miércoles, 3 de noviembre de 2010

De los delirios privados y otras mitologias diminutas


Desde hace varias noches estoy escribiendo un cuento - que no es tal, porque ya rebasó las sesenta páginas - que he madurado desde que se me presentó en forma de pesadilla hace más o menos dos semanas. Comencé a escribir, aun medio dormida y he seguido redactando, párrafo tras párrafo mientras las palabras dibujan con total concresión la emoción, la imagen, el sentido, el deseo, la necesidad desesperada y turbulenta de darle sentido a mis imagenes más intimas - oníricas, surreales, inquietantes-. La revelación narrativa me hace tomar conciencia de cuanto he cambiado a través de ese fuego gutural de las palabras brotando indetenibles, un enorme magma misterioso que se enreda en mis pensamientos, ideas, derramandose en todas direcciones, elevandose como un extallido silencioso, colmando de siluetas entrevistas, ecos de voces inconcretas el Universo cuántico donde habita mi conciencia. Pienso, más que nada, en todas las cosas que quisiera resolver pero que están fuera de mi alcance, en que debo dejarlas resolverse por si solas; en que ahora, mientras escucho el nuevo disco de Radiohead, me siento como un insecto, como una luciérnaga intentando guiar a una niña perdida en medio de una oscuridad opresiva, casi inmensa. Soy un punto de luz inservible. Estoy petrificadq; soy una imagen que espera recargada en la brisa estática de una fotografía: puro movimiento congelado. Todo está bien, todo está mal, todo está bien... qué importa ya, voy a seguir así, así deseo seguir mientras la locura se diluye o termina por tragarme a mí también.

Sonrío, la muñeca dolorida, los dedos tumefactos luego de escribir tres, cuatro horas seguidas. La oscuridad palpita a mi alrededor, se alza en volutas a traves de la luz oblicua que entra desde la calle por las ventanas entreabiertas. Una caústica necedad, la mía, mientras continuo escribiendo sin pausa, con la respiración agitada. Una vez mencioné que  mi vida podría ser capitulo de un libro medianamente interensante. En ocasiones tengo la impresión las peculiaridades que siempre me hicieron sentir disminuida y asilada en mis ideas, son caldo de cultivo para un tipo de crueldad muy refinada. Descubrí también que soy una Hemafroda intelectual, genéro en proliferación en esta época de poco carácter y muchos estereótipos. Ultimamente, me siento aun más convencida de esa idea peregrina. La vida imita al arte, el tiempo se crea asi mismo, un gran huevo cósmico nacido de un inveterado concepto dual. Y abro los ojos, bajo una conciencia estrellada y difusa, un firmamento en flor sin principio ni fin. Una alegoría simple y llana sobre la dualidad, en mi concepto más beningo - pura idiosincracia - de la realidad.

Imagino esa perturbada necesidad de creación como un lugar en sombras en medio de mi rutilante Castillo de la memoria. No las puertas luminosas y centellantes, o las paredes imaginarias decoradas con pinturas cuya profunda belleza casi podría provocar dolor. Más allá de los arpegios donde danza mi memoria, existe la oscuridad, esa oscuridad del desconcierto, del placer intimo, de enigma palpitante. Un rincón que es a la vez un refugio, un lugar donde me siento a gusto, oculta entre sus sombras sedosas y su silencio polvoriento.  En el fondo este lugar esta atravesado por mi subjetividad, un rincón es un lugar íntimo, un sitio intransferible, un “locus amoenus” como lo llamaban los latinos.

Para otros puede ser un misterio nuestra preferencia por esos lugares, y no podrás negarme—lector, lectora--, que mientras recorres estas líneas, no giran en tu memoria los diversos refugios que te han cobijado y que aún funcionan a modo de un territorio secreto.

Al escribir también aparecen esos rincones. De hecho estoy convencida que solo aparecen durante esos largos períodos donde la palabra reina sobre cualquier miedo, sentido y sed.  Y creo que todos están concientes de esa oquedad torva:  cómo no recordar aquella arboleda y las retamas que evoca en su primer tomo de memorias el poeta Rafael Alberti: “Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento trajinando de una retama a otra [...]. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luza caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda. [...] Cuando por fin allá, concluido el instante de la última tierra [...] me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.”

Un escalofrio de placer me recorre, inclinada sobre la hoja que va dandole sentido a mi mundo. Un aleteo exquisito y audaz. La pasión destructura, un tiempo infinito.

Un verbo de luz.

Paz para los locos.

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