martes, 27 de junio de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: La ley convertida en arma política. Unas reflexiones sobre la Asamblea Nacional Constituyente.





Cuando en el año 1999 se invocó en Venezuela el llamado “poder constituyente” me inquieté. Al contrario de la mayoría de la gente que conocía, la idea de refundar la nación a través de una nueva constitución me preocupaba, antes que despertarme algún entusiasmo. Después de todo, la Constituyente es una figura asociada a momentos de ruptura histórica especialmente tensos y sobre todo, que no suele ser el vehículo idóneo para dirimir una crisis de naturaleza política y social. Y es que aunque la constitución es un contrato social que garantiza la coherencia y la inclusión legal, la constituyente es sin duda una herramienta ambigua y poco clara para su creación o al menos eso parece sugerir esa larga tradición Venezolana de usar la ley como un arma que empuña el poder.

Cual sea el motivo, no me uní a esa gran oleada nacional de Optimismo que por el año 1999 recorría el país y que tenía por principal figura a Hugo Chávez Frías, recién electo presidente por un masiva diferencia electoral. Venezuela disfrutaba de esa relativa concordia que suele acompañar a cualquier elección multitudinaria y se preparaba para el ambicioso proyecto de reconstruir el país desde la base, a través de un nuevo proyecto constitucional que sustituiría a la entonces vigente constitución del año 1961. Enarbolando su considerable popularidad como moneda de cambio, Chávez no sólo arrasó en la novedosa consulta vinculante que allanó el camino a la constituyente, sino que se aseguró que la gran mayoría de los constituyentes y por tanto, encargados de reformular la base legal de la nación, fueran afines políticos. Eran tiempos donde aún el Gobierno de Chávez era de una sobria centro Izquierda y todavía, la palabra “Revolución” no se había pronunciado en ninguna parte. Pero las intenciones eran obvias: La nueva Constitución no sólo aseguraría las bases del proyecto de Chávez — cualquiera que fuera y por entonces, sólo había promesas de “reconstruir al país” — sobre una base legal que podría afectar, no sólo el futuro inmediato sino a mediano plazo. Una apuesta muy elevada para un político de laboratorio, un hombre que había llegado al poder por la vía del voto al fallarle el de la violencia y sobre todo, un sistema político que parecía beber de infinidad de vertientes sin definirse a través de ninguna de ellas. Eran los tiempos de la promesa de construir país con la “democracia más perfecta del mundo” y también de una distribución más justa de la riqueza.

La idea deslumbró a un país inocente y sobre todo, que aún creía en las promesas románticas de la izquierda histórica tradicional del continente. Sobre todo, apeló al descontento genérico, que necesitaba, bajo cualquier aspecto posible, lograr un cambio inmediato y cuyos beneficios pudieran cuantificarse a corto plazo. La constituyente, de la que muy poca gente tenía noticia, se alzó no sólo como una promesa electoral sino también como una posibilidad concreta de reconstruir un modelo político agotado. El partidismo atravesaba quizás su momento más bajo, el ciudadano exigía una visión del Estado incluyente y sobre todo, mucho más justa de que hasta entonces había sido y la insistencia de Chávez en un cambio “radical” de Venezuela, logró lo que parecía imposible años atrás: aglutinar a la oposición política de entonces en una única idea. Chávez, un político sagaz que aprendió bastante pronto a manejar no sólo la opinión como arma electoral sino también, como peso político de considerable importancia, usó su resonante triunfo electoral como trampolín para lograr esa aspiración confusa de una constitución “a la medida” de un proyecto social y legal aún difuso. Con el músculo de una popularidad asombrosa y cuantificada en un apoyo irrestricto a cualquier decisión presidencial, Chávez condujo al país a una decisión histórica de ruptura, a una nueva visión del país nacida de la ilusión social en estado puro.

Continúe encontrándome entre los incrédulos. Lo que me pregunté y no pude evitar hacerlo, es por qué para Chavez era necesario una nueva carta magna, si a través de la vigente, podía llevar a cambio importantes cambios de contraloría y distribución de la riqueza. Después de todo, la figura de la enmienda le permitía reformar artículos específicos de la constitución que necesitaran una indispensable revisión y lograr así, una reconstrucción legal sin costes tan traumáticos como los que podría traer una constituyente. Por entonces, cursaba los primeros años de la licenciatura de Derecho y el debate sobre la idoneidad o no de la constituyente transformó las aulas de clase en un hervidero de opiniones que parecían reflejar lo que ocurría el país.

— Si queremos un país nuevo, tenemos que tener un entramado legal nuevo — insistió hasta el cansancio uno de mis compañeros de clase, ferviente defensor de la constituyente. Para él, la propuesta de Chavez de reformular el poder para sustentarlo sobre bases legales y sociales más amplias necesitaba de una constitución mucho más “adecuada” que la muy conservadora del año ’61, formulada además con la única intención de superar por la via legal el Gomecismo. A sus palabras, la visión rural, limitada y clasista de la Carta Magna en vigencia por entonces, no le permtiría abarcar objetivos tan amplios como pragmáticos. La idea me desconcertó y sin embargo, era la más repetida por entonces. Porque la mayoría La Constituyente, esa figura desconocida y sobre todo, brumosa para la gran mayoría del país era una expectativa muy concreta de futuro. La gran mayoría de los Venezolanos no tenían ninguna duda que a través de ella, los errores e injusticias de cuarenta años de administración deficiente, de burocracia y clientelismo serían subsanados de origen.

— Una constitución a la medida de las expectativas políticas — me comentó mi por entonces profesor de derecho administrativo, uno de los pocos abogados que conocí que rechazaba públicamente y de manera frontal la constituyente — lo preocupante de todo esto, es el proyecto de ley puede no sólo construir un nuevo país, sino asentar las bases de un proyecto social a futuro y aún desconocido. Es un cheque en blanco a las ambiciones políticas de toda una nueva generación de funcionarios y un lider recién nacido y bañado en popularidad. Aún peor si la propuesta política aún no existe, es sólo una proyección a mediano plazo y basado en el carisma de un hombre que promete demasiado y que hasta ahora, sólo se muestra como una figura histriónica.

Me asombró su opinión, tan pragmática, tan objetiva y sobre todo, tan dura sobre el extraño proceso político que atravesaba el país. Después de todo, por entonces Chavez era un hombre admirado incluso por sus críticos acérrimos, que parecía haber logrado el milagro local de unificar opiniones y lograr una cierta cohesión de intenciones en un país confuso y que intentaba sobrevivir a una progresiva crisis económica cada vez más preocupante. Pero para mi profesor, la cosa estaba clara: en todas las veces en que se había invocado una Constituyente el resultado había sido una confusa mezcla entre la expectativa y la realidad: una visión del país a medias, un marco legal endeble basado en una inmediata de una realidad mucho más amplia.

— Entonces, usted cree que Chavez se asegura un papel político y un proyecto aún desconocido — recuerdo exactamente el temor que me produjo formularle la pregunta. Sentada en su calurosa y pequeña oficina de la Universidad, tuve una inquietante sensación de avanzar hacia un país desconocido, una propuesta borrosa de política y contrato social que aún no entendía demasiado bien. Y es que quizás, no había nada que entender, me dije con nerviosismo. Quizás La Constituyente más que necesidad histórica y legal palpable, era un gesto de efecto político de proporciones desconocidas y de consecuencias imprevisibles. Me sentí en la mitad de ninguna parte, en medio de una perspectiva de futuro anónimo y desconocido.

— Sí, sin duda es lo que hace. Promete una Constituyente bajo la figura elemental de un “gran cambio” a un país que que aspira a una reconstrucción de base, que está cansado y aplastado por una tensión social insostenible. ¿Santo quieres misa? Toma tu vela — suspiró, encendió un cigarrillo. Le noté tan preocupado como yo — ¿Lo peor? que seguro triunfará. Dudo muchísimo que las pocas voces en contra tengan otro efecto que demostrar que existe cierta disidencia, nada más.

Tenía razón, por supuesto. La Constituyente fue aprobada por una apabullante votación a favor, y las voces en contra, aplastadas bajo esa gran celebración sobre la “democracia” que nacía de la mano de Hugo Chavez. Recuerdo haber escuchado celebraciones ruidosas de mis vecinos, que aseguraban “ahora sí comenzó el cambio”. Chavez, rollizo y entusiasta, saludo al país con voz triunfante “La revolución comienza hoy”. Lo escuché, entre la preocupación y la alarma, desconcertada por su impavidez, a pesar de las noticias sobre la tragedia natural que sacudía por las mismas fechas el Estado Vargas. Pero para el Chavez triunfador, de uniforme verde y boina roja, la emergencia de un país en desastre podía esperar. El triunfo de la opción pro Constituyente parecía para el recién electo Presidente, la piedra angular de una propuesta que no era precisamente el sobrio proyecto de Gobierno que con sonrisas amables y traje ejecutivo había vendido a la confiada clase media, alta e intelectual de Venezuela. El Chavez renacido en popularidad, transformado en un líder con un discurso agresivo como pocas veces se había conocido en nuestro país, tomó la renovación legal de Venezuela como símbolo de su cualidad invencible, del poder político ejercicio como una cuota personal. El país a la medida y la ley que lo sostiene. Una construcción del Estado a favor de una parcialidad política y social, antes que de una visión ciudadana del poder.

En la consulta, voté por la opción “No”, por supuesto. Lo hice a pesar de saber que formaba parte de una minoría exigua y muy poco representativa del país. Lo hice a pesar de todo el que me aseguró que era un voto perdido, de todos los que asumieron mi decisión política como un apoyo tácito a lo que llamaron “continuismo de las cúpulas”. Mi compañero de clase me miró casi con tristeza cuando se lo comenté.

— Y tu insistes en la idea de apoyar lo que ya no existe — me comentó. Sacudió la cabeza — aunque lo aceptes o no, el cambio en Venezuela llegó.

No respondí. Pensé en el discurso cada vez más agresivo de Chávez, en los pequeños enfrentamientos que estaba sosteniendo con la prensa y el periodismo privado. Pensé en la Tragedia de Vargas, que el país aún sufría en carne viva y que el gobierno parecía desbordado para asumir. Pensé en el Uniforme verde oliva de Chavez, en la boina roja de paracaidista. Pensé en la propuesta un poco sorpresiva de cambiar el nombre del país para añadir la palabra “Bolivariana”. Pensé en las paredes llenas de consignas contra el partidismo tradicional. Pensé en la imagen de Chavez golpeandose el puño y llamando a su proyecto “Revolución”. Pensé en la sensación de un inminente desastre que tenía a toda hora. Pensé en las enormes esperanzas cifradas en un proyecto político del que no se tenía otra noticia que la de prometer un “gran cambio”. Pensé en la nítida sensación que buena parte de los electores Venezolanos estaban deslumbrados por el poder de una herramienta jurídica desconocida. Pensé en el futuro. Pensé que ocurriría después.

— Lo sé — admití por último. Me encogí de hombros — solo nos queda esperar.

Han transcurrido dieciocho años desde entonces y de nuevo, la figura de la Constituyente se invoca como panacea a los males políticos y culturales, sólo que el país que recibe la propuesta se encuentra en escombros. Destruido luego de casi dos décadas de presión ideológica que desmanteló el estado y convirtió las instituciones en piezas de poder estratégicas. Una Venezuela que perdió la inocencia y la esperanza, transformada en un campo de batalla en la que las armas de la república se utilizan como herramienta dictatorial. En medio de una ideología que propugna un dogmatismo ortodoxo que empuja al país a un abismo financiero cada vez más imprevisible. Dieciocho años durante los cuales el chavismo devastó el marco jurídico y utilizó la capacidad legal para ensanchar el horizonte de la ley a su conveniencia. Dieciocho años en que la constitución no sólo ha sido desconocida a conveniencia, sino que ha demostrado que no sólo no sustenta proyecto político alguno sino tampoco una propuesta concreta de país. O al menos, no una muy distinta a la que resumió la constitución previa. Como si se tratara de un reflejo de un mal cultural recurrente, la historia en Venezuela suele ser cíclica, una reconstrucción de errores inauditos, de experiencias superpuestas una sobre otras para crear una interpretación del país a medias, siempre incompleta.

Hace poco, me tropecé con mi amigo de la Universidad. Continúa siendo un ferviente defensor de la ley como un arma contra el poder establecido. Tal vez por ese motivo, no me extrañó que sea un entusiasta, otra vez, de una nueva posibilidad constituyente. Lo escuché, alarmada y asombrada por su ingenuidad. Quizás la de todos, pensé después un poco entristecida. Me pregunto si el Venezolano es capaz de asumir su propia carga histórica y también, su manera de comprender su propia ciudadanía. O si continuaremos construyendo interpretaciones del poder a la medida del entusiasmo o la desesperación, o la simple noción de esa identidad política que continúa sin existir realmente.
No lo sé, me digo mirando una pared donde un Chavez descolorido saluda a una ciudad árida y violenta. Y quizás no tener una respuesta sea lo peor de todo.

C’est la vie.

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