lunes, 12 de diciembre de 2016

Momentos tragame tierra: del ridiculo a la risa, el mundo de cabeza.




Caerte en mitad de la calle. Estornudar mientras bebes alguna cosa y que el líquido te salga por la nariz. El hipo escandaloso en mitad de una reunión concurrida. Todos son pequeños desastres domésticos que aunque a la distancia producen risa, la mayoría de las veces incomodidad, en el momento tienen el agrio sabor de una tragedia burlona. Porque todos, alguna vez, hemos querido que la tierra nos trague y como dice una de mis amigas “nos escupa en otra galaxia”. De manera que, siendo que la risa redime, purifica y embellece cualquier anécdota, escogí cinco de mis momentos más vergonzosos para reir junto a mis queridos lectores de este, su blog de confianza y quizás animarlos también, a sacar del baúl de los recuerdos incómodos de su mente, esas escenas que produjeron verguenza, angustia o simple furia y que ahora, pueden recordarse con una carcajada.

De manera que ¿Cuales son esas tres situaciones desastrosas que me avergonzaron tanto en el pasado y de las cuales ahora me río? Estas:

El extraño caso del tacón que se doblaba:
Como saben la mayoría de mis amigos más cercanos, soy licenciada en Derecho. Debido a mi temprano amor por el estudio, obtuve mi titulo siendo aún muy jovencita, por lo que básicamente, era una adolescente intentando afrontar el mundo adulto de muy mala manera. Sumado a eso, me sentía incómoda y bordeando la depresión: el ámbito legal nunca me apasionó y comenzar a recorrer digamos que el mundo “real” dedicándome a algo que no me producía la menor emoción, erosionó mi escasísimo entusiasmo por todo lo relacionado al tema. Así que cuando recibí mi primera oferta de trabajo, acudí a la entrevista disfrazada de adulta. De hecho, ese fue el pensamiento exacto, mientras me vestía con un traje ejecutivo de mi mamá que me iba grande — en todos los sentidos posibles de esa idea — y calzando en unos altísimos tacones de siete centímetros que pensé, debía usar. A la distancia, me pregunto que grado de locura debo haber tenido en ese momento para decidir semejante cosa.

El hecho es que, muy bien compuesta y emperifollada, tomé un taxi para cruzar la ciudad y asistir a la mentada cita. A la que iba tarde, por supuesto. Nerviosa y muy inquieta. Recuerdo que las manos me sudaban tanto que terminé con una mancha de forma irregular sobre la carísima falda del traje prestado, y rompí la media de Nylon que llevaba con las uñas de puro nerviosismo. Pero nada iba tan mal como cuando al bajar del taxi, el tacón — que nunca había usado — se trabó en una grieta de la calle. Fue casi humorístico. De hecho, ahora me río. Pero en ese momento, en mitad de una calle concurrida y con el zapato encajado en el asfalto de la calle el único pensamiento que tuve fue “¿Realmente me está ocurriendo esto a mi?.
Sí, me estaba ocurriendo. El tacón no solo se trabó en plena calle y no hubo movimiento disimulado o francamente brusco que me permitiera liberarlo sino que, además, se rompió a la mitad luego de unos minutos de forcejeo. De manera que, allí estaba yo, disfraza de mujer “grande”, con la media panty rota, despeinada por el esfuerzo y calzando un zapato roto. El taxista, que aún agradeceré su paciencia y amabilidad, me miraba desconcertado. Varios transeúntes se detuvieron para mirarme y alguien dijo en voz intencionadamente alta: “¿Para que se pone tacones si no los sabe usar?”. Que buena pregunta esa. Debo decir que yo opinaba lo mismo.

Así que, tratando de conservar la dignidad lo mejor que pude, me incliné, me quité el zapato con el tacón intacto, tomé el roto y caminé por la acera, sin mirar a nadie, e intentando no reírme, llorar o ambas cosas a la vez. La sensación era justamente esa: podía estallar a gritos, en llanto o en carcajadas. Y todo encajaría muy bien en esa caminata del desastre, con el rostro sudoroso, sosteniendo los zapatos contra el pecho y entrando en un edificio muy lujoso con aspecto de haber pasado un vendaval. Al final, me limité a callarme, enfrentar las miradas asombradas de todos a mi alrededor con una sonrisa y después, enfrentar al abogado que me esperaba para contratarme como su pasante con una inminente sensación de desastre. ¿Qué otra cosa podría ocurrir?

Que me dieran el trabajo — como ocurrió -, pero esa es otra historia.

La voz misteriosa y otros cuentos de ultratumba:
Mi historial dental es complicado y un poco errático: por maravillas de la naturaleza, vine al mundo sin cordales — un punto a mi favor — pero también sin cuatro muelas definitivas. A eso se añade que tengo un par de piezas dentales en lugares imprevisibles, lo que hace mi cuadro odontológico todo un reto profesional para el esforzado experto que se ocupe del tema. Al parecer, casi nadie tiene la respuesta definitiva de cómo lidiar con las piezas de más y con las que necesito: durante años, he cambiado de odontólogo con tanta frecuencia como de zapatos — ahora sin tacones, claro — y he de decir, que ha sido una experiencia que va desde lo traumática a lo demencial. No sorprende a nadie entonces, que otra de las anécdotas muy vergonzosas que quiero incluir aquí, la protagonice un profesional de la salud dental.

Tenía el peor dolor de muelas que recuerde. Era taladrante, insistente y por dos días, me golpeó hasta que a pesar de mi fobia odontológica — otro elemento más que sumar a todo mi cuadro médico dental — decidí comenzar de nuevo en la búsqueda de un nuevo profesional que pudiera ayudarme. Luego de mucho preguntar y consultar, alguien me recomendó a su doctor, que tenía el exótico nombre de “Ruro”. El amigo del consejo no especificó si “Ruro Sánchez” era hombre o mujer. Allí empezaron los problemas.
Telefoneé a la oficina del doctor luego de casi cuarenta y ocho horas sin dormir y comer con tranquilidad, torturada por el dolor de muelas. Además, me había tomado un cóctel de analgésicos considerable. El mundo ondulaba a mi alrededor. La voz que me contestó, grave y amable, me llegó como entre algodones, aturdida por la combinación de calmantes que había tomado en diferentes momentos del día. Le expliqué lo mejor que pude la emergencia.

- Venga en dos horas, la atendemos de emergencia — me contestó la voz, con amabilidad — no necesita cita, la espero aquí.
- Gracias, realmente se lo agradezco — farfullé — esto ha sido espantoso. ¿El Doctor suele ser puntual?
- Sí, lo soy — respondió la voz ronca, esta vez un poco cortante — puede venir cuando quiera. Y soy Doctora.
- ¿No hablo con el doctor Ruro? — pregunté sorprendida. La voz carraspeó.
- Sí, habla conmigo.
- ¿Pero el doctor Ruro no es hombre? — insistí con torpeza, muy poco consciente que mi nivel de indiscreción estaba llegando a extremos preocupantes — Ruro Sanchez. Eso es un feo nombre de hombre.
- Señorita, La Doctora Ruro Sanchez soy yo — me contestó, con franco enojo — y si, soy mujer.
- ¿Con esa voz?

A la distancia, supongo que los calmantes, el insomnio, el cansancio y algo de estupidez natural, me hicieron formular esa pregunta. No obstante, continúa siendo incomprensible porque permanecí en la línea, aguardando que la doctora Ruro Sanchez me contestara, como si en realidad tuviera la duda sincera de porque alguien con una voz grave y rasposa y un nombre decididamente masculino, resultara ser mujer. La doctora Sánchez, que después me contó había pasado por situaciones semejantes cientos de veces — Sí, me siguió hablando y es de hecho, mi odontologa — guardó silencio unos segundos y finalmente, río.

- Sí, la naturaleza no es justa.

Me colgó. Me quedé sus buenos minutos sosteniendo el teléfono, entre aleada y ahora sí, avergonzada, comprendiendo la insensatez telefónica que acababa de cometer. Llegué a preguntarme si debía asistir a la consulta, si era razonable enfrentarme a las atemorizantes herramientas odontológicas empuñadas por el furioso Doctor Ruro Sanchez. ¡Pero es mujer! me recordé mareada. Y mi propia torpeza me hizo reír, a carcajadas lentas, tambaleantes, que enviaron escalofríos de dolor por todo mi cuerpo. Al final, más supervivencia que por cualquier otro razonamiento, acudí a la consulta, lo que demuestra que en ocasiones, el descaro puede ser infinito.

El Chorro de té nasal y otras peripecias naturales:
Esta era una entrevista importante. Se trataba de una reconocida curadora que me había pedido llevar mi trabajo fotográfico a su oficina para decidir si exponía una muestra de mis fotografías en su exclusivo café. En esta ocasión no llevaba tacones incontrolables, de manera que me sentía segura. Cuidé todos los detalles: Tomé una cita con mi estilista para controlar mi melena demencial, me hice una manicura cuidadosa, me lavé los dientes. Todo estaba bajo control, me dije, sentada en la mesa del lujosisimo café, tomándome un te de alguna exótica combinación frutal. Todo va perfecto, me recordé, con las manos empapadas de sudor helado y recordando las cosas que no debía hacer: no te levantes de golpe que puedes arrojar la mesa al suelo, cuidado con la taza, la silla no la empujes. Sí, así de torpe soy.

Cuando la curadora llegó, sonreí y me levanté para estrechar su mano. Todo perfecto, pensé, mientras conversábamos de cualquier cosa. Me gustó mi tono de voz, comedido y nada chillón, lo fluido de la conversación. Maravilloso, me dije tomando un sorbo de aquel té con sabor levemente picoso. Entonces la curadora, se inclinó e hizo un comentario — lo asombroso es que ahora mismo no recuerdo cual era — y sentí tantos deseos de reír que lo hice…al mismo tiempo que intentaba tragar un generoso trago de líquido. Caliente además. Lo demás, es historia.

Escupí el Té sobre su refinada carpeta de ejecutiva. Tosiendo, me levanté y tropecé la mesa — lo primero que me había asegurado no haría — y después, cuando intenté respirar, aturdida por el desastre a mi alrededor, de mi nariz salió un generoso chorro de té. Fue surreal la sensación que aquello estaba sucediendo de verdad, que no se trataba de otra de mis fantasías paranoicas sobre todo lo que podía salir mal en una cita importante. Cuando finalmente recuperé algo de control — una servilleta sobre el rostro, uno de los chicos del café recogiendo el estropicio del suelo — miré a la curadora, aterrorizada, pensando si la gran oportunidad de exponer había muerto antes de nacer.

Pero ella me miró con una gran sonrisa. Divertida, al parecer. Y descubrí que hay una sutil pero evidente complicidad entre quienes sufren pequeños desastres diarios y los que los han sufrido alguna vez.
- Trabajo con artistas — dijo. Esa sola explicación. Estábamos sentadas ambas en su oficina, intentando dejar de reír de aquella escena demencial — he visto cosas peores.

¿Como que? pregunté. Tuve la idea extravagante que tal vez mi espectáculo no fuera lo peor que hubiera visto en sus años de trabajo, pero estuviera bastante cerca de serlo. Así que dejé el tema para otra entrevista — que la hubo — y comprendí que existe una enorme empatía entre los torpes, los que tropiezan y caen, pero también se levantan riendo otra vez.

Porque quizás, la gran moraleja de esta fábula de equivocaciones sea esa: los torpes, los que trastabillar y caemos, los que lloramos y nos avergonzamos, hemos aprendido que saber reír de esa locura cotidiana es la mejor manera de comprender que el mundo se compone de momentos imperfectos y personas imperfectas, creando una perfecta visión del mundo. ¿Idealista? sin duda. Pero es mi manera de vivir.

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