domingo, 9 de febrero de 2014

La bruja, el cucharon y el caldero: La magia de los alimentos.



Nunca he sido una buena cocinera. Y lo he intentado: como soltera independiente, cocinar supone más una necesidad que un lujo. Pero ya sea por mi natural despiste o porque simplemente, carezco del talento para el tema, preparar cualquier platillo, del sencillo al complejo, siempre me ha supuesto un reto que difícilmente puedo superar. Y eso que siempre comienzo bien, como hoy, que me he embarcado en la epica aventura de preparar una fuente de Raviolis caseros. Por ahora, la masa de la pasta tiene buena consistencia y aparente buen sabor. En una de las hornillas de la cocina se cuece la carne del relleno y el olor es lo suficientemente suculento para hacerme sonreír. Me hace recordar mi infancia, ese buen sabor del sazón familiar y de la mesa dominguera.

Porque las brujas comen juntas. O eso dicta la tradición. Nos gusta el bullicio de las comidas familiares, reír y conversar entre el tintineo de cubiertos y plata vieja. En casa, los domingos nos reuníamos todas juntas, probablemente el domingo, para compartir esa vieja costumbre que nadie sabe muy bien de donde proviene. Una vez, mi tia L., insistió que aquello era una tradición cursi pero lo suficientemente divertida para conservarla.

- ¿Cursi? - respondió tia E., escandalizada - ¿Cursi recordar el valor de la familia y de todo lo que nos une?

Mi tia L. no respondió a la velada reprimenda, pero le dedicó a E. una de sus sonrisas torcidas. Yo también sonreí para mis adentros. Sabía que la tia E. amaba el almuerzo de los domingos no por tan elevadas razones, sino por esa vanidad diminuta del buen cocinero, del que sabe tiene la magia del buen sazón entre los dedos. Porque mi tia E., era sin duda, la mejor cocinera que he conocido jamás.

De hecho, mi primer recuerdo de ella, es entre los vapores de las ollas al fuego lento y el olor exquisito de algún delicioso plato a medio cocinar. Los fogones eran su reino o así lo proclamaba ella, ufana, con su delantal lleno de remiendos y sus manos nerviosas, siempre manchadas de algún condimento. Pasaba hora, dedicaba a aquella magia fascinante, de transformar los alimentos en algo tan delicioso como inolvidable. O así me lo parecía a mi, colgada del mesón de la cocina y asombrada por todo el mundo de las legumbres, carnes y hortalizas que no comprendía muy bien. ¿Que los hacia transformarse en algo tan apetitoso que no podías resistirte a comer? ¿Que alquimia extrañamente privada sublimaba las cosas más sencillos en platos deliciosos? La idea me producía una profunda curiosidad.

- Cocinar es un tipo de magia muy especial - repetía mi tia con frecuencia. Lo decía, mientras con esa envidiable paciencia suya, cortaba, mezclaba y condimentaba. Tenía una habilidad única para conocer la medida correcta, la cantidad de agua exacta, la combinación perfecta que brindaba a cualquier elemento el mejor sabor - Cocinar se transforma los cuatro elementos: Tierra, que nos obsquia sus frutos, el fuego que lo purifica, el agua que limpia y llena de sabor y el aire, que se impregna del olor y nos recuerda el privilegio de alimentos. Siglos atrás, las cocineras eran consideradas las brujas más poderosas.

¡Que bonita historia! pensé con los ojos muy abiertos. Recordaba haber visto en algún libro, la imagen de una bruja de cabello blanco trenzado, cocinando en una diminuta cocina. La rodeaban ramas y hojas, cestos rebosantes de frutos. Tenía las manos llenas de pequeños trozos de condimento. Una metaforma de lo que mi tia decía, o así me lo pareció.

Mi abuela sonrío cuando se lo comenté. Se encogió de hombros, mientras ambas disfrutabamos de la primera taza de café de la mañana, preparada por tia claro. El mio,  un poco diluido con leche, porque aún era muy niña para el buen sabor amargo.

- Creo que la magia de la cocina procede de esa convicción muy antigua que la comida es simbolo de placer, alegría y unión - me explicó - después de todo, las cocinas en cualquier época, eran el centro del hogar, con sus calderos hirviendo, los fuegos con olor a madera recién cortada llenandolo todo. Por supuesto, la cocina puede ser mágica, una muestra de la capacidad que tenemos para crear a partir de lo que la naturaleza nos brinda.

- ¿Hay misterios  en la cocina? - pregunté. Pensaba en las leyendas que aseguraban la existencia de complicadas pociones de asombrosos poderes. Imaginaba a las brujas de antaño, revolviendo un enorme caldero en los que arrojaban todo tipo de ingredientes, de los más simples a los más enigmáticos, para lograr extraños mejunjes extravagantes. Mi abuela soltó una carcajada.

- Claro que lo hay, pero no esas exageradas epopeyas de elixires malditos - explico, como si hubiese podido ver lo que estaba pensando - en realidad, la magia real de la cocina proviene de su capacidad para brindar placer y satisfacción. La comida es una forma de expresión de amor, de cuidados y de ternura. Un gesto de profundo reconocimiento del poder del bienestar y el cariño familiar.

Pero mi tia E. pensaba otra cosa. Tenía una imaginación casi tan desbocada como la mía y las racionales explicaciones de mi abuela no le satisfacían en absoluto. Puedo comprenderla, pienso a la distancia. Su reino en la Cocina era hermoso y extraño, con sus cajas y gavetines repletos de Raíces silvestres, jarras con hierbas, harinas y nueces. Las pequeñas botellitas con vinagre y esencias se mezclaban con otros, que contenían lo que llamaba "misterios familiares". Después sabría que se trataba de singulares combinaciones de especias que había descubierto en algún viejo libro de las Sombras familiar.

- ¡La comida es poderosa ! - declaró en una ocasión - ¡y cocinar es un acto de suprema magia! Por mucho tiempo, los cocineros han tenido el poder de hacer sonreir, de entristecer, estimular y desconcertar a sus comensales. La comida es fuente de creación, sí, pero también posee el poder de crear algo totalmente nuevo. Eso es magico.

Me contó, casi en susurros, sobre venenos y otras manfiestaciones no tan benignas de la cocina. Me explicó que por siglos, los reyes y Reinas Europeos consideraban a sus cocineros dignos de las mayores atenciones y privilegios. Y es que después de todos, estos extraños sabios, tenían la capacidad de hacerlos sonreír como de hacerlos sufrir, solo a través de la comida.

- Los cocineros siempre han tenido la capacidad de hacer algo hermoso con lo que cocinan - dijo entonces, muy orgullosa - cocinar no es sencillo y sobre todo, es una expresión de amor. ¿Imaginas algo más hermoso y significativo? Yo no.

Movi la cabeza, vigorosamente, asombrada por su entusiasmo. Más tarde mi tia L., descreída y deslenguada, se rió de mi.

- Cocinar es hermoso y también simbolizó por mucho tiempo, un tipo de conocimiento que solo tenían acceso lo más poderosos - comentó - pero la cocina que hemos heredado, la cocina que se relaciona con la magia y la belleza, es la más sencilla, la cotidiana, la familiar. Cocinar representó la depuración del instinto de supervivencia, de la capacidad humana para asegurar su modo de vida. ¿Eso es mágico? Por supuesto. Y también profundamente significativo. Es una huella de expresión del yo, profundamente significativo.

No entendí que quería decir. Pensé en sus palabras mientras preparaba té para ambas. Miré la suavidad como combinaba platos y tazas, la delicadeza de las hojas al derramarse sobre al agua caliente. Un gesto tan privado como profundamente humilde.

- Somos lo que comemos - dijo tía. Como vegetariana, sabía que tenía una especialisima relación con la comida y que cada cosa que se llevaba a la boca tenía un especial significado para ella - somos lo que disfrutamos, lo que nos fortalece y alimenta. Es una demostración de amor por nuestro cuerpo. ¿Eso es magia? probablemente sí.

La magia de las cosas más pequeñas, pensé después, de regreso a la cocina de mi tia. Miré asombrada, como si las viera por primera vez, los anaqueles llenos de bulbos de ajos, las cestas de cebollas y pimientos. Y sentí un tipo de alegría muy particular, un asombro inocente por comprender que la verdadera magia, reside quizás en las cosas sencillas.


Sonrío mientras escribo esto. Y de pronto, el aroma desagradable de algo quemado me recuerda que hace un buen rato debí quitar del fuego la salsa de carne que cocinaba. Corro a la cocina y estornudando entre las volutas de humo, miro mi pequeña aventura cocinera reducida a un engrudo de color pardo. La masa, olvidada también en alguna olla, se convirtió en una pasta  de aspecto poco apetitoso. Lo miro todo y no puedo evitar reír, recordando que sin duda, la magia está en los pequeños detalles claro, pero también en tener el valor de asumir que cada error es una manera de crear.

C'est la vie.

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