martes, 17 de julio de 2012

De pequeños dilemas existenciales: la adicción a comer y otras locuras personales



Hace unos meses - ¿O semanas? no recuerdo - comentaba que de vez en cuando sufro períodos de súbita toma de conciencia de mi propio cuerpo - y sus defectos - y me doy a la tarea de tomar cartas en el asunto para bajar algunos kilos y tomar mi salud más en serio de lo que acostumbro a tomarla. Pues bien, justamente ahora, estoy atravesando un periodo de esos por lo que comencé desde el día lunes, lo que llamaríamos un nuevo intento por volverme una persona saludable. Por supuesto, estoy muy consciente que eso no ocurre de un día para otro, pero comenzar siempre será algo tan definitivo como cualquier otra decisión. Y esta vez, la cuenta atrás empezó cuando comprendí que perdí el control de mi apetito.

Suena hilarante. Supongo que lo es, pero en realidad es lo más exacto que puedo decir de la sensación de siempre querer comer, y que la necesidad sea tan rampante como inútil. Porque quiero comer para llevarme algo a la boca mientras leo, escribo, mientras boceteo una fotografía, mientras trabajo. De manera que asumir que comer es parte de una especie de vicio endeble, me hizo, por enésima vez, comenzar otra vez a empujarme hacia lo sano, hacia digamos ese espacio donde puedo retomar el control de algo tan privado y que a primera vista parece tan sencillo. Comer. Lo es sin duda, pienso mientras reviso mi refrigerador y empiezo a arrojar en una especie de bolsa de los pecados, los dulces, las bebidas carbohidratadas, las galletas congeladas, los pequeños trozos de chocolate de diferentes sabores que he venido acumulando durante semanas. O debería serlo. No obstante para mi no lo es tanto, y me pregunto, de donde provendrá este habito mio de utilizar la comida como una especie de manía pedestre que me llevó a la gastritis, a unos incómodos kilos de más y al final a una especie de desorden corporal que comenzó a preocuparme cuando me afectó sin que lo esperara. Me detengo un momento: sostengo una de mis barritas de caramelo favoritas y a punto estoy de darle un buen mordisco, cuando la arrojo en la bolsa de las penitencias. Siento una intranquilidad profunda y preocupante cuando noto que comer se ha convertido en un reflejo mecánico. ¿Y donde está el placer? Pienso cerrando la bolsa de la penitencia. ¿Donde esta lo súbitamente agradable de paladear algo que agrada?

Con cierta tristeza pienso que lo perdí.

Del bocado al mordisco: sabores perdidos.

A veces creo que mi relación con la comida siempre ha sido complicada. De niña era muy muy delgada, casi enfermiza, y mi abuela, que tenia esa idea tan europea que en las curvas está en la belleza, luchó conmigo durante toda la adolescencia para hacerme ganar peso. Supongo que de allí, viene la sensación de gratificación y felicidad que siento cuando como - así no tenga apetito, que es lo preocupante - y que en ocasiones, me consuela de alguna manera. No obstante, al crecer, la relación entre la comida y mi mente se hizo tormentosa: me volví anorexica en medio de una depresión insoportable y después, aumenté de peso hasta llegar a unos peligrosos 80 kilogramos, que me provocaron dolores musculares y torpeza. Todo eso en un periodo de tres años al principio de la veintena. Progresivamente, llegué a una cierta estabilidad y retomé lo que fue mi peso estandar por años: 60 kilos. Nunca volví a preocuparme que me llevaba a la boca o que no, hasta que comencé a notar que el hacerlo - o no - tenia una relación muy estrecha con mis emociones, con mis ideas y mis temores. Y que triste resultó comprender que estaba conviritiendo la comida en un vehículo, en una excusa, en un absurdo objetivo. Comer por silencios, comer por risas, comer por ansiedad, comer por simplemente hacerlo. Una especie de paroxismo de la necedad.

Entonces decidí detenerme. No fue una decisión súbita ni espontánea. Lo decidí cuando el acto hedonista, exquisito y bello de comer perdió sentido y se convirtió en comer ansiosamente, por deseo irrefrenable, mudo y simplón. Descubrirlo es un paso,  pienso mientras me tomo, sorbo a sorbo, un jugo de frutas. De naranja, que es mi favorita porque es como beber luz. Y me doy cuenta de por cuanto tiempo no sentí este asombro, esta alegría diminuta de la satisfacción de algo tan natural como imperecedero. No sé porque, mientras paladeo este jugo - sin azúcar, recuerdo con cierta inquietud - pienso en mi amigo D. y hay una idea allí, en medio del pensamiento que me toma un momento analizar.

D. es un chef nato. Aunque él insiste en llamarse cocinero. Cocinero, chef o como sea, tiene una enorme habilidad en la cocina pero no en cualquier tipo de cocina: la buena, la saludable. Durante todos los últimos meses, lo he visto preparar todo tipo de platillos, fotografiarlos y acumular una bella colección de imagenes y recetas en un cuidado blog que de vez en cuando visito. Por deleite, digamos. O simple gula visual. El caso es que lo visito. Y pienso de vez en cuando, que para D. la comida es un acto de belleza. No hay nada más que ver sus cuidadas instrucciones, la manera como la comida para él es un proceso, una bella evolución. Que delicia, sin duda. Que placer. Con un sobresalto, pienso que pocas veces he sentido eso, o al menos en los ultimos tiempos.

Cierro la bolsa de la penitencia. Esta bien llena y cierto una especie de impaciencia de niña, nerviosa. Quiero un dulce, pienso atropelladamente, solo uno. Estoy a punto de abrir la bolsa cuando entonces pienso que esa sensación nerviosa, dura e incluso brumosa es que la me está restando placer y poder, en el acto de comer. Vamos, eres una bruja, pienso con los labios apretados, con la bolsa de la penitencia aun cerrada en un puño. Sabes que todo acto es simbólico. Sabes que cada acto genera poder.

Cuando arrojo la bolsa de la penitencia a la basura siento satisfacción. Y también algo muy parecido al placer.


Claro está,  me lleva un poco de esfuerzo volver la cabeza y analizar mi conflictiva relación con el apetito y recorrer el sentido inverso, hacia el momento donde perdí el control. Pero lo voy a intentar, pienso con un suspiro, mirando las legumbres recién compradas y la carne magra perfectamente ordenada en el refrigerado. ¿Resultará? No lo sé. ¿Podré llegar a una meta concreta? Tampoco podría decirlo. Pero sin duda, será mi proyecto mayor de aquí a final de año y lo llevaré a cabo con todo la necesidad que tengo de volver a convertir el placer de comer en justamente eso: en el acto hedonista de pura belleza y placer.


Veamos que ocurre entonces.


C'est la vie. 


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