sábado, 12 de diciembre de 2015

Fragmentos de luz y otras historias de Brujería.






Mi abuela solía decir que cada bruja atesora una palabra. Que la lleva a todas partes, envuelta en entre los dedos, bien oculta entre las habitaciones secretas de su memoria. Con diez descreídos años, yo no entendía nada de eso.

- ¿Una palabra? ¿De las que se escriben Buela? - le pregunté en una oportunidad. Abuela sonrío.
- Las mismas.
- Pero ¿qué haces? ¿La pones en un papel y te la pones en el bolsillo?

Abuela - la bruja, la sabia - soltó una de sus carcajadas estruendosas. Nos encontrábamos en su cuarto de costura y ella remendaba uno de los pantalones de mi abuelo. Era una tarde muy plácida de septiembre, de las que más nos gustaban, con el olor del sol entrando por la ventana y el olor jugoso de la montaña enredándose entre el viento.

- Puedes hacerlo. Pero mucho más bonito, es cuando la palabra se queda en ti, te recuerda cosas buenas. Es una pieza que se encaja en algún lugar de quien eres. Una palabra, que de alguna forma, eres tu.

¡Que idea bonita era esa! me dije, sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo. Miré a mi alrededor, pensando que cada cosa tenía una palabra que la definía, que la hacía existir. Escritorio, sábana, ventana, montaña, zapatos, abuelita. Cada palabra parecía tomar las cosas de una idea muy amplia de todo, para darle un lugar en el mundo. Por supuesto, no lo pensé de una forma tan compleja, pero si pude disfrutar de repetir en mi mente, la forma como las palabras redefinían el mundo, lo hacian existir como ninguna otra cosa podía hacerlo. Distraída, me toqué el pecho. "Aglaia", pensé con una sonrisa.

- Es así, las palabras nacen para que el mundo pueda ser nombrado, reconocido, comprendido - dijo mi abuela cuando se lo comenté - en Brujería, creemos que toda palabra es mágica. Encierra el poder de crear mundos. Por eso la respetamos mucho.

Como aún no tenía mucha idea de lo que era la brujería, de inmediato me puse a pensar en grandes invocaciones y hechizos. Recordé que en los cuentos, las brujas y magos levantaban las manos y las agitaban mientras susurraban frases misteriosas, para que cosas asombrosas pasaban. Eso era poderoso ¿No? Una forma de misterio que me desconcertaba y me fascinaba a la vez.

- ¿Hay palabras mágicas? - pregunté entusiasmada. Mi abuela me dedicó una larga mirada apreciativa.
- En realidad, todas los son.
- ¿Todas?
- Sí.
- ¿Como Abracadabra?

Unos cuantos meses atrás, Flor había celebrado su cumpleaños con una pequeña fiesta en el jardín de su casa. Su madre había contratado a un mago y por horas, el hombre había divertido al grupo de ruidosos invitados con trucos sencillos que a mi me hicieron reir a carcajadas y me impresionaron mucho. Y recordaba que cada vez que los terminaba, exclamaba con gran pomposidad ¡Abracadabra!. Eso no sólo me asombró sino que me hizo preguntarme, si había palabras más poderosas que otras. Ahora recordaba el pensamiento y me asombraba que coincidiera tan bien con la conversación que sostenía con mi abuela.

- Sí, esa es una palabra poderosa - respondió mi abuela, para mi sorpresa - por años se utilizó en tribus y pueblos para invocar protección divina de Dioses y Diosas. Era una forma de asumir y venerar lo misterioso.

Pensé en el mago que había visto. Era un hombre joven, disfrazado de anciano con una barba exagerada de algodón y llevando un traje viejo. Pero cuando pronunciaba la palabra, parecía que adquiría cierto aire de enigma. Cierto poder. ¿Me lo estaba imaginando?

- ¿Y hacia cosas la palabra? - me emocioné. Mi abuela se tomó un tiempo para ensartar el hilo en la aguja antes de responder.

- Todas las palabras hacen cosas, mi niña. Todas. No hay una sola palabra que no provoque un efecto, que no sea consecuencia de algo más. La palabra no sólo se consideró una fuente de sabiduría en muchísimas culturas, sino también una forma de magia muy antigua.

Recordé que en una ocasión, tia E. me había dicho que hace mucho tiempo, ninguna bruja decía su nombre ni tampoco lo escribía, porque quien lo sabía, tenía poder sobre su corazón. La idea me pareció romántica y bonita, pero sobre todo, una especie de juego de espejos donde la palabra parecía reflejar algo más que la simple realidad. Me pasé días imaginándome a una mujer pálida vestida de blanco, que caminaba por pueblos y ciudades sin jamás levantar la voz, llevando su nombre como un secreto. Tenía algo de misterioso y poético.

- Era como lo del nombre ¿No? - pregunté entonces, fascinada por la idea - que una bruja jamás dice como se llama por qué...

En realidad, no sabía el motivo que evitaba que una bruja dijera su nombre, más allá de lo que mi tia me había dicho. Mi abuela sonrío, ladeando la cabeza para dedicarme una mirada cálida.

- Puedes decir tu nombre a quien quieras, mi niña - río. Me desinflé de pura decepción - lo que en realidad quiere decir esa historia, es que la brujería consideró a la palabra como fuente de todo poder, como una forma de expresar ideas muy complejas y antiguas, que podía ser guardada y conservada. Siendo como somos una tradición oral, eso es importantísimo. Pero sobre todo, eso es íntimo. Como lo es tu nombre. Quien lo conoce, sabe que así te identificas, que así te comprendes. Así que sí, decir tu nombre era una forma de confianza, de fe y de amor.

Me imaginé a la bruja de mi mente, pronunciando con lentitud su nombre, aunque en mi imaginación, no podía escucharlo. De pronto, la figura se hacía más definida, identificable. Se trataba de una mujer pálida y de largo cabello oscuro, trenzado  a la manera de mi abuela y de mis tias. Una bruja que de pronto, tenía nombre y un lugar en el mundo.

- Por ese motivo - continúo mi abuela - durante las ceremonias de matrimonio de muchas culturas, debes pronunciar tu nombre y aceptar el de tu pareja. Es una forma de asegurarte que tu energía y la suya, quedan unidas para siempre. Quedan mezcladas para crear algo nuevo y hermoso.

"Ninguna palabra carece de poder ni de significado. Todas crean y construyen un mundo nuevo con su mera existencia. Como tu inocente Abracadabra que en hebreo, significa "Yo creo como hablo", esa capacidad que todos tenemos de construir ideas con nuestra mente. Y que también, podía ser un ritual de curación griego, donde cada letra simbolizaba el lento trayecto de la enfermedad a la salud. Cada palabra habla de un trayecto, cada palabra es una forma de imaginar el mundo, pero sobre todo, de paladear la existencia de lo que le hace único y profundo.

No comprendí mucho de lo que la abuela decía, pero me asombró su vehemencia y el hecho que las palabras, ese humilde pensamiento sobre el mundo y quienes somos, de pronto cobraba una considerable importancia. Tuve la necesidad de nombrar cada cosa. De encontrar una pieza que uniera todos mis pensamientos en una imagen clara. Me miré las manos - dedos, palma, uñas, nombre en mi imaginación - y después me acaricié el rostro - mejilla, piel, soy yo - y de pronto, sentí que la palabra no era sólo el vinculo de unión entre lo invisible y lo visible, sino que además, creaban y construían una nueva idea del mundo. Una perspectiva asombrosa, renovada. Que comenzaba a existir apenas soñaba con una palabra que pudiera abarcarlas.

- Es...algo enorme ¿No? - dije. Y sentí que las palabras se movían en mi boca para definir mi asombro, mi alegría. Mi abuela me dedicó uno de sus guiños amables.
- Lo es. ¿Ya has pensado entonces cual es tu palabra?

Aquello me tomó por sorpresa. Abuela tomó el pantalón del abuelo que sostenía entre las manos y lo dobló con cuidado. Un gesto lento y suave, que de inmediato me recordó a las olas del mar, aunque no supiera por qué. Y sin embargo, había algo delicado, fluido, en la manera como sus dedos acariciaban la tela. Pensé que "mar" era una palabra que también podía definir amor. Me sorprendió ese pensamiento.

- No...Pero... - balbuceé - ¿Como la busco?
- Ella te va a encontrar.

Me sobresaltó la contundencia de la frase. El poder misterioso que pareció de pronto parpadear en una sola frase. Pero cuando quise preguntarle a mi abuela algo más, ella había salido de la habitación. Me quedé en la semi penumbra de la tarde, asombrada y un poco desconcertada, preguntándome donde estaba la palabra que podría definir mi mundo.

***

Hace unos cinco años, recordé esa escena. Aunque no supe muy bien por qué. Me encontraba en la terraza del edificio de apartamentos donde vivo, tendida sobre el concreto, mirando la cúpula celeste. Y de pronto, me vi de nuevo de diez años, una niña pálida, flacucha y pecosa, pensando en el poder de la palabra. En la belleza de los pequeños misterios. En el tiempo que se construye a través de lo que soñamos.

Me hizo sonreír la imagen. Por meses después de esa conversación con mi abuela, me obsesioné por buscar mi palabra. La busqué en todos lados: en los libros favoritos, en las que otros decían. La palabra que pudiera definirme, que pudiera darle sentido a todos los enigmas de mi mente. Pero no la encontré. Y con la ligereza de la infancia, esa distraída atención de la niñez, olvidé que debía encontrarla. Llegué a pensar que simplemente no existía una palabra para mi. Que quizás todas las palabras eran mi palabra. O quizás, que había alguna fugitiva que podía definirme mejor que otra pero yo no conocía. Me conmovió mi inocencia, el recuerdo de las muchas horas que había pasado leyendo libros, hoja tras hoja, en busca de la palabra fugitiva sin encontrarla. Me pregunté si en la niñez todos somos poderosos, dueños de miles de significados y perdemos esa conciencia al crecer.

De adulta, me dediqué a escribir. A crear a través de la palabra como lo soñé de niña. A imaginar lo conocido y lo que sólo podía existir en mi mente, a través de esa magia misteriosa de crear letra a letra. Nunca tomé la decisión consciente de escribir para vivir - o vivir para escribir, mejor dicho - pero había sido una puerta abierta hacia una extraordinaria búsqueda de significado. Un encuentro con todas las pequeñas piezas de mi espíritu y mi identidad. Papel en mano, lápiz en mano, solía pensar que había algo primitivo en ese construir el mundo línea a línea. A fragmentos desiguales que elaboraban una historia muy vieja a través de mis pensamientos. Como magia, solía pensar casi al descuido. Una muy valiosa y antigua.

Parpadeé. De pronto el azul añil de la cúpula de cielo se hizo más radiante, como tocada por la luz de alguna luz misteriosa. Me encantaba estar allí, simplemente tendida con los brazos abiertos, dejando pasar el tiempo, percibiendo el lento transcurrir de las horas. Quizás recordando, encajando piezas en mi imaginación. Y las estrellas, ese radiante misterio que se alzaba en todas direcciones, parecía más profundo, más electrizante, en medio de este silencio de la mente y el corazón. Pensé, casi distraídamente, en las brujas del pasado, en las que jamás pronunciaban su nombre en voz alta para protegerse del desconcierto. En las que lo ofrendaban a las estrellas. Las que se tendían en la oscuridad y elevaban sus brazos hacia la Luna para obsequiarles sus palabras favoritas. Para elevar un canto a la esperanza.

Y de pronto ví a la bruja de mi imaginación, por tanto tiempo olvidada, corriendo por un bosque frondoso y oscuro. Los brazos levantados sobre la cabeza, el cabello suelto arañando las mejillas. Los ojos muy abiertos y atentos entre las sombras. Corría, hacia el centro mismo de penumbra, tan rápido, con tanta fuerza. Como si más allá del límite del bosque, hubiese algo más que silencio y quietud.

Y vi entonces que había estrellas. La luz de cientos de destellos púrpuras, elevándose en todas direcciones, abriendose en espiral. Un cielo imaginado y secreto, que parecía contenerlo todo. Con el corazón latiendo muy rápido, vi con los ojos de mi mente a la niña que fui, buscando entre libros la palabra perdida. A la mujer joven en que me convertí, soñando con palabras y belleza. A la bruja que soy, corriendo por la noche de mi mente, en busca de significado. Un poder secreto, intimo, llenando cada parte de mi cuerpo. Una forma de creer y de soñar más allá de cualquier límite.

Abrí los ojos. Tuve la sensación que la oscuridad de las estrellas, ese poder silencioso a mi alrededor, me sostenía y me mecía de un lado a otro, en un leve pendular que parecía abarcar el Universo entero. Y fue como despertar, como encontrar una pieza perdida. La palabra que había buscado por años llegó entonces en una pequeña revelación, en una lenta y dulce sensación de paz que llenó cada parte de mi mente, las regiones sombrías de mi imaginación.

Me quedé muy quieta, con la palabra palpitando en la punta de mis dedos, en la piel cálida, en esa identidad remota que hasta entonces, no sabía que existía. Y sonreí, toda lágrimas y alivio, porque de pronto la palabra fue sólo magia y la magia, el mundo entero.

***

La tatuadora levantó su pelirroja cabeza para mirarme. La piel de mi muñeca tenía un aspecto pálido y frágil bajo la luz de su mesa.

- ¿Preparada? - preguntó. Sonreí. Sentí el poder de mi palabra recorriendome, siendo mía y de cada cosa soñada en un sólo instante.
- Sí.
- Entonces ¿Infinito?
- Así es.

La mujer se inclinó sobre mi brazo. El sonido de la aguja se deslizó como un ronroneo en mi piel. Cuando el dolor de la aguja llegó - decenas de pinchazos rápidos y diminutos - sonreí. Porque el Infinito, la palabra que definía mi mente, ahora también estaría en mi piel. Contando una historia, creando una nueva. Descubriendo una nueva forma de mirarme a través de ese pequeño gesto simbólico de ser una parte de mi.

Una bruja que sueña con las estrellas. El infinito en mis ojos, más allá del tiempo y la trascendencia.

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