de trenzas y brazos cargados de flores de la imaginación popular e incluso una más discreta. La que escribe, crea y se sabe poderosa, la que recibe su herencia del nombre y también de esa otra visión de la feminidad. Usted. Yo. Una bruja.

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