martes, 1 de octubre de 2013

Treinta y tres vueltas al sol: Una lección sobre la eterna juventud del espíritu.





Me miro al espejo. Sonrío. Que tensa me veo. Bueno, ya tienes treinta y tres años, pienso. ¿A quién veo en el reflejo? El rostro redondeado, los ojos grandes y expresivos, la boca un poco tensa. ¿Me reconozco? Quizás sí, pienso con nerviosismo. Es extraño pensar en tu edad, en el tiempo que transcurre en tu vida. Y mucho más inquietante aún es comprender tu vida a través de un número. Uno que simbolice lo que has vivido, la cuenta atrás hacia la vejez, la experiencia y eso que llaman plenitud. O al menos lo pienso así. Hay quién, mucho menos optimista, habla que cada año que se cumple te acerca a lo inevitable, a la manera de ver el mundo, a la forma de recorrer tu historia con los ojos entrecerrados.

No pienso sobre la muerte. No aún, al menos. Camino por la calle, un poco incomoda en mi piel, como siempre. ¿Habrá alguien que sienta completamente feliz? ¿Existe la felicidad plena? ¿Existe una visión de ti mismo profundamente asumida y asimilada? No lo sé. Nunca me he sentido así. Tal vez se trate a que soy una inconforme. Probablemente sea un poco esa incertidumbre en la que me tambaleo. Pero son treinta y tres años, pienso otra vez, y las opciones para comprenderme se transforman en algo más. En un reflejo en el espejo.

Cuando era muy jovencita, treinta años me parecía una edad lejana, inalcanzable. Nunca fui precisamente inocente, pero si lo bastante ingenua para mirar el futuro como una gran expectativa. Recuerdo que cuando tenía unos catorce, me imaginé como sería en la tercera década de mi vida. Era una imagen vívida, de una mujer extraña y fuerte, una que no le tenía miedo - no tanto - a la oscuridad, que sabia cosas que yo aún no comprendía, que sostenía la cámara vivir y el lápiz para soñar. Me la imaginé muchas veces, esa mujer que sería yo, esa figura que nunca tendría miedo y que muchas veces podría vencer el dolor.

Sonrío. Mi madre, que me acompaña a tomar un café mientras pienso en todas estas cosas, me dedica una mirada levemente confusa.

- ¿Qué pasa? - pregunta. Me encojo de hombros. Miro sus manos, tan parecidas a las mías y pienso en ambas. En ella que es mi reflejo en muchas cosas y en mi, que me construyo aún. Suspiro, sin saber como expresar la idea, como construir ese pensamiento abstracto que me atormenta.

- ¿Te pasó que supiste el momento exacto en que dejaste de ser joven? - intento ser sutil en el planteamiento, darle un toque ligero a mis palabras. Pero tienen su poder, su contundencia. Mi mamá suspira y pienso que no me responderá. Que quizás me dirá alguna de sus frases favoritas: "se es joven mientras se puede y se quiere", pero en cambio parece pensarse lo que dije. La contemplo: es muy bella aún, en sus sesenta y pocos años. El cabello rubio el cae sobre los hombros bien peinado y abundante, el rostro tiene un brillo delicado y fragil. Pero si, no es una mujer joven. Es un adulto por completo. ¿Como se asimila esa idea? ¿Como es comprender de pronto que dejaste toda la frescura de la juventud, de aprender por primera vez, de la ingenuidad de la inocencia? ¿Me esta pasando eso a mi? Me pregunto con un sobresalto. ¿Me está ocurriendo justo ahora? ¿Por eso padezco esa leve melancolía a todas horas? Me muerdo los labios preocupada, desconcertada.

- Creo que nunca sabes algo semejante hasta que es inevitable ignorarlo - comenta por fin. Lo hace con voz muy suave, casi quebradiza. Parece cansada, pero luego descubre que solamente esta...triste. Sí, mi madre está triste mientras sonríe y me contempla con sus bellos ojos verdes. Tan jovenes, ahora que lo noto - no creo que nadie admita que es un adulto, un viejo. La sensación de dolor de comenzar a asumir la mortalidad no es sencilla. Es un pequeño trago amargo que tomas a sorbos muy pequeñitos todos los días. Luego ocurre algo y...solo sabes...

Aprieta los labios. Instintivamente, sé en qué está pensando. Hace cuatro años sufrió un infarto: no fue muy grave, pero si todo lo contudente que puede ser para alguien como mi madre descubrir su vulnerabilidad. La recuerdo en la cama de la clinica, temblorosa y pálida, agotadisima. Sentada a su lado, no sé que decir. Me aprieto los dedos, siento una profunda angustia. Ella tampoco dice nada, hasta que vuelve la cabeza en la almohada para llorar. El recuerdo me hace daño y parpadeo para no llorar, que ella no note mi tristeza.

- La juventud es una idea que no entiendes hasta que la pierdes - murmura. Y noto que no me lo dice a mi. Los dedos apretando con casi excesiva fuerza la taza de café, los ojos entrecerrados. No me mira. ¿Que ve con los ojos de mi mente? ¿El futuro? ¿La incertidumbre? Quiero extender la mano y apretar la suya, quiero abrazarla y consolarla. Pero no lo hago. Continuamos sentadas juntas, una frente a la otra, meditando sobre la vida, la muerte y todo lo que ocurre entre ambos extremos.


De manera que tengo treinta y tres años. Lo pienso con mucha frecuencia. Lo pienso mientras me ducho y comienza a preocuparme mi salud. Me palpo los senos nerviosamente, buscando algún indicio de cualquier aviso que mi salud ya no es perfecta. Son treinta y tres años y algunas cosas comienzan a cambiar irremediablemente en ti y en tu manera de ver el mundo: ya no todo es tan lozano, tan radiante. ¿O lo es y yo no puedo verlo? El pensamiento me irrita, me preocupa. Sobre todo en esos momentos de soledad perfecta en que todo a mi alrededor pierde significado.  Lo pienso cuando me miro en viejas fotografías y me sorprende que sea el mismo rostro que ahora veo en el espejo. Y sin embargo, hay algo que se mueve en el fondo de mi expresión, de mis ojos. No podría decir qué, pero es tan evidente como elemental, tan poderoso como crudo. ¿Experiencia? que poético. ¿Vejez? que directo. Quizás solo sea el lento paso del tiempo dejando huellas, medito con cierto nerviosismo. No en arrugas, que no temeria, en canas que me harian sonreír. Sino en algo más intangible, evidente. Doloroso quizás. ¿Qué puede ser? ¿Lo comprenderé cuando ya sea inevitable?

Venezuela es un país joven, pienso caminando por una calle concurrida. Un grupo de colegiales pasan corriendo a mi lado, riendo y haciendo escándalo. Según algunos estudios, somos un país adolescente: el 60% de la población tiene menos de veinticinco años y la cifra parece aumentar año con año. De manera que treinta y tres años, juveniles, bien llevados, es una pequeña forma de vejez en este país niño e impredecible. ¿Es natural sentirse de esta manera? Seguramente sí, pero me desconcierta esta sensación de leve angustia, como si mi edad fuera una idea más que un símbolo de como miro el mundo. ¿Quien soy ahora mismo? ¿En quien me convertiré?

Me encuentro en una de mis librerias favoritas de la ciudad: un lugar pequeño, discreto, repletos de libros apiñados en enormes estanterias de madera. La visito desde su fundación, harán diez años atrás, incluso un poco más. La primera vez que la visité, tenía apenas veintidós años. El mundo me parecía enorme, interminable. La sensación de posibilidades abiertas. El librero, un sujeto maravilloso con una enorme barba rubia y acento español me recibió en esa ocasión.

- ¿Que busca? - me preguntó.
- Solo quiero quedarme un rato.

Me quedé un buen rato ese día. Y el día siguiente. Y tantas tardes después, que tengo la impresión que muchos de los momentos más entrañables de mi vida, han ocurrido entre los preciosos anaqueles con olor a pino, rodeada de extrañas ediciones de libros singulares. Me gusta ojearlos siempre, aunque no compre ninguno. Detenerme en medio del silencio y leer un párrafo de un favorito inolvidable. O una obra recién descubierta. El día de mi cumpleaños, el obsequio que me hice, a esa mujer en que me convertí, a esa extraña que miro al espejo, fue una tarde entre estanterias y un nuevo libro que atesorar.

El librero, que sigue llevando barba hirsuta y sigue siendo tan antipático como siempre, se sienta a mi lado en el banquito del fondo. Suspira, con su respiración afanosa de fumador y rie entre dientes.

- ¿Que pasa hoy que tienes esa cara de loca?
- Siempre la tengo.

Reímos juntos. Me extiende una bella edición recién llegada de una recopilación de Alejandra Pizarnik.

- Estoy de cumpleaños.
- Vaya, eso es bonito.

No respondo. Me observa con sus ojos glaucos y penetrantes. Se levanta de la silla, busca entre las estanterias. Abre y cierra gavetines. Cuando regresa, lleva dos tazas de café en la mano. Lo pruebo con cautela. Como lo suponía, el sabor es rancio y duro. Pero me gusta, a pesar del inmediato parpadeo del dolor que siento en el estomago. Maldita gastritis, otro recordatorio de la juventud que se desvanece entre ideas y pensamientos.

- Cuando era niño, quería ser capitán del ejercito - me explica - de verdad que lo deseaba. Me pasaba los días pensando en eso. Leía todo lo que podía sobre el ejercito. Era muy miope y también asmático. Pero yo seguía insistiendo. Una y otra vez. Hasta que un día, el oficial que me recibía en el escritorio, me miró y me dijo una sola frase. ¿Sabes cual puede haber sido?

Tomé un sorbo de café. Pensé en varios juegos de palabras ingeniosos. Decidí no responder. El librero bebió de su taza un par de largos sorbos humeantes.

- Esa misma que estás pensando: "eres demasiado mayor" - dijo - eso me dijo. Se me cayó el mundo encima. Era demasiado mayor para mi sueño. Me encontré solo, roto. Creí que nada valía la pena. Sentí que la juventud había terminado.

Lo miré, con las mejillas coloreadas de angustia. Vaya, no había sido tan buena decisión como pensaba venir a la libreria el día de mi cumpleaños, pensé. Son treinta y tres años, me dije, como una letanía interminable, confundida en una especie de invocación pequeñisima. ¿Cuantos sueños he perdido? ¿Cuantos deseos incumplidos llevo a cuestas? Me revuelvo incomoda en la silla. Me apresuro a terminar el café. Quiero irme de aquel pequeño mundo de libros, volver al mundo real que se mueve muy rápido. Mirar a mi alrededor y pensar sobre el tiempo que avanza muy rápidamente, sobre la vida que carece en ocasiones de significado. Recuerdo una linea del libro "la Soledad de los numeros primeros" de Paolo Giordano: "el mundo está hecho de números y de tristezas mal comprendidas" y siento que esa frase tiene su sabor y su propio peso, su sentido y su manera de llenar mis pensamientos, aunque intente evitarlo. Entonces el Librero deja la taza a un lado y hace una cosa muy rara: sonríe como un niño. Una sonrisa que muestra todos los dientes, los hoyuelos de las mejillas, que le enrojece el rostro y le destaca las arrugas. El gesto me sorprende, me deja sin palabras. Espero, queriendo saber que significa.

- Entonces decidí abrí una librería. La primera, antes que esta: en España. Era pequeñita y desordenada, ¡pero como la quería! - me explica. La voz tiene un lustre distinto, algo extraordinario entre la emoción y al simple inocencia - me encantó llenar las paredes de libros usados porque no tenía dinero para comprar nuevos. Y vender. Poner en los brazos de un niño un cuento nuevo que comenzaría a leer y recordaría después. Imaginar cada día un mundo de libros. Construir mi mundo lentamente, entre los estantes enormes y bastos. ¡Me despertó a la vida! y pensé que había perdido mucho tiempo soñando con otra cosa, mirando en otra dirección. Y me gustó que el sueño se tomara el tiempo para llegar, para sonreír y para construirse. Vida nueva.

Nos miramos uno al otro. Mire a este viejo gruñón, delicioso y de pronto le vi tan joven como seguramente lo fue. El cabello castaño claro, los ojos vivaces. Y que juventud tan bella esta, la de las esperanzas, la de las cosas buenas por nacer, la de las ideas que se hacen realidad. Cuando me incliné y lo besé en la mejilla, se quedó avergonzado y sonrojado.

- Renacer en palabras - comenté. Asintió. Me quitó la taza de café de las manos y volvió detrás del mostrador. Su mundo. Los libros alzandose a nuestro alrededor, uniéndolos, siendo una visión del futuro. Y pensé en todas las cosas que deseo hacer, en cada pensamiento que me queda por elaborar, en tantas imagenes que quiero atesorar. Y tuve una sensación de asombro, como quien descubre un tesoro, como quien sueña cada día cien veces, con los ojos abiertos y las manos extendidas hacia la incertidumbre. Una manera de crear.

- Asi que, se es tan joven como los son tus sueños - me dice. Sonríe. Apoya sus manazas en el escritorio - solo se envejece cuando el tiempo deja de tener significado. O cuando lo tiene pero solo te recuerda quien no eres. Piensa en quien serás.

Que pensamiento precioso ese, me digo, mientras camino por esta Caracas arisca, vestida de azul y calor radiante, con el libro de la Pizarnik apretado contra el pecho - claro que lo compré, mi delicioso regalo de cumpleaños - y pienso en todas las cosas que aún quiero alcanzar, en esa avidez de las cosas que busco, que intento obtener con esfuerzo e imaginación. Y me pregunto que pasará después, cada año una nueva visión, cada año una nueva esperanza. Y sonrío, esta vez sin miedo, taza de café en la mano, sentada en algún lugar escondido de la ciudad, mirando la tarde caer. Pienso en todo lo que aspiro, lo que aún necesito y lo que quiero recorrer. Una visión de mi misma más allá del tiempo. Una necesidad de soñar.

Son treinta y tres años. Treinta y tres miradas distintas al mundo. ¿Que me espera a la siguiente vuelta del reloj? No lo sé, pienso, mirando la ciudad parpadear al atardecer, pero me gustará confiar que podré mirarla sin amargura y quizás, con un poco de paz.

C'est la vie.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Me encantó este post, yo apenas cumplí 24 hace dos semanas pero desde hace unos años el día de mi cumple es ese día en el que me hago reproches, me culpo de cosas, me siento mal, y empiezo a atormentarme por lo que aún no he hecho y dije que haría... Este año me propuse no reprocharme nada, y no lo hice... pero la pasé llorando, aún así mi cumple fue lo que esperaba, un renacimiento, pienso que llorar hace bien y a mi me sirvió de mucho, pero tenía que dejar ese mal hábito de reprochar la vida en lugar de celebrarla.

Es una bonita reflexión eso de que sólo envejeces cuando el tiempo deja de tener significado. Mientras haya algo por qué vivir siempre habrá vida, y la edad es sólo un número, suena cliché, pero es cierto.

Saludos!
@EliuskaM

Publicar un comentario