miércoles, 1 de julio de 2009

La Divinidad originaria.


Antiguamente, Dios era mujer. La concepción de la fertilidad, el poder de la creación, la fuerza de la espiritualidad tenian el rostro de una Dama misteriosa, que danzaba en los bosques y llanuras para cantar viejas glorias olvidadas. Siempre he creído que hay una reminiscencia de esa vieja necesidad de confiar en una madre creadora, nutricia, gloriosa y ancestral, aplastada por el posterior patriarcado en infinitas pequeñas vertientes conceptuales que se manifiestan a nuestro alrededor habitualmente. Las bellas esculturas de Damas sin nombre que pueblan la Grecia Antigua, las espléndidas Diosas renacentistas, naciendo desnudas y exhuberantes de conchas, recorriendo parajes misteriosos. Ese sutil poder que parece manifestarse cada día, en el sonido del viento, en la sonido de las ramas de los árboles al entrechocar. Una magia antigua, primitiva, palpitante que ha sobrevivido a años de violencia masculina, al simple dogma que arroja a la mujer a la oscuridad de la Ignorancia.

Pero a pesar de toda la ignorancia, el peso de la historia masculina, el hecho que la mujer haya sido relegada muchas veces a un lugar secundario y pasivo, la Diosa sobrevivió. Vive, en cada una de sus hijas, en el viento que danza, en la belleza de la convicción que el poder de la creación vive en cada uno de nosotros y expresa, como la tierra fértil que acoge a la semilla, ese enigma fecundo y avasallante de la vida que se alza por encima de un pensamiento y se construye asi misma a voluntad.

Sea la Divinidad el poder de la convicción, en cada uno de nosotros.

Asi sea.

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