miércoles, 29 de marzo de 2017

Del cómo te llamas al como eres: Las aventuras y desventuras de tener un nombre raro.




Virginia Woolf solía decir que el mundo decide sus propios valores y los defiende con cierto pesimismo. Una idea que parece abarcar todas esos invisibles elementos que crean y sostienen lo que consideramos parte de nuestro mundo. Cosas tan pequeñas que jamás reparamos en su importancia hasta que resultan de una diminuta e irritante incomodidad.

La primera vez que noté que tenía un nombre “raro” fue por supuesto en la escuela, epicentro de los nuevos descubrimientos. Recuerdo muy nítida la escena en que me puse de pie para presentarme — era mi primer día en el colegio en el cual cursé la primera enseñanza — y quince pares de ojos a mi alrededor me contemplaron muy asombrados. Me quedé paralizada de miedo y verguenza, aunque no supiera muy bien el motivo.

— ¿De verdad te llamas…así? — preguntó una de mis compañeras. Me encogí de hombros.
 — Sí, ese es mi nombre.
Silencio en la sala. Hubo un par de risitas y un murmullo burlón. Me escurrí hacia el pupitre, mientras la maestra continuaba la clase con tono monótono, ajena al pequeño tumulto. Pero las niñas a mi alrededor no olvidaron el tema tan fácil y para la hora del recreo, era la comidilla de la selecta y reducida comunidad infantil. La verdad, no comprendí el revuelo.
— Es un nombre y ya está — comenté encogiendo los hombros.
 — Es un nombre loco — apuntó alguien — ¿Quién se llama así?

Pues yo. Y que aventura es esa de llevar un nombre poco común. Que incómodo resulta todas las veces que debes presentarte, extender la mano, repetir letra por letra como te llamas. Todas las ocasiones en que debes apuntarlo tu misma. Las veces en que debes levantar el documento de identidad antes incluso de pronunciarlo en voz alta. Las risas, las preguntas indiscretas, las miradas de reojo. Tener un nombre raro acaba siendo una pequeña batalla diaria, una de esas vivencias levemente desagradables que intentas enfrentar con una sonrisa, sin lograrlo siempre.

— Siglos atrás, un nombre era una forma de distinción — me explica mi amigo G., sociólogo y que dedicó su tesis de grado a la importancia del nombre propio. Un tema que leí con avidez — y no sólo eso, era una manera de jerarquizar y realzar la importancia de quien lo llevaba. No se bautizaba por el simple hecho de nombrar a alguien. Se hacía para conferir importancia e historia.

Me encuenta que durante el medioevo, tu nombre tenía relación directa con tu estatus, tu forma de vida e incluso, tu lugar en el mundo. Llamarte de una manera u otra era la manera más rápida de identificar el poder que ostentaba tu familia o tu padre. La manera de reconocerse entre tenian sangre noble y los que no. Un asunto de tanta importancia que la Iglesia decidió llevar registro exacto. Un nombre era un símbolo de poder.

— Por ejemplo, en varios países de Europa, no podías llevar el nombre de los reyes y reinas a menos que pertenecieras a la casa real o fueras pariente cercano de Su Alteza — me explica — se trataba de una jerarquización específica, una forma de designar la capacidad de cierta línea familiar para detentar atribuciones especiales de poder. De allí toda la percepción del “valor” través del nombre.

Una vez leí que la casa real francesa escogía los nombres según los Santos Patronos del calendario eclesiástico y asegurándose, tuviera la venia Papal. Que incluso en los tiempos más convulsos de la relación entre Francia y el Vaticano, un mensajero de armas solía atravesar el país para entregar al Santo Pontífice el nombre del futuro rey o reina. Una forma de asegurarse el favor divino.

— Los nombres se heredaban como posesiones de valor y con el correr del tiempo, se convirtieron en verdaderas posesiones. Un nombre te otorgaba todo tipo de características y se relacionaba con tu historia personal.

Se trata de un pensamiento extraño, sobre todo en nuestra época en la que los nombres parecen ser fruto de la imaginación paterna e incluso de la casualidad. Mi amigo ríe a carcajadas cuando se lo menciono.

— ¡Por supuesto! El cómo te llamas marcaba el límite en tus atributos, importancia social y cultural. El nombre era una forma de reconocer a los iguales, de analizar de forma y fondo las relaciones de poder. Felipe “El Hermoso” por ejemplo, prohibió que se usara su nombre. La prohibición incluía a sus propias hijas y hubo quien llevó a decir que se trataba de algún tipo de rebelión contra la iglesia, que consideraba el nombre especialmente piadoso.

También está el caso de Enrique VIII, recuerdo. Enrique estaba convencido que los nombres brindaban poder personal e incluso Divino y llegó a grabar el suyo en cada castillo, templo y Biblioteca de Inglaterra. El nombre de Enrique no sólo era parte de las plegarias que se leían al comienzo de todo oficio religioso, sino además, estaba incluído incluso en oraciones privadas. Ególatra y autoritario, el Rey inglés consideraba su nombre un recuerdo del poder real conferido a su familia y a sí mismo, pero sobre todo, de los alcances de su influencia en todo ámbito de la vida pública del país.

— Esa noción del nombre y el poder se mantuvo por siglos — me explica G. — y parte de esa influencia notoria es lo que convirtió al nombre y al apellido en una manera de crear una percepción sobre el origen. Incluso esas combinaciones silábicas que tanto sorprenden en la actualidad, es una manera de comprender la evolución del nombre y de la percepción de la identidad.

Según la Biblia, El Dios bíblico fue el primero en usar un nombre como denominativo de poder y creencia. Llamó a su primera criatura “Adán” (que en hebreo significa “Hombre terrestre”) para designar su condición como hijo de un mundo recién creado. El nombre además, proviene de la raíz hebrea que podría traducirse como “rojo”, lo que según algunos investigadores, podría referirse tanto al color de piel del recién nacido como al color común de la arcilla de la región. La ambigua denominación influyó tanto en las posteriores traducciones de la historia, que al final, se asumió que Dios creó a Adán a partir del barro, aunque a su imagen y semejanza.

Para la primitiva sociedad judía, el asunto del nombre era de considerable importancia, tanto como para requerir su propio ritual: Un niño varón recibe su nombre durante el (brit milá) o ceremonia de la circuncisión, mientras que una una niña recibe el suyo en la Sinagoga, durante la semana que sigue a su nacimiento, cuando su padre es convocado a la Torá y se recita una oración (Mi she beiraj) por la salud de la madre y de la niña recién nacida. En ambas situaciones, el nombre proviene de un largo estudio del árbol genealógico del bebé y también, de la forma como su familia desea celebrar su alianza con lo Divino.
— Por ese motivo, un nombre era una circunstancia más que un simple denominativo — prosigue — hay todo un tema sobre el hecho del nombre, como te define y el lugar que te brinda para quienes te rodean. Por eso es que un nombre raro, más que una singularidad, era en ocasiones algo peligroso.

Y bien que lo sabían los romanos, que tenían tan pocos nombres propios que terminaban por utilizar números para designar a su descendencia. Nadie se atrevía a usar un nombre que pudiera ofender a las estrictas leyes patronímicas o incluso, provocar la furia de los Dioses o sus sacerdotes. Se trata de un pensamiento que en la actualidad puede parecer exagerado pero que por la época, era de enorme importancia: Usar el nombre del emperador o Una Deidad podía acarrear no sólo condenas sino incluso la muerte.

— Que es una costumbre que el cristianismo heredó de alguna manera — dice mi amigo — para los nuevos cristianos, tu nombre era una manera de señalar tu compromiso con la divinidad. Por ese motivo, podías cambiarlo al bautizarse siendo adulto. Extendió además la costumbre de usar nombres bíblicos, litúrgicos e incluso el de las virtudes morales y teologales como una forma de reafirmar el compromiso del creyente con el dogma. Para la mitad del siglo XV, bautizarse era una necesidad social y cultural. El significado del nombre que llevabas se convirtió en algo de importancia general.

Me pregunto si la insistencia del cristianismo por bautizar con nombres píos era una manera de enfrentar las costumbres celtas y germánicas que insistían a nombrar a los recién nacidos por el mérito guerrero. Los niños nacidos durante las batallas, solían llevar el nombre de los héroes caídos, como una forma de recordar la trascendencia. Se trata de una idea que la naciente religión no sólo rechazó sino que además, redimensionó: El Concilio de Trento (siglo XVI) convirtió en obligatoria la costumbre de usar nombres de santos de la Iglesia católica. Se creó una lista de nombres patronales y su cumplimiento, extinguió la mayoría de los nombres más antiguos de origen romano (Lope, Garci, Tello, Fortún, Yago, Elfa, Brianda, Violante, Mencía). El antisemitismo también condenó el uso de nombres de connotaciones hebraicas, como Efrén o Ephraim.

— Para el Renacimiento, los nombres estaban destinados a satisfacer una idea muy concisa sobre quien debías saber. Había una percepción colectiva que censuraba la individualidad, lo que provocó que la repetición de nombres y denominaciones sepultaran el sentido de la identidad en favor del bien común.
— ¿Y los apellidos? — pregunto curiosa.
— Durante todo el medievo, sólo se usaba el nombre de pila. Para diferenciar a dos personas que se llamaban de la misma manera, se usaba el lugar, su linaje e incluso, el trabajo de su padre. El resultado es una evolución de apellidos que hacen referencia a ciudades y oficios. Era una forma de mirar tu nombre como una definición de quién eres.

La idea me hace reír. ¿Quién soy, con mi nombre extraño y tan difícil de pronunciar, al menos en mi país? Recuerdo todas las incomodidades que me ha causado, todas las veces en que he tenido que sonreír sin querer por las malas pronunciación, los juegos de palabra y las burlas. Por todas las veces en que mi nombre me ha traído curiosas casualidades y divertidas historias. Mi amigo se encoge de hombros, riendo también.

— Seguramente serías una hereje, sin duda — comenta dedicándome un guiño malicioso — una bruja condenada a la hoguera.

Nada que me sorprenda, la verdad, me digo con una rara y festiva sensación de satisfacción que muy pocas veces me provoca mi nombre. Quizás, una forma de celebración.
***

Apreciados futuros padres en busca de nombre para su bebé:

Antes que nada, los felicito: ahora mismo, viven uno de los momentos más emocionantes y significativos de la vida de cualquier hombre o mujer con aspiraciones de formar familia. Los imagino, sonrientes y llorosos, pensando en el niño que nacerá, que será su manera de mirar el futuro y seguramente, el protagonista de la vida en común que ambos comparten. Un pensamiento hermoso sin duda. Un momento irrepetible, además. Por ese motivo, me atrevo a escribirles esta carta. Porque también sé que ahora mismo, están en la búsqueda del nombre que llevará ese bebé tan esperado. Un nombre que será el símbolo de sus sueños para él o ella, y también parte de su historia personal. Así que, mis estimados e hipotéticos lectores, tengan cuidado y sobre todo un poco de piedad con el nombre que escogen!

No exagero. Les escribo con la experiencia de llevar por treinta y no te importan años, la excentricidad de un momento de inspiración materno o paterno, nunca lo he sabido bien. Una pequeña condena a lo incómodo y burlón desde niña. Me llamo Aglaia — se pronuncia como se lee — y llevar mi nombre — aunque me encanta — me ha demostrado que muchas veces los padres como ustedes, ilusionados e inocentes — no imaginan que consecuencia pueda tener el nombre que llevará ese bebé tan inocente que dormirá en la cuna recién comprada. No imaginan las risitas en el salón de clase de primaria, cuando dices tu nombre en voz alta y el sonido te suena extraño incluso a ti. No imaginan la manera como un nombre curioso despierta la creatividad de todos a tu alrededor para encontrar todo tipo de permutaciones y modificaciones graciosas. Graciosas para ellos claro, irritantes hasta la vergüenza para el que lo soporta. Nunca imaginan, cuando deciden por ese nombre tan musical y que en papel parece tan hermoso, la aventura y el traspiés que significará para ese niño que tendrá que padecer su rareza, su belleza e incluso su misterio. Porque cuando eres niño y después adulto, poco importa las aspiraciones idílicas de un padre inspirado: lo que te preocupa es que nadie puede deletrear bien tu nombre, que sufres una historia de equivocaciones con consecuencias imprevisibles. Y es que ese nombre raro tan bonito para ustedes es una pequeña pesadilla para nosotros.

Quien padece un nombre raro, recorre un camino en solitario, que las Marías, Las Josefinas, Los José, los Antonio y los Pedros de este mundo no conocen. ¿Como podrían? ¿Como describirles las miradas de extrañeza al pronunciar el nombre frente a un desconocido? La risitas que viene después, que te llamen directamente por otro nombre ¿Como explicarles la sensación de incomodidad cuando debes repetirlo una y otra vez para hacerlo comprensible? Levantar el documento de identidad, mostrarlo con cierta timidez. ¿Ve? Así me llamo. ¿Y donde salió ese nombre? La pregunta de rigor, de desconocido amable, del funcionario de oficina publico aburrido, del profesor confundido, de la anciana sorda del vagón del Metro multitudinario. No lo sé. Uno responde casi con inocencia. Intenta parecer tranquilo, hasta divertido. Pero en el fondo, la sensación recuerda a la niñez, a los compañeritos de clase mirándonos con cierto asombro, a los adultos que seguramente se preguntan que estaban pensando los padres al obsequiarle al niño o niña en cuestión la comedia de equivocaciones de aquel nombre impronunciable. Además, hablamos de un país jocoso, un país con un gran sentido del humor. Y el nombre raro es el chiste fácil, la carcajada previsible, la burla inevitable.

Según la inefable Wikipedia, cuna del conocimiento postmoderno, el nombre es: la designación o denominación verbal (las denominaciones no verbales las estudian la iconología y la iconografía) que se le da a una persona, animal, cosa, o concepto tangible o intangible, concreto o abstracto, para distinguirlo de otros. Como signo, en general es estudiado por la semiótica, y como signo en un entorno social, por la semiología. Una idea que parece tan simple, hasta que asumes que el nombre te identificará de por vida, será tu carta de presentación, tu manera de asumirte ante el mundo. Porque el nombre es ese primer vistazo a quien eres, esa descripción muy rápida sobre ti mismo, el primer acercamiento hacia ese misterio de la personalidad del Otro que a todos nos desconcierta. ¿Exagero? Piensalo otra vez: ¿Hay algo que irrite más que alguien confunda tu nombre o lo pronuncie de manera incorrecta? ¿Te ha ocurrido verdad? ¿Has sentido ese momento de súbita ira, de pequeño malestar? Ahora imaginalo multiplicado muchas veces, en cientos de situaciones imprevisibles. En la conversación casual, en la entrevista de trabajo, en la presentación de negocios, en la lectura pasajera. El nombre, es sin duda, una de las maneras más personales de concebirte. Y la más fortuita también.

¿Entiendes lo que quiero decir, futuro papá y mamá? Yo espero que si. Y si no, siempre habrá lugar para otro inconforme de origen, para alguien más que aprenderá a reírse de sí mismo, para el que comprenderá que un nombre raro es muy incomodo — sin duda, lo es — pero también ese pequeño secreto que te hace sonreir, incluso en los momentos más incómodos. ¿Pensaron que no había nada bueno en todo esto? Por supuesto que lo hay, y es que el nombre raro, te convertirá en el eterno disconforme, el que sabe que hay un largo trecho entre aceptar y enfrentarse, y por supuesto, el que sabe perfectamente el significado de la frase “el que ríe de último, ríe mejor”.

Con mucho cariño, la chica del nombre impronunciable.

Aglaia, que se lee Gladis, que confunden con Glanya y a la que en preescolar le decían Alga Marina.

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