jueves, 19 de abril de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela, tierra arrasada.






En la esquina de la calle en la que vivo, suele organizarse un pequeño mercado improvisado. “Los Andinos”, le llaman los vecinos, aunque en realidad nadie sabe muy bien de dónde proceden el grupo de agricultores de rostro curtido que cada miércoles, ofrecen sus productos en pequeñas cajas de madera. Cada vez más escasos, de peor aspecto, mucho más costosos. De pie frente a la pequeña multitud que se apelota — que término tan desagradable, pienso con cierta angustia, pero es el único que se me ocurre — en las improvisadas mesas de madera, tengo la sensación que el “desastre” está por llegar. Por supuesto, no sé qué consiste esa tragedia tantas veces anunciada, que parece condensarse lentamente en las calles rotas y malolientes. Una mera sensación quizás, de una debacle tan cercana que parece inevitable, aunque no lo sea.

El grupo de vecinos se mueve como ola débil a la derecha. Nadie lleva bolsas de plástico colgadas a los brazos o preguntas precios. Hemos llegado a ese estadio de la crisis en que el dinero no tiene absoluto valor o el que tiene, se degrada tan rápido que dejó de ser otra cosa que el recuerdo de algo más complejo en un país en ruinas. Por supuesto, en Caracas, la sorpresa y el asombro dura muy poco. Hay una erosión insoportable, como si el lento fluir de desgracias cotidianas redondea los bordes de la tristeza, nos convirtiera a todos en seres petrificados por un miedo invisible. Ya nadie se sorprende de los grupos que comen de la basura, ya nadie se lamenta de los mendigos con ropas limpias que van de un lado a otro en esta Caracas desmemoriada. Pero ahora, de pronto, el peligro del caos es de nuevo inminente. O me lo imagino, deseo creerlo, aunque no sea verdad.

Una anciana mira el puesto de las frutas con ojos cansados y tristes. El cabello blanco tiene un aspecto descuidado — mal cortado, sucio, un poco en punta — y la bata de tela floreada parece flotar sobre su cuerpo delgado. Sé que es la madre de dos emigrantes, que huyeron de Venezuela hace unos meses atrás. Que sobrevive gracias al dinero que ambos pueden enviar y la mísera pensión que el gobierno escamotea a los jubilados. Sé que hace dos semanas, cayó desmayada en la calle que cruza a la mía, que alguién llamó a una ambulancia, que los enfermeros la atendieron allí mismo, tendida en el concreto. “Hambre” dijo uno de ellos. “La señora tiene días sin comer, eso está pasando mucho. Le vamos a poner un suero. Pero después…”

Después. Hoy es después, pienso mientras la miró contemplar la fruta que no puede pagar, la carne que debe resultarle un lujo inaccesible. Siento un tirón de simpatía, de indudable y desesperada solidaridad. Me pregunto que ocurriría si…si debo…Me quedo de pie cuando ella cruza frente a donde me encuentro y sigue su camino, la cartera de lona apretada contra el pecho flácido. No me atrevo a seguirla, a traerle de nuevo frente al mostrador, a pedirle escoja lo que quiera. Y no lo hago, porque no sé si podré pagar lo suyo y lo mío, porque no sé si el costo de esa fruta de aspecto tristón y la carne envuelta cuidadosamente en pequeñas bolsas de plástico, exceda mi trabajo semanal, del mes, quién sabe si de más tiempo. Y siento miedo. Una sensación espeluznante de angustia que me consume, que me deja abandonada y sin fuerzas en mitad de las voces de la multitud, del tráfico más allá.

— Duele ¿No?

La voz de mi vecina me sobresalta. Nos hemos conocido durante buena parte de mi vida. Uno de esos rostros familiares que forman parte de tu mundo aunque no lo sepas, no lo aceptes, ni siquiera te parezca importante admitirlo. Suspira, se rasca la barbilla arrugada. Es una mujer fuerte, madre de tres, viuda de un hombre a quien solo conozco en fotografías. No tenemos demasiadas confianzas la una con la otra. Dos extrañas en medio de la debacle.

— No sé si me vuelvo mezquina o me vuelvo ruin — le digo.
 — Que bonitas palabras para decir que estás asustada.

Caminamos juntas por la línea entera del Mercadito. Más allá, el paisaje es aún más paupérrimo, envilecido por la miseria. Las mesas están rebosantes de verdura de aspecto recio, recién sacada de la tierra. Los campesinos ya no confían en alguien más para vender, para llevar el fruto de la cosecha y negociar el costo. Ahora viajan a Caracas de diferentes lugares del país para intentar sobrevivir con lo pocos que le queda. Miro sus rostros, duros por el sol, cristalizados en el ámbar de una tristeza digna que me llena de una sensación de desamparo difícil de explicar. Los últimos rastros de una Venezuela que casi no recuerdo.

— ¿Usted no lo está?
 — Como nunca lo he estado — reconoce mi vecina — no saber que ocurrirá es el peor suplicio que se le puede ocurrir a nadie.
 — Es como no existir — digo de pronto, aunque no sé porqué lo hago — como no estar, flotar en medio de todo lo que te da miedo. La inseguridad, la pobreza latente, la amenaza del hambre.
 — Venezuela es una desgracia mija — dice entonces mi vecina y noto su tristeza tan profunda como la mía, tan dura y callosa como si cien pensamientos distintos la hubiesen golpeado por demasiado tiempo — una que se lleva a cuestas, que nunca deja de padecerse. Si te quedas, tienes miedo por lo que ocurrirá. Si te vas, tienes miedo por lo que les pasará a los que dejaste. No sabes como afrontar esta debacle, esta guerra que no pasó.

Lo he pensado antes. Mis abuelos llegaron a Venezuela huyeron de la Postguerra Europea y por años, las pesadillas les aterrorizaron, sobre todo a él, que huyó como pudo de una Italia devastada hasta los cimientos. Ella jamás me habló sobre como eran las noches de bombardeos, el terror de la muerte en todas partes, el hambre. Él sí lo hizo. A escondidas, sin que ella nos escuchara y pudiera aterrorizarse otra vez. Me habló de las calles cuarteadas por las bombas, de los gritos de los heridos que nadie socorrió, del terror como el aguijón de un insecto temible. El miedo en la piel, en el aliento. En las manos abiertas. El miedo en el sabor del aire, en la textura de la Oscuridad. “Uno no sobrevive a ese miedo completo” me dijo una vez, caminando juntos por la vieja casa familiar. “La oscuridad te quita pedazos a dentalladas, furiosas, viles”.

Pienso en esas palabras, en la Venezuela arrasada por una guerra que nadie libró, que ya no tiene fuerzas para batallar. De las calles rotas de bombas que no cayeron, de las víctimas sin nombre, anónimas. Sin propósito. Esa oscuridad, ese terror incólume, esa sensación que al mundo lo devoran las sombras, los rencores y dolores. El espíritu quebrantado, ya sin fuerzas. La Guerra contra lo que no existe. La Nada de Ende, llevada a otro nivel más absurdo, primigenio, mortal.

— Por primera vez en mi vida adulta, no sé qué ocurrirá en mi vida — confieso a la vecina con la que apenas cruzo palabra, la desconocida. Tal vez es mejor así — no sé que pasará esta noche. O mañana. Como protegeré a mi familia, como…

Se me cierra la garganta. Ella extiende la mano y me aprieta el hombro. También tiene los ojos llenos de lágrimas. ¿Hace cuanto que ambas lloramos? No lo sé. No sé cuándo empezamos. Me aterra el pensamiento que no sé si podré parar.

— Nadie lo sabe, mija. Venezuela se detuvo como un reloj roto.

Hace muchos años, cuando era más jovencita, intenté reparar un reloj de leontina que encontré en una vieja gaveta de un mueble familiar. Me esforcé por horas, días enteros, pero logré descubrir que andaba mal con el mecanismo, que lo había dañado de manera irremediable. Una noche, le comenté a uno de mis amigos más queridos mi pequeña gran empresa frustrada. Me dedicó una mirada misteriosa.

— ¿No lo sabes? Los relojes nunca pueden repararse. Una vez que se rompen, el tiempo deja de correr y no importa lo que hagas, jamás volverán a funcionar bien. Como si los aplastaran los días y las horas que olvidaron.

Qué poético, que dulce, que cursi, pensé con sorna. Ahora recuerdo la anécdota, caminando entre la multitud que se dispersa, la mano apoyada en el pecho, un pequeño paquete de frutas de olor dulzón colgada al brazo. Miro la calle donde crecí, en la que me hice adulta y tengo la sensación que no existe. Que dejó de existir hace mucho tiempo, que Venezuela murió y soy un deudo ciego, torpe, simple que no sabe dónde está el rostro rígido del cadáver para darle un último beso. No hay despedida, no hay adiós. Venezuela simplemente se desplomó en la oscuridad. En la que te roba el espíritu a mordiscos, la que te deja rota y devastada, para siempre.

El desastre está a punto de llegar, me repito. ¿Cual? dice mi parte más cínica, la que conoce demasiado bien a la Venezuela en las sombras. Camino, en medio del silencio y me pregunto a qué estoy aguardando, qué debo temer, que me espera más adelante. Cual es el sonido de la oscuridad que nos espera a todos un poco después.

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