miércoles, 18 de junio de 2014

El Héroe Frágil o la política nacional del Micrófono.





A estas alturas, nadie lo duda: Al Venezolano le gustan los lideres mesiánicos. Tal vez se deba a esa insistencia en el Cheverismo, ese rasgo tan Venezolano que Rafael López Pedraza   definió como “una manera muy irresponsable de pasarle de largo a los problemas esenciales del ser y de la vida cotidiana que tienen los venezolanos" o al hecho que nos acostumbramos a la figura del hombre fuerte, del líder gritón y grosero. Cualquiera sea el motivo, esa búsqueda del nuevo mesías - que sustituya al eclipsado, que de nuevo prometa sin compromiso alguno - consume buena parte de la aspiración social de la mayoría de los Venezolanos. Porque hasta ahora, muy pocos ciudadanos debaten, insisten o exigen un plan de país a corto o mediano plazo, una estructurada visión de la Nación como parte de un pensamiento político. Al contrario, el país posible, parece ser un choque entre una ideología retrógrada y primitiva y un planteamiento difuso de oposición. Y en esa necesidad de ensamblar las piezas ideológicas ajenas para encajarlas a la fuerza en la realidad política Venezolana surge algo tan brumoso como improbable: Un nación a la deriva.

No es de extrañar entonces, que los más recientes acontecimientos de un escenario social y político convulso, puedan definirse a través de una única figura, o mejor dicho, esa necesidad insatisfecha de los actores políticos por encontrar un liderazgo esquivo. Porque en Venezuela, las etapas y conflictos, parecen insistir en esa interpretación de la política a través de un Líder, o quizás una personalidad política arrolladora que pueda englobar la propuesta. Aún así, sorprende la manera como la historia reciente se repite, en un ciclo interminable: porque el hombre del momento, el actor político que surgió en medio de la debacle de los partidos tradicionales y que insista en brindar rostro a una postura disidente, sea una criatura mediática, un producto de esa nueva versión del quinto poder periodístico como son las redes Sociales. De nuevo, la oportunidad mediática propiciando la plataforma para una supuesta y brumosa representatividad. 

En Venezuela, los fenómenos virales — esa curiosa mezcla de fama instantánea con oportunidad que suele ocurrir en las Redes Sociales con cierta frecuencia— son poco comunes. Tal vez se deba a que nuestra cultura internauta esté más dirigida hacia el uso constante y masivo de las redes que a su contenido, la viralidad continúa siendo un elemento que parece exclusivamente relacionado con el mundo del espectáculo que a cualquier otro. Tal vez por ese motivo, el fenómeno de Julio Gimenez Gédler —  conocido en las redes sociales por su user Twitter @JulioCoco —  sorprendió a propios y extraños en medio de una de las etapas más convulsas que ha sufrido el país en los últimos años.

Julio se define así mismo como izquierdista y deja claro, que a pesar de eso, se opone frontalmente a Nicolás Maduro. Para quienes le conocíamos antes de la celebridad virtual, Julio encarnaba al luchador de la calle, un disidente político que más allá de toda connotación partidista, parecía mucho más interesado en esa nueva visión ideológica de comprender al ciudadano desde la base. Más de una vez, el Julio anónimo debatió en ese Universo bidimensional y arbitrario de Twitter, sobre la necesidad de una reconstrucción de la visión política del país, una visión social que abarcara no sólo el descontento genérico sino el inmediato, el cotidiano, el que parece el ciudadano de a pie a diario. Un hombre que quizás había entendido que la política es mucho más que una estructura de élites o vanguardias. Una visión donde el ciudadano tiene la última palabra.

Tal vez por ese motivo, no me sorprendió el mensaje del ya célebre vídeo “Beta Político” — que incluyó en su canal de Youtube el tristemente recordado 12 de febrero — y que le brindó una improbable celebridad. Lo que si me desconcertó fue su inmediata repercusión. Ese análisis directo y pragmático de la realidad, esa interpretación de la política a través del hecho y su consecuencia, hizo de Julio un improvisado vocero del malestar de buena parte de los ciudadanos. Desconcertados y por los sucesos callejeros que dejaron claro que la lucha política de nuevo había tomado el cariz de un enfrentamiento civil de consecuencias imprevisibles, una buena parte de los Venezolanos encontraron en el mensaje de Julio una síntesis al malestar y al miedo. De alguna manera, Julio supo traducir esa angustia, incertidumbre y desencanto por la política tradicional en todo una nueva percepción del ciudadano como actor político. Un concepto por cierto, que no resulta innovador en nuestro país — tiene varios años analizándose desde distintos puntos de vista — pero que sí, gracias al poder de las Redes Sociales, se convirtió en un mensaje contundente.

En un país donde la política lo es todo e influye en todo, la rápida celebridad de Julio no debió sorprender a nadie. Porque Julio, que jamás se ha llamado así mismo político, que se autoproclama disidente pero aún así, articula un mensaje político, es el rostro de esa Venezuela que se analiza así misma como parte de una serie de ideas sociales poco claras. Hablamos sobre una sociedad que asume el militarismo como mal inevitable, que celebra las tendencias autocráticas, que convierte el apoyo político en moneda de cambio. Nos referimos a un país donde la moneda electoral se intercambia por la obediencia debida, donde asumimos el valor del voto ya no como opinión social sino como una noción sobre el país que se construye sobre un proyecto socialista fallido. En este escenario disimil, el mensaje de Julio caló de inmediato. Se transformó en una opinión mayoritaria sobre una serie de reflexiones a media voz del ciudadano de a pie, el anónimo. Y es que la representatividad de Julio, esa simbología que se le atribuyó, fue en parte gracias a su capacidad para brindar un lugar a la queja de la no-política, del que no se identifica con ninguna tendencia pero que aún así, necesita encontrar un lugar en esa visión de la Venezuela rota a pedazos y sin identidad social. La Venezuela sobreviviente a quince años de obediencia.

El resto, es historia: Julio se convirtió en un personaje común en los análisis sobre la política Venezolana durante los durísimos meses de protestas. Su mensaje caló hondo en varios sectores sociales y muy pronto Julio -el observador anónimo — se convirtió en una celebridad política por derecho propio. O mejor dicho, adquirido en medio de una contienda de opinión que rebasó los limites de la virtualidad y se mezcló con la diatriba callejera. De pronto, Julio — y su mensaje — pareció estar en todas partes. En asambleas de vecinos locales, donde se debatía sobre el acontecer y la participación ciudadana. En las escasas ventanas de opinión política que sobreviven a la censura. Incluso en un debate televisado transmitido a Nivel Internacional, donde Julio parecía representar la brecha entre la visión tradicional de la política partidista y ese nuevo ciudadano descreído que intenta comprender su rol político a través de su participación. Como fenómeno mediático, Julio encontró su propio nicho, también su ganancia y cuota de representatividad, que pareció de alguna manera desafiar esa visión de la política estratégica, de la basada en ideas concretas sobre el poder y sus espacios.

Y no obstante, Julio no se alejó demasiado de ese análisis de la política personalista, creada y basada a través de un líder que aglutine — represente — una opinión emocional sobre la política. El consabido “líder de masas” que pueda brindar sentido y sin duda una respuesta a un conflicto que ya suma casi dos décadas y que parece recrudecerse a diario. Tal vez resulta inevitable en un país tan Presidencialista como el nuestro, donde el ciudadano mira al funcionario público, no como un empleado al servicio del cargo, sino como un líder en potencia, que Julio terminará convirtiéndose en una nueva promesa para un futuro inmediato lleno de incertidumbre. Muy pronto, su figura no sólo se relanzó como lider nacido de las redes sociales — y construido a la medida de la realidad social que el país sufre — sino una promesa, el conocido y consabido “mesias” que pueda brindar finalmente, la esperada “solución” a la crisis que atravesamos. Y es que el Venezolano, quizás victima de esa insistente simplificación de la identidad ciudadana, parece insistir una y otra vez, en intentar encontrar la respuesta a un momento histórico crítico no en el planteamiento de ideas que construyan un acontecer social incluyente, sino en el enfrentamiento. Y Julio, quizás de manera inesperada, muy probablemente en mitad del fragor de un país en emergencia, se encontró en el centro de las argumentaciones, de la necesidad insatisfecha del ciudadano que necesita convalidar su opinión política a través de esa infaltable figura “paterna” que en Venezuela suele asociarse con el poder. Porque en Venezuela, el poder no se comprende como una facultad que el ciudadano brinda a un representante, sino como una prebenda emocional que sustituye a la exigencia con la aceptación.

Para quienes escuchamos a Chavez pronunciar su histórico "Por ahora" y sacudir con esa única frase, todo un panorama político, lo ocurrido con Julio no llega a desconcertar del todo. Su "Beta político" se transformó en el trampolín ideal para asumir esa palestra del vocero que expresa las ideas comunes, que se enfrenta al poder con el puño en alto y el reclamo como estandarte. Aún así, la formula ya parece gastada y Julio, quizás tomado por sorpresa por la súbita oleada de popularidad, no supo - o no pudo - manejar con habilidad esa frontal exigencia del ciudadano que le escucha de tomar liderazgo y construir una idea política coherente. Y es esa exigencia - del liderazgo y del lider que simbolice una idea - es en Venezuela una constante, una visión de país que parece construirse a través de un proceso siempre incompleto, de asumir la política como un acto paternalista. 

Muy probablemente por ese motivo, muy pronto Julio — el fenómeno — comenzó a chocar frontalmente con la realidad. Porque en la Venezuela real, el verbo duro, esa visión de la política célebre, del líder arropado en masas es tan sustancial como frágil. No podría decir cuando Julio, el analista de lo cotidiano, el hombre que miró la política como una idea incluyente en un país donde la ideología de la discriminación es una forma de poder, se convirtió en otra cosa. En una voz que se unió al coro de las infinitas subdivisiones de una oposición sin rostro, un descontento genérico que de nuevo se reconstruyó para brindar lugar a los descreídos, no sólo de los lideres tradicionales sino a la lección histórica del lider Carismático. Poco a poco, la efervescencia de lo primeros días pareció convertirse en un desengaño doloroso, en un cuestionamiento sobre nuestro habito de hacer política bajo viejos vicios de poder. Y es que el Venezolano encuentra en sus propios errores, la respuesta a sus pesares como ciudadano y aún peor, a sus temores como parte de una realidad histórica que lo supera y lo aplasta.

Por supuesto, juzgar a Julio por su posición política o el hecho de incluso representar algún tipo de pensamiento concreto, solo simplifica el problema real que atravesamos. Y es que nuestro país, a pesar de la cruda lección histórica que recibió de la autocracia, el personalismo y la necesidad de un líder único, aún insiste en analizar la crisis coyuntural que padecemos de manera inmediata. Un único planteamiento que solo admite una solución concreta. Para ambos en disputa, la pluralidad atenta directamente contra la integridad de lo que se vende — y se asume — como producto político. Como idea necesaria para construir un país que sea viable, esa supra visión Nacional que aún continúa sin tener verdadero sentido. Probablemente por eso, Julio “Coco” sea solo otro de los rostros de ese proceso de construcción de un país donde el ciudadano asuma su papel protagónico, más allá de un líder que brinde rostro y emotividad a su planteamiento fundamental.

Hace pocos días, Julio criticó duramente una campaña vía redes que promueve el líder opositor Henrique Capriles, en un enfrentamiento público que sorprendió e irritó a esa extensa conversación virtual que le vio nacer. Más allá del motivo de la crítica — incluso sin analizar las ventajas y errores de la campaña en discusión — la diatriba demuestra otra vez que Julio, la celebridad virtual, comienza a perder esa visión de unificación e inclusión que le animó en primer lugar. De nuevo, el Venezolano se encuentra entre dos facciones de una misma aspiración social, en medio de una discusión cada vez más profunda que sin duda menosprecia la urgencia de una propuesta política clara que pueda incluir a la oposición disidente, a la divergente y simplemente a la descreída. Un análisis de la situación país que pueda construir una opción válida para un futuro inmediato, la ansiada “solución” a un dilema político que no hace más que empeorar.

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