martes, 31 de enero de 2017

De lo intangible a lo racional: La intuición y otros pequeños misterios.





Desde que conocí a L. desconfíe de ella, aunque no tenía un motivo claro para hacerlo. Por entonces, trabajaba como pasante en una oficina editorial, y la llegada de la nueva compañera de pesares supuso un alivio a la pesada rutina de trabajo. Después de todo, era una muchacha divertida, ocurrente, que siempre irradiaba un asombroso — para mi — buen humor y sobre todo, muy curiosa. O esa fue la excusa que me dio en todas las ocasiones que la encontré mirando con mucha atención la pantalla de mi computadora o algún que otro papel abandonado en mi escritorio. Todas las veces, su conducta me provocó una sensación extrañísima de preocupación que no me pude explicar muy bien.

Sin saber en realidad por qué lo hacía, comencé a tomar precauciones: guardé bajo llave mi bolso y mis documentos privados, incluí contraseña en la computadora que usaba en la oficina, me aseguré de nunca permitirle encontrarse a solas en mi cubículo. No obstante, continué desayunando cada mañana con L., riéndome de sus chistes subidos de tono e incluso le invité a salir con el resto del grupo con el que trabajaba. Y lo hacía, a pesar de la sensación ambivalente que continuaba despertándome su conducta: había algo decididamente inquietante en ella, a pesar de su simpatía, aparente buena voluntad y amabilidad. Pero seguía sin saber que era o que me despertaba esa rara percepción sobre ella.

Lo supe al cabo de varios meses. Un día al llegar a la oficina, me encontré con un revuelo: había desaparecido la caja Chica de la oficina y lo que era peor, algún que otro objeto de valor de varios de los empleados. Nadie sabía como explicar lo sucedido hasta que finalmente, alguien hizo lo que supongo, era la pregunta correcta:

- ¿No era L. la encargada de administrar la caja? — hubo un silencio general y muchos intercambiamos miradas preocupadas. Alguien más, señaló en voz baja que hacía unos cuantos días, había perdido dinero pero no creyó que fuera digno de mencionarlo. Al cabo de varios minutos, los testimonios se multiplicaron. Al final de la tarde, todos teníamos bastante claro que había ocurrido. Solo restaba aguardar por L. y la posible explicación que pudiera darnos al respecto.

Pero L. no volvió. De hecho, no tuvimos ninguna otra noticia suya. Cuando el jefe de Recursos humanos telefoneó al número telefónico que había incluido en su planilla de ingreso, encontró que no solo no vivía en el lugar que indicaba, sino que no le conocían siquiera. La voz al teléfono le aseguró que jamás había escuchado su nombre y que mucho menos, tenía idea de quién podría tratarse. De hecho, resultó que ninguno de los datos que proporcionó eran reales y la oficina se encontró en la extraña situación de encontrarse en medio de una especie de circunstancia desconcertante. ¿Quién era L. en realidad? Nadie parecía saberlo.

Unos días después, lo ocurrido con L., pasó a formar parte de esas anécdotas inquietantes que todos tenemos que contar, no solo por el hecho que nadie supo muy bien que pensar sobre el extraño incidente acerca de su identidad, sino porque dejó claro que todos, en alguna oportunidad habíamos sospechado de ella. Fue bastante desconcertante admitir, que simplemente, habíamos rechazado esa íntima sensación de desconfianza que L., nos había despertado, aunque nadie pudiera decir cual era la razón exacta.
- Creo que simplemente ignoramos el instinto — comentó uno de mis compañeros, con cierto asombro — y debo decir que hasta hoy, no creí algo así pudiera existir.

- Es la manera más primitiva que tiene tu mente de alertarte sobre el peligro — comentó alguien más — solo que nos hemos vuelto tan razonables que lo olvidamos.
Nadie respondió pero supe que todos pensábamos exactamente lo mismo: Hubo un aviso — misterioso y casi demasiado sutil para ser tomado en cuenta — acerca de L. y su extraño comportamiento. Solo que ninguno de nosotros escuchó esa atávica voz de la conciencia. Una idea extraña que sin embargo, nos resultó mucho más familiar de lo que ninguno quiso admitir.

Del buen olfato al sexto sentido: Lo invisible y lo evidente:
Decía Buda que “La intuición y no la razón atesora la clave de las verdades fundamentales”, lo cual parece contradecir esa visión positivista del mundo actual que insiste en que solo lo evidente y comprobable tiene algún valor. No obstante, de vez en cuando, esa sutil percepción del mundo que nos rodea es mucho más poderosa que la mera observación directa y es entonces, cuando ese “sexto sentido” parece tomar verdadero sentido. Y es que nos sorprende la capacidad de nuestra mente para acumular y clasificar información y lo que es aún más sorprendente, brindarnos conclusiones exactas sin que conozcamos realmente el proceso para obtenerlas.

Porque ¿Qué es realmente la intuición? Durante siglos, se tuvo por una capacidad psíquica, un don misterioso que sobrepasaba lo explicable. Desde el llamado vidente hasta los presagios, la intuición forma parte de ese abanico de posibilidades enigmáticas que el cerebro humano ofrece. No es sorprendente por cierto, que por mucho tiempo, se le tuviera por algún fenómeno extrasensorial: nadie comprende muy bien el mecanismo exacto que provoca esa súbita revelación, ese conocimiento sorpresivo que proviene de algún punto irracional de nuestra mente. No obstante, la intuición en realidad tiene poco o nada que ver con algún “poder” sobrehumano y sí, se encuentra mucho más relacionado con la capacidad de la mente humana para recabar información y clasificarla de manera eficaz. Desde hace algunas décadas, la psiquiatría moderna acepta que pueden ocurrir estos episodios de Supra conciencia y que nuestra conciencia tiene la facultad entender situaciones y circunstancia sin razonamiento, lógica o sentidos. O es lo que sugiere la evidencia. No obstante, el origen de lo intuitivo es mucho más profundo de lo que suponemos, una combinación de factores que se mezclan para crear algo más preciso que un simple pensamiento fundamentado.

A todos nos ha ocurrido alguna vez, desde episodios parecidos a lo que me ocurrió con aquella desconocida L. hasta cosas tan complejas como percibir una situación potencialmente peligrosa sin que sepamos que la provoca, la intuición tiene esa cualidad desconcertante de presentarse sin que sepamos como la provocamos. En más de una ocasión, me he encontrado preguntándome en voz alta cómo podía saber algo sin tener noción alguna sobre una situación. Una especie de conocimiento claro y conciso cuyo origen parece sobrepasar lo evidente.

- En muchas ocasiones, se debe a que ignoramos la mayor parte de la información que recopilamos durante el día — comenta J., psiquiatra, a quien decidí preguntarle sobre el fenómeno — el cerebro intenta mantener tu cordura solo procesando una cierta cantidad de estímulos, y el resto, que también se captan y se acumula, va a parar a esa enorme región de la mente que pocas veces recordamos existe: el subconsciente. Y es allí, donde toda esa información permanece hasta que la necesitas.

Una idea muy elemental y realista claro, pienso, pero ¿Explica esos escalofriantes episodios donde de pronto y sin que sepamos cómo, comprendemos algo? Recordé en las ocasiones en que he tenido “corazonadas” que resultaron ser ciertas o presentimientos que me sorprendieron al cumplirse. Recordé todas esas ocasiones donde he tenido inexplicables impulsos que luego resultaron útiles: como la ocasión en que telefoneé a uno de mis amigos de la Universidad y encontré que tenía una oferta de trabajo que era perfecta para mí o la ocasión en que no subí a un transporte público que luego sufrió un asalto a mano armada. Pequeños fragmentos de historias que no encajaban en ninguna parte pero que continúan sin tener una explicación concreta.

- No menosprecies la capacidad del cerebro humano para analizar información de manera inmediata — me respondió J., con una sonrisa, cuando le comenté lo anterior — en el caso de la llamada, es probable que supieras el mercado de trabajo donde se desenvuelve tu amigo y quizás, llegaste a la conclusión que podría ayudarte. En cuanto al asalto, todos somos percibimos las señales de peligro, aunque la mayoría de las veces las ignoramos.

- ¿Me estás queriendo decir que mi cerebro sabía que ese autobús era peligroso sin que hubiera motivo alguno? — me burlé. Mi amigo me dedicó un guiño malicioso.
- No exactamente. Pero el peligro se manifiesta en cientos de pequeñas señales que el hombre primitivo interpretaba de manera correcta — me explicó — hablo que el instinto de supervivencia es quizás el más poderoso de todos: podemos captar con claridad la tensión, evaluar los momentos de mayor peligro y riesgo. No dudo que tu cerebro “recordó” todas las ocasiones en que escuchaste que la ruta que tomamos era peligrosa y también, concluyó que ese momento del día lo era también. Lo demás, quizás fue una combinación de sobresalto y una decisión consciente sin mucho sentido práctico pero que resultó ser correcta.

Tiene sentido, aunque continúa sin explicar todo un abanico de posibilidades. En una ocasión, una profesora de la Universidad me contó la ocasión en que despertó a mitad de la noche convencida que su hijo había sufrido un grave accidente automotor. No había razones para especular tal cosa — el muchacho era un buen conductor, el auto estaba en buenas condiciones — pero la sensación era muy exacta. Mi profesora intentó no dejarse llevar por el pánico pero la sensación se hizo abrumadora de manera que decidió telefonear a su hijo. Cuando le contestó, el muchacho tenía un extraño tono contenido.

- ¿Estás bien? — preguntó la madre preocupada.
- Sí, pero estuve a punto de estrellarme contra una pared.
Resultó que el chico conducía por una calle poco transitada cuando uno de los cauchos explotó. Había logrado maniobrar para evitar un incidente más grave, pero casi había muerto al chocar de frente contra una pared de concreto. Nadie podría haber previsto el incidente — el caucho estalló por efecto de un bache en el concreto — y de hecho, no había indicio alguno que pudiera sugerir que había ocurrido. La profesora aún parecía impresionada y también un poco inquieta, cuando me contó lo ocurrido.
- No entiendo cómo lo supe, pero la sensación fue muy clara. Sabía que mi hijo estaba en peligro. Lo sabía sin lugar a dudas.

Me pregunté cuántas veces tenemos experiencias similares: ese tipo de presentimiento difuso sobre algo que todavía no ocurre pero igualmente percibimos como cierto o la súbita conciencia sobre una situación que hasta entonces, nos había parecido confusa. Esa certeza inconfundible que desconcierta por su precisión y que aún así, no tiene otro origen que algún mecanismo misterioso de nuestra mente.
¿Pero todo es tan simple? Mi amiga Y. considera que no. De hecho, como antropóloga, le parece fascinante esa visión del presente inmediato y el futuro a corto plazo que se construye a través de percepciones invisibles. A su criterio, hay algo mucho más profundo, instintivo y primitivo que el simple análisis que hace nuestra mente — consciente o no — de una situación específica.

- Creo que hay una percepción muy amplia sobre lo que consideramos realidad. Recuerda, lo que percibimos en estado consciente es mínimo en comparación de todas las implicaciones que asumimos y recolectamos a través de los días y la experiencia. El poder de la mente es asombroso, por supuesto, pero aún más lo es el poder de esa identidad espiritual que forma parte de nuestra mente — me explica. Nos encontramos en su estudio, un lugar que me gusta muchísimo. Está lleno de pequeños objetos de diferentes culturas y lugares el mundo que representan la magia y lo desconocido. En más de una ocasión, me he preguntado que simbolizan para ella, pero aún no se lo he preguntado. Mientras la escucho me parece entender la respuesta — es imposible reducir la percepción del hombre a algo tan simple como datos. Disminuye la importancia de la visión sensorial.

Una vez leí, que el positivismo y el criterio científico redujo la experiencia sensorial humana a una serie de datos verificables y cuantificables, dejando por fuera todas las posibles implicaciones de su análisis hacia los aspectos desconocidos. O lo que es lo mismo, redujo la identidad intelectual y espiritual del hombre a todo lo que el cerebro puede asumir como real. Esa visión continúa debatiéndose, aunque la ciencia médica y el mundo científico la acepta en general como cierta. No obstante ¿Qué ocurre con esa percepción del hombre como una dualidad entre mente y espíritu?

- Para la ciencia es inadmisible la existencia del espíritu — me comenta Y, señalando un bonito póster en su pared. En él, la figura de un hombre aparece rodeada de una radiante variedad de colores, de capas superpuestas que se elevan hacia un cielo estrellado. La conexión con lo infinito — no obstante, no puede explicar todo este tipo de situaciones, la capacidad del hombre para comprender y teorizar sobre lo trascendental y más allá, de construir sus propios conceptos a partir de ideas.

- Imagino que esa idea tuya debe escandalizar al típico científico conservador — comento. Ella ríe de buen humor.
- Por supuesto, pero aún así, dudo que la identidad humana se resuma a una serie de interconexiones biológicas.

Una idea interesante y esperanzadora. Por años, se ha insistido que la mente humana reside en el cerebro y que de hecho, toda manifestación de personalidad, parece formar parte de esa infinita red de interconexiones físicas y químicas que forman parte de la actividad funcional del cerebro. Pero ¿Qué ocurre con todo lo que no parece resumirse de manera tan sencilla? ¿esa supra percepción que tenemos del mundo?

Resulta curioso que los primeros en oponerse a esa idea sean los que justamente, parecen mirar el mundo de manera más subjetiva, profundamente personal: filósofos, músicos, artistas y científicos de todos los tiempos, desde Arquímedes a Einstein, pasando por Newton, han insistido que la intuición formó parte — y fue elemento fundamental — en sus más importantes descubrimientos o en la creación de su mejor obra. De hecho, la mayoría parece estar de acuerdo en esa conversación con el “yo trascendental” que insisten, forma parte de la naturaleza humana. Ya lo decía Einstein, que siempre insistió que “a la hora de hacer ciencia lo único valioso es la intuición”; o Dalí, que esperaba siempre para pintar “el momento en que se produjera el delirio de lo instantáneo, a través de una actitud activa sistemática y sabia ante los fenómenos irracionales”. Una y otra vez, esa percepción de lo inexplicable de la mente humana, de lo profundamente intuitivo sobrepasa lo meramente racional.

Pero aún así, la neurología insiste en que toda intuición posee una base anatómica y fisiológica y nada más. Como si la mero análisis cognoscitivo pudiera explicar todo lo que hace sensible y poderosa la percepción humana. Se insiste en que ninguna percepción inmediata o intuitiva, está exenta de una reacción física, una respuesta orgánica apreciable. No obstante, no consiguen explicar la línea que une al cerebro consciente de esa reacción, elemental y directa, que provoca la súbita intuición.

- En lo cual estoy de acuerdo — dije Y. con una sonrisa. Toma de su amplia biblioteca una pequeña muñeca de madera, de ojos enormes y brazos levantados al cielo. Lleva las palmas abiertas tachonadas de estrellas de metal, en una clara alegoría — Para diversas tribus del mundo, la conciencia es una manifestación de algo extraordinario e inexplicable y ese silencio de la ciencia parece confirmarlo. Porque aún queda un misterio sin resolver: ¿de dónde proviene la información que se genera durante este tipo de percepciones? ¿Se originan en nuestro inconsciente o fuera de nosotros? ¿Se trata de una inspiración divina, de una conexión con la energía universal? Tal vez nuestro concepto sobre lo que es interno y externo son obsoletos. O más aún, forma parte de algo mucho más enorme que apenas comenzamos a descubrir.

Me gusta esa idea. La medito, sentada a solas en la terraza del edificio donde vivo, mirando el cielo nocturno infinito e inquietante. Y de nuevo, tengo la sensación que somos incapaces aún de comprender los alcances de nuestra mente, de nuestra capacidad para comprender el mundo y para asimilar nuestra propia capacidad de crear.

Un sueño de estrellas, quizás.
C’est la vie.

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