jueves, 17 de enero de 2013

Divagaciones Urbanas: Caracas en tres actos de locura.





Ser caraqueño no es sencillo. Es algo que todos los habitantes de esta sufrida ciudad estamos bastante claro. Somos sobrevivientes de una ciudad complicada, caótica y dura que de tiene personalidad propia.  Porque Caracas es Caracas donde la pongan, malcriada, extravagante y terca. De alguna manera, Caracas es un sueño compartido, pero también una manera de ver la vida. Tal vez por eso, el caraqueño se reconoce donde sea, por su acento saltarín - así me han dicho -, su paranoia y esa manera tan particular de ver la vida. El caraqueño que solo se orienta si tiene una montaña al Norte, el que asume Caracas como una singularidad de su vida. Caracas, la de todos.

Tal vez es por ese motivo - esa identidad del Caraqueño esencial - es que siempre habrá anécdotas que contar, para reír  para recordar porque Caracas tiene un rostro y es tan variopinta como característica  Y de eso sobra: Creo que todo Caraqueño podría "echar un cuento" de esos entrañables, de esta ciudad que se burla de si misma, que es tan niña como ingenua, triste como desolada. Que es en suma, todos los rostros de su constante y disparatada madurez.

Pero sí, siempre hay que contar. Y mi cuento de hoy, el cuento caraqueño, es sobre los locos de Caracas.  Porque ¿Quién no se ha tropezado más de una vez con esa multitud de personajes que deambulan por la calle? Y no me refiero al indigente, olvidado, si no al loco. Al loco que ríe, que grita y declama. Al loco que pasea de un lado a otro, otro caraqueño al borde. Yen este cuento que echaré hay tres: tres locuras distintas de esta Caracas entrañable.

Del loco al cuento: del Hoyo al manicomio urbano.

El primer personaje me lo topé caminando con mi inefable amiga E. por Sabana Grande. Tenía al menos dos años que no recorría el insigne Bulevar caraqueño y tuve una extraña sensación de nostalgia cuando lo hice ayer. De niña, me encantaba caminar por él: me sentía tan bohemia visitando las viejas tiendas, sentandome a leer a solas en el Gran Café, sentando en esas extrañas funciones matutinas del cine Broadway, hoy extinto. Apenas hay nada de eso en el bulevar remozado, con aires de casco histórico a medio construir. Pero a mi me sigue gustando: Hay un aire de barullo y desorden que mentalmente me hace recordar una Aglaia más joven y menos cerebral.

De hecho, estaba pensando justo en eso cuando el primer personaje se acercó. Delgada hasta lo enclenque, con unos extravagantes lentes de sol, vestida de rojo carmesí, con un apreciable tufo a alcohol y contoneandose visiblemente, la mujer se acercó al lugar donde E. y yo estabamos sentadas con ademanes de gran señora. Se planto al frente y luego de pedir dinero, comenzó una perorata insólita salpicada por gotitas de saliva que intenté esquivar.

- Es que mi hija es una niña loca - puntualizó gesticulando exageradamente - y necesita orientación. Como la vida, como todo lo que hacemos. Quiere irse con el muchacho que le gusta ¿Que piensan ustedes? ¿Debo dejarla ir?

Dijo todo esto en una parrafada dramática que casi me habría hecho reir de no estar tan asustada y paranoica, a-la-manera-de-Caracas. Porque había algo casi conmovedor en el histrionismo de aquella mujer vestida de rojo gastado, cansada y exaltada. Había algo de la Caracas que sobrevive a diario, del trajin de todos los días, de la locura de las historias que la crean. La miré, con los ojos muy abiertos y asombrados, hasta que finalmente y supongo que aburrida de la poca emoción que mostramos E. y yo ante su discurso, se fue. La miré alejarse, levantando las manos, imagino que aún proclamando. Mi amiga E. soltó una carcajada bajita.

- Por eso me gusta venir a Sabana Grande.

Esto ES Sabana Grande. Pensé.


Más tarde, compartiendo un almuerzo tardío con un grupo de amigas, llegó el segundo personaje del día. Nos encontrábamos en la Tradicional Crema Paraiso, y había algo de infantil en aquella reunión de niñas mujeres que bebían con toda seriedad su merengada de helado. Miré al extraño por el rabillo del ojo. Un sujeto arrugado, extraño, con el cabello blanco y largo atado en una trenza sucia. Lo miré deambular de un lado a otro, hasta que se detuvo en nuestra mesa, supongo que atraido por las risas y los comentarios en voz alta. Nos miró largamente, hasta que dejamos de comer y conversar para mirarlo.

- Nadie comparte comida! no lo hace nadie - nos gritó - todo el mundo se mira, pero no se ve. No le importan los pobres. No les importa el mundo. Todos comeran y nadie compartirá. Al final, seguramente, echaran la comida a la basura. Olvidada. A nadie le importa el que no come.

Sentí una inmediata culpabilidad, mientras masticaba un trozo de hamburguesa. Mi amiga E. me miró sobresaltada y con gesto amable, tomó un buen pedazo de la pizza que comía y se la extendió al hombre. Hubo algo poetico, muy a lo metáfora-de-Caracas, en la escena, en el hombre lanzando epítetos casi filósoficos en la mesa de un café tradicional venido a menos. ¿Donde esta Caracas? me pregunté mientras el hombre guardaba el pedazo de Pizza y murmuraba un agradecimiento apresurado. ¿Quién es Caracas? Indiferente, utópica y dura. La Caracas de este hombre desgreñado, anciano, con ojos saltones y enrojecidos. ¿Quienes somos?

Seguía pensando en el asunto cuando me subí a un autobus, un rato más tarde. La tarde comenzaba a caer y había en la ciudad, en La Caracas, real, la herida, la dura, ese ambiente extraño de agitación que antecede lo nocturno. Caracas, la verdadera. Y había mucho de esa Caracas inhóspita, árida, en el hombre que se subió para pedir limosna. Ya nos hemos acostumbrado a este tipo de pasajeros incómodos: Mostrando alguna herida sangrante, desagradable, que evitamos mirar. El olor al alcohol. Y la historia: del accidente que padeció, la familia que mantener. Hay algo amenazante en la mirada de este hombre, pienso mientras extiende la mano exigiendo dinero. Aquí no hay nada de mansedumbre, la humildad del mendigo. La mirada desafiante - tu no has vivido lo que yo - la expresión resuelta. La Caracas de la diferencia, la brutal, la que no queremos mirar. La Caracas que le infringió esa herida supurante y evidente a este desconocido hijo de sus calles, a este hombre que la padece y la sufre. Lo observé vociferar, y luego cantar, a la nada, a solas. No hay nadie más que yo aquí, parecía decir. O no me importa.

Se bajó del autobus un poco antes que yo y lo vi caminar, cojeando, levantando el puño. La Caracas de los tristes.

¿Quién es Caracas? ¿Quienes somos los caraqueños? ¿A donde pertenecemos? A veces es dificil saberlo, pero el mero pensamiento resulta desconcertante. Porque esta identidad del que nace - y a veces muere en esta ciudad - es indeleble, dura y profunda.

Es una ideal venial, quizá.

C' est la vie.




1 comentarios:

Unknown dijo...

No soy caraqueña de nacimiento pero me crié allí desde pequeña, soy hija adoptada de Ccs, a donde voy me siento caraqueña, y esos espacios e historias que cuentas me huelen a sus calles, a la vida que a diario hacemos en esa caótica pero bella ciudad. Me encantó el relato!

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