viernes, 1 de diciembre de 2017

Una recomendación cada viernes: “Diario de un Incesto” de autor anónimo.




En una ocasión, Margaret Mead escribió que la línea que separa a los animales del ser humano es ínfima, “en ocasiones inconclusa e incluso, terriblemente desconcertante por su cercanía”. La antropóloga estaba convencida que el hombre y el resto de las especies que habita en el planeta, están envueltos en una idea general que les une de manera casi directa, sin que los límites sean evidentes, comprensibles e incluso, apreciables. “El animal que habita en todos nosotros, está tan cerca de la superficie que en ocasiones es imposible de rechazar del todo” apuntó Mead, en una tesis que fue debatida y por años, rechazada por círculos académicos, que encontraban impensables semejante paralelismo brutal y hasta cruel.

La autora anónima de “Diario de un Incesto” llega a la misma conclusión que Meade, pero desde una perspectiva mucho más brutal e inquietante. En un pasaje del que ha sido llamado uno de los libros más impactantes y duros publicados durante el año 2017, su autora pondera sobre la mínima diferencia entre la bestialidad y el horror del ser humano que transgrede límites invisibles, que engloban la razón y el miedo convertidos en algo mucho más amargo. La autora, destrozada bajo el peso de un secreto inconfesable pero sobre todo, consciente de los límites invisibles entre el horror que vivió y la percepción sobre nuestra cultura sobre el sexo, el miedo y la perversión. Desde una óptica dura y fría — casi científica sobre su sufrimiento — la autora cita a Claude Lévi-Strauss, para asumir la derrota moral de su vida o quizás, el terror convertido en una expresión del miedo más allá de todo confín, la estructura que sostiene la cordura privada convertida en un mero anuncio del miedo: “(Lévi Strauss) Escribió que la principal diferencia entre animales y seres humanos radica en la prohibición del incesto. ¿En qué me convierte esta afirmación?”. la confesión sacude por impensable pero además, por sincera. Descargada, brutal. Es el tono que la autora mantendrá en el resto del libro y que sacude por las implicaciones que anundan ese acto definitivo de catarsis — una mezcla temible entre el horror de la confesión de lo impensable y la liberación de una angustia existencial violenta y abrumadora — y el poder de un relato nacido desde el miedo, cuya intención no es enaltecer, justificar, explicar o denunciar un sufrimiento persistente y que abarca el mundo entero de la autora, sino contar lo acontecido. Lo más doloroso de “Diario de un Incesto”, es la necesidad evidente de la autora de contar con detalles el sufrimiento al que fue sometida durante buena parte de su vida y al que no sobrevivió del todo. “Una parte de mi está muerta y debo asumirlo como hecho cierto” dice, entre el tono neutro, implacable y el sufrimiento violento que se adivina en las palabras de su narración. No hay nada casual en una obra nacida desde el agobio, lo moralmente ambiguo y el padecimiento insoportable de una mujer que perdió su capacidad para reconocerse en quienes le rodean. Aislada por la violencia sexual, física y mental, la autora compone una historia que sobresapasa la mera descripción de lo que vivió — que es parte central de la historia — hasta llegar a un límite más poderoso e inquietante. Hasta alcanzar a una mirada potente y poderosa sobre la hórrida situación que soportó durante casi toda su vida. Una víctima que utiliza la palabra como arma. Que elabora una idea precisa y elemental sobre el terror que se convierte en una reflexión involuntaria sobre la identidad colectiva, el sexo desnaturalizado y convertido en miedo en estado puro. Una impresión violenta sobre lo que nos une a quienes amamos y que el libro cuestiona desde el origen de cualquier rasgo de identidad doméstica e incluso cultural.

“Uno de los terapeutas a quienes mentí era una mujer muy guapa cuyo padre había estudiado con Freud. Me caía bien hasta que tocamos el tema del incesto. Iba a verla los jueves por la tarde cuando estaba en la universidad. Nuestras conversaciones giraban en torno a mi familia y yo mentía acerca de la relación con mi padre. Un día me dijo que estaba preocupada porque corría el riesgo de autolesionarme”. Con esta percepción sobre su sufrimiento convertido en máscara y abismo, la autora comienza un relato que abarca casi tres décadas de su vida y en la que la figura del incesto, desgarra cualquier aspiración de normalidad y felicidad. El trauma lo abarca todo: desde la vida personal de la autora, hasta la profesional y de pronto, el dolor insoportable de la violencia parece no sólo contaminar cada aspecto de la personalidad y pensamiento de una mujer herida que se llama a sí misma “irrecuperable”, sino que además, invade espacios y silencios mentales que asombran por su nítida crudeza. En En apenas 120 páginas, la autora cuenta el sentido del horror que padeció y lo hace a través del recurso elocuente y obvio de la liberación que brinda la confesión, en un testimonio plagado de espantosos detalles y una visión sobre sí misma brutalmente honesta. Quizás sea ese elemento lo más pertubador en un relato claustrofóbico y circular que abruma desde los primeros párrafos: la negativa de su autora a dar explicaciones, opiniones o incluso, un punto de vista moral sobre lo que sufre. Para la anónima voz del libro, lo realmente importante es la narración, como si la enorme enumeración de horrores, perversiones y la violencia sexual convertida en símbolo de un padecimiento insoportable, es una ventana hacia un lugar desconocido e impensable de la mente humana. Cada escena de libro, convierte el testimonio en un oscuro acto de redención, como si revelar el secreto morboso que devastó a la autora y a su familia — la complicidad y el silencio emocional, convertidas en un arma impensable y violenta — fueran el anuncio de una visión de terrible complejidad sobre nuestra cultura como espectador y la hipocresía moral de nuestra época.

Lo que más sorprende — incomoda, asusta — es por supuesto, la conciencia que se trata de un relato verídico. A medida que la historia avanza y la voz anónima del narrador describe con preciso y temible detalle las agresiones sexuales, heridas físicas y psíquicas, la realidad de lo que cuenta parece más cercana. Toda distancia moral e intelectual entre el testimonio de la autora y el lector desaparece y es entonces, cuando el libro alcance el cenit de su espantosa cualidad para aterrorizar, conmover y abrumar desde la fría perspectiva que asume como diálogo interior. A la autora — una poeta y periodista de cierto renombre en Europa, según insiste la casa editorial — parece importarle muy poco el sufrimiento que describe y parece más decida a liberar el horror a través de un acto iniciático y definitivo. Porque “Diario de un Incesto” no es sólo una perspectiva cruel sobre los rigores de un tabú impensable y corrosivo, sino de algo más inquietante: la percepción de la violencia sexual como un secreto a voces que la mayoría pasa desapercibido. Con su lenguaje seco, directo y sin ambages, la historia asume lo verifico desde lo inevitable. El miedo está en todas partes, la repugnancia también pero la autora logra humanizar a tal extremo el horror que lo experimentó, que lo sustrae del plano de la palabra — como contexto a un nivel cognoscitivo e inmediato que resulta desgarrador — y lo convierte en una imagen movediza de una experiencia degradante y brutal. La autora — violada por su padre bajo la complicidad de la madre desde los tres años hasta pocos días después de los veintiuno — se convierte en testigo y narrador de su propio suplicio, en una yuxtaposición de percepciones sobre lo impensable que por momentos, toma un cariz casi inverosímil por su espantosa crudeza. Entre una especificidad casi científica cercana al porno y la literatura de alto calibre, “Diario de un incesto” asombra por su cualidad para asombrar y aterrorizar. “Tengo, y siempre he tenido, la impresión de que en realidad mi padre quería matarme, y que yo le seduje para impedir que lo hiciera. Recurrí a la sensualidad para seguir con vida. Salvé mi vida dándole placer sexual. Y él se hizo adicto a nuestras relaciones sexuales, y a mí me ocurrió lo mismo” cuenta la autora en lo que parece un paroxismo del horror transformado en algo más cotidiano y desgarrador. “El sudor me humedece las manos cuando recuerdo a mi padre preguntándome de niña si quería follar. Me lo preguntaba con la lengua de trapo. Sí, le contestaba yo, follemos (…) A veces leía los diarios de mi padre sin que se enterara. Cuando era adolescente, leí en una ocasión que no había nada que le resultara más agradable que estar desnudo cerca de mí. En otro momento, escribió que las niñas pequeñas son tan sexis porque te quieren y lo único que desean es que las tengas (…) A lo mejor todo lo que escribo tiene que ver con el hecho de que mi padre me violara antes de que supiera leer y escribir.

Desde su publicación en Julio del año, el libro se ha enfrentado a todo tipo de polémica, sobre todo acerca de la veracidad de lo que cuenta. Pero Lorin Stein, editor del libro para el sello Farrar, Straus and Giroux asegura que se trata de un testimonio real y que además, es la conciencia sobre la necesidad de publicarlo bajo esa noción lo que hace tan importante — y desconcertante — el hecho que haya podido llegar a las librerías de todo el mundo “Estamos absolutamente seguros de la autenticidad del libro. Cuando lo vendimos en el extranjero, algunos editores pidieron que aportásemos las razones por las que creíamos en la autenticidad de la historia. En una carta abierta expliqué que habíamos corroborado la veracidad del asunto través de personas concretas que conocían a la autora desde hacía mucho tiempo y que conocían su historia. En Inglaterra, algunos periódicos de la derecha preguntaron qué pruebas había de que una cosa así pudiera haber pasado, ¡como si todos nosotros no supiéramos de casos de niños que han sufrido abusos sexuales!”.

Por supuesto, el debate sobre la autenticidad del testimonio parece intentar suavizar la percepción de lo que se cuenta como una historia que deba aceptarse como real. La mayoría de las críticas sobre el texto van desde la “necesidad de asumir su costo y peso dentro la visión brumosa que se tiene sobre el incesto” (The New York Times), hasta el horror que despierta la simple posibilidad que el libro sea real y por tanto, una descripción de enorme detalle sobre un tabú desgarrador del que se habla muy poco. Al libro se le ha llamado sensacionalista hasta una invitación para la pedolifia (The Telegraph insistió que “El problema con un libro así es que los lectores a los que más les va a gustar son los pedófilos”) pero su valor continúa siendo el de demostrar el poder de la palabra como vehículo de liberación, redención y quizás, como una puerta abierta hacia el terror del secreto detrás de la idea de la familia a la que se aferra nuestra sociedad y nuestra cultura. Después de todo, quizás uno de los elementos más espantosos de la tragedia que sea el peso del silencio familiar, el horror que gravita sobre la aparente normalidad de una familia sin rostro, en que una madre llama a la autora “puta” por la violencia un hermano y una amiga que le aconseja “Olvídalo y supéralo”.

Al final, el libro “El diario de un Incesto” es mucho más que una narración terrorífica sobre un tipo de violencia de la que apenas se habla. Se trata de una búsqueda de significado ciego al horror que nunca llega a tener otra perspectiva que una mirada trágica y dolorosamente dura de los terrores de la violencia sexual. La autora no desea la comprensión, la empatía y mucho menos, una explicación a lo que vivió, sino que cuenta su experiencia como un golpe definitivo al miedo que le aplasta, al miedo que la agobia a toda hora y sobre todo, la percepción de una lucha implacable contra sí misma. Como si el abuso y el miedo fuera un contexto insuperable de una barbarie inexplicable “Diario de un Incesto” evade toda explicación sencilla. “Le deseo y le mataría, echaría su cuerpo a los perros” culmina la autora refiriéndose a su padre, como colofón maldito de una historia cuyo mayor valor, sea justamente, su mera existencia.

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