sábado, 21 de febrero de 2015

El eco de la fragilidad y otras historias de brujería.




El espiral pareció extenderse en la arena de la playa. Las blancas piedras reluciendo bajo la luz de la noche. Una lenta línea de pequeños destellos extendiéndose en la oscuridad. Miré la escena con los ojos entrecerrados, de pie en mitad de la arena blanca y cálida, el viento golpeándome las mejillas. Más allá, el sonido del mar era como un suspiro sordo, inhumano, ancestral.

- ¿Agla?

Parpadeé. Mi tía E. me dedicó una de sus largas miradas apreciativas. Me encogí de hombros, suspiré.

- Lo lamento, es la migraña.

Tía no respondió. Se acercó y me pasó los dedos por la frente sudorosa. Era una tarde brillante y calurosa de abril, de esas que abundan en el verano eterno de Caracas. El olor de la montaña era más fuerte que nunca y parecía confundirse con el sonido del tráfico de la calle, un poco más allá. El perfil de la ciudad resplandecía, una línea de destellos metálicos, más allá de la ventana. Entrecerré los ojos, adolorida. Una nausea ácida me cerró la garganta. El dolor palpitó con más fuerza en las sienes.

- ¿Qué estabas dibujando? - preguntó tía inclinándose sobre mi hombro. Se lo mostré.

Miró el espiral con atención. Era un dibujo torpe pero reconocible: una línea difusa y ondulada para representar la playa, el cielo como briznas delgadas extendiéndose hacia el horizonte de tinta. Y el espiral en la arena, las pequeñas rocas imaginarias redondeadas en pequeños trazos infantiles. Tía ladeó la cabeza, con una sonrisa singular.

- ¿Te gustan los espirales?
- No lo sé. Siempre los dibujo. Es como si...

No supe como explicarle la sensación exacta que me producía dibujar un espiral. Tal vez porque incluso a mi misma me resultaba difícil entenderlo: esa sensación de reconocimiento, de sentir que mientras la escena se creaba lentamente sobre el papel, sentía una inefable sensación de alivio que no podía comprender muy bien de donde venía o que podía provocarla. Pero real: Una tranquilidad fácil y casi dulce surgía de algún punto de mi mente, mientras la línea crecía en el papel, se hacía reconocible, clara, poderosa. El paisaje se abría paso entre las ideas, construía algo nuevo pero a la vez reconocible. El espiral moviéndose sobre la hoja del papel, bajo la punta del lápiz, creándose así mismo. ¿Como explicar aquello? me dije frustrada y un poco desconcertada. ¿Cómo explicarle a mi tía esa sensación sin sentido aparente que podía provocarme un simple dibujo? ¿Cómo podía explicarlo a mi misma?

Me encogí de hombros. Tía sonrío como si pudiera comprenderme, a pesar que no había dicho una sola palabra. Se sentó a mi lado, aún sosteniendo la hoja de papel donde yo había estado dibujando. El espiral pareció doblarse y combarse en la hoja, hacerse más visible que nunca. Sacudí la cabeza. El dolor en las sienes aumentó, se hizo más punzante. Un hilo ardiente color carmesí.

- Antiguamente se creía que los espirales tenían poderes curativos - comentó tia entonces - pero más allá de eso, que representaban la manera como nos comprendíamos: como si pudieran englobar el mundo que nos rodeaba. Para muchas culturas, el espiral es un símbolo de poder. Pero también es uno de transformación, de capacidad de aprender.

No dije nada. Apreté los labios. Con catorce años cumplidos, comenzaba a rebelarme  - con esa torpeza del final de la primera infancia - de todo lo que había creído cierto y seguro. Me sentía en un pleno enfrentamiento no sólo con mi manera de pensar y comprender mi propia identidad, sino con mi familia, sus creencias, la educación que me habían brindado. Suspiré, intentado contener el ramalazo de ira, la sensación de pura impaciencia que me provocaba aquel anuncio insistente de sabiduría antigua, de creencias abstractas y confusas. Con ese espíritu desesperado y  vital de la adolescencia, me sentía al borde de cualquier conocimiento pretendidamente poderoso, intrigante. La vida era mucho más sencilla, más frágil y decepcionante de lo que había imaginado. De lo que había temido pudiera ser.

No sabía muy bien que me había producido ese lenta pero inevitable sensación de frustración. Quizás se debía a esa  inevitable desazón de la adolescencia, que me había hecho definitivamente solitaria, irascible e inconforme. O a la mera idea que el mundo era un lugar árido, sin sentido, absurdo. Durante los últimos meses, había sufrido en silencio con la consciencia de mi propia fragilidad, de esa noción del tiempo como algo más poderoso de lo que había supuesto. Sólo eramos efímeros fragmentos de historias, sin sentido, destinadas a nunca encajar en ninguna parte. Pequeñas grietas en el paisaje interminable del mundo, incluso de esa mirada esencial a lo que eramos y lo que podíamos ser. ¿Qué sentido tenía encontrarle un simbolismo a eso? ¿A dotarlo de poesía? La muerte estaba tan cerca...

- Se debe a lo que le ocurrió a P. ¿No es así? - preguntó mi tía. Me sobresalté, incómoda e irritada porque pudiera comprenderme con tanta facilidad. Apreté los labios, conteniendo la respiración.
- ¿Por qué crees que tiene que ver con eso?
- Porque la muerte siempre deja una huella.

No dije nada. Aún no podía hablar sobre lo ocurrido con mi amigo P. - no al menos en voz al menos - y me preguntaba si alguna vez podría hacerlo. Y es que aún para mi, lo ocurrido carecía de sentido: P. había sido uno de mis amigos más queridos durante mi infancia. Una presencia reconfortante y constante que parecía formar parte de todos mis recuerdos desde que era muy niña. Era el hijo de una de las mejores amigas de mi mamá y siempre había estado allí o al menos, yo lo creía así. Le recordaba cuando eramos aún muy pequeños, corriendo con las manos levantadas, agitándolas al sol. Riendo mientras mi abuela cantaba en voz alta en su cocina luminosa. Trepando por el árbol de mango del jardín. Sentados juntos en el techo de la casa de mi abuela, mirando a Caracas a la distancia, conversando entre susurros, su rostro tan cerca del mio que podía percibir el olor almizcleño de su sudor, de la leve colonia para niños que su mamá siempre solía obsequiarle y de la que yo me solía burlar. Su rostro de niño pecoso, la sonrisa desdentada. El cabello apelmazado de polvo y suciedad.

Cuando P. se mudó a Maracay, una ciudad a cientos de kilómetros de Caracas, lloré durante tres días seguidos. Él me telefoneó para burlarse de mi. Me gustó escucharle reír a la distancia, el sonido de su respiración gangosa de asmático, la forma como le costaba pronunciar algunas palabras porque había perdido uno de sus dientes. Era como volver a encontrar una pieza que faltaba en mi vida, sentirme cómoda otra vez, en mi piel. En mi historia.

- Oye como si me fuera a ir para siempre.
- Otra ciudad es para siempre.
- Eres una boba.
- Tu eres un bobo que no me entiendes.
- Te voy a escribir todas las semanas.

Lo hizo.  A mano cada semana, con su letra desordenada y desigual, ilegible, una hoja arrancada de su cuaderno de clase. No importaba que le saludara cada día en la pantalla del computador de mi madre o que conversáramos por teléfono con mucha frecuencia. Siempre había una de sus cartas en papel arrugado, repleto de dibujos, contándome sobre el nuevo colegio, los libros que comenzaba a leer - "sin ti, leer mucho más aburrido. ¿A quién le cuento mis chistes? " -, la plaza bonita que quedaba a unos cuantos metros del nuevo edificio donde vivía. Su mamá traía las cartas a casa, cuando visitaba a mi abuela. Me habitué a esperarlas, con las manos extendidas, con el corazón lati muy rápido. Las leía riendo, burlándome ed él a la distancia. Pero eran las cartas de P., las palabras de P. y siempre me hacía feliz sostenerlas, leerlas en voz alta, contestarlas.

Nunca supe que estaba enfermo. No me lo dijo y ningún adulto tampoco. Las conversaciones a través de internet comenzaron a escasear, las cartas a llegar con menos frecuencia. Incluso las llamadas se hicieron esporádicas. Y P. hablaba poco, con una voz cansada y adulta, que me llevaba esfuerzos reconocer.

- ¿Qué ocurre?
- Nada, boba. Tu siempre crees que ocurre algo.
- La vida es de muchos "algo", bobote.
- La vida es vivirla, greñuda.

Parpadeé para contener las lágrimas. Esa había sido nuestra última conversación. Le había escuchado cansado, la voz quebradiza, la tos seca y dura. Cuando me colgó, sostuve el teléfono mucho rato entre los dedos, como si pudiera atrapar las palabras en las palmas abiertas. Cuando regresé frente a la pantalla de la computadora, la ventanilla de conversación del viejo Messenger parpadeaba aún. Sonreí.

"Oye boba. No hagas tonterias después"
"¿De qué?"

La conversación seguía allí. La veía cada mañana al despertar, en las tardes calurosas, en las noches en que despertaba sobresaltada, como si la realidad física de la muerte de P. me golpeara en medio del sueño. Me quedaba sentada en la cama, envuelta en las sábanas, tratando de respirar. Miraba a la pantalla de mi pequeña computadora y veía la conversación allí: inacabada, rota, las palabras al aire. El dolor me atravesaba como una sacudida dura, insoportable. No llores, no llores. Me obligaba a esconder la cabeza en la almohada, a soportar esa soledad remota de una angustia imposible de explicar. La sensación de haber perdido una parte de mi misma.

Nunca le había hablado a nadie sobre eso. Ni siquiera a tia E., que tenía la especial capacidad para escuchar y siempre parecía atenta a cada cosa que decías, las buenas, las dolorosas, incluso las que no decías en palabras. No quería hablar sobre la muerte de P. con nadie, por ningún motivo. Prefería seguir mirando las cartas incompletas, llenas de dibujos torpes y bonitos, de la conversación a fragmentos que continuaba flotando en algún lugar de mi mente.

- ¿Qué huella? - dije por último. En realidad no quería escuchar a mi tia. No quería saber sobre nada que tuviera que decirme, no quería intentar comprender la vida a través de esa filosofía lenta y poética en la que mi había educado. La cólera brillo en algún lugar de mi mente - Tia, P. murió y ya no se puede hacer nada. Murió y yo estoy viva. Eso no deja huella de nada, no hay nada que decir. Es sólo eso.

Le quité el dibujo del espiral de las manos. Lo apreté que se hizo una confusa mezcla de líneas entre las arrugas de papel. Quise gritar, quise correr al jardín antipático de mi abuela, quise levantar los brazos al sol, sacudirme bajo la luz, como si el dolor fuera una carga muy pesada, asfixiante. Pero no lo hice. Me llevaba mucho esfuerzo contener los deseos de llorar, de insistir en empujar el dolor hacia el fondo de mi mente. Tomé una bocanada de aire, los labios apretados. La imagen de P. corriendo por la calle, un niño flacucho y con el rostro lleno de pecas, parpadeó un momento en mi mente.

- La muerte es un hecho natural, tienes razón. Y es incontestable, es evidente y sin duda irrefutable - dijo en mi tia en voz baja - pero...el dolor que sientes puede ser algo más que eso. Puedes construir una manera de comprenerlo, de...
- ¿De qué? - estallé - ¿Qué se supone que debo construir? ¿Qué se supone que debo entender? ¿Que murió? ¿Que ya no está? ¿que nunca lo volveré a ver? ¿Que...?

¿Lo perdí? No lo dije. No quise construir esa idea insoportable y punzante en palabras. No llores, no llores. La respiración jadeante, las mejillas coloreadas por la emoción. Mi mamá había ido al colegio para buscarme el día en que P. murió. Me había esperado en la puerta, envarada, pálida y cansada. Cuando me acerqué a ella, sorprendida de encontrarla allí, me dedicó una sonrisa triste, cansada. Me tomó de las manos.

- Mi niña, hay algo que debo decirte.

El mundo se quedó en silencio, mientras ella hablaba. Las lágrimas corriendole por las mejillas, mi mamá que nunca lloraba por nada. La realidad pareció estallar en todas direcciones, romperse  a trozos irreemplazables. Me quedé de pie en la calle, rodeada del ruido del tránsito, la algabia de los niños que corrían a mi alrededor. Sosteniendo la muerte de P. entre las manos, tan apretada que dolía. Como si tuviera que sostenerla para conservar algo suyo, a pesar de todo. A pesar de la distancia inimaginable que se abría entre ambos. En mi mente, sonreía, sus grandes ojos claros llenos de alegría. "Boba dientona" la risa, elevandose hacia el cielo "eres una boba, Agla".

- El dolor de la muerte es insoportable, pero es parte de la vida también - dijo tia E., apacible, sentada a mi lado, en este presente donde P. ya no estaba. Sacudí la cabeza, apreté con fuerza el espiral entre las manos, me negué a mirarla - no puedes huir del dolor siempre, ni de lo que pueda enseñarte.

¿Que podía enseñarme? El espiral era una linea borrosa entre mis dedos, la playa que había dibujado, pequeños fragmentos de ideas que se deshilachaban con lentitud. Tomé una lenta bocanada de aire. Los dientes apretados. No llores, no llores.

- ¿Que se puede aprender de un espiral? - murmuré. Tia suspiró.
- El espiral de la vida es una idea que ha acompañado al hombre por siglos, mi niña - respondió - una idea que se funde en si misma, que se confunde entre muchas otras. El espiral es la vida que se eleva, que avanza, que se construye así misma. Que se hace cada vez más poderosa, que incluso en los momentos más duros y dolorosos, es fuerte. La vida tiene su propia historia.

Me pasó un brazo por los hombros. Me quedé rigida, conteniendo las lágrimas. Apretando los labios sin saber como expresar el dolor que me atormentaba desde hacia meses, del que no podía escapar despierta o dormida. Porque P. - su muerte - estaba en todas partes. En las mañanas radiantes y pulidas, en los días desordenados, en las noches tranquilas. En las páginas de los libros, en el sabor del café. En el vuelo frágil de los pájaros sobre los árboles. La muerte en todas partes. ¿Cómo podía soportar eso? ¿Como podía...?

- La muerte es un tránsito tan natural e inevitable como crear vida - dijo mi tia entonces. Impacable, pero también infinitamente dulce, cercana - todos viviremos y moriremos alguna vez. Algunos crearán vida, otros se miraran así mismos como parte de una historia. Pero la vida es un espiral de fuerza, mi niña. La vida es una noción enorme y gigantesca,  a pesar de la muerte. O quizás debido a ella. La muerte es real. Pero la vida también lo es. Tu capacidad para crear y soñar. Para reir y mirar el mundo con amabilidad. Para disfrutar, para reir a carcajadas. Sin duda morimos, moriremos. Pero antes viviremos también.

No dije nada. Rompí la hoja de papel con gestos furiosos, los brazos temblandome por la tensión, la garganta cerrada de angustia. Tia me miró preocupada pero sin detenerme. Tampoco me detuvo cuando corrí a mi habitación.

La tarde comenzaba a caer. Los últimos rayos de sol se enredeaban en la ventana. Los miré, sentada en mi cama, aferrandome los hombros, abrumada, confundida. El dolor estaba en todas partes, el miedo. Y también la tristeza. Todo a la vez, como un torbellino insoportable, enorme, aplastante.


Coloqué otra piedra del espiral. La última quizás, aunque tuve la sensación podía seguir y seguir hasta llenar la playa de piedras blancas que ascendían hacia el infinito. El rugido del mar era cada vez más profundo, cercano. Y su olor pareció abrazarme, rodearme con ternura. Lo contemplé, con las manos temblando, la sensación que la vida era un hilo finísimo del cual me sostenía con esfuerzo.

Desperté. Parpadeé en la oscuridad. Apreté la cara contra la almohada. No llores, no llores. Me quedé tendida, cansada y abrumada, hasta que finalmente, pude respirar con cierta tranquilidad. Me senté sobre la cama, mirando las sombras triples de mi habitación. Los muebles apareciendo unos a otros. La pantalla de la computadora encendida.

Me acerqué. Moví el mouse. La ventana de la última conversación con P. brillo en la pantalla. La miré, pensando que entonces, él había estado allí, riendo. Un niño frágil de ojos enormes. Cansado, ya con tantos dolores. Pero aún así, había querido hablar conmigo. Aún así me había sonreído. La pantalla pareció nublarse cuando se me escaparon las lágrimas, cuando levanté el pequeño puntero y cerré la ventana.


No hablé durante el viaje hacia Maracay. Mi abuela tampoco lo hizo. Conducía con su habitual firmeza, los ojos concentrados en la carretera. El viento caliente nos golpeaba el rostro y el día parecía brillar muy fuerte, en verdes y dorados muy intensos. Asomé la cabeza por la ventana. Me gustó el olor del mundo.

Ella no se había sorprendido cuando le pedí me llevara a Maracay. Me miró con sus ojos de bruja sabia. Después se inclinó para abrazarme. Escondí la cabeza en su hombro, llorando con los dientes apretados. Ella me acunó como si aún fuera una niña. Seguramente lo seguía siendo.

- Esta bien sentir miedo y dolor.
- No siento otra cosa.
- Lo sé.

Avanzamos por el camino lleno de hierba del cementerio. Sentí escalofríos ante las lápidas, los santos de ojos ciegos que me observaban desde el mármol tallado. El olor penetrante de las flores. Pero contuve el miedo, levantando los ojos para mirar el cielo interminable, muy azul. El calor era aliento vivo, rodeándome, con el olor del sol. La luz en todas partes. Incluso en medio de la muerte, hay vida, pensé. No recordaba donde había leído esa frase, pero me pareció apropiada - real - en ese momento. Abuela caminaba unos pasos delante de mi, con la cabeza levantada, el rostro impasible. Me tomaba de la mano con firmeza.

La tumba de P. era pequeña, blanca y recién construida. Un ángel exquisito y frágil me miraba desde la delicadeza de sus alas abiertas. Lo miré todo, aturdida y desconcertada. ¿Allí estaba P.? me pregunté con los labios apretados. ¿Allí estaba lo que había amado de él? ¿La sonrisa? ¿Las palabras desordenadas? ¿Allí perdido entre los crisantemos medio marchitos? ¿En ese silencio apacible? Mi abuela espero, respetuosa. Con infinita paciencia.

- Él no está aquí - dije entonces. Miré hacia el cielo interminable y volví a llorar. Esta vez no me contuve. Lloré con furia, lloré con angustia. Pero también con cierto alivio. Y es que el final no era el final. O al menos, para mi no lo era. Me llevé las manos al pecho, me apreté con fuerza. Allí, donde estaba el amor que había sentido por P., donde florecia el dolor. Lloré con los dientes apretados, temblando, entre gemidos de angustia. Lloré como no lo había hecho por meses. Cómo había querido hacerlo. Como necesitaba hacerlo.

Por fin, no hubo más lágrimas. Abuela me miró con una sonrisa triste, cansada.

- La vida es un espiral interminable, hija querida. La muerte forma parte de él, pero también lo que la vida puede darnos. Vive intensamente, despide con amor a quienes parten. Y conserva lo mejor de lo que pudo brindarte.

Sacudí la cabeza, sonriendo entre lágrimas. Seguro que P. se habría reído de verme llorar, pensé mientras me inclinaba sobre su tumba. O quizás, se habría inclinado hacia mi, con sus grandes ojos preocupados y un poco desconcertados, para secarme las lágrimas. Los dedos de uñas cortas y sucias. Los ojos grandes y luminosos, de niño eterno. Lo recordé en una imagen radiante, inmediata, mientras me inclinaba hacia la tierra llena de pétalos de flores. Con cuidado, dibujé junto a ellas, un espiral.

- Te quiero bobo - murmuré - te quiero para siempre.

El cielo azul centelleó entre el mármol. El dolor me recorrió otra vez, pero esta vez, había algo más en medio de la sensación blanca y paralizante. El rostro de un niño inolvidable.


En la playa desconocida, comenzaba a amanecer. Un rayo de luz blanca palpitaba sobre la arena, la hacia brillar con fuerza. El espiral de piedra que había construido abarcaba el mundo. En el sueño, parecía flotar sobre el reflejo del mar unos pasos más allá, brillante, interminable, infinito. Con el sabor de las lágrimas. Con la imagen de la vida por vivir dándole forma. Más allá del tiempo, en mí. 

Para Luis, que ahora vive en las estrellas. 

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