Estoy convencida que una cierta dosis de frivolidad es benéfica:  deambular por las calles a solas, leer bajo la sombra de un árbol,  fotografiar pequeñas escenas de la cotidianidad, despejar el escritorio,  ver el cuarto ordenado, delinear nuestros pensamientos a base de  conceptos simples y aleatorios. Más que benéfica: la frivolidad puede  salvarnos, puede darle un sentido crucial a la simplicidad. Sonrío,  tendida en mi cama, las sábanas de algodón blancas impregnadas del olor  del sol que entra a raudales por la ventana. Casi puedo creer que el  mundo es esencialmente hermoso, puedo olvidar por un segundo el leve  parpadeo de la insatisfacción, del temor y la duda. El noble arte del  cuestionamiento, de no aceptar nada, y buscar siempre respuestas que  tardan en llegar. Por ese motivo, por la condición comprensible de la  frivolidad, sacudo la cabeza, disfruto de la sensación de mi cabello  acariciándome los hombros y las mejillas. Paz en el hedonismo. Sí, la  banalidad de lo puramente singular y personal:  Por ese motivo una de  mis alegrías es no tener ya los libros y los papeles amontonados sobre  la mesa de mi escritorio - sí, definitivamente iré al infierno de los  archivistas por aquellos de meter en el mismo saco mis libros de Stefan  Zweig y un poemario del siglo XVIII de Sor Juana Inés de la Cruz - y  disponer de una pared entera para ellos. Por eso me desasosiega  profundamente -debo de ser conservadora a la manera del ínclito- sentir  que la realidad se desdibuja en este deseo de encontrarme aquí, a solas  con mis pequeñas manías y tics. La danza de una neurosis de pleno  conocimiento quizá. Disfruto casi impúdicamente del ventanal magnifico  de mi habitación predilecta, amplio, de cristales claros, toda la ciudad  me pertenece, la puedo tomar entre mis manos - el suspiro Baudelaire  cada noche y el postcubismo de día - y donde he descubierto las  tentativas frágiles a las que se entrega el color cuando las cosas  cuando la luz dorada del día entra a raudales, destierra a la oscuridad,  me regresa al mundo del sabor y la textura. Ah, sí, sospecho que  siempre sentiré que el arquetipo de mi propia necesidad de creación toma  sentido en esta  ventana, un engendro tardío que ondula en la caída de  la luz. Aunque si he de reconocer el oscuro propósito, la verdad es que  sigo yendo porque me he enfrascado en el riguroso y sediento estudio de  la navegación de los cuerpos -qué estrella polar imprimirá su rumbo en  lo más apretado de la carne- durante el sueño. Soy y a la vez no soy  nada más que una idea concebida en medio del delirio. Como en un verso  de Onetti, danzando alegremente en medio del desastre y la veleidad.
C' la vie.
C' la vie.

 

 
 
 
 
 

0 comentarios:
Publicar un comentario