miércoles, 12 de febrero de 2014

La victima es Venezuela: Entre los extremos ¿Quienes el ciudadano actual?




¿Desde cuando usted no se llama ciudadano? Es una pregunta que me hago con mucha frecuencia. Me lo pregunto, mientras camino por cualquier calle y me tropiezo con la cultura que durante los últimos quince años nos convirtió a buena parte de la población del país, en enemigos. No exagero: unos y otros nos detestamos mutuamente, con tanta libertad que en ocasiones me pregunto si el odio no estaba allí antes de hacerse política. Seguramente, sí, por supuesto. Venezuela no es inocente, el Venezolano tampoco ingenuo. Aún así, el hecho de que este odio se haya convertido en parte de lo social, en una brecha insalvable entre la Venezuela que fue y la que es, no es herencia. Es un hecho, una estructura de estado construida sobre las bases de un país donde el resentimiento es parte esencial de convivencia. Somos enemigos porque en Venezuela se ejercer la tiranía de la mayoría.

Camino por el casco histórico de Caracas a pleno mediodía. Antes lo hacia con mucha frecuencia. Esta es la primera vez que lo hago en meses y el cambio de la ciudad es notorio, a pesar de que no ha transcurrido tanto tiempo como para justificar el deterioro, la desesperanza y la tensión que llenan las calles. Negocios cerrados,  la calle cubierta por un manto de basura putrefacta, mendigos acurrucados en las esquinas, el panorama es desolador. Y no que antes no lo fuera: el año pasado recorrí Caracas de punta a punta y las largas caminatas me enseñaron unas cuantas cosas sobre la realidad de esta ciudad hostil y cruel. Pero con lo que ahora me encuentro, es una ciudad sin máscaras, con las heridas abiertas y bien visibles. Una ciudad que se resquebraja en medio de una turbulencia social y cultural de consecuencias imprevisibles. Miro a mi alrededor y más que nunca, comprendo hasta que punto y con profundidad, la idea del caos convirtió a Caracas en una ciudad rota, llena de incertidumbre, temible y temerosa. Sentada en la Plaza Bolivar, con una sensación de angustia que opaca el día, me pregunto de nuevo ¿En quienes nos convertimos?


Somos enemigos. Los de camisa roja que aún levantan el puño para apoyar al Lider muerto. Los de camisa azul, que levantan el puño para exigir radicalización. Incluso los que no opinan, los que intentan hacerlo con ponderación. Todos nos enfrentamos a una idea de país que no comprendemos, que perdimos en algún rescoldo de camino. Porque Venezuela se sacude en agonía, recorrida de lado a lado por la ignorancia, la violencia, la sangre derramada. Porque este país pierde su identidad a diario, se transforma en otra cosa. No somos otra cosa que un mar de promesas incumplidas, victimas de una estafa histórica que condeno a los crédulos a la justificación eterna y a los descreídos a vivir con las consecuencias.

Pero eso no le importa a nadie. El Venezolano sigue a avanzado, a tropezones y con dificultad en este campo de batalla anónimo, sembrado día a día con lo que vamos dejando atrás, con los pequeños trozos perdidos y olvidados de identidad nacional. Porque el Venezolano ahora es revolucionario, es opositor, es NINI, es indiferente. Pero nunca más ciudadano. El Venezolano se viste de rojo o de azul, discute a gritos. El Venezolano te pregunta a que partido perteneces antes de tu nombre. El Venezolano avanza a ciegas en el futuro. El Venezolano te ignora, te enfrenta y se burla. El Venezolano perdió identidad, el Venezolano se convirtió en una deuda histórica.

Me siento en un pequeño restaurante muy cerca del Teatro Nacional de Caracas. Cuando era una niña, solía venir con mi abuelo materno para disfrutar de la riquisima torta de chocolate que preparaba en persona la dueña, una mujer enorme y simpática que siempre te obsequiaba un pedazo de más.  Era un lugar familiar, con el televisor a todo volumen, los clientes de toda la vida riendo y hablando en voz alta. Era otra Caracas, con las calles coloreadas de risas, con la ciudad vestida de esa normalidad aburrida. Hoy, el restaurante ha perdido su brillo: apenas hay clientes, las sillas de metal están rotas y descascaradas y el Menú, solo ofrece lo minimo. La dueña, que perdió su sonrisa, me explica que "ya no hay plata para hacer bien las cosas".

- Estamos viviendo con lo que se puede - me dice. Me sirve un café sin azúcar, diluido en agua. Se le ve agotada, entristecida - apenas nos alcanza para decir que existimos.

¿Quienes somos? Me pregunto. De pie, frente a la Catedral, miro a un hombre que grita consignas megáfono en mano. En una mezcla de ideas y opiniones políticas ajenas, intenta hacerse escuchar. Lleva harapos, está descalzo. La Venezuela que no fue,  la Venezuela de las promesas rotas. La Venezuela de las tristezas ajenas. La Venezuela que se heredó del caos y la indiferencia.

Quisiera disimular a esta Caracas de los sobrevivientes. Quisiera y lo intento, creer que la ciudad puede ser algo más que esta aridez, que este destrucción progresiva de toda historia que acogió. Pero no puedo. No puedo hacerlo cuando  atravieso las calles y avenidas llenas de propaganda política, interminables, descoloridas. La ciudad deformada, mutilada, por la diatriba estéril, por lo que perdemos a fuerza de ignorar, de luchar unos contra otros, de convertirnos en masa muda, en masa anodina. Y el hombre sigue gritando, invocando al Lider Muerto, al más reciente Mesias de un país que necesita la excusa del poder para disimular el sufrimiento, la destrucción moral.

Pero repito, eso a nadie le importa. En algunos de los pocos negocios abiertos, reina un ambiente de fiesta. En todos, las conversaciones son las mismas de hace veinte o treinta años. Me sorprendo al escuchar las criticas "a los mocosas vagos que protestan". Lo hace un hombre que después añade que el "barrio se ha vuelto más peligroso que nunca". Los que ríen a su alrededor, indiferentes. Los hijos de la Revolución sin nombre  El país de las crisis perpetuas. El país de las crisis que no se restañen, de las heridas que siempre están abiertas. El país que perdió el nombre y no quiere recuperarlo.

La Venezuela resquebrada. El país que es una amenaza.

Eso somos.

Esa es Venezuela.

Así estamos.

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