lunes, 29 de junio de 2009

Una mínima variación de luz.


La cotidianidad es un bien escaso, exquisito y pocas veces apreciados. Como el sabor de un buen vino, guardado y añejado para una ocasión especial, largamente esperada. Porque hay que admitir que tiene su encanto - y su profunda ternura - tomar un minuto y eternizarlo como una voz de la conciencia, un tópico tan intimo que parece desdibujarse lentamente en esa agradable primera hora del día donde el amanecer despierta y la noche no termina de morir. Y es este silencio, de azul añil, de plata fundido, de rojo encendido, lo que describe meticulosamente la experiencia de creer y confiar, esta espléndida sensación de poder y esperanza que brinda - al menos en mi caso - el primer día de la semana, la primera hora del día. Un sorbo de café por supuesto, leer un capitulo del libro favorito, reir un poco ante la imagen más preciada de la imaginación. Un tiempo que ondula, se se hace perpendicular y también oblongo mientras la luz nace en una línea exquisita, se abre en todas direcciones a partir de un nícleo de mis pensamientos, tan amplio y carente de sentido como ese deseo abstracto de creer y confiar en esta belleza sencilla del resplandor del sol en mi ventana, inundando el mundo de mis ideas, rozando mis mejillas, parpadeando cálidamente en mi piel.

Un pequeño choque de conciencia. La alarma de mi mobil termina por romper la perfecta simetria de este silencio intimo. El día real, el verdadero, comienza. Suspiro, me termino el café - ya frio -, apago la ipod - una sonata de Scarlatti especialmente dolorosa - y siento que acabo de despertar de una ensoñación larga y casi decorosa. Que delicadeza, que ternura y cursileria quizá. Pero todas mias, todas con único sentido: mi capacidad para crear en la fe de esa estética que nace y muere en mis dedos y en mi voz más personal.


Se levanta el telón, en esta mágica comedia de brillos y pequeñas creaciones de la imaginación.

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