domingo, 31 de julio de 2011

Suicidas e ideales




En la entrada dan un giro a la llave,
reabren cada vieja carta guardada,
leen tranquilos y después arrastran grave
por última vez sus pasos de la morada.

La vida, dicen, fue una tragedia para ellos.
Dios mío, la carcajada horripilante de los hombres,
las lágrimas, el sudor, el anhelo de los cielos,
la solitud de tan vastos parajes pobres.

Se quedan frente a la ventana, lejos mirando
a la naturaleza, a los árboles, a algún infante,
ven como los marmolistas siguen el sol martilleando
que quiere bajar al poniente para siempre.

Todo ha llegado al fin. Aquí está la nota,
breve, simple, como se merece profunda,
llena de indiferencia y del perdón la gota
por aquel que llorará leyéndola rotunda.

Se miran al espejo, ven la hora,
si es una locura o acaso error se van a preguntar,
"todo ha terminado", murmuran, "ahora",
seguros que de veras lo van a prorrogar.


Kostas Karyotakis



Como todo adolescente - real o tardío - que se precie,  alguna vez leí y pensé sobre el suicidio como una abstracción ideal. Por supuesto, soy demasiado egoista y siempre me he encontrado en exceso obsesionada con las ideas filosoficas como para pensar que el suicidio - ese de las novelas, construido a base de decisiones y tan idilico como esos silenciosos de bosques olvidados - pudiera ser comprensible. Con todo, recuerdo que durante mi primera juventud, era una especie de limite de una conciencia enervada: la muerte de Ofelia me parecia poética más que trágica - tal vez lo es - y esas exquisitas muertes literarias siempre tenian un tono melancolico que me parecía hermoso.


No obstante, el suicidio, como idea, no es realmente parte de una abstración, como supuse en algun momento, sino que forma parte de una cierto concepto del pensamiento humano aun tan complejo como poco comprensible para la gran mayoría de nosotros. Un poco desconcertada, me dediqué a investigar un poco sobre el tema y esto fue lo que encontré, una extraña e inquietante idea de la muerte como parte de una perspectiva personal:



El primer suicidio de la Historia:


El primer suicida al que la Historia dedica unas líneas es Periandro (siglo VI a.C.), uno de los Siete Sabios griegos. Diógenes Laercio contó cómo el tirano corintio quería evitar que sus enemigos descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, por lo que elaboró un plan digno de Norman Bates. El monarca eligió un lugar apartado en el bosque y encargó a dos jóvenes militares que le asesinaran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no acababan ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por encargo, les mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un número desconocido de muertos. En realidad, el plan para que el cadáver del sabio no fuera descubierto era brillante, pero en lugar de un suicidio tenía visos de masacre colectiva.


Una larga historia sobre el temor:


John Berryman (1914-1972) El autor de ‘Homage to Mistress Broadsheet’ tuvo desde niño una relación cercana con el suicidio. A los 12 años descubre el cadaver de su padre, que acaba de pegarse un tiro. Esta imagen inspira sus famosas 77 canciones del sueño poemario que acabó ganando el Pullitzer de poesía. Junto con His Toy, His Dream, His Rest publicado en 1968, conforman su libro Dream Songs al que debe gran parte de su fama. Aunque Nick Cave sea fan suyo, los que le conocieron hablaron de su caracter imposible: perverso, alcóholico y manipulador. En 1972, sumido en la desesperación salta al Missisipi desde un puente de Minneapolis. Sin embargo, no llega al agua y muere asfixiado con la cabeza atrapada en el barro de la orilla.


Una muerte Extravagante:

Yukio Mishima (1925-1970) Enamorado del pasado de Japón y enemigo acérrimo de la sociedad nipona occidentalizada de post-guerra , sus novelas destilan un aire rancio y conservador en sus peores pasajes, poético y espiritual en los mejores. Su obra más importante es la tetralogía de novelas El mar de la fertilidad‘. El 25 de Noviembre de 1970, después de entregar a su editor el manuscrito del libro que completaba la saga, Mishima se dirigió con tres compinches a un cuartel del ejército japonés. Entraron en la oficina del general, le ataron a una silla y Mishima salió al balcón del despacho. Anunció que estaba dando un golpe de estado y empezó a leer su lista de demandas, que incluían la vuelta del emperador. Los soldados se mofaron de él, y Mishima, dentro de la oficina, se practicó el suicidio ritual del seppuku rajándose el vientre. Un suicidio lento y doloroso, en el que los jugos gástricos van poco a poco corroyendo los órganos. Cuando ya había sufrido lo bastante, y siguiendo las normas que indica el ritual, un compinche intentó cortarle la cabeza, pero falló por tres veces. A la cuarta, consiguió separársela del cuerpo.

De la complejidad y el ideario personal:

Robert E. Howard (1906-1936) No tan olvidado autor de novelas baratas, aunque las veces que se le recuerda siempre es por tres cosas: fue íntimo amigo de Lovecraft, creó el personaje de ‘Conan el bárbaro’ y perpetró un meticuloso suicidio. Cuando su madre entró en coma, Howard primero asegura el futuro de su obra, después pide prestado un revólver y pregunta a un médico sobre las posibilidades de sobrevivir a un disparo en la cabeza. La víspera de su suicidio reserva tres nichos en el cementerio local (uno para su madre agonizante, otro para su padre anciano y un tercero para él mismo) y al día siguiente se dispara un tiro en la cabeza en el interior de su coche. En su nota de suicidio reproduce unos versos que escribió cuando tenía 10 años, así que imaginamos que también los tenía a mano y preparados para el momento fatídico.

Más allá de la muerte:

Eugene Izzi (1953-1996) Escritor de novelas policiacas, plantea su suicidio como un enigma para la policía, que casi parece sacado de uno de sus libros: En la madrugada del 7 de diciembre de 1996 se cuelga de la ventana de un piso catorce de un edificio céntrico de Chicago. A la mañana siguiente, la policía acude y confundida, encuentra que el cadaver de Izzi lleva puesto un chaleco antibalas. En los bolsillos de la chaqueta del ahorcado encuentran puños americanos, un spray anti-violadores y varios disquettes con parte de su obra. Cuando entraron en su casa, descubrieron varias pistolas cargadas, así como otras pistas falsas.


Extravagante, incomprensible, simple:

Attila József (1905-1937) Este atormentado y revolucionario poeta húngaro no destacó en vida por su suerte o habilidad con los suicidios. El primer intento de acabar con su vida fue ingiriendo cincuenta aspirinas, que aparte de espantosos dolores de estómago no le causaron gran daño. La siguiente vez, tragó un veneno que resultó inocuo. La tercera, se tumbó en las vías de un tren, pero fracasó porque el tren había atropellado a otro suicida antes y se había detenido. Ya por fin en su cuarto intento consiguió poner fin a su vida dejándose arrollar por un tren, que esta vez no paró.

La extraña idea de la muerte:

Raymond Roussel (1877-1933): Un dandy viajero, millonario y drogadicto publica Locus Solus e Impresiones de África, con un inimitable estilo basado en la homofonía. Aunque más que por su obra se le recuerda por ser autor de cabecera de los surrealistas, los oulipo y los escritores de la nouveu roman. A la hora de su suicidio no quiso dejar abierta la puerta al fracaso. Según cuenta Leonardo Sciacia (su único biógrafo) ingiere 16 ampollas de Somnothyril, quince de Sonéryl, diez de Hypalène, once de Lutonal, ocho de Phanadorme, una caja de Declonol, un frasco de Hyrpholene, diez ampollas de Neurinare y doce de Veriane para suicidarse. Sobra decir que lo consigue.


Del Romanticismo y la muerte:
José Asunción Silva (1865-1896) Romántico tardío o modernista primitivo, este poeta colombiano de corta e influyente obra, escribe Nocturnos, fragmentos de los cuales aparecen en cualquier antología de poesía hispanoamericana. Corta obra porque en un naufragio, pierde casi todos sus escritos, la inmensa mayoría de los cuales no habían sido aún publicados. Este hecho y la muerte de su hermana Elvira, quien se cree que fue su gran amor, le trastocaron profundamente y se vio empujado al suicidio. Un día antes de suicidarse de un disparo, le pide a su médico, el doctor Manrique, que le dibuje sobre la piel el lugar exacto que ocupa el corazón.

La familia suicida


Horacio Quiroga (1878-1937) A la tierna edad de tres meses es testigo de como su padre se quita la vida disparándose en la cabeza con una escopeta. Su madre vuelve a casarse y después de cinco años de matrimonio, el padrastro se suicida con idéntico método al que había usado su padre biológico. Con el tiempo, el joven Quiroga se hace profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires y se casa con una alumna, que en 1915 se suicida bebiendo un líquido para revelar fotografías. Mantiene un breve idilio y una larga amistad con Alfonsina Storni (quien se suicidaría 20 años después arrojándose al mar) en la siguiente etapa de su vida. Un amigo le consigue el puesto de cónsul de Uruguay en la capital porteña, y lo pierde después de que el mismo amigo se suicidase. Un año y un día antes de que se quite la vida su gran amigo Leopoldo Lugones (arsénico), Quiroga ingiere una dosis letal de cianuro. Poco más tarde se suicidaría su hija mayor, Eglé y a su único hijo varón, Darío, le tocó el turno en 1951.

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