martes, 7 de agosto de 2018

A un byte de distancia: La existencia intermedia entre la realidad y lo virtual.





Mi abuela solía decir que vivir en el mundo real era para “corazones fuertes” una idea romántica que me hacía reír. En una ocasión, le pregunté si vivir en el mundo real no era por cierto, el objetivo y la razón de cualquiera. Que sólo contadas ocasiones — y casi todas relacionadas con un tipo poco apetecible de locura — el mundo real era la opción inmediata y obligatoria para todos. Ella me dedicó una de sus miradas maliciosas.

— Todos percibimos el mundo a través de un cristal — dijo — nos miramos a través de libros, programas de televisión, de la pantalla de la computadora. En tu época, nadie quiere mirar las cosas de frente, les cuesta demasiado dolor.

Me quedé un poco aturdida. Era un pensamiento doloroso, incluso incómodo. ¿Cuántas veces había hundido la cabeza entre las páginas de un libro para protegerme de lo que me rodea? ¿Para olvidar, distanciarme un paso de la realidad, para evadir lo que ocurre a mi alrededor? Mi abuela asintió, como si pudiera entender mi confusión y esa rara sensación de angustia que me atormentaba.

— Aceptar la realidad es un acto de valor — dijo — no todos lo aceptan de ese modo.

Recordé la conversación cuando hace poco, alguien me comentó que en Internet, todos somos ideas. Que en algún punto de la última década, nuestra percepción sobre la identidad, lo que brinda sustancia a nuestra individualidad y el quienes somos se transformó para siempre. Me lo dijo, luego que ambos leyéramos un reportaje donde se analizaba las redes sociales bajo la óptica de cuanto han transformado la manera como asumimos el presente y el futuro. E incluso, lo esencial del conocimiento y el aprendizaje.

— A este paso, no hará falta pensar — dijo mi amigo — sino simplemente tener datos que mostrar. — Eso suena un poco escalofriante — confesé, aunque la idea no me resultaba del todo nueva. — Piensalo: estamos en una cultura de gente que se está acostumbrado a expresar todas sus ideas a través de las Redes Sociales. Que no concibe la idea de no hacerlo. Que desea mostrar todo lo que hace y piensa. ¿No se trata eso de una colección de datos?

No se trata de un planteamiento novedoso, por supuesto. Durante años, toda mi generación — y la inmediatamente siguiente — parece reflexionar con mucha frecuencia sobre el hecho que somos hijos intelectuales de un mundo virtual que nos refleja de manera inmediata. De una experiencia superficial, construida a base de lo banal, donde el análisis, la profundidad de planteamientos, el debate de las ideas no parece demasiado importante. En una sociedad donde se glorifica lo absurdo, lo venial y lo simple en beneficio de toda una nueva cultura basada en la capacidad para mostrar y construir ideas aparentes. Pensé en todo eso con cierta sensación de alarma pero sobre todo, con esa habitual preocupación que me producen conceptos parecidos, que por cierto, suelen ser muy frecuentes. Me quedé en silencio, mientras mi interlocutor seguía ponderando su reflexión.

— No tiene mucha gracia seguir analizando todo desde lo intelectual y lo filosófico si nadie te va a entender ni le va a gustar lo que dices — prosiguió — porque al fin y al cabo, el mundo ya no es capaz de analizarse así mismo de esa manera. ¿Para qué tanta lectura y tanta reflexiones que no llegan a ninguna parte?

He escuchado el mismo planteamiento muchas veces a lo largo de los últimos años. Gente que me recomienda dejar de insistir en discusiones, argumentos y diatribas sobre política, filosofía e inclusión, simples puntos de vista por carecer de “objeto” y sentido en medio de una cultura que no le interesan escuchar opiniones en contra. Esa percepción que cualquier idea que no forme parte de la general, parece carecer de verdadero valor. Una y otra vez, me han insistido que somos una sociedad que se alimenta de la “tendencia”, que se construye a través de esa percepción inmediata y que cualquier otra postura, es literalmente una perdida de tiempo. Malgastar energías y esfuerzo en la defensa de argumentos que realmente, interesan muy poco a la mayoría.

Mi amiga L., psiquiatra y observadora de lo que llama, la cultura cotidiana, suele decir que esa noción sobre la realidad que se crea a través de lo popular, no es cosa reciente. Después de todo, el ser humano, como criatura social, necesita de la reafirmación y también, de la complicidad de sus congéneres para prosperar. Durante años, ha investigado esa nueva cultura del conocimiento basado en lo simple, en las opiniones sin fundamento, en la “moda” que crea puntos de vistas diversos — y la mayoría de las veces insustanciales — con tanta frecuencia que llega a desconcertar. Para ella, la noción sobre el conocimiento no solamente se trivializó sino que además se convirtió en algo más denso, desconcertante y lo que resulta más preocupante, duro de asimilar.

— Las Redes Sociales son el reflejo y no la consecuencia, como suele insistirse de lo que consideramos la cultura fast track — me explica cuando nos reunimos en su pequeño consultorio. En la pared, hay una fotografia de un hombre sentado en una habitación en sombras mirando una pantalla de televisión encendida. “¿Cuantos crees que sabes?” se puede leer al fondo — todo es rápido, de consumo sencillo y sobre todo, sin demasiadas complicaciones. Nadie necesita saber los detalles. Nadie de hecho, quiere saberlos. Cada nueva noticia, suceso, circunstancia, convierte en expertos inmediatos a toda una audiencia cautiva que sólo debe googlear para tener conocimientos generales — y la mayoría de las veces poco precisos — sobre un tema usualmente mucho más complejo. Pero es que nos hemos educado así, nos hemos habituado sea así. Y las consecuencias comienzan a notarse ahora.

Tiene razón, por supuesto. De pronto, todos somos expertos en cualquier ámbito, tema, especialidad. Si una famosa actriz de Hollywood decide operarse los pechos, la mayoría de los usuarios de las redes sociales tienen una opinión e incluso un diagnóstico y por supuesto, una crítica. Si un escritor relativamente desconocido obtiene el Oscar, de inmediato sus libros se convierten en tema de conversación, se debaten en cualquier ámbito y bajo cualquier aspecto, menos, evidentemente desde la profundidad de una lectura meditada sobre el texto. Y así, cientos de pequeñas situaciones diarias que transforman el conocimiento y el aprendizaje en una finísima red de interconexiones que apenas se sostiene sobre esa capacidad del nuevo usuario internauta de obtener información inmediata pero no precisamente profunda e incluso correcta. Ocurre con tanta frecuencia que llega a ser preocupante aunque en realidad, se trata de una consecuencia de ingente cantidad de datos e información de la que todos disponemos. Esa nueva percepción del conocimiento como datos en lugar de reflexión y análisis. Una visión sobre lo que sabemos y su estrecha relación con la opinión general.

— Es muy simple: las redes sociales se alimentan del ego del usuario, su necesidad de mostrar y crear una ilusión sobre lo que su vida a través del material que difunden — me dice L., quien durante los últimos meses ha investigado sobre la manera como la comunidad virtual se percibe así misma — además, está el hecho que cualquier Red Social es una ventana abierta al mundo. Puedes leer lo que quieras, de quien quieras. Encontrar todo tipo de datos, informaciones, reflexiones, puntos de vista, perspectivas. Usar esa información a conveniencia. La idea resulta un poco abrumadora cuando la analizas así pero sobre todo, te deja muy claro que el mundo virtual no sólo es un reflejo del actual, sino también un tipo de opinión.

Hace unos meses, leía un artículo que analizaba la idea de las consecuencias que podría tener la cultura virtual sobre las nuevas generaciones. El texto ponderaba el hecho de una nueva generación que nació en pleno auge de las Redes Sociales y que de hecho, no conoce otra cosa. Aún más, es incapaz de concebir el mundo sin la accesibilidad, medios y recursos de la web. ¿Qué consecuencias puede tener esa visión sobre el mundo basada en la experiencia virtual sobre nuestra manera de pensar? ¿Cómo se mira así misma una generación que se concibe así misma en esa capacidad para la expresión, la comunicación y la inmediatez? Nadie parece tener una respuesta sobre el tema, a pesar de que parece estar en todas partes. Y sobre todo, dejar muy claro que cómo nos concebimos — esa idea cultural sobre la identidad de la época y lo contemporáneo — probablemente haya cambiado para siempre.

— No es sencillo de comprender y mucho menos, es una opinión Mundial — me dice L., cuando le comento lo anterior — por ejemplo, en Venezuela, aún esa idea tiene años de retraso y siempre lo tendrá. Nuestro desarrollo tecnológico es precario y nuestra percepción sobre lo que es el conocimiento, también. Somos una cultura refractaria a ese tipo de cambios y sobre todo, ahora cuando un renovado nacionalismo emparentado con la ideología asume el conocimiento desde un rasgo político y reivindicativo. Pero aún así, esa generación que creció educada por internet, es muy obvia. Y también, sus consecuencias.

Claro está, la idea de los Millenials en Venezuela es muy restringido, además de protagonizar su propio fenómeno migratorio y de hecho, haber madurado muy rápido — y en difíciles condiciones — en medio de un proceso político muy agresivo. Pero existen: Los profesionales entre los veinte y treinta años, con titulo Universitario en mano, amantes de la tecnología, que aspiran a la independencia económica y sobre todo, al éxito social y cultural inmediato. En Venezuela los millenials — o quienes podrían encajar en esa nueva identidad — son los que están protagonizando quizás el movimiento migratorio más numeroso de los últimas décadas en el país. Y de hecho, representan a toda esa nueva oleada de hombres y mujeres que crecieron bajo la noción del mundo globalizado y la idea general del conocimiento accesible.

— Es difícil aplicar entonces esa noción sobre la “generación que educó internet” de manera universal — comenta L., mostrándome un mapa mundi donde se señala lo que parece ser una tendencia mundial sobre migración. Las líneas se entrecruzan, se mezclan, crean una especie de continente flotante — pero si, de hecho, la nueva capacidad de comunicación creó un nuevo tipo de pensamiento. Lo simplificó, lo hizo muy característico de nuestra época.

Por supuesto, sé a que se refiere mi amiga. Por siglos, el conocimiento fue cosa de élites: perteneció a un grupo minoritario que representó cierta aristocracia intelectual en su época y lugar de origen. Los literatos, artistas, filosofos, académicos parecieron representar por mucho tiempo un grupo privilegiado a través del cual pudo interpretarse la cultura desde un punto de vista muy concreto y específico. No obstante, esa perspectiva comenzó a desaparecer con la comprensión del derecho a la cultura y a la educación, con la compresión de la necesidad de democratizar el aprendizaje como elemento social. El siglo XX representó quizás una época de ruptura con esa percepción sobre la educación como privilegio y creó una nueva percepción sobre esa idea. Aún así, la cultura (como fundamento esencial) continuó siendo parte de una cierta concepción sobre la identidad individual. Pero el fenómeno de la globalización creó una percepción inédita sobre el mundo y mucho más aún, sobre lo que puede significar o no, el aprendizaje y el conocimiento dentro de la comprensión de su identidad. E internet — o mejor dicho, su crecimiento exponencial — representó una nueva interpretación sobre el quienes somos y el cómo nos percibimos.

La escritora Marina Keegan murió muy joven y quizás esa muerte prematura sea el mejor símbolo de lo que representó en su breve carrera literaria: un anuncio lo que puede estar ocurriendo en el mundo del conocimiento como consecuencia de esa rápida madurez — quizás imperfecta y desigual — que la generación internet trajo consigo. Porque Keegan jamás publicó un libro durante su vida pero su novela póstuma — donde se recopilan sus ensayos y relatos cortos — es una metáfora de una generación que crece y se educa frente a las pantallas de su computadora. La jovencísima estudiante (tenía veintidos años al morir) a través de una visión fresca sobre el quienes somos de toda una nueva identidad cultural: En su ensayo de ficción Cold Pastoral, habla sobre la muerte y la noción del anonimato que actualmente, es parte de nuestra cultura “No podía dormir y acabé viendo sus 700 fotos en Facebook hasta que caí dormida delante del ordenador. ¿Qué se supone que debo sentir? ¿Qué dice la muerte de Brian de nuestra generación?”. Una imagen que parece resumir esa idea que asumimos tan natural que nos sorprende sea relativamente nueva. Y lo hace, desde la reflexión de que en realidad, no lo es. Que esa nueva curiosidad inmediata y el conocimiento superficial forman parte de una percepción sobre la raíz cultural tan novedosa como recién nacida.

Porque Marina Keegan habla sobre si misma pero también, sobre esa noción sobre el medio y la herramienta sobre la cual reflexionó en sus textos. Quizás por ese motivo y en una especie de desconcertante presagio, uno de su cuentos — el inquietante Canción para los especiales — apunta directamente al centro del problema, a la banalidad de un mundo idéntico “Todo el mundo piensa que es especial. Mi abuela por Marlboro. Mis padres por las discotecas y la llegada a la Luna. Nos dicen que podemos ser cualquier cosa. Que nadie es como nosotros. Pero busqué mi nombre en Facebook y hay ocho caras mirándome a los ojos. Cuando muramos, nuestros epitafios dirán lo mismo”.

Porque la tecnología, la rapidez sin sustancia, el conocimiento inmediato, crea sin querer — o quizás por mera consecuencia — una nueva percepción sobre la realidad, la identidad, incluso la individualidad como idea elemental. Hace poco, leía sobre Sofía, un bebé nacido en Oakland, a unos cuantos kilómetros de San Francisco y que es un early adopter de la nueva tecnología que quizás en unas décadas, se habrá generalizado y formará parte de la vida común: el monitoreo y corporal en directo de la vida de un bebé. En la fotografía que acompaña el artículo, Sofia — de apenas siete u ocho meses — está tendida sobre su cuna y lleva lo que el artículo identifica como un pañal inteligente: una pieza de altísima tecnología que permitirá a sus padres conocer todo tipo de datos sobre su bebé y estandarizarlos para, según anuncia el texto, “comprender mejor sus procesos físicos”. Para mi sorpresa, el artículo describe el caudal de información que brinda el pañal y que convierten a la pequeña Sofia — y su proceso de crecimiento — en una miriada de datos matemáticos: El pañal proporciona un promedio de datos de riesgo de deshidratación, infecciones de orina o problemas renales. Además, los datos están disponibles para mostrarse en cualquier página web y en una Red Social — o así lo asegura el artículo — , lo que permite que Sofia se convierta una especie de personalidad pública desde la cuna. No hay nada privado para Sofia, que desde la cuna, forma parte de ese caudal de información que forma parte de Internet y que sobre todo, parece sustituir cualquier idea más allá de la reseña. Un pensamiento inquietante si se analiza más allá del beneficio que pueda suponer un control semejante sobre la salud del bebé y su crecimiento. ¿Cual es el límite donde todos nos convertimos en un cúmulo de información sin verdadero peso o sentido?

Hablamos de una cultura donde escribimos, fotografiamos y compartimos obsesivamente cualquier información personal. Donde cada red Social permite saber no sólo que pensamos, sino donde nos encontramos, que comemos, que ropa usamos. Como es nuestro mundo privado, cuales son nuestros gustos y preferencias. Una percepción irreal y alterna sobre nuestra identidad, construida a base de la información que manipulamos y construimos como una especie de reflejo esencial de lo que deseamos mostrar. O incluso, de como queremos percibirnos. Porque no se trata sólo de la información fragmentada, banal. El ego virtual convertido en una concepción sobre la realidad, sino esa deformación concreta e insistente sobre la idea de lo que es individual y privado. ¿Que ocurrirá en unas cuentas décadas? ¿Que pasará cuando la tendencia sea la única forma de conocimiento o la más accesible? ¿Estamos llegando a la frontera de lo que lo intelectual puede ser?

El pensamiento puede resultar desconcertante, pero sobre todo, realista. En la actualidad, esa capacidad de las redes Sociales y el mundo virtual de ofrecer conocimiento inmediato y frugal sobre ideas mucho más profundas, está transformando la percepción que tenemos sobre el conocimiento pero sobre todo, sobre nuestra identidad. Y es que sólo existimos en la medida que mostramos. O lo que es lo mismo: somos en la medida que podemos construir una imagen virtual que pueda representarnos.

— Probablemente la noción de comunidad virtual se haga mucho más necesaria a medida que toda esta generación que crece convencida de la necesidad de mostrar se haga adulta. Y eduque niños que tengan esa única percepción de si mismos — me dice L., con cierta preocupación. La escucho con una sensación de alarma que no sé muy bien a que atribuir — con toda probabilidad, en veinte o treinta años, sea indispensable pertenecer a una red Social para educarte, para trabajar, para simplemente socializar. Ya lo es. Pero imagina un mundo donde no sea sólo necesario, sino obligatorio. Que tu noción sobre existir esté estrechamente vinculada con tu personalidad virtual.

Lo imagino: un mundo donde cada aspecto de nuestra vida y de nuestra intimidad sea parte de la comunidad pública. Donde una simple búsqueda pueda mostrar cada aspecto de lo que consideramos personal. Que lo privado desaparezca en virtud de lo que somos como elemento dentro de ese gran conglomerado de ideas que se crean ahora mismo y que nadie comprende muy bien sus consecuencias. Un mundo donde la identidad esté sujeta lo virtual y lo que es aún más desconcertante, a la capacidad de ese reflejo irreal para definirnos. ¿Quienes seremos entonces? ¿Cómo será el mundo que se creará a partir de esa nueva percepción?

No lo sé por supuesto. Y es esa sensación de no comprender, o simplemente de asumir que el mundo se transforma bajo esa percepción, lo que me inquieta. Después de todo, pienso, mientras leo mi acelerado TimeLine — las noticias e informaciones cambian cada minuto, las opiniones se superponen unas a otras — que la virtualidad no sólo crea actualmente lo que somos, sino lo que también lo define. Más allá, está la incognita, esa sensación de desconcierto de un terreno desconocido que apenas comenzamos a recorrer.

C’est la vie.

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