jueves, 31 de enero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: La muerte de la Capital del Cielo.





De niña, me encantaba mirar a Caracas desde la terraza más alta del edificio en que vivía. A veinte pisos de altura, la ciudad tenía un aspecto reluciente, un diorama de destellos azules y dorados que no tenía nada que envidiar a las ciudades de mi imaginación. Los edificios que bordeaban la montaña, como centinelas silenciosos en medio del verde. La empinada curva que nos separa del mar. Había un elemento tan antiguo y a la vez moderno en el paisaje, que en ocasiones casi podía ver las cúpulas cristalinas que rodean las grandes urbes que describen mis libros favoritos. Los sueños de Asimov, Philip K. Dick y otros tantos, plasmados en esta ciudad pequeña, modesta, pérdida en un valle radiante de un país cualquiera.

Tenía unos doce años y por supuesto, no pensaba en tales términos. Ningún niño lo hace. Lo que sí tenía muy claro, era que Caracas tenía un tipo de belleza extraña y salvaje que nunca me dejaría de desconcertar. Con el tiempo, mi ciudad se convertiría en fuente de inspiración continúa: para mis fotografías, mis cuentos, mis ensayos, mis descripciones apasionadas sobre sociedades posibles enraizadas en la naturaleza y la belleza. Porque Caracas me educó para creer que en una ciudad es posible que los árboles nazcan directamente del concreto o que las ramas atraviesen paredes y fachadas. Caracas es la ciudad en la que las mansiones góticas están rodeadas de edificios de ventanas brillantes. Caracas es la ciudad en que los brotes tiernos florecen en las paredes rotas, en las puertas combadas por la humedad del mar invisible. Caracas está allí, creciente y paciente, en todos los lugares de mi memoria.

Tal vez por eso, me produce un dolor insoportable la ciudad convertida en sombras. Caracas, la radiante, la caótica, la rebelde, transformada en una colección de penumbras tensas. Que poético se escucha, me digo sentada en la misma terraza en la que me sentaba de niña a fotografiar el paisaje nocturno. Que cursi, en realidad, me recrimino. Pero resulta imposible describir de otra manera, la Caracas que sobrevive a duras penas el Chavismo, la devastación de las peores políticas, la más alienantes y violentas. Caracas, convertida en un espacio de enfrentamiento, en una hoja de ruta desigual en medio de una lucha política encarnizada. Caracas, despedazada a trozos, entre ricos y pobres, la violencia y sus víctimas. Caracas, un cascarón vacío de una historia triste que ya nadie recuerda.

— Siempre estuviste enamorada de Caracas — me recuerda una de mis tías — siempre, desde chiquita. Eso ahora, es un poco malsano.

No respondo. Estamos sentadas en la terraza de su vieja casa, en una urbanización de la ciudad muy cerca del Ávila, la montaña símbolo que ha terminado por convertirse en símbolo de cierto desarraigo. A nuestros pies, Caracas brilla a media luz. La mayoría de las luces de la autopista que cruza de oeste a oeste la ciudad se encuentran apagadas — rotas, inservibles, vandalizadas — y las pocas vallas que sobrevivieron a la crisis económica, flotan en la oscuridad desdibujadas y opacas. Otro recuerdo: tenía dieciseis años cumplidos cuando conduje por primera vez un automóvil y lo hice en medio del desfile de luces de la autopista, los anuncios de películas a punto de estrenarse, el neón de las fachadas de los restaurantes al otro lado del río pestilente que circunda la ciudad. Una pasajera del desastre, pensé, mientras una de mis primas me hacía indicaciones sobre la velocidad y otras menudencias. Y todavía me parecía hermosa la ciudad, tan brillante, tan absurda. Fragmentada en mil estilos distintos sin ninguna conexión entre sí.

— No es malsano, es sincero. La quiero porque Caracas sigue siendo parte de mí.
 — ¿Incluso así?
 — Incluso así.

“Así”. Tia se refiere sin duda a la caída en desgracia de la ciudad, su lento desplome hasta convertirse en una peligrosa parodia de lo que fue, alguna vez. Desde hace diez años es el tercer lugar más peligroso del mundo. También tiene el barrio más grande de latinoamérica (Petare) y es quizás, la ciudad latinoamericana con menos progresos urbanísticos y de cualquier otra índole. Caracas fue una excentricidad, un experimento fallido: el dictador Pérez Jiménez la llenó de asfalto y construcciones enormes para distraer la violencia detrás del puño militar. La democracia falible y subsidiaria del petróleo que vino después, se regodeó en una modernización a marchas forzadas gracias a la bonanza petrolera. Hace unos días, el escritor Martín Caparrós decía en una maravillosa crónica que Caracas es “verde”. Árboles enormes en todas partes, jardines descuidados que nacen en cualquier parte. También hablaba sobre las construcciones brutalistas en contraste claro con la cursilería de edificios de la década de los setenta. Una urbe creada al capricho. Una noción durísima sobre esa percepción de lo urbano casi sometida a las transformaciones políticas sin orden ni concierto.

— La estas idealizando — dice tía — y eso siempre es malo.
 — No lo hago ¿cómo podría?
 — Lo haces. Y te gusta hacerlo. Lo haces por el mero hecho de no saber como afrontarla de otra manera.

Me apoyo sobre la reja de seguridad que rodea la terraza: una monstruosidad de acero pesado cubierta de feos ornamentos de hojas y frutas. Muy propio de Caracas, eso. Esos exageraciones de puro lujo combinados con mal gusto. Una vez, mi tía me dijo que todas las casas de la calle, tenían “aspiraciones Europeas, sin saber dónde se encontraba Europa”. Siempre me pareció una buena manera de describir no sólo la exclusiva urbanización en la que vive, sino la ciudad entera.

— La quiero porque aquí nací, pero sabes perfectamente que sé quién es Caracas.
 — “Quien” — tía se ríe — ¿sabes lo raro que es ese modo de hablar?

Supongo que lo es. Pero conozco a Caracas tan de cerca, que es casi imposible hablar de ella desde la distancia del objeto, del lugar, del punto geográfico. Caracas es una mujer malcriada, violenta, estéril. Pero también tiene los cielos más azules en diciembre, una belleza dura como el cristal e igual de inexplicable. Hay noches en que el cielo de la ciudad relumbra en añil, tan claro y transparente que te asombra sea el de un lugar descuidado, destruido por la contaminación y por el descuido. Pero lo es. Caracas es una mujer triste, una Dama lirio pesarosa, decadente y enfebrecida. Una mujer al borde de la muerte pero cuya agonía es tan larga que resulta puro agobio.

En su novela “Victoria”, Knut Hamsun llama “sinvivir” a un espacio vacío y fragmentado del día y de la noche. A la última luz del atardecer. A la agonía que precede a la muerte. Un dolor infinito, inevitable pero también invisible, que está en todas partes y cualquiera de nosotros ha conocido alguna vez. Un término que parece intentar definir ese silencio de las cosas rotas, de las grietas abiertas, de las herida que no se curan.

Pienso en eso mientras intento comprender a Caracas y por extensión, a Venezuela. Y pienso que esta Caracas a oscuras, convertida en una pesarosa visión del futuro, es un símbolo del miedo. Claro está, en nuestro país, tener miedo es algo común. Necesario quizás. Tienes miedo del desconocido que se acerca demasiado, del que te tropieza, del que te mira de manera casual. Tienes miedo de las calles y avenidas, de lo que puede — o no — ocurrir en el transporte público. De la madrugada, de la tarde en sombras, incluso del simple hecho de encontrarte equivocado en el momento equivocado. Porque en Caracas, la seguridad personal ya no es algo de precaución, de cuidar por donde caminas, de conocer la estratificación del peligro, de reconocer el mapa del riesgo. En Caracas, todos somos víctimas aunque no lo sepamos, aunque todavía no llevemos el número de la estadística colgado invisible en algún lugar de lo cotidiano. En Caracas vivimos apresuradamente, huyendo del peligro, abrumados por la posibilidad, inquietos por la presunción de peligro que brota de todas partes.

— Y esas cosas no las recuerdas a menudo — dice mi tía — sólo piensas en la Caracas bonita.

No respondo a eso. No sé como explicarle que nunca dejo en las dos ocasiones en que he estado a punto de morir en Caracas. Es la vez que un desconocido me arrojó al piso y me pateó, para arrancarme de los brazos el bolso en el que llevaba la cámara. No se lo permití y el hombre me apuntó con el arma. La mirada viscosa y enrojecida de la droga. En ese casi imperceptible segundo, pensé que de asesinarme, no recordaría que lo había hecho al día siguiente. Que aquel hombre de manos temblorosas, enjuto y la cara consumida por la adicción, despertará junto a mis objetos de valor con la brumosa sensación que algo había ocurrido. Nada importante, quizás, en la memoria desigual y rota. Al final, el hombre me lanzó otra patada y corrió en dirección contraria. Nunca pude explicarme qué le detuvo. Que evitó que disparara.

La siguiente ocasión, ocurrió en un transporte público. Un muchacho tan joven que seguramente no había nacido cuando comencé en la Universidad, me apuntó a la cabeza durante un asalto en el vehículo. Tenía la mirada despejada, alerta y también, llena de un júbilo salvaje que me asustó más que cualquier otra cosa. Ese muchacho con el rostro cubierto de acné, los dedos llenos de tatuaje, quería matarme. Lo disfrutaría, pensé en ese instante de claridad meridiana antes del terror absoluto. Desea asesinarme. Cerré los ojos y escuché el clic muy claro del metal contra el metal. Pero no ocurrió nada más. Al final, me golpeó con la cacha del arma en la sien y me hizo gritar. Después un pasajero que observó la escena, me contaría que arma no había disparado. El metal cribado encajado entre las piezas invisibles. “Un milagro” dijo el hombre, un anciano tembloroso que lloraba de alivio cuando todo termino. “Se trató de un milagro”.

Pienso en ambas escenas a diario. Quizás cada hora del día. De hecho, podría decir que jamás salen del todo de mis pensamientos. Mientras fotografío, escribo o leo. Mientras río a carcajadas con mis amigos o me tiendo en mi cama con los ojos cerrados, para saborear el silencio de las tardes. Siempre pienso en que estoy viva y pude morir. Que estuve tan cerca que virtualmente, ocurrió un “milagro”. ¿Se trató de eso? me pregunto a veces, con la lógica descarnada del que tiene miedo. No lo sé. Casualidad o milagro, estoy viva. Y eso es suficiente.

Pero eso no puedo contarselo a mi tía, con su cabello blanco repeinado, sus ojos grises llenos de humor. No puedo hablarle del pánico con que despierto de vez en cuando, de lo mucho que me tiemblan las manos cuando debo subir a un transporte público por cualquier razón. Lo asustada que siempre me siento al caminar por la ciudad. No puedo y no quiero. ¿A qué revelarle ese pequeño e incómodo secreto? Siempre tengo miedo, de la misma manera que otros siempre están enfurecidos o llenos de energía. Pero el miedo para mí, lo es todo. Y Caracas, el centro nuclear de esa idea.

— No se trata de cuidarte o no, hablamos que Caracas es peligrosa por el mero hecho de ser impredecible — prosigue — uno nunca sabe lo que va a pasar.

Me ha estado comentado sobre la más reciente anécdota de la violencia: un hombre asaltó a B., su secretaria, en un vagón del Metro de Caracas. La amenazó con un cuchillo, delante de un grupo de usuarios, que retrocedieron atemorizados. Nadie intervino, ni siquiera alguien lo intentó. Solo miraron como el hombre le arrebata la cartera a B. y después la golpeaba en pleno rostro, rompiéndole la nariz y un par de dientes. Cuando bajó del Metro, el resto de los pasajeros se alejaron de ella, sin mirarla, abrumados por una especie de verguenza colectiva. Ningún medio reseña el hecho, uno más entre los cientos de anécdotas de la violencia que pululan en la ciudad. La violencia como parte del paisaje natural de la ciudad.

— Se trata de algo más — digo — se trata de la idea de Caracas como toda una mezcla de sus dolores, de sus defectos. Caracas es Caracas.
 — Poesía — me reclama y me sobresalta escucharla repetir mis pensamientos — Caracas nunca fue tan peligrosa ni tan cruel. Antes…
 — ¿Cuanto antes?

Tía frunce los labios. Esta conversación ya la hemos sostenido antes, tantas veces que siempre parece a misma. Mi tía recuerda una Caracas que no existe, que no comprendo: la Caracas de las calles animadas, de la vida nocturna radiante. La Caracas desbordante de progreso, la Caracas cosmopolita, la Caracas que aspiraba algo más que su destino de simple reconstrucción Urbana. La Caracas que yo conozco es otra: una durísima, destrozada por cien formas de indolencia, resquebrajada por el peso del dolor, de la pobreza, de la indiferencia. La Caracas que cierra puertas para protegerse, la cubierta de rejas. La que es testigo de muertes y dolor. Esa Caracas, la mia, no se parece a la suya.

— Caracas es consecuencia de la historia de este país, más que ninguna otra región o lugar de Venezuela — me dice — Caracas fue primero un sueño: Guzmán Blanco la soñó bonita, afrancesada y falsa. Luego Pérez Jiménez la convirtió en símbolo, la reconstruyó, le brindó un lugar en sus ideas de lo que debía ser el país, ordenado y bajo la bota militar. Adecos y copeyanos se la disputaron. El Chavismo la utiliza.

Todo eso es verdad, pero incluso a pesar de la profusión de símbolos, de ideas y de planteamiento, Caracas sigue sobreviviendo a todo. A pesar incluso, de esa transformación constante, de la insistencia de mirarla como parte de la historia y a la vez como metáfora de un país adolescente, muy niño. Y es que Caracas es lo que creemos de ella, lo que asumimos existe a medias, lo que vemos desde nuestra parcela de la realidad. Caracas puede ser esta ciudad rota y desordenada, el casco histórico a medio rehacer, los barrios variopintos a su alrededor. Puede ser la historia, la que se cuenta todos los días, la que se asume progresista. Pero Caracas es también, un recuerdo de lo que pudo haber sido. De lo que ya no será. Mi tía sonríe cuando me cuenta la primera vez que visitó el teatro Teresa Carreño y se impresionó por sus dimensiones, por lo que significaba.

- Un teatro a la altura del primer mundo — me dice — eso fue lo primero que pensé cuando subí por la enorme escalera mecánica, mirándolo todo como si no pudiera creerlo. El teatro entero olía a nuevo, y era una emblema de la Venezuela Saudita. No había comparación con otra estructura en el país y lo que pensé “Y lo que nos espera”.

No comento nada, pero me entristece el pensamiento. Hace unos cuantos meses, visité el Teatro Teresa Carreño y me entristeció encontrar justo lo contrario a lo que mi madre cuenta. Las paredes agrietadas. Los pisos un poco deslustrados. El Teatro lleno por los cuatro costados de un aire de decadencia lamentable. Y aún así, continúa pareciéndome hermoso, desde luego. A pesar de los jardines secos, de las pequeñas señales de deterioro que nadie se ocupa de restañar y reparar. Como Caracas, con su rostro pintarrajeado para ocultar las arrugas, con la boca torcida de pura amargura. Pero es Caracas, y así la quiero.

— A Caracas se le quiere porque no queda de otra — me dice F., vendedor de frutas en la Esquina justo al frente de la Iglesia de Altagracia — ¿que más va a hacer uno, pues? Hay que querer a esta ciudad.

Voy por allí de vez en cuando, en mi constante deambular por recuperar a Caracas, por recordar como era aunque no la haya vivido. Pero F., es un optimista: lo es incluso en estos tiempos descreídos donde no encuentra azúcar para el jugo y las naranjas son tan costosas que apenas puede comprarlas. Pero el sigue vendiendo el juego porque es “bueno para el corazón” y sus clientes de siempre se los compran. Como yo. Saboreo el sabor muy ácido de las naranjas recién exprimidas con una sensación de emoción casi infantil. Sabe a historia, a pequeños milagros en medio de esta ciudad que no cree en nadie.

— A veces le tengo más miedo de lo que la quiero — le respondo. A él se lo puedo decir — pero también está…es mía ¿se entiende eso?

Mi amigo sacude la cabeza, desgreñado y venerable, con sus arrugas de sol rodeando su sonrisa.

- Mija, el miedo es fácil. Sencillísimo pues: uno le tiene miedo a todo, o podría tenerlo. Pero Caracas es el olor de las cosas que uno vivió en ella. De cada cosa que uno dice “es mío”.

Que poético, pienso de nuevo, terminando de un trago el jugo con una mueca. Que exquisito momento en este, donde Caracas es casi bonita con la cúpula de la Iglesia brillando al sol y este calor beatifico del Verano eterno. Y el olor a ciudad, que es acre, duro y bonito. El olor a todas las cosas. Encaramada en el muro cercano a medio construir, conversando con F., siento que la vida transcurre muy rápido, que tiene incluso un buen sabor. Supongo que así recuerda mi madre a Caracas, a la que fue y ya se desdibuja en el horizonte de la realidad dura y violenta que soportamos en la actualidad.

Para mi la ciudad es otra cosa. Es este jadeo de temor que me sale del pecho mientras camino por sus calles. El mirar sobre el hombro para saber dónde está el peligro. Pero también es el Ávila, tan radiante que incluso a veces me irrita. Que gusto detenerme en cualquier parte para asombrarse por su linea verde y majestuosa, que delicia sonreír, para contemplar su verde inolvidable. Y aún así; no es suficiente. No lo es en medio de la angustia, del sonido de la refriega, del temor.



Mi editor es un hombre colosal. Es la primera palabra que se me ocurre mientras conversamos sentados en la terraza de la Escuela de fotografía donde trabajo. El Ávila otra vez, retoza tranquilo sobre los muros blancos, extraordinario y brillante. Hoy, el cielo azul Caracas lo borda, lo decora, lo pule. Tiene una abundante melena alborotada, una maravillosa barba que rebosa personalidad y una sonrisa de pillo, maliciosa y encantadora. Es la que me dedica cuando le digo que amo a Caracas, que la extraño aunque no la conocí antes que esto. Mi editor sacude la cabeza y suelta una risita.

— Eso es inocencia. Caracas no quiere a nadie, no le importa querer a nadie — dice. Suspira. Mira al Ávila a través de sus lentes oscuros — es una hembra, una mujer dura y loca. Estéril. No te da nada, te lo arrebata todo. Pero igual la amas así, a pesar de todo. La amas, la llevas a todas partes. Las sostienes, la acunas entre los brazos. Caracas es todo, y no es nada. Pero puede serlo.

Es verdad. Y aunque la poesía la describe a medias — otra vez -también esa ciudad suya de contrastes es la que encuentro a diario, con la que tropiezo con más frecuencia. La Caracas que miro a través del cristal sucio de la ventana del Autobús, la que relumbra cuando cruzo la calle a la carrera, entre gritos y el tráfico ensordecedor. La silenciosa de los jardines pequeños y olvidados. La dura, de las noches aterradoras. Y también, la de la violencia. La del Este que lucha, la del Oeste que duerme plácida. ¿Quien eres? Le pregunto con frecuencia. ¿Quienes somos cuando formamos parte de su historia?

***

El Calvario siempre será un lugar privilegiado. Levanto la cámara instantánea con las manos temblorosas. Te quiero Caracas, necesito mirarte. Quiero contemplarte más allá del miedo. ¿Quien eres? El click sonoro me sorprende, me duele, me desconcierta. Parpadeo. Aguardo mientras la fotografía aparece lentamente en el pedazo de papel. Y de pronto, allí está Caracas, la que yo veo, más allá de la muerte y el sufrimiento, más allá del temor. Caracas, inamovible, un recuerdo. La nada que retoza, la belleza que es frágil y simple. La que existe y podría no existir.

Miro la fotografía de Caracas mientras escribo. Y también la otra imagen, la que se cuela a través de la ventana entreabierta. La azul radiante, la maloliente, la real. La cruel. Me pregunto entonces quién eres tu, a donde vas, quien es el deseo. A quien temo y quien soy cuando te miro. Las respuestas son tantas que creo todas son valiosas: eres más allá que eso, más allá de lo que sueñas y paladeas. Te amo, te odio, te necesito, te recuerdo, eres todo lo que soy y más allá, lo que fui. Un recuerdo a trozos. Una visión de mi mundo resquebrajado y quizás borroso, pero real. Esa eres tu, pienso, acariciando con la punta de los dedos la fotografía, esa instantánea que empieza a desdibujarse.

Y quizás, no seas otra cosa que lo deseo mirar de ti, me digo. Lo que no podré recuperar jamás.

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