lunes, 22 de agosto de 2011

Música en las Esferas Celestes





Hubo una época donde Dios, como figura abstracta e indescifrable, poseía un significado absoluto, sin posibilidad de un matiz incierto en su concepto. Como todo lo que escapaba al ámbito del conocimiento humano, Dios – o cualquier entidad inexplicable a la razón humana – era la explicación más inmediata al brillo indiferente y la mayoría de las veces, cruel del discurrir cotidiano. De ese espacio entre los secretos y la ausencia de respuestas, provenian el enigma que se le atribuía a los fenómenos naturales, las enfermedades, los miedos y las vulnerabilidad de un hombre sobrepasado por un lírico pasaje de sombras. El mundo existia en un extremo iluminado del conocimiento, más allá solo habitaban los demonios de la razón.
Y el arte por supuesto, reflejó con perfecta claridad, la dicotomia de un mundo simple ajeno al matiz moral.
La natividad de Grunewald, forma parte de un recuadro de Isenheim, cuyas tablas se pintaron entre los años 1512 y 1516 y representa la historia de Cristo en la tierra, desde la Anunciación hasta la Ascensión, así como algunos Santos. Aún hoy las escenas se pueden reconocer casi a primera vista. Solo la natividad causa cierta extrañeaz. A la izquierda, se alza hacia las alturas de la construcción fantástica de columnas decoradas con figuras masculinas que estan debatiendose. A la derecha, delante de un paísaje que se extiende hacia el fondo, aparece la figura sedente de la Virgen, con unas dimensiones que le impedirían ocupar el recinto de culto a la izquierda, si bien su imagen vuelve a aparecer alli más pequeña, aunque ya como reina celestia, con nimbo y corona.
Al fondo del paisaje se distinguen dos pastores, a los que un ángel está anunciando el nacimiento de Cristo en Belén. María no reposa con su hijo en un establo, sino al aire libre, sin san José ni el buey ni la mula, motivos habituales dentro de la imagineria popular sobre el nacimiento de Jesucristo. Y la tina, la jarra y la cama, objetos de entorno cotidiano, pertenecen a una esfera de la realidad muy alejada de las alturas celestiales de los ángeles y de Dios Padre.
En la actualidad, la escena suscita en el espectador un efecto semejante al de las obras surrealistas, que se caracterizan por hacer coincidir, como en un sueño, personas y cosas de tiempo y espacios muy distintos. Ahora bien, mientras que los surrealistas perseguían un mundo sin lógica, el retablo de Grunewald – tanto para el pintor como para los religiosos que se lo encargaron – estaba provisto de lógica hasta el más minimo detalle.
Siempre he sentido fascinación por la fina cortina entre la fe y la simple aceptación. Una aceptación tardía y pacifica como la de la Virgen en el retablo: el rostro sereno, brillante de pura y callada sumisión. Los designios de Dios son misteriosos e inalcanzables y el arte lo reflejo con su mayor expresión de divinidad a su alcance: una depurada belleza.

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