domingo, 20 de diciembre de 2015

El infinito entre mis manos y otras historias de Brujería.





Cuando me mudé a mi departamento de soltera era muy joven, mi abuela acababa de morir y tenía unos cuantos meses de haberme licenciado como abogado. Y era muy muy infeliz. Tanto como para intentar disimularlo de todas las formas posibles, como suele hacer la gente que le lleva esfuerzos admitir que no entiende muy bien que está ocurriendo con su vida y hacia donde le conducen sus pasos hacia el futuro.

De manera que me dediqué a pintar paredes, comprar y organizar muebles, acudir puntualmente a mi nuevo trabajo al bufete donde era pasante y a convencerme a mi misma que la vida era así: Plana, un poco dura, pero soportable. O así me repetía cada vez que podía. Cuando algo - un recuerdo, la insatisfacción, la angustia - amenazaban con hacer tambalear mi precario equilibrio, me repetía una y otra vez, que debía soportar. Que necesitaba continuar a pesar de todo. Que simplemente, la época de los milagros - como solía pensar en mi infancia - había acabado junto con mi niñez.

- Vas a enloquecer si sigues así - me dijo mi tía M., con su habitual desparpajo, en una oportunidad en que almorzábamos juntas - no puedes simplemente mutilar tu vida porque no entiendas que hacer con ella.

Por meses, había evitado reunirme con cualquiera de mis tías, muy consciente que con toda seguridad ninguna de ellas aprobaría esa nueva insistencia mía de vivir sin ningún tipo de "magia" o lo que ellas insistían lo era. Esa capacidad casi poética para traducir cualquier hecho de la vida en aprendizaje y más allá de esa, esa consciencia, misteriosa y casi siempre radiante, sobre el poder del conocimiento, la esperanza y la fe en la intima capacidad de crear. Toda la educación en casa de mi abuela me parecía poco más que un sueño y de hecho, intentaba en lo posible no recordar lo que había vivido en su enorme casona, ahora abandonada. Pero mi tia M. no era de las que se deja convencer o mucho menos, se conmueve por el existencialismo ajeno. Y allí estábamos, compartiendo un almuerzo frugal mientras me dedicaba una de sus durísimas miradas de Bruja sabia.

- No sé a que te refieres - me quejé. Mastiqué con lentitud el trozo de pasta que tenía en la boca. Como cualquier otro alimento durante los últimos meses, me dejó un regusto amargo en la boca. Aparté el plato con un gesto discreto - simplemente tengo que trabajar y seguir mi vida. No me queda otra cosa que hacer.

El dolor palpitó por algún lado. Un destello rojo carmesí. Después desapareció y me quedé de nuevo, helada y cansada, intentando sostener la expresión cálida de mi tia.

- ¿Y a eso llamas vivir?
- ¿Como lo llamas tu?
- Lo llamo heridas abiertas - sentenció. Sacudió la cabeza. Tomó un sorbo del jugo de mango en su vaso. Lo paladeó con evidente placer - te estás muriendo de tristeza.
- ¡Yo no estoy triste! - me defendí de inmediato. Sonreí para demostrarle que feliz era y noté que ella retrocedía un poco, como desconcertada por aquella mueca llena de dientes - tengo un buen trabajo, gano un fantástico salario, tengo buenos amigos y vivo en un bello lugar. ¿Qué más podría pedir?

Mi tia no dijo nada. Sólo se quedó muy quieta y erguida, mirándome sin pestañear. Y sólo entonces noté, como si no lo hubiese visto jamás, su parecido con su hermana,  mi abuela- la sabía, la bruja-. Ambas  tenían el mismo rostro ovalado y amplio,  ojos oblicuos, la nariz larga y fina. Los labios llenos que yo había heredado. Sentí una extrañísima sensación de angustia que después palpitó y se convirtió en algo más amargo y duro de digerir.

- Y eso es suficiente para vivir.
- Eso es lo que tengo - protesté - ¡Oye, no sé que quieres que haga! ¿Quieres que me pase la vida haciendo rituales y esas cosas? Todo muy bonito pero eso no me dará de comer.

Me dolió decir aquello, pero realmente necesitaba que tía dejara de incordiarme y presionarme. Pero ella no pareció herida o sorprendida. Se inclinó sobre la mesa para mirarme a los ojos.

- Eres una mujer fuerte. La mujer asustada que eres ahora no le hace justicia.

Quise responder que ella no sabía nada del miedo. Que no entendía la sensación acre que me dejaba despertar a media noche pensando en mi departamento vacío, en la muerte de mi abuela, en mi cámara abandonada, en los cuentos que deseaba escribir. Que ella no imaginaba el esfuerzo que me llevaba intentar asumir que la vida adulta era esa nada árida y blanca de la lujosa oficina del bufete, de esa mecánica manera de vivir que me llevaba a ir y venir de un lado a otro de la ciudad como una autómata. Por un momento, sentí un real resentimiento hacia su rostro cálido, su cabello trenzado y todo lo que significaba.

- ¿Qué quieres que haga?
- Sé lo que eres.
- ¿Y que soy? ah sí, una bruja - levanté las manos, frustrada - ¿No lo entiendes? No puedo llevar mi historia a la vida que vivo ahora. No hay nada allí que pueda...

Ser tan bello, pensé rápidamente y de inmediato me obligué a esconder el pensamiento en un lugar de mi mente donde no pudiera molestarme. Me limpié la boca con la servilleta de tela y sacudí la cabeza, sintiendo un nudo de amargura cerrándome la garganta.

- Pensé que podría...ser fotógrafa. Escritora tal vez - murmuré - pensé que podría vivir como me habían enseñado. Pero no puedo. El mundo real es otro. La vida es otra cosa.

De pronto me sentí muy disgustada con todas las mujeres de mi familia por no haberme dicho que eso podía suceder. Por no haberme contado que la vida podía cerrarte la puerta en la cara. Intenté calmarme, mientras tia seguía mirándome con ojos muy abiertos y serenos.

- No sé que quieres de mi.
- Que vivas.
- ¿Y que crees que hago?
- Desperdiciar tu tiempo, eso haces - sacudió la cabeza y su gruesa trenza pareció oscilar sobre sus hombros - escucha muchacha loca: puedes intentar vivir, quizás lo logres. ¿Pero a qué precio? Los sueños hija, son para conservarlos. Los sueños son para volar y seguir haciéndolo incluso cuando no puedas. Los sueños te rescatan y te consuelan del dolor. ¿Donde están los tuyos?

Pensé en mi cámara, guardada y olvidada en un rincón de mi habitación. En mis lapices y hojas blancas, silenciosos para siempre. La angustia me golpeó las sienes, sentí real miedo. Y también furia, una muy helada y fuerte. ¿Por qué la tia me decia esas cosas? ¿Por qué simplemente no me dejaba en paz?

- Creo que me voy - dije tomando mi cartera con un manotón - voy tarde.
- Vas tarde a muchas cosas.
- Déjame en paz.

Salí del restaurant tropezando con quienes encontré, la cabeza gacha y los dientes apretados para no gritar. Mi tia no me siguió. Me encontré caminando a solas entre la multitud de transeúntes que llenaban la calle, sintiéndome de pronto olvidada y rota. Y sin saber como curar las heridas. ¿Qué ocurría en mi vida que no podía remediar? me dije abrumada. ¿Que había más allá de este dolor?


Me aproximé a la ventana de mi habitación y al minuto siguiente, volaba. Lo hacia con total libertad, como si siempre hubiera pertenecido al viento. Me elevé muy rápido, tan alto que la ciudad se convirtió en un valle de estrellas amarillas. Lo miré todo, la luz púrpura del infinito y la luz cálida de la Tierra, pensando en que estaba a punto de alcanzar algo muy importante y poderoso. Algo...

Desperté. Me quedé sentada, abrumada y aturdida sobre la cama. La ventana abierta golpeaba con fuerza contra el alféizar de madera. A mi alrededor, las sombras triples de la calle pendular de un lado a otro. Me incliné hacia adelante, con los dientes castañeando de un tipo de miedo que poco tenía que ver con la oscuridad que me rodeaba.

Mi abuela solía decir que somos dueños de nuestros dolores y cómplices de nuestras alegrías. Que las brujas suelen ser muy conscientes del poder de la felicidad y la tristeza. Y que los comprenden ambos en toda su extensión, en su dureza y su crudeza. Me encontré recordando esa frase allí, muy rigida sobre la cama, mirando la habitación pulcra, la ropa para el día siguiente bien doblada sobre la silla junto a la puerta. Un elegante traje ejecutivo. Como una piel ajena que tenía que llevar cada día. La imagen me provocó miedo.

Me tendí de nuevo en la cama. La angustia siguió allí, martillando en algún lado de mi mente. Hacia mucho tiempo, había imaginado que de mayor sería fotógrafa. O escritora. O bombero. O incluso vampiro. Había cientos de posibilidades. Había infinitas opciones. Y sobre todo, sería una mujer fuerte. Una bruja. ¿Y que había ocurrido? Recordé sin querer los días idénticos de subir uno a uno los escalones hacia la oficina donde trabajaba. Las lentos que se desgranaban organizando archivos de papeles idénticos, con palabras idénticas. Y más allá de eso, la obsesión irrenunciable a algo más. El recordar el peso de la cámara entre las manos. La sensación involuntaria y casi obsesiva de desear desmenuzar todo en palabras. Pero no todo era tan sencillo. La vida...

Me levanté de la cama de un salto. Abrí el closet. Miré mi cámara, envuelva en papel de embalar, como mirándome desde la oscuridad. La tomé entre las manos como en un sueño, como si no pudiera hacer otra cosa y me quedé con ella apretada contra el pecho. El corazón me latía tan rápido que apenas podía respirar.

La primera vez que había fotografiado no había tenido dudas que quería vivir para seguir haciéndolo. Nunca podría olvidar esa sensación de capturar y detener el tiempo, de mirar las imágenes de mi mente en luz y papel. Había sido prodigioso, casi portentoso. Como abrir ventanas en mi mente hacia regiones desconocidas de mi mente. Recordé todo eso mientras sostenía la cámara, inclinada y apretándola con tanta fuerza que me provocó dolor. Pensé en la manera como la fotografía me hablaba de tiempos perdidos, de mi misma, de la realidad. Y de como ese lenguaje parecía cosa...tragué saliva. Sacudí la cabeza. ¿Que demonios me ocurría?

De magia, dijo una voz impertinente en mi mente. De magia de verdad, de la creadora y la constructora. Pensé en todas las veces que había fotografiado pensando en el poder que confiere, en la belleza que crea. En la esperanza que nutre. En la belleza de lo sustenta. Un isterio entre dos voces. Un sueño en un hilo de pura intimidad.

Levanté la cámara y le di la vuelta. El lente me enfocó con fuerza. Sentí que una sensación eléctrica me recorría las muñecas. Quiero verme, pensé con los dientes apretados. Necesito verme.

El click del obturador me liberó, me dolió, me sobresaltó. Click, click y click, mientras tomaba las velas escocndidas en mis cajones e improvisaba un circulo de luz en mi habitación. Una imagen tras otra imagen. Una explosión de luz mientras bailaba alrededor de las velas con la cámara entre las manos. Click, click y click para eternizar el momento Click, click y click para descubrir algo por completo nuevo en mi mente, en mis manos, más allá de mi misma. Una vela por cada deseo escondido, por cada día perdido. Por cada lágrima contenida.

Y cuando tomé una hoja y comencé a escribir, ya estaba llorando. Cuando comencé a contar el ardor, el dolor, la furia, la desesperanza y después la rabiosa alegría que sentía, las palabras fluyeron con fuerza. Como la luz de las velas. Como ese vínculo enorme y poderoso conmigo misma, con todas las cosas perdidas y olvidadas que guarda mi deseo de contar historias. Y encontré que el mundo puede tener mil formas, recordarse en infinitas maneras. Ser imagen, ser palabras, ser dolor y alegría. Y este misterio, de velas encendidas, de recuerdos atesorados, de una historia más vieja que yo misma.

Al final, me quedé exhausta, abrazando la cámara, rodeada de papeles a medio escribir. Y preguntándome como había logrado sobrevivir tanto tiempo sin ese dolor exquisito, sin esa manera ed morir y vivir a través del mero deseo de crear.

***

Esa mañana, estuve muy quieta en mi escritorio de pasante en el bufete donde trabajaba. Tanto, que una de las secretarias se acercó sólo para saber si me encontraba mal.

- ¿Todo en orden?

La miré. Esa mañana llevaba el elegante traje que había escogido llevar la noche anterior, pero sin maquillaje y con el cabello despeinado. Mi aspecto debió ser curioso.

- Lo va a estar.

Me levanté. Lo hice con toda brusquedad que la silla donde estaba sentada se calló. La secretaria retrocedió mientras yo me apresuraba a levantarla de nuevo y a dejarla junto al escritorio.

- ¿De verdad?
- De verdad.

Miré a mi alrededor. ¿Qué deseaba llevarme de allí? no lo sabía. Me levanté, tambaleante y tomé un par de bolígrafos y un cuaderno en blanco. Lo eché todo en el lujoso maletín que la firma de abogados me había obsequiado al comenzar a trabajar.

- ¿A donde vas?
- Ya regreso.

Corrí hacia la puerta de Cristal y la abrí de un solo tirón. Las piernas me temblaban cuando bajé los escalones de madera, escuchando el sonido de mis pasos. Y de pronto, fui consciente que escapaba o mejor dicho, abandonaba la vida que hasta entonces había tenido. Que de alguna manera había tomado la decisión de comenzar otra vez. Que más allá de la angustia, el dolor blanco de la transición de la niñez a la adultez, había encontrado de nuevo la esperanza. La necesidad de crear y aprender.

El cielo azul Caracas rodeándome, el sonido de la calle envolviendome en calidez. Sosteniendo la puerta abierta con los dedos blancos por la presión. Me detuve en un único instante interminable, pensando en el circulo de velas de la noche anterior, en el peso de la cámara entre mis manos, el sabor de las palabras en mi boca. Arriba, unos peldaños más allá, quedaba la vida adulta como suponía debía serlo. Y unos metros más adelante, la incertidumbre. El comenzar de nuevo. Un paso hacia ninguna parte y a todos los mundos. Una manera de soñar y crear.

No recuerdo como llegué a la calle, cuando me quité los zapatos de tacos altos y caminé descalza por el asfalto. Recuerdo vagamente las miradas de sorpresa que me dedicaron los que caminaban a su alrededor, las risitas y las burlas. Y la sensación de mi sonrisa en la cara, llenándolo, abriendo puertas y ventanas en mi mente. Liberandome de la prisión de la insatisfacción.

- ¿Qué te ocurre muchacha? - dijo mi tia al otro lado del teléfono. Reí y lloré, apretando la bocina del teléfono público contra la oreja. Rodeada de los sonidos de la calle, con los pies doloridos y rotos, pero consciente que acababa de comenzar otro camino. Que de pronto, la necesidad y el poder de mi espíritu de crear y aprender eran más fuertes que cualquier cosa.
- ¿Puedes venir a buscarme? El mundo comenzó a girar otra vez.

***

Tendida en el circulo de velas recuerdo ese día. Hace tanto tiempo ya que la escena tiene un lustre casi idealizado, como si se trataran de recuerdos mal encajados en algún lugar de mi mente. Pero aún así me hacen sonreír, me llenan de una profunda sensación de alegría. Porque soy la mujer que nació de nuevo para descubrir que hay pequeños actos de valentía que pueden cambiar nuestro mundo, que hay enormes decisiones invisibles que pueden cambiar la dirección de nuestros pasos. Que somos sin duda, nuestra mejor obra de arte.

Y bailo, con los brazos sobre mi cabeza. Y aspiro, a siempre encontrar un momento de incertidumbre que me permita avanzar y crear. Porque la vida es un poco temer y también, un fragmento de esperanza. Con la ternura de un descubrimiento intimo. Con la belleza de un silencio personal.

Una antigua forma de magia.

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