miércoles, 22 de agosto de 2012

Del Dramón cultural: de la Novela como reflejo cultural




En mi TimeLine de la red social Twitter, hay de todo: desde los cínicos chirriantes, los amables saludadores, los inteligentes imprescindibles, las románticas incurables y los cursis empalagosos. No obstante, de todos los anteriores, lo que siempre me intrigaran - o mejor dicho, me harán tener un rapto de mal humor - serán los noveleros: aquellos que solo escriben un tweet para hablar del amor, las emociones, arrojar consejos como otra gente estornuda y todo ese dramatismo tan vulgar que creo todos podemos reconocer al leerlo. Pero igualmente, los incluyo en mis lecturas. Creo que no podría hablar de tolerancia sin ejercerla. Pero ese es otro tema del que hablaré en otro post, supongo.  Cual sea el caso, siempre que leo un tweet al estilo, tengo una sensación clara de estar escuchando - leyendo - un eco de algo tan conocido como familiar. Y es que mis noveleros tienen un claro origen: nuestra propia cultura, esa experiencia compartida que todos llamamos de alguna u otra manera "lo nuestro". Es una idea muy truquera y ambigua, pero sin duda real, cuando entiendes no solo a nivel superficial sino a uno muy profundo que lo que leemos - vemos - en eso que tanto juzgamos, es sin duda nosotros mismos.

Al respecto y luego de leer un tweet inspiradisimo de uno de mis noveleros, comenté en Twitter lo siguiente: "Yo siempre insistiré q la telenovela Latinoamericana le provocó un daño irreparable de Chabacaneria a la cultura venezolana". De inmediato, obtuve varias respuestas interesantes al respecto (mi amigo @El_Yucas comentó muy apropiadamente que las novelas Colombianas y Brasileras tienen un alto rango de calidad y temática ) pero hubo un comentario en especifico que me dejó analizando la idea al completo, el que hizo la inefable e inteligente @ElePastor:  Siempre he creído que la telenovela es un reflejo de su sociedad aunque lo que veamos no nos guste #asiSomos. La Reflexión no solo pareció englobar la idea entera que analizaba desde hacia un buen rato, sino que además, dio en el clavo con otra  que habitualmente desechamos o ignoramos por incomoda: lo cultura, lo político, lo de todos los días es un reflejo exacto de quién los produce, de ese público silente que sostiene y acepta el estereotipo, el esquema que se crea a diario. Y es que la telenovela Venezuela, vilipendiada y tan menospreciada por la cultura, los críticos de oficio, los opinadores habituales y los que simplemente la detestan - entre la que me cuento - ha sido simplemente el termometro social, un espejo donde nos hemos visto reflejados, con una fidelidad en ocasiones inquietante, a través de las décadas. ¿Una idea exagerada? Tal vez lo sea, pero una vez que comenzamos a desmenuzarla, empiezas a comprender que esa raíz melodramática, vulgar, Kitsch y chillona, no es más que esa caricaturización de la calle, de la casa, de la familia que se mira en escena y se ve reflejada, se comprende, se admite, se reconoce en las escenas. Porque aunque no lo admitamos, esa exageración, los gritos de dolor, la furia amorosa, las pasiones extravagantes, no es más que ese modo de comprenderse del Venezolano, del latino en general. ¿Que tan bueno o malo es eso? Tal vez no sea ni una cosa ni la otra, sino simplemente una idea que se construye a medida que esta identidad de lo escandaloso, de lo que se crea a diario en un cotidiano de trópico bajo el sol, pueda conceptualizarse así mismo. Y la telenovela, es sin duda, ese cristal opaco, ese documento sin memoria que parece flotar en un momento atemporal e impecedero que parece completar esa historia cultura a medio escribir que define a nuestra joven y atolondrada cultura.

De Cristal al país de las mujeres, todos lloramos y reímos a la vez.

Mi abuela amaba las novelas. Por más independiente, fuerte y bien amueblada que fuera su mente, tenía una especial debilidad por su dosis de melodrama. De manera que en las tardes muy aburridas, solía sentarme con ella y disfrutar del seriado de turno: así conocí a Topacio y después a Cristal, y a todas esas heroínas de lo absurdo, las sufridas, las lloronas, las entregadas a la pasión ciega, las victimas del Villano, las que siempre soportaban con estoicismo su angustia. Muchas veces me burlé de mi abuela y cuando crecí y pasé por la etapa insoportable donde presumía mis lecturas de dramones rusos y franceses, miraba de reojo aquellas tarde de tertulia, donde abuela se reunía con sus amigas y tías para conversar sobre el desastre de turno que sufría la protagonista con nombre de piedra preciosa de ocasión. Hasta que en una ocasión y después de reírme de su angustia por una de aquellas heroínas de Baratillo, mi abuela señaló el libro de Anna Karenina que sostenía en la mano.

- De manera que esta es repudiable...pero esa - señaló el libro con una sonrisa - es excelsa?
- Es distinto, Ana es heroína, sufrida, le ha pasado de todo.
- Como a Cristal.
- No! - me sentí ofendida - Ana lucha por sus ideales.
- Cristal también.

La miré definitivamente disgustada. Ella soltó una carcajada.

- La gente se quiere enamorar y sentir esas pasiones ardientes desde que el hombre pudo tomar una rama seca y hacer un dibujo - sentenció - somos los mismos. Unos son clásicos, otros chabacanería. Pero todos aspiran lo mismo: esa idea superior del sentimiento.

Su respuesta me dejó anodada y aunque no le reconocí que sabia tenía razón, si me pasé sus buenos meses investigando al respecto. Y claro que tenía no solo razón mi abuela - como siempre -, sino además que esa búsqueda  me hizo comprender la simplicidad, la sencillez del planteamiento eterno. La cultura de lo simple, de esa extraordinaria necesidad de trascender en lo cotidiano, de buscar algo superior para comprendernos a nosotros mismos. Y de esa búsqueda inaudita, surge todo lo demás: el reflejo de lo que somos, el temor a lo que vemos y al final de todo, la comprensión de donde venimos.

Y desde entonces, tengo la impresión que las novelas - tal y como la concebimos, esas aparatosa escenificación de lo cotidiano - son tan eternas como nuestro lenguaje social. Desde las comedias griegas, pasando por la picaresca, las novelas de baratillo, el drama, la exageración y el dolor estrafalario es parte de nuestra concepción de eso que llamamos "lo real". Me imagino con toda claridad a esas castas damas de la Edad Media, sollozando por los amores frustrados que cantaba el Bardo de ocasión o más allá, las exquisitas damas Victorianas, suspirando por las historias de amores frustrados que parecen repetirse tanto como un eco histórico. Porque hablamos del amor ¿No es así? Lo que se repite una y otra vez, adornado con gritos y situaciones inverosímiles, es esa lucha por el ideal romántico, que se crea una y otra vez. Y el ideal romántico se confunde tanto con nuestra visión de lo cultural - la emoción, la necesidad de comprenderla, la pasión - que en algunas ocasiones se confunde. Lo que hace eterna a la novela - el melodramón, el sufrimiento lacrimogeno - es esa imposibilidad, la idea de reconocernos en esa necesidad insatisfecha. Una idea que parece común y comprendida para cualquier y sublimada sin duda a medida que el amor se convierte en la justificación, la necesidad nunca satisfecha, el mero ideal.

De manera que muy probablemente continué sufriendo raptos de mal humor mientras mis consecuentes y queridos noveleros hablan de amores, mujeres engañadas y la pasión que las consume, pero también estoy convencida que no solo las comprenderé como reflejo de nuestra época - ¿existe algo más lógico que el paso de la televisión a las infinitas redes sociales de ese gusto por lo exagerado y dramático? - sino que de ahora en más, lo asumiré como parte de algo tan enorme como intangible, tan elemental como simplemente personal: La cultura a la que pertenezco.

C'est la vie.

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