sábado, 19 de diciembre de 2015

La sonrisa de las estrellas perdidas y otras historias de brujería.




Toda bruja tiene un gato, cómplice, amigo, pequeño misterio. Así lo insiste la cultura popular y también, la tradición de mi familia. Pero yo no tuve uno hasta que fui adulta. Tenía miedo de ese amor poderoso y extrañamente sincero.  Durante buena parte de mi vida, estuve muy decidida que yo no necesitaba ese tipo de aprendizaje en mi vida. Eso, a pesar de que había crecido en una familia  amaba a los animales, como es tradicional en las creencias de brujería. Mi abuela, sobre todo,  sentía una especial devoción por la naturaleza y procuró inculcarme desde muy niña que un animal es un hilo de sabiduría que te une a un tipo de conocimiento muy antiguo y primitivo. Una forma profunda y sensible de mirar al mundo. 


Pero yo no me dejaba convencer. Era una niña nerviosa y remilgada a quien los animales le producían mucha inquietud.  Daba saltos y gritos si alguno se me acercaba e incluso, en más de una ocasión, estallé a llorar sólo porque alguno se me acercó. De hecho, sólo me llevaba bien con el perro de la familia,  un formidable Pastor Alemán con quien crecí durante toda mi infancia. Afectuoso, inteligente y en ocasiones incomprensible, Capitán fue uno de mis amigos más queridos durante esas tardes blancas y verdes de mis primeros años en casa de mi abuela y el único animal capaz de ganarse mi confianza. Lo recuerdo rollizo, con su pelaje brillante, corriendo por la hierba mal cortada del jardín antipático de mi abuela - la sabia, la bruja - persiguiendome, lanzando dentelladas juguetonas a las mariposas y escarabajos que volaban a su alrededor. Y como buen perro de bruja, también era amoroso, un tranquilo protector de quienes vivimos en casa. Fue Capitán quien apretó su hocico contra mi mejilla cuando me encontró llorando sobre el suelo, con la rodilla despellejada. Y fue Capitán quien ladraba de gozo cuando me veía regresar a casa de mi abuela cada fin de semana, luego de pasar un par de día en casa de mi madre. Era parte de ese paisaje brillante de mi niñez, de esos pequeños recuerdos que atesoras con el transcurrir del tiempo.

Cuando Capitán murió, mi abuela lo lloró a lágrima viva. Fue una de las pocas veces que la vi tan abatida, tan completamente rota. Me contó, entre lágrimas que Capitán había llegado a su vida cuando aún era una madre joven, torpe y un poco asustada. Y que había sido un fragmento de historia, un parte tan importante de su vida que dolía perderla. Tanto, como para dejar una herida abierta por tanto tiempo.

- Llegó a casa cuando era un cachorrito así - abrió las manos sólo un poco. Pude imaginar con toda claridad a un diminuto Capitán, con sus ojos curiosos y amables, su pelambre mullida color café. Intenté contener las lágrimas - y desde entonces, fuimos amigos. Grandes amigos. Me enseñó tanto que a veces me pregunto que habría sido mi vida sin él.

Yo, que con diez años aún no había amado a ningún animal de esa forma, me pregunté que podría haberle enseñado un perro juguetón y panzón a una bruja como mi abuela, pero preferí no preguntárselo. Me pareció grosero no solo dudar de su palabra sino también, confesar que realmente no entendía su extraña amistad con Capitán, así que me callé, tomándole de la mano para intentar consolarla. Ella me devolvió el apretón con dedos temblorosos.

- Un animal es quizás el mayor maestro que puedas encontrar - dijo, como si hubiese leído mis pensamientos, cosa que me sorprendía de vez en cuando - hay un tipo de sabiduría, de poder y de amor que sólo te puede enseñar una criatura que te mira con absoluta lealtad.

Pensé en Capitán, que meneaba la cola feliz al verme, que me empujaba con el morro cuando tenía flojera de caminar al interior de la casa para ponerme a estudiar. Sentí un dolor muy finito y lento subiéndome por el pecho, convirtiéndose en lágrimas, calentándome las mejillas. ¿Que podía enseñarme esa muerte pequeñita? ¿Que podía decirme la corta vida de Capitán, su eterna ausencia? Intenté tragar el nudo amargo que tenía en la garganta. No quería sufrir algo semejante nunca. No quería tener que despedir a un buen amigo de esa manera. No quería...tener que decir adiós a alguien a quien quisiera tanto como Capitán.

- Nunca tendré una mascota - declaré entonces, con toda la seguridad impertinente de la niñez - ¡Nunca!

Abuela ladeó la cabeza y me miró largamente. Había una tristeza acerada en sus grandes ojos color miel.

- Toda bruja tiene una vinculo eterno con lo divino, con lo eterno y con lo inocente. Todas, mi niña. Y eso sólo te lo obsequiará y te lo recordará su valor un amigo animal - me explicó. Se levantó con esfuerzo de su sillón favorito, dónde había estado sentada durante toda la tarde para llorar la muerte de su perro - En brujería, creemos que toda criatura que habita sobre la tierra, enriquece tu conocimiento sobre quien eres, la realidad que te rodea y lo que puedes encontrar en los misterios de tu mente. Un animal que te amará con absoluta sinceridad, que será tu guía en infinitas ideas que no podrías aprender de otra forma.

- ¡Pero yo no tendré ningún amigo animal! - insistí. Apreté las mandíbulas y me negué a mirar el cojín donde Capitán solía acostarse junto a la ventana, en los días de lluvia, vacío y abandonado - no quiero tener que...

No quiero este silencio, pensé apresuradamente. Más que pensarlo, sentí la ausencia de los ladridos cariñosos de Capitán,  de su andar inquieto, su jadeo impaciente. De pronto, toda esa vitalidad y exuberancia, toda esa vida, había desaparecido. Era tan duro como perder un pariente o un amigo querido, incluso un poco más: ese cristal roto de todos los recuerdos perdidos era parte de una parte de mi que no sabía bien de donde provenía o donde encajaba en mi mente. Extraña a Capitán como se extraña el sabor del viento en la cara, el color de la montaña verde, el olor de todas las cosas buenas. Como si mi espíritu hubiese perdido una palabra o no pudiera recordar su sonido.

- La vida es un ciclo, mi niña - dijo mi abuela, echándose sobre los hombros su chal de lana - la vida y la muerte están mezcladas con tanta fuerza que en ocasiones no sabemos donde comienza una y donde termina la otra. Hay vida en todas partes y muerte también. Pero entre ambas cosas, existe también nuestro deseo de perdurar y vivir, de crear y conocer. No puedes dejar de vivir por miedo a la muerte. No puedes dejar de amar por miedo al dolor.

Caminó hacia la ventana y miró por ella hacia su jardín antipático, ahora tan vacío. Me quedé sentada en el suelo. No lo quería mirar y pensar en Capitán, tan lejos ya de nosotros,  del olor de las cosas buenas y malas. De todo lo que lo hacía nuestro. Apenas había vivido catorce años Capitán, mucho para un perro, había dicho el médico que le atendió. Muy poco para quienes le queríamos. Muy poco para mi. Volví a contener como pude las lágrimas. Quería recordar su ladrido, no el sabor de mi sufrimiento por su ausencia.

- En brujería suele decirse que amar a un animal, te hace confiable, sereno y fuerte. Que nunca entenderás la sutileza de comprender esa relación entre la Tierra que pisas y el infinito en tu mente, hasta que asumes el valor de cualquier vida creada. Por ese motivo, toda bruja tiene un animal a quien atesora en recuerdos. En ocasiones tantos como mil historias que contar. Pero por supuesto, no puedo obligarte a algo semejante.

Me quedé muy quieta. Quería explicarle que de verdad, no quería seguir hablando del tema. Que no quería comenzar a pensar cómo sería despertarme al día siguiente para ir al colegio y no ver a Capitán, ladrando alegremente junto a la muralla de piedra del jardín. Despedirme definitivamente de él.  Sentí que un sufrimiento recién nacido se abría como una flor en mi pecho, se alzaba hacia ese recuerdo, como si se alimentara de él.

- No lo tendré.
- Esta bien, mi amor - mi abuela sonrió - quizás tu aprendizaje no sea ese. Pero recuerda: las puertas de tu espíritu son mucho más grandes que tus temores.

La miré alejarse, con paso lento hacia la escalera que la llevaría al segundo piso. Pasó mucho rato más hasta que me atreví a moverme. Tratando de evitar comenzar a deambular por el silencio pastoso e insoportable de la ausencia de Capitán.


***

No sé si debido a la muerte de Capitán o quizás a mi natural temperamento nervioso, pero crecí sintiendo la misma desconfianza y temor por los animales que sentía de niña. Me volví una de de esas personas que suelen sentirse incómodas si hay un animal a su alrededor, que temen a las mordidas y rasguños y se quedan muy quietas, casi paralizadas, cuando un animal le brinda atención. En más de una ocasión, mis tías y primas y sobre todo mi abuela, se burlaron de mi particular actitud pero sobre todo, se preocuparon por esa aridez mía, esa aparente frialdad hacia la ternura que no podían comprender muy bien.

- ¿En serio le temes a un animalito? - me preguntó mi prima M. en una oportunidad, abrazada al cuello de su perra, una enorme Golden retriever de color amarillo - ¿Qué te parece pueden hacerte?

No respondí. Me sentí un poco violenta y abrumada, como si responder aquello implicara analizar ciertas ideas en mi mente que me producían una profunda inquietud. Lucero, su perra, me dedicó una amable mirada perruna.

- No me gustan y ya ¿Por qué me tienen que gustar los animales?
- ¿Por qué tienen que producirte tanto rechazo?

Apreté los labios. Un recuerdo muy viejo y casi olvidado palpitó por algún lugar de mi mente. Después desapareció, dejándome un amargo sabor de boca. Sacudí la cabeza.

- No toda la gente tiene que amar a los animales.
- Que raro que una bruja diga eso.

Fulminé a mi prima con la mirada. Para la brujería, el amor hacia los animales es una forma de comprender el espíritu personal y las complejidades de nuestra mente. De manera que mi actitud era poco menos que extraña, siendo como era, hija de una casa de brujas.

- Soy quien soy - me ufané con cierta petulancia infantil - de manera que seré la única bruja que no necesita un animal de compañía.

Lucero me lanzó un ladrido y tuve la impresión que parecía tan molesta como mi prima por el comentario que acababa de hacer. Me encogí de hombros, un poco avergonzada

- Quizás hay algo mal en mi - dije tratando de suavizar un poco lo arrogante de mi frase anterior - no lo sé.

- Lo que sea, sólo hay una manera de curarlo.

- ¿Cual? - pregunté sobresaltada. Mi prima me guiño un ojo, mientras Lucero le hacía fiestas, intentando ganarse su atención.

- Ya te lo dirá el Universo.

***

Marcelo llegó a mi vida por absoluta casualidad, aunque con el correr del tiempo he llegado a preguntarme si existe algo así como líneas sin sentido en medio de la intrincada tapiz de conexiones que unen cada cosa que hacemos. Cualquiera sea el caso, nunca pude explicarme muy bien por qué estaba a la puerta del edificio donde vivo, un pequeño gatito desvalido que maulló como si me reconociera nada más verme. No debía estar allí, nunca lo había visto antes. Pero él parecía saber muy bien que era yo cuando nos cruzamos esa primera vez.

Me detuve. Había sido un maullido muy claro y adulto. Cuando me volví, me encontré con una pequeña una bolita de peluda de color negro azabache. Se acercó a donde me encontraba, con ese paso torpe y delicado de los cachorros y se apretó contra mis tobillos en un gesto cariñoso. No supe qué hacer. Me recorrió un escalofrío de puro nerviosisimo.

- Oye, no tengo nada de comer que darte - balbuceé. El gatito se apoyó cómodamente en mi zapato y levantó su carita diminuta, sus ojitos como dos botones en miniatura brillando entre la pelambre oscura. Maulló de nuevo - de verdad, no sé...

Caminé con cuidado un par de pasos. El gatito se movió con agilidad, me siguió. Volvió a maullar. ¿Qué demonios pasa? Me incliné y casi al descuido le acaricié la cabecita cálida. Tan pequeña que me cabía completa entre las manos. Entonces el gatito se apretó contra mi y sentí la vida. El poder de esa necesidad de sobrevivir tan fuerte que me recorrió como un ramalazo de algo muy parecido a un sentimiento personal. Me quedé paralizada, un poco aturdida.

- ¿Qué quieres? tengo que ir a trabajar - le expliqué - de verdad no puedo quedarme.

Se irguió en sus patitas traseras. Me clavó sus diminutas y afiladas garras en el pantalón. Volvió a maullar. Y el sonido viajó sincero y simple hacia una parte de mi que de pronto, sentí expuesta y vulnerable. Tuve la clarísima y nítida sensación que ese gatito, ese pequeño vagabundo cubierto de polvo y con el cabello en punta, era mio.

Oh vamos Agla, déjate de estupideces, me dije enfurecida. Volví a acariciarle la cabecita y lo aparté con cuidado. Intenté caminar pero de inmediato, lo escuché maullando frenético. Te está llamando, dijo una voz en mi mente, curiosamente parecida a la de mi abuela, muerta ya hacia más de dos años. ¿Por qué no lo quieres escuchar?

- ¡Pero por favor! - me dije en voz alta. Sacudí la cabeza, avancé un par de pasos más - No necesito nada de esto. De verdad.

De pronto, el gatito apareció sentado frente a mi, mirándome otra vez con esos ojos brillantes y mínimos suyos. Sentado con sus flancos traseros parecía observarme con atención. Reconocerte, susurró la voz en mi mente. Sabes quien eres tu.

- ¿Quieres comida? De verdad no tengo - repetí con cierta torpeza - puedo llevarte a donde la conserje y ver si nos puede ayudar.

¿Ahora le hablas en voz alta a gatos de la calle? dijo esa parte de mi mente fría y altanera, que tanto temía a los animales. Pero la otra, la más cálida, me empujó con suavidad a inclinarme hacia el gatito. Maulló de nuevo cuando extendí entre las manos hacia él.  Ahora huirá, pensé con desconfianza. O me morderá. Pero en lugar de eso, el Gatito se apretó contra mis dedos y después, se quedó muy quieto en mis brazos cuando lo levanté. Percibí su corazón palpitando contra mis dedos. Su peso liviano contra mi pecho. La emoción me subió a las mejillas, me coloreó la piel. Y de pronto, me encontré riendo, a solas, en medio de día cualquiera, en el pasillo solitario del corriente edificio donde vivo.

Hay prodigios a diario, solía decir mi abuela. Cosas de inexplicable y extraordinaria belleza que se esconden en lo cotidiano. Pequeños obsequios de puro significado que aparecen cuando menos los esperas para recordarte lo valioso que es vivir, el poder inconmensurable de creer que cada cosa tiene un peso y una importancia. Pensé en aquello muy quieta, con el gatito entre los brazos, riendo a solas, pensando en la sensación extrañísima que me hacia sentir su calor vivo, el hecho de estar allí, los dos, como dos sobrevivientes a pequeños abismos. Me quedé pensando en recuerdos tan viejos que apenas podía encajar en mi mente. En jardínes antipáticos vacíos. Y entonces lo supe, tan claro como si la revelación diminuta hubiese estado esperando allí, al margen de cualquier pensamiento consciente. Lo supe como se saben las pequeñas revelaciones personales.

Toda bruja tiene un gato, cómplice, amigo, pequeño misterio. Miré al pequeño gatito que muy despierto me miraba desde mis brazos cruzados sobre el pecho.

- ¿Y que hago contigo entonces? - murmuré. Una voz en mi mente pareció reír, a la distancia, en el olor de las tardes jugosas y olvidadas - y además negro, porque no podía ser de otra forma.

Amé a Marcelo desde ese primer día. No hubo un momento después de ese en que no supiera que mi vida había cambiado desde ese precioso instante, para bien y sin duda para siempre. Porque fue comprender una parte de mi mente que había estado cerrada, o una sensibilidad muy simple a la que nunca había querido prestar verdadera atención. Y que humilde me sentí, con aquel amor recién nacido, inolvidable. Como si aquel gatito negro, que entró en mi apartamento como si fuera suyo, que maullaba para llamar mi atención, que se acariciaba contra mis tobillos, fuera la respuesta a un tipo de soledad muy vieja, muy dolorosa, muy antigua. Que desconcertada me sentí, sentada en silencio, mirando la pequeña silueta deambular de un lado para otro, preguntándome como un animal puede brindarte tanto por tan poco. Como puede crear y construir una parte de tu vida, tan rica y de tanta belleza, sólo con existir.

De manera que allí estaba yo, la egoísta, la que no acariciaba ni al perro más amoroso, la que le tenía miedo a los tradicionales caballos de paseo del Junquito, sosteniendo a mi Marcelo - así lo llamé, un buen nombre italiano, largo y vergonzoso - y sintiendo un tipo de felicidad que me resultó totalmente nueva. Me hizo reír la sensación de alegría de verlo crecer, de alimentarlo cada día, de las cosas simples como aprender sus manías,  despertarme a media noche para correr de un lado a otro en la oscuridad. Después lo hicimos juntos y mis noches de insomnio fueron extraordinarias, cuando estuvo este Marcelo, que maullaba por el olor de mi perfume - ¿le gustaría o lo odiaría? nunca lo supe - , que le encantaba dormir sobre la nevera y ocultarse debajo de mi colección de suéteres que gracias a él,  tenía que cepillar cada día al salir. Y lo hacía con una sonrisa.

- Así que ahora eres la doña de los gatos - dijo mi prima cuando vino a conocerlo. Lucero, su perra, corcoveó y ladró curiosa. Marcelo se escondió detrás de mis tobillos y le bufó enfurecido - Quien te viera.

Sí, quien me viera, pensé recordando a mi abuela, quien seguramente reiría también, de verme tan feliz. De escucharme contar esos primeros meses felices de convivencia con un gatito. De todos los descubrimientos que había hecho sobre mi vida, sobre mi espíritu, sobre mi propia capacidad de querer y comprender mi mundo privado, gracias a él. Pensé en esa vieja tradición de Brujería que asegura que un gato es la conciencia de la bruja, convertida en otro ser. Y me pregunté si esa idea no tendría que ver con este amor, tan inocente y tan fuerte, de amar a un animalito por simple naturaleza. Porque es parte de tu vida. Porque es una percepción sublime de tu propia identidad.

- A veces, todas las brujas nos parecemos - admití por fin. Mi prima soltó una carcajada y acarició la cabeza de Lucero, que seguía mirando muy atenta al rincón donde Marcelo la miraba enfurecido.
- No se te olvide. Somos un clan.

***

Marcelo tenía el hábito de acurrucarse a mi lado en mi diminuto jardín mientras miraba las estrellas. Una bolita de pelo oscuro y cálido junto a mi mejilla. Nos quedabamos muy quietos, viendo el parpadeo de las estrellas púrpuras, escuchando el sonido del viento. A veces nos dormíamos así, migrantes en fragmentos de vigilia. En pequeños silencios  apacibles.  En una ocasión desperté y lo vi, mirando con sus ojos de botón amarillo a la Luna Brillante.

- Ella es la señora - le expliqué bajito - La gran Madre sin nombre. Dicen que todos venimos de ella.

Marcelo maulló y acurrucó entre mis brazos. Y así nos quedamos los dos, como dos hijos de esa luz blanca y eterna. Pensé que la felicidad puede ser muy simple. Que la vida puede ser hermosa. Y que también, sólo se aprende en las pequeñas cosas de profunda belleza.

***

Marcelo murió a los diez meses de edad. Un accidente simple y doloroso que jamás esperé pudiera ocurrir. Lo perdí con la misma simplicidad como lo encontré. Tal vez por ese motivo, el dolor fue un rafagón blanco que me cegó y me dejó vencida, que me hirió de una manera inimaginable. Fue como quedarme con los brazos vacíos, llorando a solas una muerte diminuta tan dolorosa que apenas podía comprenderla. Lo lloré por días por los rincones, apretando sus pequeños juguetes. Era pequeñito cuando fue a vivir en las estrellas, pero el sufrimiento que me produjo su pérdida no lo fue. Fue un dolor grande, con nombre propio. Ausencia.  De silencios perdidos, la sensación que algo prodigioso, simplemente dejó de pertenecerme.

Estaba furiosa, también. Me recuerdo gritando, con las mejillas calientes de cólera, caminando de un lado a otro del salón de mi casa, mientras mi prima me miraba con ojos tristes. Lucero, a su lado, parecía compadecerme tanto como ella.

- ¡Nunca debí adoptar un gato! - grité a nadie en particular - ¡Fue una estupidez! ¡No tuve el tiempo para cuidarlo bien y mira lo que pasó!

Marcelo había resbalado del balcón de mi departamento y se había precipitado diez pisos hacía abajo. Lo imaginé volando, como una sombra fugitiva, sin que yo pudiera protegerlo, aunque se lo había prometido tantas veces. Sentí el deseo de golpear, de arañar, de romper cosas. No lo hice. Me quedé de pie, con los brazos cayéndome flojos junto al cuerpo, llorando sin saber que lo hacía.

- Pero lo adoptaste.
- Una necedad de mi parte.
- No lo fue - mi prima suspiró - hay quien no se toma muy en serio el amor que le tenemos a nuestras mascotas. Que insisten que sólo son animales viviendo en nuestra casa. Pero en realidad, se trata de algo más. Algo mucho más profundo. ¿Recuerdas lo que decía la abuela?

No respondí. Me quedé muy quieta, mirando las sombras del suelo. Marcelo solía jugar con ellas. Apreté los dientes para no volver a gritar.

- Decía que toda bruja aprende a abrir su corazón gracias a que un hijo gato o perro se lo enseña.

Sí, lo recordaba. También la recordaba riendo con Capitán en el jardín. Sentí que el dolor de todas las ausencias se mezclaba en mi mente, en mi espíritu y me resultaba casi insoportable. Se me escapó un sollozo ahogado.

- ¿Y ahora qué hago con este dolor?
- Mejor dicho ¿Qué haces con todo el amor que sabes puedes dar? - me corrigió mi prima. Sonrió - Cuando Gran Duquesa murió, la perra que tuve antes de Lucero, sentí tanto miedo de perder de nuevo a alguien tan querido que no pude ni pensar en llevar un perrito a casa de nuevo. Pero...la vida decide por ti.

La escuché deambular por mi casa. Rebuscar en los anaqueles de la cocina. Supe lo que hacia antes de verla encender las velas. Me extendió una. La tomé con dedos flojos.

- No estoy de ánimo para ningún ritual - declaré. Ella sonrió. Lucero, a su lado, me miraba con sus grandes ojos adorables.
- El dolor y el duelo es una forma de ritual. Recuerda que las brujas creemos que todo se transmuta en algo nuevo - me susurró. Suspiró - cuando aprendes a querer a un animalito, cuando abres tu corazón a un amor así de integro, no puedes volverlo a cerrar.
- Pero no quiero...
- No puedes dejar de vivir por el temor a lo que perderás. Todo se transforma, todo se construye otra vez. Marcelo partió a la Luna, pero ahora sabes...que la vida es rica por las puertas abiertas en tu mente.

Nos quedamos allí, de pie una junto a la otra, sosteniendo las velas encendidas. Extrañé los maullidos de Marcelo, su pasitos sigilosos. Lucero inclinó la cabeza y me dio un lametón cariñoso en la mano. Se lo agradecí con una caricia.
Aprendí una lección unos meses después de perder a gran Duquesa - dijo mi prima pasándome el brazo por los hombros -  Y la aprendí tan bien que ahora sonrío al recordarla. Como lo harás al recordar a Marcelo. Que hay una diminuta eternidad para quien se recuerda,  que vivirá para siempre en un presente perfecto y radiante, donde serás parte de tu historia de una manera tan profunda que apenas puede comprenderlo alguien más. Lo será, porque le recordaremos sonriendo, recordaremos siempre su dulzura, la barriga peludita, sus ojazos dulces y tan serios, mirando el mundo con asombro. Porque Marcelo forma parte de tu historia, quizá una de las mejores, de las más bonitas de tu vida. Y que amor puede sentirse, al comprender que cada hay pequeños prodigios privados que vale la pena haber conocido.

Nos quedamos en silencio, sosteniendo las velas en la oscuridad. Sonreí entre lágrimas, a pesar del dolor diminuto que seguía atormentando, un lento goteo de pura nostalgia.

- Eres buena para la poesía.
- Soy bruja.
- Todas somos poéticas entonces.

Reímos juntas. Lucero lanzó uno de sus ladridos entusiasmados y se apretó contra mi cintura. Le acaricié las orejas, feliz de que estuviera allí con nosotras.

- Sabemos recordar y conservar lo verdaderamente importante - dijo entonces mi prima - un tesoro íntimo para el futuro.

***

No quería tener otro gato, por supuesto. Ni lo pensé por meses. Pero cuando conocí a Leonardo y sus enormes ojos azules malcriados, su pomposidad arrogante, supe que me había ocurrido de nuevo un pequeño milagro.  Esos de renacimiento, los que uno cree que no le suceden  muchas veces. Y es que cuando vi a Leonardo por primera vez, despeinado, lleno de pulgas, juguetón y tan atolondrado como yo, supe que la vida continuaba, que había tenido a Marcelo y ahora tenía a Leonardo y que ambos formaban parte de mi. Y pensé que hay misterios pequeñitos, de los que se llevan a diario y grandes lecciones personales que uno recibe aunque no sepa de inmediato por qué las necesita.

- Y eso te lo podrá decir cualquier bruja - le expliqué a Leonardo, que me miraba con esa extraña atención felina desde mi biblioteca - ¿Qué deseas enseñarme tu?

A veces le escribo a Marcelo, a las estrellas donde duerme. Y lo hago por amor, por ese sentimiento profundo y extraño que aún me une a él. Lo hago con una sonrisa, recordando la puerta abierta en mi imaginación que le pertenece. Y le cuento sobre esos pequeños prodigios que ocurren a diario, de las cosas que pierdes y encuentras para aprender. Y me siento feliz, de haber aprendido junto a él que ninguna historia está completa, que siempre sigue creándose a medida que avanza. Y que somos parte de un ciclo infinito de creación y de belleza.

"Porque la vida continua, y aprender eso,  sonreír, a pesar de los sutiles dolores discretos que todos sentimos de vez en cuando, es el gran aprendizaje de largo trayecto" le escribo mientras Leonardo duerme en un sillón favorito, ronroneando tan fuerte como un radiador "eso me lo enseñaste tú. Y lo llevo a todas partes. Como un pequeño obsequio que nunca esperé recibir. Que atesoro con especial amor. Porque lo bueno, lo bello, lo eterno, permanece siempre en nuestro espíritu. Como una idea que nos une a ese misterio más allá del infinito".

Me detengo. Leonardo abre los ojos, se estira sobre su viejo cojín y luego salta para venir a donde estoy. Se sube a mis rodillas, aprieta su cabeza lanuda contra mi mejilla. Y sonrío, con el lápiz en la mano, pensando en los pequeños enigmas. En todo lo que aprendemos a diario. Y que la vida, puede ser esencialmente buena y hermosa. Un fragmento de silenciosa esperanza.

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