lunes, 8 de mayo de 2017

De la mirada que analiza al poder de la imaginación Unas reflexiones sobre el trabajo fotográfico de Berenice Abbott





La fotografía suele ser un documento preciso acerca de la historia que intenta captar y también, de sus implicaciones. O así suele interpretarse. No obstante, más de una vez el debate acerca del valor de la fotografía como símbolo parece superar esa percepción del documento inmediato. Entre ambas cosas, la visión del fotógrafo —su sensibilidad, valor y capacidad creativa— es quizás el elemento que define el poder de la imagen que se crea o lo que es lo mismo, el mensaje que se analiza a través de la imagen.

Berenice Abbott siempre tuvo muy claro el poder de la imagen para narrar la historia y su complejidad. La historia de la fotógrafa suele calificarse de extraordinaria e incluso asombrosa. No sólo por su extraña vida —las docenas de penurias que tuvo que superar, su encuentro providencial con el célebre Eugène Atget, su compleja relación con Man Ray— sino además, por su capacidad para retratar la realidad con una crudeza que desconcierta y cautiva. Abbott, que solía insistir que la fotografía era una excusa para analizar la realidad desde lo incómodo, documentó la penuria y la desazón desde una rara sensibilidad. Lo hizo además con pulso firme de observadora implacable pero también, muy consciente del papel de la fotografía como reflejo de su época y su circunstancia. El resultado es una obra de profunda belleza y sobre todo, una compleja comprensión sobre la naturaleza del hombre y el sufrimiento social.

Pero más allá de eso, Berenice Abbott meditó sobre la fotografía como una forma de filosofía —insistió durante buena parte de su vida sobre la necesidad de reflexionar sobre sus alcances e importancia— y parte de esa noción se percibe en sus imágenes. Abbott estaba obsesionada con las transformaciones y la mutabilidad del tiempo y la condición humana. Tanto como para construir un discurso fotográfico basado en esa percepción del cambio como raíz esencial de la naturaleza de la realidad. Quizás por ese motivo, su trabajo más recordado sea la serie documental Changing New York en la que mostró a Nueva York como origen del sistema económico de una Norteamérica golpeada por la postguerra y además, como centro neurálgico de una nueva mirada sobre el futuro y la identidad. Con una precisión intelectual que aún asombra, Abbott mostró a la ciudad con una mirada moderna, en ocasiones esquiva pero siempre deslumbrante. La dotó además de una impecable personalidad. De pronto, Nueva York no es sólo Nueva York sino también una criatura nacida del trabajo de millones de hombres y mujeres. El hogar de un crisol de nacionalidades y destinos que sostienen la identidad de la urbe. Abbott lo captó como un elemento radiante, una visión novedosa sobre la ciudad. Y convirtió el documento fotográfico en un mensaje provocador que todavía mantiene su vigencia.

Berenice Abbott fue una figura fundamental de la fotografía directa. Para la fotógrafa era imprescindible que la fotografía abandonara todos los artificios que le unían a lo pictórico. Y quizás por eso, su empeño en crear una percepción del documento fotográfico más cercano a una mirada analítica que a una reflexión alegórica. No obstante su trabajo parece tocar ambos extremos de manera involuntaria y elaborar una discurso complejo sobre el hecho fotográfico en estado puro. Abbott documentó el drástico cambio que la economía y un nuevo estilo de vida producían en el paisaje urbano y lo hizo desde una mirada atenta que transforma el cambio en una alegoría. Nueva York cambia, se levanta sobre las cenizas de la crisis y finalmente encuentra un nuestro rostro, todo frente al lente de la fotógrafa.

El trabajo de Abbott se transformó de inmediato en emblema de un cierto optimismo generalizado que convirtió su trabajo en icónico. Aún así, Abbott no se sintió del todo satisfecha: la búsqueda de una perspectiva mucho más amplia sobre el documento fotográfico le obligó a seguir cuestionando la necesidad de la mirada que analiza pero también, asume un rol protagónico. ¿Es el hecho fotográfico una interpretación de la realidad o una mirada educada y sensitiva sobre las inquietudes del fotógrafo? La fotógrafa decidió encontrar su lugar entre ambas cosas.

Una percepción existencialista sobre el espacio
Por extraño que parezca, Berenice Abbott tuvo verdaderos problemas para concluir su trabajo más famoso. Al principio, ninguna agencia o editorial deseaban mostrar lo que juzgaron como una de las tantas colecciones de imágenes sobre Nueva York y de hecho, la primera publicación del documento fue en formato de guía turística, lo que desvirtuó los casi seis años de trabajo que Abbott dedicó al proyecto. Las 305 fotografías de gran formato de la ciudad, mostraban a la ciudad no sólo como urbe, sino también como concepto, lo que ese primer acercamiento editorial ocultó y minimizó.

No era la primera vez que Abbott se enfrentaba a una visión que minimizaba los alcances e implicaciones del documento fotográfico. Tampoco, la primera en que debía asumir el menosprecio hacia su trabajo. La de Abbott, había sido una vida azarosa. Desde su experiencia universitaria en París —abandonó las aulas de periodismo aburrida por el enfoque de la realidad que intentaba inculcarle— hasta sus pininos en estudios y talleres, Abbott tuvo que lidiar con no pocos desprecios y una escandalosa falta de reconocimiento. «Siempre tuve la impresión que mi decisión de hacerme fotógrafa me había traído más sinsabores que triunfos, pero aún así jamás pensé fuera incorrecta», dijo en un ocasión cuando se le preguntó al respecto. No obstante, Abbott siguió insistiendo y logró consolidar no sólo su carrera, sino su particular punto de vista sobre la imagen. Y lo hizo desde la certeza de la fotografía como ventana de la realidad inmediata. Una comprensión de su importancia como análisis cultural y también, una elocuente comprensión sobre sus inmediatas consecuencias.

En más de una oportunidad, Abbott admitió que aprendió esa noción clave sobre los elementos que pueblan la realidad de Eugène Atget, cuyo trabajo elaboró una noción temprana sobre el entorno urbano como identidad y rasgo intelectual que aún tiene plena vigencia. Abbott llevó la idea a un nuevo nivel al explorar la naturaleza de la modernidad —esa síntesis entre pasado y futuro— a la exploración de los espacios urbanos. Para Abbott se trataba de una percepción de la identidad del espacio —la comprensión de la urbe como hogar pero también reflejo de la época— como parte de la mirada documental. Buscaba además la «desaparición del momento», la mezcla de motivos y sobre todo, un instante fugaz y cotidiano que pudiera brindar sentido no sólo al discurso general de las imágenes sino a su intención de asumir lo cotidiano como elemento imprescindible para conocer la historia inmediata. Abbott rechazó el enfoque sensiblero y melancólico de la ciudad y apostó por la percepción de lo urbano como un lenguaje primordial. El resultado es una mirada dura, en ocasiones metódica pero siempre sensible sobre el hombre moderno y su circunstancia.

Abbott llevó su visión fotográfica a todas partes. En un lapso de descanso de su trabajo sobre Nueva York, comenzó un roadtrip particular para documentar las condiciones de vida en la Norteamérica profunda afectada por la depresión. La aventura le llevó a recorrer el país hasta la Costa Oeste: casi 6.500 kilómetros de una experiencia que le dejó casi 2.400 fotografías de lo que llamó «la gran escena americana». Quizás precedente inmediato de Robert Frank, la fotógrafa encontró una manera de documentar Norteamérica de sus pequeños detalles y sobre todo, una percepción muy exacta sobre su identidad. Tiendas, salones de baile, celebraciones… la percepción del país a través de sus piezas infinitas, invisibles pero aún así fundamentales.

En palabras del fotógrafo Hank O’Neal —amigo muy cercano de la fotógrafa durante los últimos 19 años de su vida— Abbott comprendió que el tipo de fotografía que llevaba a cabo jamás tendría opción comercial y que la condenaría a un tipo de penuria económica que nunca superó del todo. «No conoció más que seis o siete años de relativa seguridad económica» y «tuvo que financiar por sí misma la parte esencial de su obra» comentó O’Neal al referirse al extenso trabajo de Abbott. Luego de 67 años de vida dedicada a la fotografía, Abbott tuvo que luchar contra cierto tipo de anonimato histórico que sólo en las últimas décadas logró superar.

No obstante, quizás para Abbott el reconocimiento no era tan importante como la sustancia de su trabajo y su trascendencia. Polifacética e incansable, Berenice Abbott elaboró una visión de la realidad basada en el poder de la percepción de la naturaleza humana como elemento mutable. Un sensible punto de vista sobre la huella de la historia y sus transformaciones que llegó a definió su trabajo y le sobrevive. Una mirada profunda al paisaje cotidiano y sus implicaciones. Y ese quizás es su mayor legado.


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