miércoles, 30 de noviembre de 2016

Manual de la neurótica moderna: Del mito urbano a la locura cotidiana.





Cuando era niña, estaba convencida que si alguien me soplaba a la cara mientras cruzaba los ojos me dejaría bizca. Eso, gracias a que J. — mi amiga más querida del colegio — me había insisto tanto sobre el tema que terminé creyéndolo con ese fervor ciego de la infancia. Peor aún luego que J., que ya por entonces tenía un sentido del humor maligno, me asegurara que el querido vigilante del Cine al que asistíamos casi todos los fines de semana — y que sufría de un evidente estrabismo — había sido víctima de la mala intención de uno de sus hermanos.

- Le sopló a la cara mientras se miraba la nariz…¡y así quedó! — me aseguró. Cada domingo, miraba los ojos desiguales del sonriente señor Vargas, preguntándome si realmente había ocurrido así. Me imaginaba la escena: el Señor Vargas reía, haciendo alguna broma e intentándolo mirar la punta de la nariz cuando alguien se inclinaba sobre él y con terrible mala intención, le soplaba justo a la cara. Luego silencio: El señor Vargas intentando mover sus ojos sin lograrlo. Y después, comprendiendo lo que había ocurrido, lanzaba un alarido de angustia. Todo muy dramático y angustioso. Sí, era una niña muy imaginativa.

- No puede haber ocurrido así — respondía con timidez. J. me miraba desafiante.
- Pregúntaselo — me insistía.

Nunca lo hice, por supuesto. Y creo que ella lo sabía. De manera que seguí convencida que un accidente podría dejarme con los ojos estrábicos: estaba muy atenta incluso cuando una ráfaga de viento me rozaba la cara. Me aterrorizaba la idea de quedarme bizca sin querer: suponía que el truco se aplicaba para todo y que una ráfaga de brisa, podría tener el mismo efecto que un resoplido malvado. Finalmente, en una ocasión sucedió: una de mis primas me llamó torpe e insistió, que todo mi preocupación sobre el tema de quedar bizca era una manera de ocultar que no podía mirarme la punta de la nariz. Intenté demostrarle que podía hacerlo con toda facilidad. Ella me aseguró que cuidaría que ninguna ráfaga de aire me importunara, pero como era previsible, apenas había logrado el truco, me sopló a la cara con toda la fuerza de sus jóvenes pulmones. Todavía recuerdo — y me hace reír — el pánico que sentí: me cubrí la cara ( como debía haberlo hecho el Señor Vargas en su oportunidad ) y grité despavorida hasta que mi abuela — la bruja, la sabia — apareció por allí, alarmada por tanto revuelo.

- ¡Me quedé bizca! — le expliqué cuando intentó comprender qué sucedía. Me seguía cubriendo la cara con las manos y mi abuela tuvo que obligarme a mirarla. Se aguantaba la risa cuando finalmente lo hizo.
- Yo te veo igual que siempre — comentó. Sacudí la cabeza, atontada de alivio.
- ¿De verdad?
- Mírate.

Me acerqué a uno de los espejos de la sala. Solo vi el rostro de una niña pálida y pecosa, cuyos ojos asustados miraban en la dirección correcta. Unos pasos más allá, mi prima E. reía a mandíbula batiente. Como lo hizo mi amiga J. cuando le conté lo que había ocurrido.

- ¡Y te lo creíste! — dijo entre carcajadas. La miré ceñuda y furiosa.
- Algún día me vengaré — le aseguré. Ella se encogió de hombros, despreocupada.
- No me importa.

No me vengué de inmediato, pero si, la experiencia, me enseñó muy bien que muchos de los mitos de la salud que tomamos por cierto, no son otra cosa que leyendas urbanas médicas. Y en ocasiones, esa visión un poco exagerada o de plano incorrecta sobre síntomas y otras ideas sobre la salud puede ser peligrosa e incluso, suponer un riesgo real para la salud. De manera que, quizás en recuerdo de la niña que tanto le asustaba quedar bizca por un soplo mal intencionado, me dediqué a recopilar algunos de los mitos médicos más populares y esto encontré:

* Las personas muy nerviosas tiene la presión arterial alta: para controlarla solo basta calmarse.
Sin duda, un cuadro de estrés provoca un aumento de la tensión arterial: el cuadro emocional hace que el cuerpo produzca sustancias que inciden directamente en la presión arterial. No obstante, no es el único motivo ni tampoco la solución para mantener un cuadro de salud estable: La presión arterial es un término médico que indica la fuerza que la sangre ejerce sobre las paredes de las arterias mientras el corazón bombea sangre. Cuando esta presión aumenta y permanece elevada bastante tiempo se denomina hipertensión y puede causar daños en el organismo de muchas maneras. Así que concluir que solo se debe al estado de ánimo general es una simplificación sobre el estado de salud general que puede, a la larga, resultar peligrosa.

* Los productos etiquetados como Light no engordan y de hecho, adelgazan.
En esta época obsesionada con la salud y sobre todo, con el deporte y la actividad física, hay una creencia muy extendida que todo producto señalado como Light o de bajas calorías adelgaza, lo cual es una creencia errónea y hasta equivocada. A palabras de mi nutricionista, ningún alimento por si solo permite bajar de peso, a pesar de las leyendas urbanas sobre la alcachofa, el queso de cabra y algunos tipos de Té. Lo que realmente te permite bajar de peso es un correcto balance entre lo ingiere y la cantidad de calorías que el cuerpo utiliza en su actividad diaria. Por supuesto, en general los productos y alimentos light tienen mucho menos grasa y calorías que los que no lo son, pero en realidad lo que podría influir en el régimen alimenticio es la cantidad de porciones que ingieres y de qué manera lo haces. En otras palabras: puedes consumir un alimento puede considerarse light todo lo que quieras, pero si lo haces de manera desordenada y en cantidades excesivas, tendrá el mismo efecto que uno muy calórico.

* Tomar muchas vitaminas es sano:
Otro mito muy extendido: La garantía para una buena salud es consumir altas dosis de vitaminas. Obviamente que, una dieta sana puede proveer al organismo de todas las vitaminas que necesita, presentes en las frutas y las verduras de manera natural, pero últimamente hay una peligrosa tendencia a tomar vitaminas artificiales sin tomar en cuenta los verdaderos requerimientos físicos al respecto. ¿El resultado? Un creciente aumento en los casos de intoxicación y cuadros médicos producidos por el exceso de algunas vitaminas en el organismo. Por ejemplo, la vitamina C es una de las más necesarias para mantener la salud, pero consumirla en exceso puede producir problemas digestivos e intestinales e incluso, derivar en cálculos renales en casos graves. Lo mismo ocurre con la vitamina A: un exceso puede provocar cuadros generales de mareo, náuseas, fatiga, pérdida de peso, dermatitis y estreñimiento. Más preocupante aún: la popular vitamina B12, que puede comprarse en cualquier farmacia en dosis más o menos altas, puede provocar problemas como urticaria y desequilibrar los niveles de potasio en el organismo. Así que piénsatelo dos veces antes de consumir vitaminas sin consejo médico: podría ser peor el remedio que la enfermedad.

* La sal hace engordar:
En realidad, la sal lo que provoca es una peligrosa acumulación de líquido en articulaciones y otras partes del cuerpo, debido a que aumenta el volumen circulante de agua en la sangre, lo cual puede someter a trabajos excesivos a los riñones y al corazón. Si el volumen de sal es mayor de lo que puede procesar los riñones puede provocar edemas ( acumulación de agua sectorizada ) en tobillos y rodillas.

* La pantalla de la computadora puede provocar daños oculares.
Cuando le hice la pregunta a mi oftalmólogo de confianza, tuve la impresión que estuvo a punto de decirme que sí, en un intento de convencerme de regular el brillo de la pantalla, cosa que según su experta opinión me ha provocado más de una jaqueca durante años. Pero por último, admitió que solo se trataba de un rumor: el brillo no causa daño directo a la retina o a la pupila. No obstante, si me insistió en un hecho poco conocido: cuando se está frente al monitor se reduce hasta 50 por ciento la frecuencia del parpadeo, lo que produce el síndrome del ojo seco o de falta de lubricación. Por eso el enrojecimiento ocular y diversas molestias. Otro problema que podemos sufrir si pasamos largos períodos de tiempo frente a la del pantalla del monitor es el llamado espasmo de acomodación, que ocurre cuando el ojo intenta enfocar a una distancia fija por tiempos prolongados. El enfoque es un esfuerzo del músculo del ojo y se produce problemas de fatiga visual.

Hace unos días, almorcé con J. en un conocido restaurante especializado en ensaladas de mi ciudad. Insistí en pedir su combinación favorita: un gran plato de zanahorias, remolacha y brócoli. Me miró un poco sorprendida, cuando me pasé un buen rato separando los pedacitos de zanahoria del resto del combinado de verduras y legumbres que disponía a comer.

- ¿Qué ocurre? — preguntó. Le dediqué una mirada sorprendida.
- ¿No lo sabes? La zanahoria provoca que se te caigan las uñas de los pies. Una especie de reacción al betacaroteno.

Lo dije muy seria, aguantándome la risa con un prodigioso esfuerzo de voluntad. J. me dedicó una larga mirada apreciativa. Se movió nerviosamente en la silla, cruzando y descruzando sus cuidados pies, calzados en unas elegantes sandalias de hilos dorados. Después, pasó buena parte de nuestro almuerzo, separando cuidadosamente los pedazos de zanahoria del resto de la comida. No dije nada, pero nunca una ensalada me supo mejor. El placer de la venganza, quizás.

C’est la vie.

martes, 29 de noviembre de 2016

De la mirada hacia la trascendencia: Unas reflexiones sobre el poder de la palabra escrita.







Cuando tenía once años recién cumplidos, leí por primera vez “Una habitación propia” de Virginia Woolf. No sabía lo que leía o en realidad, no tenía idea que el libro cambiaría mi vida como lo hizo. Lo que sí supe de inmediato — con esa meridiana clarividencia de la niñez — fue que aquel libro que encontré perdido en cajas polvorientas, era mucho más que un ensayo — que no sabía que lo era — y sobre todo una escena imaginaria. Era algo vivo, real y asombroso que me cautivó desde entonces.

Ya entonces escribía. Nada digno de leerse por supuesto. Pero lo hacía a diario con una empecinada perseverancia que me dejaba entre confusa y frenética. Escribía para contar a golpe de verbos y pequeños adjetivo borrosos, el acontecer diario en la escuela y luego, en la vieja casa de mi abuela. Escribía los cuentos que quería leer y no encontraba en los libros que llenaban la vieja biblioteca familiar. Pero sobre todo, escribía por necesidad. Una tan dura y vital que formaba parte de cada uno de mis pensamientos, día y noche. No había nada que no narrara en mi mente, que no desmenuzara palabra por palabra en interminables párrafos mentales que jamás escribí. Pero la palabra lo era todo. Era una devoción tan fuerte que en ocasiones, me provocaba más sufrimiento que otra cosa. Pero al final de todas las cosas, era también una forma de amor.

Claro está, ningún niño piensa en términos tan complejos. Los sentimientos flotan en alguna parte de tu mente, ingrávidos y anónimos hasta que los señalas con el dedo y comienzan a plantearse como una sucesión de imágenes claras. De manera que escribía — con esa pasión ciega de la infancia — pero no sabía que lo hacía o el motivo de mi persistencia en hacerlo. Sólo sabía que necesitaba continuar desgranando la realidad en todo tipo de pequeñas historias fragmentadas, unidas entre sí por un invisible hilo conductor. Escribir, encorvada sobre el viejo escritorio de madera de mi familia, con los dedos torpes aferrados al lápiz resbaladizo. Escribir que era como dibujar el mundo en mi mente, tomarlo de entre las miles de imágenes de mi imaginación y dotarlo de sentido. Escribir porque no podía hacer otra cosa.

Virginia Woolf le dio sustancia y definió esa abstracción absoluta. Lo hizo con una prosa lúcida, exquisita y lenta que avanzó hasta abarcarlo todo. En esa época yo no sabía absolutamente nada sobre la obra de Woolf ni la estrecha relación que tendría con ella mucho más adelante. Ni que lloraría con sus libros abrazados al pecho unos años después o que me obsesionara con cada uno de sus mundos, como me ocurrió en la universidad. Con un instinto apacible e ingenuo, me deslumbró esa noción sobre la mujer que escribe — y yo quería ser una, por supuesto — pero sobre todo, el peso y la importancia de la escritura en todo ámbito de quién está por completo subyugado por las palabras. Virginia Woolf describió mejor que nadie el peso de las palabras que nacen de impulsos radiantes y esplendorosos. De los momentos más dolorosos. De los que te asfixian y te dejan inacabado. Ese pulso con el desastre. Con la nada inexistente. Con las puertas abiertas a espacios ocultos de tu mente que es la escritura.

Mi capítulo favorito del libro era el tercero, sin duda. En él, Virginia Woolf imagina para Shakespeare una hermana, la talentosísima e invisible Judith. Ambos crecen bajo el mismo impulso artístico. Ambos escriben desde la niñez y tienen el mismo afán de ruptura. Pero sólo William triunfa, quizás gracias a Judith. Quizás gracias a su renuncia, al hecho de haber impulsado la necesidad de escritura del hermano a pesar de sí misma. Para Woolf la Judith imaginaria jamás llegó a ser real porque no sabía que escribir la liberaba del dolor del silencio creativo.

Por semanas, me obsesioné con esa imagen. Con esa Judith que jamás existió que escribía a toda hora, que llevaba fajos de papeles repletos de obras futuras a todas partes. Por la Judith que debía aprender a cocinar, zurcir y comenzar a pensar en el futuro marido a pesar que sólo quería escribir. Casi podía sentir su dolor. Casi podía experimentar es angustia existencial devoradora que la convertía en un rehén del fogón, del futuro matrimonio, de todas las cosas que las mujeres de su época debían vivir para ser consideradas ellas mismas. Pero la escritura estaba en mitad de todo eso. Un palpitar que no podía ignorar, que la acompañaba a toda hora. Que la cegaba y la obligaba a caminar con las manos extendidas y temblorosas por la realidad que le rodeaban.

— ¡Aglaia! ¡Tercera vez que te llamo!

Mi maestra de castellano de la escuela donde estudié — al menos la primera que tuve — no me tenía paciencia. Le molestaban mis largos silencios, mi impaciencia e incluso, el hecho que le hiciera tantas preguntas sobre los libros que debíamos leer. De niña solía pensar que se trataba sólo de antipatía. De adulta, siento una profunda conmiseración por su poco amor hacia la palabra, por esa sequedad suya que disimulaba — o reflejaba, quien sabe — una amargura íntima sin mácula.

— Te preguntaba sobre el libro que tenías que leer para hoy — insistió.
 — ¿Usted soñó con ser escritora?

No sé por qué le pregunté eso. Quizás se trataba de una confesión a medias, un lento desvío de la verdadera pregunta que deseaba formular. Cual sea el caso, la pregunta la tomó por sorpresa — a ella y a mí — y me dedicó una mirada lenta, precavida y cómo no, irritada.

— ¿De que hablas? ¿A qué viene eso?

Quizás venía del poco interés que tenía enseñarnos. De la indiferencia de la mano erguida para escribir nombres de escritores en el pizarrón. De los hombros caídos, del desánimo general. ¿Qué había perdido la maestra para tanto cansancio? O quizás, como dije, venía de mi necesidad de saber si ella, la mujer que leía más que ninguna otra en el colegio, también se había enamorado de las palabras alguna vez. Si las conocía tanto como para soñar con ellas.

— Sólo quería saber…
 — Una mujer debe prepararse para vivir su vida y leer. Lo de escritor es otra cosa. Es algo más complejo. No es para todo el mundo.

Toda la clase me miraba ahora, seguro sin entender por qué escuchaba la respuesta con los ojos muy abiertos y avergonzados. El motivo por el cual la maestra parecía fastidiada y aburrida. Después llegó el más doloroso mazazo.

— Pocas mujeres son escritoras. Las demás sólo leen. Tu mejor lee y ya. Lo demás es fantasía.
Sus palabras me golpearon. Un viento helado y ralo que me dejó las mejillas escaldadas de verguenza y miedo. ¿Leer y ya? pensé con el corazón latiendo tan rápido que me cerró la garganta como un nudo amargo. ¿Leer y ya? ¿Tendría que conformarme sólo con eso? La maestra seguía mirándome con la tiza entre las manos. La expresión hosca y hostil. Un “cállate” que parecía extenderse más allá del salón de clases. A mis tardes de papel y lápiz en la biblioteca de mi casa. A mis pequeñas historias.

Nunca sentí tanto miedo. Un miedo paralizante y ácido. Un miedo que me provocó dolores de estómago y un tipo de angustia difícil de explicar. Un miedo a que sólo podría leer y no escribir, como lo deseaba. Un miedo a esa nada sin palabras. Sin mis días enteros de soñar para plasmar en largas parrafadas sin resolución. Sentí un terror de medianoche, de esas pesadillas blandas y sudorosas que te hacen despertar agradecer que las imágenes que viste sólo fueran eso: terrores convertidos en paisajes mentales. Pero de pronto, la posibilidad que simplemente la escritura no estuviera a mi alcance, no fuera parte de mi vida me dejó petrificada. Temblando y con las manos húmedas de sudor nervioso, me pregunté cientos de veces si la maestra tenía razón.

Recurrí a Virginia por supuesto. Leí el libro otra vez, con un nudo en la garganta. Tenía ya doce años y sabía algunas cosas más — unas muy pocas — que la primera vez que la había leído. Con el libro entre las manos, le pregunté a la Virginia que imaginaba — con sus rebelde cabello sujeto a la nuca, los ojos grandes y brillantes, los dedos rotos por escribir a diario — si yo podría escribir alguna vez o tendría que conformarme sólo con leer. Si sería de la gente que…tragué saliva. La gente que tendría que mirar a las palabras desde lejos.

Virginia me contestó claro. La literaria y la imaginaria. Desde las páginas del libro me contó que no hacen falta demasiadas cosas en la vida, pero una imprescindible es una habitación con una ventana. Una habitación que te pertenezca por los cuatro costados, que puedas cerrar con llave para encerrarte dentro. Una habitación que sea tuya, desde las paredes repletas de tus obsesiones hasta el suelo manchado por los pasos. Una habitación además, que tenga una ventana por la que entre luz natural. Una ventana para mirar la calle, la montaña, el cielo, el mundo entero y luego traducirlo a palabras. Una ventana hacia lo cotidiano para crear lo extraordinario. Una ventana que se abra hacia la olvido y la belleza.

También, me recomendó mi Virginia imaginaria, debes tener un ingreso decente para que escribir no sea un oficio de prisas o a medio construir. Escribe para vivir de lo que haces, para que las palabras sean tu oficio, sean tu deber, sean todo lo que necesitas. Escribe para que cada cosa en tu vida se relacione y se entrecruce en un mapa de ruta hacia el dolor y la apoteosis. Que no haya nada en tu vida que no se relacione o dependa de escribir. Así escribirás.

En 1928, Virginia Woolf calculaba que una mujer para dedicarse a escribir necesitaba 500 libras al año, aparte de la habitación con cerradura. Me pasé semanas calculando que necesitaba yo para escribir a mis doce años nerviosos. Cuánto dinero equivalía a la necesidad de escribir. Cuánto dinero simbolizaba la necesidad de avanzar hacia el centro de todos mis deseos. En esa me encontró mi madre, asombrada por las hojas llenas de números y los cuadernos abiertos con las filas repletas de números y cálculos borrosos.

— Quiero saber cuanto necesito para escribir siempre — le expliqué — en qué debo trabajar para no hacer otra cosa que escribir.

Mi mamá es una mujer pragmática y mundana. Su trabajo en el mundo financiero le exigía serlo, supongo. Con todo, me miró con sus grandes ojos verdes asombrados y risueños, como si pudiera entenderme. Como si pudiera percibir esa necesidad mía por escribir que llenaba el mundo.

— Necesitas trabajar y estás muy pequeña para eso — me respondió — hagamos algo: escribe y yo te daré una mensualidad para que sigas haciéndolo. Como si fuera tu jefa en algunas cosas. Me dirás que escribiste, me mostrarás cuanta dedicación le brindas. ¿Sirve así?

La emoción me subió por la espalda como un escalofrío. Me pregunté si mi madre bromeaba o simplemente era condescendiente, aunque por supuesto, no usé esa palabra para definir esa ternura amable. Me faltaba mucho tiempo para entender que las madres siempre comprenden, siempre traducen la realidad para que puedas comprenderla mejor. Para que puedas llevarla sobre los hombros.

— ¿Y la habitación con cerradura?
 — ¿Tu cuarto no sirve?
 — Según Virginia debe ser un espacio sólo para trabajar.

Mi mamá parpadeó. Supongo que le debe haber resultado casi risible ese ímpetu mío de imitar a una mujer que nunca había conocido, pero aún así, me siguió la corriente. Se tomó unos momentos para pensar y después, señaló la pequeña biblioteca del apartamento que compartíamos — tan distinta a la de mi abuela en la casa familiar — con un gesto risueño.

— ¿Y si es sólo un escritorio?

El día que cumplí trece años, recibí por obsequio un pequeño escritorio de madera con gavetas amplias. Nunca había visto algo más bello — aunque en realidad, era viejo y destartalado, heredado de algún pariente desconocido — pero era mío. Llené las gavetas de lápices y bolígrafos, la amplia mesa de hojas y cuadernos abiertos y cerrados. La pequeña biblioteca adosada encima de mis libros favoritos. Un pequeño reino que me pertenecía por entero. Un pequeño espacio mío y sólo mío que podía utilizar a mi provecho. Mi mamá lo colocó junto al ventanal del estudio. Abajo — a diez pisos de distancia — la calle era un cruce serpenteante de vida y color.

Pasé tardes y noches entera sentada frente a él. Escribiendo, claro. Pero también leyendo, analizando página por página de mis historias favoritas. Y por supuesto, leyendo otra vez “Una habitación propia”. Esta vez, Virginia me recordó que un Octubre de 1928 estaba escribiendo un ensayo sobre mujeres y la literatura cuando miró por su ventana. Una mujer y un hombre jóvenes caminaban juntos hacia un taxi. Tomados de la mano, riendo entre sí. Me contó Virginia que esa escena la hizo feliz aunque no entendiera el motivo. Que la hizo volver a su escritorio y comenzar a escribir sobre la belleza de la realidad, sobre su dulzura y trascendencia. Como la literatura parece instigada por esa sucesión de momentos íntimos y preciados que llenan el mundo. Ver la realidad tal como es. En todo su esplendor cálido y errático. Sin nada que lo oculte.
Escribí mucho en esa época. Ensayos incompletos y torpes sobre temas que me obsesionaban. Sobre países extraordinarios que me subyugaban sólo por existir. De sueños y deseos que se entremezclaban con los temores. Sentada en mi escritorio, con la puerta cerrada y la ventana abierta, escribí sobre una exposición de la que había leído pero de la que nunca había visto una sola fotografía. Se trataba de una colección del Metropolitan de pinturas de ventanas llamada “Rooms with a View”. Había leído sobre ella en una revista y me había obsesionado las imágenes que describía el curador que la reseñaba. Habitaciones austeras y deshabitadas, habitaciones repletas de luz natural. Habitaciones con ventanales descomunales que miraban hacia paisajes infinitos. Escribí sobre cada una de ellas sin verlas, pensando en Virginia. Escribí sobre los personajes atrapados en espacios interiores, sobre el poder de las puertas cerradas y abiertas. Sobre la capacidad de la escritura para mirarlas todas. Sobre la belleza silente de las paredes despojadas pero acogedoras. Sobre el poder de crear y construir sobre lo evidente.

Y escribiendo sobre ventanas abiertas y cerradas, sobre habitaciones silenciosas pensé en que escribir era algo parecido a cualquiera de ellas. Que era un salón con pestillos cerrados en donde guardar la memoria. Que era el único lugar privado que había tenido nunca, antes o después. Que era un espacio sagrado y volátil, reconstruido para la privacidad intelectual y concebido como una frontera con todo lo vulgar y cotidiano. Había algo de sacrílego y poderoso en las palabras. Ese existir y no existir del asombro absoluto. Puedes crear, te dice la escritura. Puedes elaborar ideas y algo más trascendental. No es solamente física la habitación que propone Virginia. La escritura es una habitación emocional. Una identidad creada a partir de los terrores y presunciones. De la necesidad paralizante de construir y seguir hablando a la imaginando. Escribiendo por puro olor y maravilla.

Sin la posibilidad de echar la llave y sin la garantía de unos ingresos regulares la habitación para escribir sería inútil, insiste Virginia Woolf con una lapidaria fortaleza. Porque Virginia sabía que escribir es un oficio que pasa por la privacidad del dolor y de las lágrimas. De los espacios cerrados y tumulares. De los cofradías intelectuales sumidas en el anonimato. Escribir te salva la vida, pero también terminas debiendo tributo a ese placer inaudito, de dedos y labios secretos quemados por la palabra. Y mientras escribía — aprendía, me esforzaba, persistía — miraba por la ventana y mi pequeño espacio privado. Me pregunté cuántas de las mujeres que habían emprendido la aventura de escribir tenían también ese lugar insular y peregrino al cual dedicar la pasión, el tesón, la angustia existencial. ¿Lo tenían Jane Austen o las hermanas Brontë? Virginia decía que debían escribir en medio del escándalo doméstico. De los sirvientes que barrían, de los hermanos que gritaban, de la leña que crepitaba al fuego. Cuenta Virginia que Jane Austen se escondía debajo de la labor que tenía lo que escribía. Qué Charlotte Brontë se ocultaba debajo de la cama para escribir de noche, en medio del frío de la casa de piedra de su padre y a pesar de su mala salud. Que su hermana Emily lo hacía también, pero aferrada a los hilos de su salud y su lucidez. Escribir para hacer retroceder el caos. Escribir para el asombro, para constatar el prodigio de vivir en lugar de sólo existir.

De adulta, alguien me obsequió el catálogo de la exposición del Metropolitan que tanto me obsesionó sin verla jamás. Me asombró lo pequeño de las habitaciones, pero reconocí los cuadros colgados en ellas. Las ventanas grandes, con hojas de cristal abiertas hacia el infinito. La tranquilidad pastoral delicadísima en medio de muebles anónimos y paisajes domésticos. La luz cegadora lanzando destellos en las porcelanas y en los fuegos imaginarios. Y me hizo sonreír la claridad con que lo imaginé, el significado que le atribuí sin saberlo. El amor extraordinario que me despertó esa colección de momentos sin nombre. Esa soledad que aspiré desde niña para escribir, para remontar el miedo a sólo leer sin crear a través de las palabras. Para escribir con calma y sin distracciones. O enfurecida y llena de estadios de silencio. Para escribir a lo largo de décadas palabras que me acompañaron durante toda la vida. Una habitación que me regaló un lugar en el mundo. Una habitación que me brindó una forma de construir mi mundo privado.

***
La voz narradora de “Una habitación propia” es Mary Beton, un evidente alter ego de Virginia. La autora no lo disimula y dota al personaje — o mejor dicho, la reflejo de sí misma — de innumerables similitudes consigo misma. Mary es una inglesa de clase media alta, como también lo era Virginia. Beton además, parece ser el símbolo de lo que toda mujer desea y analiza desde el mundo e las palabras. O lo que desea obtener de él.
De Mary Beton nace la inspiración del cuarto propio, luego de una visita al recinto de Oxbridge, construcción mental que combina los nombres de las importantes Universidades inglesas Oxford y Cambridge. A través de las vivencias de Beton en la Universidad imaginaria, Virginia Woolf analiza la exclusión de las mujeres de la educación Universitaria y lo que es aún peor, de la vida intelectual de su época. Vedadas, golpeadas por la realidad. Las puertas de las habitaciones de creación cerradas por mero prejuicio. Pero a la vez, buscando un lugar propio donde expresarse. Llamar suyo. Un país intelectual con fronteras visibles en las que el mundo — y sus dolores — sólo entrarían si el silencio se lo permitía.

Recuerdo todo lo anterior, el primer día en que viví en mi apartamento de soltera. Mi abuela me lo había heredado al morir y de pronto, mi habitación privada se había transformado en algo más. Una especie de paraje de sombras abiertas y cerradas que me pertenecía por completo. Me invade una profunda sensación de realidad con llaves entre las manos. De pie en la puerta abierta. Es un poco inquietante, la manera como se atesoran ciertas imágenes. Recuerdo el olor dulzón y amargo de la pintura recién aplicada sobre la puerta principal, el leve dejo a humedad que impregnaba todo debido a que nadie había estado en ese lugar durantes meses, casi un año. Pero sobre todo, recuerdo con gran claridad el momento en que encendí la luz del salón y todos los objetos brillaron solitarios bajo la luz, opacos por una fina capa de polvo.
Abandonados, tal vez, como yo. Sentí asombro, un poco de miedo, curiosidad, expectativa, la inexpresable tristeza. Emoción, un incontrolable deseo de llorar y reír, la profunda desazón de encontrarme comenzando un nuevo ciclo de mi vida, inesperado y tan íntimo, que los límites entre mis aspiraciones y la realidad parecían confundirse. Un suspiro, la mano aun apoyada en el picaporte de bronce. Temblando un poco, la ciudad extendiéndose más allá de los ventanales. Una profunda sensación de soledad. Una abrumadora expectativa sobre el futuro. Tomo una bocanada de aire y me siento de cualquier modo en el suelo, a un lado de la antigua puerta de la entrada. Acurrucada, abrazándome las rodillas, atormentada por la sensación de irrealidad que me presionaba las sienes y la conciencia venial. Hundo la cabeza entre mis brazos y trato de pensar.

Las transformaciones nunca son sencillas y eso bien lo sabía Virginia Woolf. Como su imaginaria Judith, escribir puede ser un acto de una fragilidad asombrosa, que puede morir de inmediato, sólo para volver a nacer. La marginación de quienes escriben es algo más que un anonimato forzoso. Es un dolor no resuelto, una ventana cerrada. Una visión sobre lo que se escribe — y los motivos por los cuales se hace — tan doloroso como personal. Y la transformación de la escritura — en quien te convierte, en quien aspiras ser — es también parte de ese Universo contenido en una habitación. En la física, mental e intelectual donde habita lo propio, lo personal, lo que puede definirnos.

Al departamento que me heredó mi abuela llegué con mis cosas guardadas en dos cajas cerradas. Así estuvieron por semanas enteras, escenificando mi propio estado de desorden. Como eterna nómada, todas mis pertenencias carecían de un lugar que pudieran llamar propio, hasta ese momento. En ocasiones, pasaba la noche en el salón vacío, mirando mis fotografías o leyendo mis libros favoritos, que volvía a guardar ordenadamente al amanecer. Quizá pensaba que si comenzaba a tomar posesión de las paredes y habitaciones vacías, la sensación de desconcierto podría hacerse más real, más evidente, más aterradora. Deambulaba por la oscuridad, abriendo y cerrando las puertas con cuidado, utilizando el baño con gran cuidado de mantener el milimétrico orden con que lo había encontrado. La cocina continuaba cerrada, la nevera vacía — comía fuera de casa todas las veces que podía. Un límite fronterizo entre lo real y lo ideal, parecía ondular en medio de las sombras, en medio de los objetos que aún no sentía míos, esquivos y ambivalentes, amenazantes y hasta un poco hirientes. Continuaba sentandome en el salón, mirando a mi alrededor con cierta inocente consternación. ¿Que hago aqui? ¿Quién soy? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué prefiero quedarme? ¿Que estoy esperando? Las respuestas flotaban en algún lugar de mi memoria que no podía alcanzar.

Entonces me atreví a escribir. No aún en la habitación que soñaba podría crear también en este nuevo lugar — mundo — que ahora me pertenecía. Acurrucada en una de las esquinas, con el cuaderno apoyado en las rodillas. Escribiendo durante la noche, cabeceando de sueño y puro cansancio. Escribiendo mientras tomaba decisiones secretas y misteriosas sobre mi vida. Describiendo la primera vez que me atreví a comprar algunos alimentos y colocarlos en el refrigerador. Fue una sensación de singular emoción, comer por primera vez en la iluminada e inmaculada cocina de la casa que ahora comenzaba a ser mia. Las ventanas abiertas, el olor del viento nocturno deslizándose por entre los cristales entreabiertos. La voz de María Callas danzando en medio de la pulposa oscuridad casi luminosa, bautizando cada espacio con mi deseo y mi profunda emoción. Escribiendo, con los dedos doloridos, el cuello torcido por las noches en velas. Ese despertar sobresaltado, mirando por la ventana de mi nueva habitación. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿A donde voy? Mis libros abandonaron su confinamiento y comenzaron a habitar sus nuevos reinos. Horas enteras colocando cuidadosamente a Dickens, Coetzee, Sontag, Woolf, Wilde entre los anaqueles de los muebles donde parecían encajar tan bien. Escribiendo para recordarme quien era, para contar las ideas que se entremezclan unas con otras. Las pequeñas esculturas de ángeles y Diosas multiplicándose en el silencio, adornando cada lágrima y cada sonrisa silenciosa, las hojas de papel — inevitables compañeros de mis diminutas proezas en medio del dolor — llenando mesas y escritorios. Riendo, bailando en medio de este rutilante resplandor de pertenencia, la magnífica sensación de encontrarme en mi mundo, en la conquista de mis sueños más simples y lozanos, puros en su prístina benevolencia. Levantando los brazos, la voz de María cada vez más intensa, más insoportable, más hermosa. Girando, girando con la cabeza levantada hacia la luz, los ojos cerrados, las lagrimas brotando espontáneamente. El vértigo, cada vez más poderoso. Bendita, bendita, esta felicidad desconocida, esta sensación de mil tiempos entre mis dedos. La risa brotando, mientras la última nota de la canción se hincha y se retuerce en la oscuridad.

Escribir porque todo es posible. Porque todo nace de la palabra. Porque todo génesis comienza por un espacio propio, un lugar refugio. Una puerta abierta a la belleza. Una noción persistente de la identidad. De todas las cosas que soy y necesito ser.

Y de nuevo regreso a Virginia, porque no podía ser de otra forma. El libro en las rodillas, en medio de ese enorme paisaje de las habitaciones que son mías. Leo en voz alta, a gritos, en medio de la música: “Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?

Recuerdo a Judith la imaginaria. A la Virginia que construí en mi imaginación para el consuelo. A la Virginia que escribía como un ser humano, más que un hombre o una mujer. Una Virginia que trasciende el género. Escribir porque es lo único que puede definir los lugares misteriosos de tu mente. Escribir por la belleza, por la pasión, por la fealdad. Por la realidad más allá de la ventana. Escribir para todos los momentos rotos y esquivos. Escribir para vivir. O mejor dicho, escribir para sobrevivir.

***
Miro por la ventana de mi estudio. Caracas, la hostil y violenta tiene un aspecto bello bajo la lluvia. Y pienso en la ternura de la tormenta de este Invierno tropical que avanza en silencio, que lo colorea todo en gris y plata. La mano tensa sobre la hoja repleta de palabras. El deseo a punto de construir. No hay otra cosa que belleza en esta noción de esperanza.
Una forma de vida. Una aspiración a persistir.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Crónicas de la feminista defectuosa: La mujer y la violencia de la identidad fragmentada.






Hace unos cuantos años, una amiga me contó con detalles su dolorosa ruptura con su novio por más de tres años luego que descubriera le era infiel con una mujer con la que trabajaba. Me habló sobre los días de dolor devastador, los silencios en la casa vacía y sobre todo, la sensación ambivalente y demoledora que había perdido una parte de sí misma. La escuché con toda la empatía de la que fui capaz y como toda buena amiga, me dediqué a despotricar contra el novio ausente con toda la buena fe que pude reunir. Ella me escuchó, sonrió y se secó las lágrimas.

- Espero que la mujer esa con la que me fue infiel sufra el peor castigo del infierno - me dijo. Parpadee.
- Él se lo merece mucho más.
- Él es sólo un hombre.

No supe que responder a eso. No sólo por el hecho que la frase parecía englobar un directo menosprecio al que fue su pareja por casi un lustro sino además, justificar su conducta a un nivel que me resultaba incomprensible. Carraspeé la garganta, incómoda.

- Pero él era quien tenía una relación y un compromiso emocional contigo.
- ¡Ella se le metió por los ojos! - insistió. Las mejillas se le colorearon de pura furia - Estábamos bien hasta que ella...

Se queda sin palabras, traga saliva. Como buena amiga que soy, debería darle una palmadita en la espalda y asegurarle que esa "otra mujer", la "puta" que le "arrebató" al que consideraba el hombre de su vida, sufrirá todos los martirios del infierno. Que tendrá que soportar la verguenza y la ignominia de haber provocado la  ruptura de una pareja perfecta. Pero simplemente no puedo: no encuentro el argumento, la razón, el objetivo de insistir en una idea tan engañosa como esa, de adornar la verdad con esa noción sobre la culpabilidad difusa, el estigma de la mujer caníbal capaz de destrozar cualquier relación emocional a su antojo. En lugar de eso sacudo la cabeza, le tomo de la mano y me preparo para lo que supongo, será una discusión incómoda.

- Ya había problemas antes que llegara esa mujer - comienzo - la relación no dejó de funcionar porque un tercero apareció en escena. Lo hizo porque algo ocurriría complejo entre ambos que no llegó a resolverse. Él actuó de manera cobarde, violenta y grosera hacia a ti. Es él quien es el responsable de todo lo que está ocurriendo.

Mi amiga se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me dedicó una rara mirada de furia. Sacudió la cabeza y noté que se ponía rígida, como si cada una de mis palabras la ofendieran de una manera secreta que yo no comprendía muy bien. Tal vez era así, me dije con un sobresalto, como si cayera en cuenta por primera vez de la compleja interconexión de ideas que sostenía todo su razonamiento. No sólo se trataba de una disculpa tácita al comportamiento de su ex pareja sino una justificación - absurda e incompleta, pero justificación al fin - sobre el dolor que le había causado.

- Él me quería antes que esa mujer...
-Quien tenía una relación era él, no ella - ahora me siento una verguenza inexplicable  - desde el punto que lo mires, él es quien traicionó tu confianza, te mintió y destrozó lo que había entre ambos.

Que difícil resulta poner en palabras algo tan simple cuando quien te escucha necesita la barrera de cierta ignorancia ingenua para atravesar un sufrimiento íntimo. Que complicado es el hecho de analizar con una distancia objetiva un asunto emocional con tantas implicaciones distintas. Me arrepentí de haberlo hecho, cuando mi amiga se levantó del sofá donde estaba tendida y me dedicó una larga mirada apreciativa, como si le resultara una desconocida. Quizás lo éramos, pensé de súbito. Luego de años de amistad y una larga historia en común, lo más probable es que no nos conocieramos en absoluto.

- Cuando alguien te joda como esa puta me jodió a mi, me hablarás de tus ideas feministas - me gritó y lo hizo con una sinceridad que me rompió el corazón - ¡Allí entenderás de qué hablo!

Por supuesto, no tenía cómo responder a eso sin herirla, de manera que opté esta vez por el silencio. Aún así, seguí pensando en su reacción - en el sufrimiento que parecía ocultar una callada conciencia sobre lo que podía significar lo que yo había sugerido - muchos meses después. Preguntándome con enorme preocupación el motivo por el cual la cultura en que nacimos comprende a la mujer y al hombre - y las relaciones entre ambos - de manera tan confusa. Una visión fragmentada sobre quienes somos y quienes podemos ser.

De la concepción sobre la identidad femenina y otros dolores: 
Es curioso como se recuerdan algunos momentos que luego comprendes fueron importantes en tu vida. En mi caso, lo hago a través de anécdotas. Por ejemplo, recuerdo con mucha claridad la primera vez que pensé sobre la manera distorsionada como la sociedad percibe a la mujer: fue durante una prosaica consulta odontológica y lo hice luego de leer un cuento muy estúpido titulado “Te perdí y te amé”. Tenía unos dieciséis años y como dije, me encontraba en el lugar más extraño que se pueda imaginar para recibir una iluminación moral. El cuento al que me refiero venía incluido en una arrugada edición de la por entonces popularisima revista “Tu” que me encontré en un polvoriento revistero y que leí por aburrimiento. Sí, yo y mi mala maña de leer todo lo que se me pasa por las manos. Pero ese es otro tema. Volviendo al del cuento, recuerdo que se trataba de un relato de una chica de mi edad que había descubierto que su amadísimo y al parecer no tan confiable novio, le había sido infiel. El pequeño drama a tres actos dejaba bien claro un par de cosas desde el principio: que nuestra sufrida protagonista era una chica “buena” que no había querido salir la noche de la “infamia”, que el chico era torpe e irresponsable…y que la otra era poco menos que una puta. Así, a las claras. Porque de hecho, durante las tres páginas del cuento — que leí en diez minutos que no recuperaré jamás y que sigo lamentando — la autora se dedicó fue a dejar bien claro que el problema no era su juventud, la estupidez del novio…sino esa pérfida chica de minifalda que había “engatusado” al pobre hombre inocente, a esa víctima de los zapatos de tacón alto y el lápiz labial. A esa chica, a la “fácil” se le acusaba de todo. La sufriente y herida novia engañada la llenó de epítetos, la acusó de ser el motivo de sus lágrimas de niña dulce y “ de su casa” y el grupo de adolescentes imaginarios del cuento, la apoyó. Un poco asombrada — e irritada — recuerdo tomé un bolígrafo y allí mismo, comencé a reescribir la historia por los bordes de las hojas, contando como la chica de la minifalda se sentía usada por el sexo de una noche, por haberse ido a la cama con un sujeto que no le dedicó ni un solo pensamiento como no fuera el de acusarla por su necedad. Imaginé a la chica, ya sin maquillaje que la hacía ver mayor, sentada en la orilla de una cama pequeña, como de niña, con los ojos enrojecidos de llorar, luego que alguien le llamaba para contarle lo que el chico que tanto le había gustado unas noches antes decía de ella. La imaginé tan claro que llené la revista de palabras y de acusaciones. Y cuando mi odontologo me atendió, estaba tan disgustada que le pedí cambiar la cita para otro día que me sintiera mejor. Caminé por la calle, ofendida, como si los personajes del cuento fueran reales y después, me pregunté porque me sentía de esa manera.

- Porque son reales — me contestó mi tía L., deslenguada y directa, cuando le conté la anécdota — eso ocurre siempre, a toda hora. Y obviamente, ese cuento pendejo es una manera de dejar bien claro los roles que una chica debe cumplir y los que debe evitar.

De nuevo, me imaginé a la chica “buena”. Y me pregunté en que consistía exactamente esa “bondad”, cuál era el sentido de ese estereotipo tan socorrido y que parece estar en todas partes. La mujer que sonríe siempre con amabilidad, la mujer que “es difícil”, la mujer “decente”. Más allá, la abnegada, la que sostiene el hogar. Y mucho más allá, la anciana venerable, la que se recuerda cómo esa identidad intachable. Me dio escalofríos imaginarme a mi misma de esa manera, preguntarme dónde encajaba yo en todo eso. Mi tia L., soltó una de sus escandalosas carcajadas.

- Mejor te acostumbras — me dijo después — porque ni tu ni yo, o cualquier mujer inteligente, calza en nada de eso. Lo femenino es poder pero para entender eso hay que ejercerlo.

Nunca olvidé la frase y ahora que escribo esto, sonrío al recordarla otra vez.

Hablar sobre la mujer no es sencillo. Podría parecerlo, en una época donde la sociedad aboga por la igualdad y las diferencias de género se acortan. Después de todo, la identidad femenina ha conseguido triunfos significativos en independencia, equidad y sobre todo, su percepción como parte de una idea cultural igualitaria. O eso podría pensarse, en un análisis superficial. Porque aunque es una visión esperanzadora — justa, en realidad — es tan irreal como cualquier otra que pueda sustentarse sobre una futura reintrepretación de roles culturales. Actualmente, la mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo y lo que es aún peor, forma parte de una estadística ciega, marginal que pocas veces se incluye dentro de una visión global de sociedad. Parece exagerado lo que digo ¿verdad? También me gustaría pensar que se trata de una exageración. De una mera interpretación sobre lo femenino en medio de una cultura que aspira a la igualdad. Pero no lo es, y los ejemplos sobran y lo que es peor, se multiplican, quizás consecuencia de esa necesidad cultural de mirar hacia otra parte, de analizar las ideas de una perspectiva más permisiva, en lo que a la mujer respecta.

La mujer invisible.
Una vez leí que por mucho tiempo, el peor castigo que la sociedad Cristiana patriarcal había esgrimido contra las herederas de Eva había sido el anonimato. Encontré la frase en un interesante libro sobre la mujer y la liberación intelectual y jamás la olvidé, aunque me llevó unos buenos años comprenderla. No es fácil, aceptar que la sociedad donde vives, mira a la mujer de reojo, tiene una opinión sobre ella que parece superar y sobrepasar tu individualidad. Y tampoco es fácil notarlo, aunque los indicios parecen estar en todas partes: desde niña, te educan — te presionan — para amoldarte a un rol social tan especifico que resulta asfixiante, restrictivo. Y esa obligación del deber ser, del eres-una-mujer-y-eso-implica-un comportamiento está en todas partes. Recuerdo las ocasiones en una de mis vecinas me preguntó muy seriamente si mi madre no me reprendía por llevar el cabello suelto y sin peinar. Por entonces, tenía unos ocho o nueve años y nunca, que yo recordara, había tenido la necesidad de peinarme otra manera que no fuera con los dedos, para quitarme los mechones de cabello enredado de la cara. Por supuesto, eso a mi vecina, tan mujer tradicional — la que sea que signifique eso — eso le parecía incomprensible.

- ¿Y tu mamá no te regaña por andar asi toda desaliñada? — me preguntó. Recuerdo que su pregunta me pareció muy extraña. Mi mamá era una mujer muy pulcra y femenina pero que a la vez, no consideraba que llevar maquillaje o ir bien peinada significara otra cosa que solo eso: Una manera de apreciar su propia estética. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos, pero si sabia algo muy concreto: A mi mamá le importaba muy poco si llevaba la camiseta dentro del pantalón, el cabello recogido con un lacito o los zapatos limpios. Mi mamá y mi abuela, podían estar muy en desacuerdo con muchas cosas, pero en lo que ambas parecían coincidir era demostrarme desde niña que la mujer lo es esencialmente por algo más tangible que la manera de vestirse o llevar el cabello.
- No, yo nunca me peino — respondí, resumiendo todos esos pensamientos de la mejor manera que supe. Mi vecina me dedicó una mirada dura.
- Eso es de niños.
- Yo soy una niña y no me peino.
- Por eso está mal.
- ¿Quién lo dice?

La anciana apretó los labios. Era una mujer muy bonita, con su cabello castaño bien teñido siempre peinado cuidadosamente, los ojos maquillados y la ropa impecable. Había algo en ella contenido, preocupado, tenso. Siempre me producía la impresión que esa nítida higiene personal tenía algo de duro, como una superficie muy pulida que cuesta esfuerzo mantener. Con ocho años, no lo pensé en términos tan complejos. Quizás ni siquiera lo razoné: solo supe que no quería ser así.

Porque a la mujer se le exige: la sociedad asume una identidad para lo que considera femenino a trozos de muchas ideas sobre lo femenino que no parecen encajar muy bien. Hablamos de todas esas variaciones de la mujer que forman parte del imaginario popular: La hija disciplinada, la mujer joven decorosa, la madre abnegada, la anciana cálida. ¿Qué ocurre con quienes no encajamos allí? ¿Qué ocurre con las que no nos miramos como parte de una idea de género sino como parte de una conciencia individual? Al rincón de los marginados, pienso con frecuencia. A esa zona de las que no entienden — ni quieren — un nombre o una imagen que completar, que insisten en mirarse más allá del rol legal, formal, cultural y social que obtuvieron por el solo hecho de nacer con un útero y una vagina. De rol biológico a la estereotipo cultural sólo hay un par de tetas, escuché decir una vez a mi tía L, y aunque en un primer momento la frase me hizo reír, con el correr de los años terminé temiendole un poco. Porque la mujer, lo que somos, lo que aspiramos a ser, rebasa la visión paternal de una cultura que nos mira a través de esa diminuta rendija, que nos define a medias y que nunca nos comprende en realidad.

De lo femenino, lo cultural y otros temas inquietantes.
En una ocasión una de mis profesoras de fotografía favoritas tomó una imagen que siempre me ha gustado muchísimo: es un plano amplio de un automóvil destartalado frente a una pared rota. Más allá, un grafiti declara que “Caracas no cree en Nadie”. Miro esa foto mientras escribo esta pequeña reflexión y pienso que la misma frase puede aplicarse a su manera de ver la vida. Con cuarenta años, madre, esposa, fotógrafa y sobre todo muy consciente de su identidad, mi profesora suele burlarse de esa visión de lo femenino. Más de una vez, le he escuchado insistir que no entiende a las mujeres, y probablemente, más que una provocación, es totalmente cierto. Porque mi profesora, con sus hombros tatuados en brillantes colores, su visión crítica del mundo y su muy asimilada idea sobre el mundo, no encaja — ni lo intenta — en el mundo femenino de nuestro país. A veces la miro, con sus bonitos anteojos de pasta, riendo y bromeando, y pienso en que ella, como mi foto favorita de las suyas, no cree en nadie. No cree en la cultura que intenta darle una identidad, ni tampoco en lo femenino que se impone. Esa mujer inexistente que la mujer real rebasa, que parece solo existir en la imaginación popular.

Pienso en esas cosas con frecuencia. Lo pienso cuando camino por la calle, mirando a las mujeres con las cuales me tropiezo. Las que caminan con los hijos llevando a sus hijos cargados, las muy hermosas, las temerosas, las tímidas, las que apenas sonríen, las que sonríen con alegría. Me pregunto que pensarán sobre si mismas, en un país que las define y las analiza como un elemento concreto en una fórmula primitiva. Pienso en eso cuando converso con mis amigas y me tachan de exagerada, de feminista, de simplemente inconforme. Pienso en eso y con mucha preocupación, cuando leo las múltiples noticias sobre abusos, violaciones, maltrato que abundan en nuestro país y que son noticia de segunda pagina, esas que casi nunca llegan a titulares, que forman parte de la crónica roja anónima de un país muy violento. Pero yo si las leo. Las leo angustiada, con una sensación de pequeño desastre. Cuando era más joven, las recortaba y las guardaba. Leía de vez en cuando esa dolorosa historia del desastre, del anonimato de la violencia contra la mujer. Era mi manera de declarar mi personal intención de no olvidar, de quizás, recordar a esas olvidadas de siempre, esos fragmentos de historia que nadie quería recordar después. Todavía lo hago de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia.

Quizás me rebasó la violencia de la realidad, ese lento repiqueteo de noticias que demuestran cómo a pesar de los avances y conquistas, del lento trayecto de la mujer hacia la igualdad, el temor y el miedo continúa siendo la realidad para muchas en numerosos países del mundo. Ejemplos sobran: como la “Subasta de Vírgenes en Colombia”, una práctica aberrante que parece popularizarse en las zonas más pobres del vecino país o los matrimonios infantiles, una costumbre primitiva que recientemente cobró la vida de una niña de ochos años, que falleció debido a las heridas internas que sufrió cuando el hombre con quien contrajo matrimonio — y que le cuadriplicaba la edad — consumó el matrimonio. Lo monstruoso del hecho, junto con la aparente indiferencia con que el mundo se toma la noticia no solo me asombra, sino me enfurece. ¿Qué ocurre con la percepción cultural sobre la mujer? ¿Lo que asumimos como parte de esa visión concreta sobre lo que es lo femenino?

Leo la noticia de la niña muerta varias veces y una cólera ciega y dolorosa me abruma. Porque es una de las cientos de noticias sobre hechos parecidos que encuentro y que seguramente encontraré en el futuro. Lo que más me enfureció — me irritó, me hirió — fue los comentarios de los supuestos blogger “defensores” de la memoria de la niña muerta que se citan en el artículo, como para dejar bien claro que alguien se opone y lamenta de una niña pequeña por un abuso sexual brutal, con la complicidad por familiares y lo que es peor, la ley. Uno de ellos comentaba: “¿Nadie notó que era muy joven y que había que esperar un poco de tiempo?”. A lo cual, me pregunto: ¿Nadie asume la responsabilidad de una deformación social tan grave como retrógrada que insiste que la mujer es una huérfana moral? ¿Hasta cuando la cultura de un buen número de países insiste en mirar a la mujer como una criatura sin voluntad, secundaria en la interpretación legal y sujeta a restricciones demenciales como la que ocasionó la muerte de esa niña? No es que habría tenido que esperarse un tiempo, es que una NINGUNA MUJER debe contraer matrimonio contra su voluntad por ningún motivo, no importa la razón cultural que crea pueda imponer una idea social para hacerlo justificable. Por favor, basta del maltrato de menospreciar lo femenino como un subproducto barato de la sociedad.

Arrojo el periódico al suelo. La niña de la fotografía que ilustra la noticia parece mirarme, con sus enormes ojos inocentes cubiertos por el tul de un vestido de novia que le viene enorme en talla y significado. No sé si se trata de un retrato de la niña muerta o cualquier otra padeciendo la misma situación. Y no importa quién sea. Lo que importa es que fue una víctima. Que la cultura donde está creciendo tomó decisiones por ella, destruyó cualquiera esperanza de decisión y visión del mundo propia. No dejo de preguntarme, la idea atormentandome sin pausa, ¿Cuál es la visión de la mujer actualmente? ¿Realmente hay algo que celebrar en logros y triunfos? ¿O solo se trata de una frágil necesidad de asumir que los cambios deben manifestarse y mostrarse más allá de una idea esperanzadora?

No lo sé. Y no saberlo me duele tanto como la mera incertidumbre de qué pueda ocurrir después.

C’est la vie.

sábado, 26 de noviembre de 2016

La puerta abierta al misterio y otras historias de brujería.




El día que mi abuela murió, llovía. Recuerdo el olor de la tierra húmeda, mezclándose con el de las decenas de flores que rodeaban su tumba.  El sonido de la lluvia, repiqueteando en algún lugar. La sensación de horroroso vacío, de encontrarme al borde mismo de una idea que me sobrepasaba y me doblegaba.  El dolor, más allá de todo sentido, un páramo blanco y cegador en el que deambulaba a tientas. Me sentía fuera del tiempo, como si la realidad estuviera hecha de otro material, infinitamente frágil y quebradizo y se derrumbara a mi alrededor.

Permanecí durante semanas en ese estado. Flotando a la deriva en algún lugar anónimo de mi mente.  Y de hecho, en ocasiones tengo la sensación que la vida a mi alrededor simplemente se detuvo. Se desdibujó quizás, comenzó a confundirse entre lo real y esa sensación de angustia que me atormentaba a toda hora. Porque no solo se trataba de lidiar con la idea de la muerte de mi abuela, su ausencia - algo que me resultaba por si solo insoportable - sino además,  encajar las piezas rotas de mi vida.  Necesitaba comprender que ocurriría a partir de entonces, cuando mi abuela y todo lo que significaba había dejado de pertenecer al presente y al futuro para formar parte del pasado. Los seres queridos nunca mueren si puedes recordarlo, pensaba con frecuencia y la sensación era tan afilada que me enfurecía más de lo que podía consolarme. ¿Qué tipo de excusa para el fatalismo es esa? ¿Que idea absurda sobre la permanencia de la memoria es la que insiste en que el amor y la ausencia puedan confundirse? A ratos, en medio de esa lucidez espectral del dolor, pensaba que muy probablemente debía aceptar lo inevitable de la muerte, resistir el impulso de idealizarla, y padecer el necesario dolor que me permitiría quizás alcanzar algún tipo de paz. Pero en otras ocasiones, simplemente seguía resistiendo a la simplicidad de ese pensamiento. Había una morbosa sensación de triunfo en esa desesperación sorda, palpitante, que padecía a toda hora.

Mi abuela parecía estar en todas partes. En su habitación vacía, que no había permitido que nadie tocara, sus libros desperdigados por la casa silenciosa, en la cocina ordenada y vacía. El jardín, estupefacto aún por su ausencia.  Cada lugar parecía  impregnado de su olor, de esa presencia suya tan nítida que en ocasiones tenía la sensación era casi real. El sonido de sus pasos en la escalera, al risa estruendosa estallando radiante en el mutismo de la realidad rota. Era insoportable, vagar entre recuerdos, tropezando con ellos de vez en cuando. Encontrarme su sonrisa en las galletas rancias que seguía guardando obstinadamente en la despensa, sus cuadernos repletos de dibujos y palabras que me negaba a tocar y que comenzaban a llenarse de una fina capa de polvo. La soledad tiene un rostro, un aroma particular, y es el de esa ausencia que se derramaba lentamente en cada espacio de lo que recuerdas. Una angustia silenciosa y amarga que creí nunca podría superar.

Mi tia E. me miraba a la distancia. La muerte de mi abuela la había sumido en una tristeza muy semejante a la mía. Ambas habían vivido en la misma casa desde que mi abuela había enviudado y eran complices, más que parientes. Mi tia E. era en realidad nuestra primera en algún parentesco difuso y siempre había ocupado una especie de lugar en mi vida. No nos llevábamos bien, tal vez porque éramos muy distintas. Con su caracter sosegado y apacible, era la antítesis de la poderosa presencia de mi abuela. Siempre la relacioné con las tardes de largas sombras de mayo, con el olor cristalino de su perfume floral, una dama crepuscular que parecía siempre esconderse en algún rincón tímido de la casa. Luego de la muerte de mi abuela, nada fue distinto. Éramos como dos satélites, gravitando alrededor del dolor de la muerte.

- ¿No quieres comer?

Su voz me sonó desconocida, en medio de la biblioteca oscura. Levanté los ojos para mirarla. Tia E. tenía un paso lento, mesurado que combinaba muy bien con las sombras. Me encogí en el sillón de mi abuela, irritada.

- ¡No! No tienes que seguirme a todas partes insistiendo en lo mismo - dije. Apreté los labios, arrepentida de inmediato por mi brusquedad pero sin hacer nada por remediarlo. La sentía como una intrusa, una presencia que debía soportar casi a la fuerza. Mi tia me dedicó una de sus largas miradas apreciativas. La tensión entre ambas era palpable. Y de pronto, tuve el extraño pensamiento que quizás yo la irritaba de la misma manera en que ella a mi. Que en el silencio interminable de la casa en duelo, ambas nos sentíamos enfurecidas y solitarias, quizás muy heridas para soportar cualquier consuelo.

- ¿Qué lees? - me pregunto. Relajé los brazos y le mostré la portada de uno de los Libros de las Sombras de mi abuela. Tia hizo un gesto nervioso, una pequeña mueca de angustia que desapareció muy pronto. Acarició con los dedos el cuero de la solapas, siguiendo de los intrincados arabescos que la adoraban.

- Tenía unos veinte años cuando lo escribió - me explicó en voz baja - estaba obsesionada con la brujería entonces. Quería comprenderla desde todos los puntos de vista, analizarla como quien mira una pintura e intenta comprender el motivo por el cual el pintor dio una pincelada y no otra. No lo logró, claro.

- ¿Por qué no? - pregunté. La imagen de mi abuela veinteañera, apasionada y decidida, me resultaba casi idílica. Recordé las fotografías que había visto de ella a esa edad: El cabello negro y enmarañado cayéndole sobre los hombres, los grandes ojos color miel mirando con atención desde la imagen, como si quisieran adivinar el rostro del futuro y desconocido observador. Podía imaginarla obsesionada, escribiendo a mano, rodeada de libros y páginas sueltas. Un poco como yo, supongo.

- Porque la brujería no es una idea racional. Ninguna creencia lo es, querida - se dejó caer en el enorme silla de orejas frente a la mía, cansada. Y solo entonces noté su agotamiento, las arrugas en su rostro fragil, el cabello mal peinado cayendo sobre los hombros. El dolor nos unía, pensé con naturalidad. Y pensé que quizás tia E. podía entenderme mejor que nadie en ese extraño momento de mi vida - hablamos de una creencia que se mira así misma como iniciática, la puerta abierta a un conocimiento misterioso. Al poder, pues. Una noción tan abstracta, tan relacionada con la idea mística de la fe, no tiene un reflejo en lo material y evidente.

Medité sobre la idea. Durante los últimos días, había leído los Libros de las Sombras de mi abuela, intentando comprenderla a la distancia, conservar algo de su memoria. Y había notado esa necesidad suya de cuestionarse, de observarse como parte de una tradición mucho más antigua que su noción de historia. Aún así, mi abuela, por entonces joven y muy probablemente tan impaciente como yo lo era, necesitaba entender las pequeñas conexiones entre las ideas, brindarle una cierta consistencia más allá de la simple necesidad de creer. Y como había dicho tia, no lo había logrado.

- Pero logró encontrar esa perspectiva de la fe como una idea concreta - dije en voz alta. Tia ladeó un poco la cabeza y contempló el libro de nuevo.

- Sí, claro. Cuando murió tu tio Juan.

De mi tio Juan sabía por las historias que mi abuela me había contado sobre él y la única fotografía que había visto suya, que mi abuela conservaba enmarcada en su habitación. Había muerto siendo un niño muy pequeño y nadie le recordaba demasiado: una pequeña tragedia olvidada en medio de la historia cotidiana. Pero mi abuela atesoraba su recuerdo y a través de ella, lo conocía yo. Sabía que era un niño gracioso y risueño, que había muerto luego de contraer una afección pulmonar de la que nunca se había recuperado por completo.

- Tuvo que ser terrible para la familia - dije. Tia suspiró, mirándose las manos.

- Lo fue, pero sobre todo para Celia. Estaba convencida que no moriría, que era fuerte y joven, que simplemente no había una razón para la que un niño tan pequeño muriera. Era joven, claro y estaba convencida que cada cosa tenía su lugar en el universo. Cuando finalmente el niño falleció, la idea de la muerte la aplastó.

Como a mí, ahora mismo, pensé. Recordé los días durante los cuales mi abuela había agonizado luego de sufrir un gravísimo derrame cerebral. Estaba completamente segura se recuperaría, que por obra de esa fuerza suya de voluntad, esa necesidad de vivir tan fuerte que siempre había sido probablemente el rasgo más reconocible de su personalidad, lograría superar aquella pequeña tragedia. Cuando murió, no pude soportar la idea, el hecho que la muerte me rozara tan cerca. Lo inevitable e incontestable de la idea. Lloré de rabia, intentando comprender ese enorme vacío que se abría entre mi abuela yo. No lo logré. ¿Como lo hizo ella?

- La muerte te da una perspectiva nueva de las cosas: las hace bellas y frágiles, fugaces - dijo mi tia luego de escucharme - por ese motivo se dice que  la enfermedad, el exilio y el sufrimiento se entienden a menudo como un desmembramiento iniciático que reviste un gran significado. La muerte te hace recorrer regiones de tu mente que hasta entonces, no te habías atrevido a reconocer existian. A tu abuela le ocurrió eso: comprendió el valor de la vida a través de la muerte.

- Pero ella siempre amó la vida - dije desconcertada - siempre insistió en que vivir era una aventura intensa, una necesidad enorme de descubrir todo lo que podías aprender, soñar y construir. Nunca hablaba de la muerte.

- No tenía motivos para hacerlo - explicó tia - la muerte está en todas partes aunque no lo veas, mi querida. Por supuesto, en estos tiempos modernos, la muerte se esconde decorosamente. Es un rito ordenado y consecuente a la idea que se tiene sobre la desaparición física del ser humano. Pero antes, décadas atrás, la muerte era cercana. El familiar que moría formaba parte de la historia de la familia en ausencia. Se le velaba en su casa, en su propia cama, para llorarle entre sus cosas. Se le tomaba fotografías para recordarlo. Tu lo sabes.

Me recorrió un escalofrío. De niña, había encontrado por accidente el álbum de los muertos de la familia, una reliquia que me sobresaltó y me fascinó a partes iguales. Antes que mi madre me lo arrancara de las manos, aterrorizada, había logrado ver algunas fotografías de desconocidos parientes, yaciendo en su último sueño para la cámara. Una idea morbosa pero que tenía su propio valor en esa concepción de la muerte como parte de la vida.

- Luego de la muerte de Juan, tu abuela insistió en entender esa idea, transportarla a un plano manejable. Pero no pudo: no hay manera de convertir a la muerte en conocimiento sencillo.
Nace de la necesidad de comprender nuestras propias huellas y símbolos, una idea concreta que abarque todo el Universo cuántico al que intentamos dar alguna coherencia.

Extendió la mano, tomó el libro de mi regazo y luego, hizo algo muy extraño: lo abrió en la última página y lo colocó al revés. El cuero crujió un poco y entonces, la última hoja pareció desprenderse, rodar simplemente fuera del resto de las hojas cosidas. Miré todo boquiabierta. Tia sonreía.

- Aquí esta - murmuró. Tomó la hoja de papel y la colocó sobre la solapa. Era un dibujo simple de una estrella de cinco puntas, rodeada por lo que al principio tomé por puntos y ornamentos dibujados en un abirragado diseño. Pero cuando me incliné sobre él, me sorprendió reconocer palabras entre los puntos y símbolos. Miré a tia fascinada.

- ¿Qué es es?
- Un amuleto de poder - me explicó - la manera como tu abuela intento consolar su dolor. Y de alguna manera lo logró. Observa.

Con cuidado, dobló el papel por la mitad. Luego, hizo lo mismo con las puntas, dobló de nuevo el papel por el centro y jaló. Solté una exclamación de sorpresa cuando una estrella de papel surgió de todo aquel pequeño ritual. Mi tia se inclinó ante la belleza pieza y le dio la vuelta para comenzar a leer las palabras, que ahora parecían tener sentido.

- La muerte es un hecho pero aceptarla es una idea - leyó en voz alta - y las ideas podemos crearlas, construirlas. Ese aliento divino que habita en el fuego de la voluntad, la única magia real, la que sana, la que consuela, la que eleva, la que otorga un rostro a cada certidumbre y duda, lágrima y sonrisa. Ese poder obsesivo,  que desborda en ocasiones nuestra conciencia, la infinita evolución hacía la idea más pura de lo que consideramos la memoria.

Movió un poco la estrella para mirar las palabras escritas a su izquierda. La luz de la tarde caía oblicua por la ventana y tuve una sensación muy curiosa, dura pero hermosa: estábamos juntas, a solas, comprendiendo a mi abuela en su ausencia. Sentí el dolor tan vivo que los ojos se me llenaron de lágrimas, pero aún así, no sentí la rabia consumirme o la simple sensación de angustia que me había atormentado. Sentí un alivio muy simple, casi ingenuo al que no supe muy bien a que atribuir.

- Un poco como la vieja Tradición de familia, que indica que las brujas debemos procurar siempre dejar que nuestro cabello crezca, como símbolo del conocimiento que se acumula a través de la experiencia, de la vitalidad, los errores, la felicidad, la simple melancolía, la vida debe celebrar lo que conocemos - leyó tia -  La muerte es parte de la conciencia, pero eso hace más valiosa la vida. El poder creador del amor  se hace más fuerte, más completo y paradojicamente, más abstracto a través de ese intrincado tapiz de hechos y pensamientos que llamamos realidad.

Se me escapó un sollozo. Tia me contempló y sonrío. Extendí la mano para tomar la suya.

- Sigue leyendo, por favor - le pedí. Ella tomó una bocanada de aire, visiblemente emocionada.

- Vive la vida lo mejor que puedas - dijo entonces -  porque después de todo, solo somos un parpadeo en el Iris de la Divinidad.

Apreté la mano de mi tia. Quise decir tantas cosas. Quise llorar a gritos y explicarle lo vulnerable que me hacia sentir el dolor por la muerte de mi abuela, el miedo paralizante que sentía en su ausencia. Quise llevarme las manos a la cabeza y tirarme del cabello, retorcerme de angustia. Quise llorar simplemente, hasta quedarme sin fuerzas. Pero no lo hice. Descubrí de pronto, que no lo necesitaba, que por alguna razón, el sufrimiento invalidante que había soportado durante las últimas semanas, se había transformado en otra cosa, en algo mucho más profundo y sentido pero profundamente dulce. Tia me acarició la mano y espero, juntas en este silencio enorme donde cabia el mundo, más allá de toda desazón.

- ¿Que hiciste de comer? - pregunté entonces, muy bajito. Mi tia sonrió y me secó las mejillas con sus dedos callosos y cálido.

- Una enorme tortilla, con mucho jamón y queso como te gusta.

- Que delicioso.

- Pero también hay sopa.

- Eso no me lo comeré.

- Eso ya lo veremos.

Salimos juntas de la biblioteca. El olor del polvo y de los recuerdos flotó un momento más a mi alrededor y luego me dejó salir, abrió los brazos y me permitió continuar. Cuando cerré la puerta, sentí que podía aspirar a la tranquilidad.

Los ojos se me llenan de lágrimas mientras escribo estas apresurados recuerdos. Pero también sonrío, cuando sostengo la estrella de papel, ahora abierta por los bordes, amarillenta y casi frágil. Y sin embargo, me sigue pareciendo hermosa, en su ternura de secreto descubierto a medias, en su capacidad para recordarme, cada vez que la miro, el valor de creer y confiar.

Un pequeño milagro en medio de las sombras.

C'es la vie.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Noviembre: Brasil. Machado de Assis.




Al escritor brasileño Machado de Assis ya se le consideraba un autor “moderno” antes que el término pudiera definir cualquier cosa. Aunque nadie sabía muy bien el motivo por el cual las obras del escritor asombraban de la manera en lo que hacían, ese elemento original era parte de no sólo de sus obras literarias (prolíficas y admiradas) sino también de sus experimentos personales, que incluían colecciones de microcuentos basados en el dolor y la desesperanza. Como si el dolor — ese viejo tema occidental, que despierta obsesiones — tuviera un nuevo rostro. ¿Qué hizo que la obra de Machado de Assis fuera un planteamiento fresco sobre esa visión del sufrimiento íntimo? ¿Cómo logró reinventar una interpretación sobre la naturaleza humana tan antigua?

Nadie podría decirlo con exactitud. Después de todo, Machado de Assis fue un hombre que miró el mundo desde una multiplicidad de dimensiones que aún asombra. Nacido en un Río de Janeiro ultraburgués y decimonónico, el escritor retrató una ciudad desaparecida — la Rio sugerida, soñada, inventada, convertida en leyenda — a través de una inmensa capacidad narrativa que encontró una furiosa inspiración en la ciudad. En más de una ocasión, se ha dicho que ese dolor latente — macerado por años de tristeza profunda — que Machado de Assis describe con tanto tino en sus obras, no es otra cosa que una descripción de esa noción de la urbe que muere y se desploma en las ausencias. Las villas de Santa Teresa en Brasil, las particularidades decadentes de los antiguos barrios elegantes como Botafogo, son parte de la perspectiva del autor pero también un personaje que se mueve al fondo del paisaje de sus historias. Una doble visión no sólo de la época que le tocó vivir — y a todo lo que tuvo que enfrentar para escribir — sino también, esa percepción sobre la identidad referencial que define a un autor. Lo que le brinda sustancia y sentido a su obra. Lo que le permite reconocerse a través de las palabras.

Para Machado de Assis el trayecto no fue sencillo: Tuvo que enfrentarse a prejuicios racistas en un Brasil muy prejuicioso (era mulato) y escribir, a pesar que la mayoría de los críticos y el público, juzgaron su obra a través de una sutil discriminación. A pesar de eso, el escritor se tomó la escritura como un juego de resistencia en el cual triunfó no sólo gracias a su innegable talento, sino también un punto de vista muy claro sobre lo que narraba — y el motivo por el cual lo hacía — y además, una perseverancia que venció todo tipo de obstáculos invisibles. Para Machado de Assis escribir no era sólo la construcción de una realidad mediata, una crónica conjuntiva de una opinión sensorial sobre lo que le rodeaba, sino una profunda experiencia emocional.

¿Es esa conexión sincera y prolífica con la emoción lo que hizo de la obra del escritor una referencia en la literatura de su país? Quizás lo sea, pero también hay mucho de experiencia vivencial, una bien cuidada consideración a la vitalidad del Brasil real y matizado por una nostálgica belleza en todo lo que Machado de Assis escribe. Eso, a pesar que el escritor en más de una ocasión aseguró que “aspiraba a la obra Universal y no sólo a la mirada cercana”. Aún así, cada una de sus novelas, poemas y microrrelatos, hay una vivacidad empañada de una cierta tristeza palpable. Una búsqueda de la individualidad a través de cierto desconsuelo invisible. Para Machado de Assis la escritura se convirtió en una conversación elemental sobre el dolor espiritual.

Tal vez se debió a su durísima historia personal: Joaquim María Machado de Assis nació en Río de Janeiro, como el quinto de una pareja de mulatos libres. Corría el año 1839 y el racismo en Brasil era quizás uno de los elementos más reconocibles en una cultura mestiza y la mayoría de las veces, violenta. Machado de Assis se enfrentó no sólo al estigma de su piel morena sino también, al de ser huérfano a muy temprana edad: sus padres murieron con meses de diferencia cuando apenas había alcanzado los cinco años. Criado por su madrastra, pasó buena parte de su infancia y adolescencia luchando contra las restricciones de una sociedad donde el color de la piel era un obstáculo insalvable para las ambiciones intelectuales. Aún así, Machado de Assis no se detuvo en el largo periplo de su temprana vocación como escritor: Pasó por la escuela pública pero su natural talento despuntó de inmediato y casi por completo, desde la necesidad autodidacta de aprender. Ese impulso vital del conocimiento lo acompañó cada día de su vida: de muchacho se enfrentó a la alienación y la pobreza a través del concienzudo — y a menudo — secreto aprendizaje y de adulto, fue una de las tantas formas de expresión que el escritor utilizó para construir su discurso literario. El mismo Machado de Assis contó en una ocasión que la curiosidad le permitió remontar la empinadisima cuesta de aprender a escribir por sus propios medios: En uno de sus primeros trabajos — como ayudante de cocina en la panadería de Mme. Guillot — aprendió a leer y a traducir en francés. A pocos días de su muerte, había comentado a sus parientes y amigos que comenzaba a aprender griego. “La vida es una sucesión de conocimientos” llegó a decir.

Machado de Assis era epiléptico y tartamudo, condiciones contra la luchó durante buena parte de su vida. Aún así, la salud frágil jamás fue otra cosa que un aliciente para alcanzar el triunfo literario. Para el escritor, la palabra era algo más que un medio de expresión: era una casa oculta donde podía construir todo tipo de visiones sobre el mundo en el que transitaba a diario. El paisaje de las calles del colegio de barrio al que tuvo que renunciar para trabajar, la cuidad informe y hostil. La ciudadela de conocimiento que la pobreza y su condición de mulato le vedó por tanto tiempo. Pero el escritor persistió y a falta de formación reglada, comprendió que la palabra — el sueño de la escritura — era algo más que el aprendizaje académico con el que añoraba.

En 1855, el futuro escritor llevaba unos buenos años de escritura continúa: cuando entró en contacto el grupo de escritores que se reunían en la librería de Paula les mostró lo que era la estructura de un poemario. Se trataba del génesis de lo que sería su primera publicación, el poema “Um anjo”, que lo reveló como un poeta sensible, hábil pero sobre todo, con una natural capacidad para conmover. Desde entonces, nunca dejó de publicar: mantuvo una actividad ininterrumpida hasta su muerte en 1908. Para Machado de Assis, había una conexión directa entre su necesidad de contar el mundo — contarse el mundo — y a la vez, traducirlo al norte de la palabra, lo que hizo que muy pronto, toda su vida tuviera relación con su prolífica vida intelectual. En el año 1856 comienza a trabajar como aprendiz de tipógrafo en la Imprensa Nacional de Brasil, oficio que le permitió comprender los intríngulis de la edición y la publicación. Gracias a los conocimientos que adquirió entre los veteranos del gremio, en el 58 se desempeña como revisor de pruebas en la editorial de Paula Brito y un año después, en el periódico Correio Mercantil. Todo lo anterior sin dejar de publicar, luchando desde su parcela y con las armas a su disposición contra los vericuetos de una cultura obsesionada con la discriminación y el prejuicio racial. Una y otra vez, Machado de Assis demuestra debe demostrar que es un escritor consecuente y lo hace, a través de esa paciencia suya tan joven y a la vez tan acendrada que pronto, le permite sostener una carrera editorial basada en su experiencia. Colabora en Marmota, Paraíba, Espelho -revista efímera que funda con Eleuterio de Sousa en 1858- y continúa en paralelo, esa mirada poética y profunda sobre la Brasil en plena transformación industrial. Machado de Assis se obsesiona, se asume parte de la transformación, mira el futuro a través de la pluma.
Cuando llega su primera colaboración en prosa — una traducción de Lamartine y su primer estudio crítico de renombre «O pasado, o presente e o futuro da literatura» sobre la formación de una literatura nacional — Machado de Assis descubre — o mejor dicho, confirma — que su vocación es algo más que una incidental combinación de gusto y habilidad. Como si la pasión que no sólo le permitió superar las trabas de sociales de cultura mestiza y violenta, también le obsequiara la trascendencia. A partir de entonces Machado de Assis se transforma quizás en el “Hombre Moderno” que trascendió a la historia. En el excelente escritor, cronista y periodista que forjó un estilo inconfundible que aún hoy se recuerda por su particular inteligencia e ironía.

La década de 1860 es una buena década para el escritor: pública buena parte de su producción teatral — Hoje avantal, amanha luva (1860), Queda que as mulheres têm para os tolos (1861), que aparece como una supuesta traducción, Desencantos (1861), Caminho da porta (1863), O protocolo (1863), Quase ministro (1863) y Os deuses de casaca (1866) — que a pesar de llevarse a las tablas y cosechar un discreto éxito en crítica, no le trae reconocimiento alguno. De nuevo, el racismo del Brasil de la época le restringe, parece cercar las aspiraciones del joven escritor devenido en dramaturgo. Pero Machado de Assis se enfrenta, continúa la travesía: en 1964 publica su primer libro de poesía romántica “Crisálidas”, que le trae el reconocimiento inmediato. El joven mulato de las calles de Río encuentra su lugar en medio de la mirada intelectual de su país.

En el año 1970, se publica su segundo libro de poesías “Favelas” con el que logra la fama y también, el respeto de la durísima comunidad literaria brasileña. Para entonces, ya Machado de Assis había descubierto el amor por la prosa y lo desarrolló en su primera novela Resurreição (1872), en la que hace gala de una extraordinaria penetración sicológica. Para sorpresa de la crítica y el público, Machado de Assis no sólo narra sino que también analiza sobre el dolor y el sufrimiento de una manera desconocida para el conservador ambiente literario del país. De la misma forma que cuatro décadas después lo harían escritores como Coetzee y Paul Auster, Machado de Assis reflexiona sobre la angustia y la pesadumbre pero no desde el lamento, sino desde cierta dureza analítica que asombra por su precisión. El escritor parece decidido a contar el mundo y además de eso, mirarlo desde una dimensión por momentos lóbrega. Nada escapa de esa poderosa noción del hombre por el hombre. De la realidad convertida en una visión metafórica de sí misma.

En una ocasión, se le preguntó al escritor por el motivo de su inspiración, la forma en que encajaba las piezas más dispares en un paisaje intrincado sobre la emoción humana: “Se trata de la belleza. Lo privado de la ternura. Lo que ante todo se debe exigir del escritor es cierto sentimiento íntimo que lo torne hombre de su tiempo y de su país, incluso cuando trate asuntos remotos en el tiempo y en el espacio.” Un recorrido primigenio — y privilegiado — por ese hilo conductor que une toda historia con otra. Tal vez por ese motivo, sus novelas están llenas de pesares pero también, de crudas alusiones a una realidad mucho más práctica: medita sobre el abandono, la ambición de clases, el sacrificio afectivo. Y lo hace mientras avanza de buena gana en un escenario entre el romance y la tragedia. Para Machado de Assis no hay nada simple, mucho menos evidente. El dolor se crea como un mensaje secreto entre las palabras.

Machado de Assis escribió durante toda su vida. Lo hizo con el mismo ímpetu de la juventud y hasta la muerte. Siguió enfrentándose al prejuicio, siguió aprendiendo a través de un esfuerzo sostenido y recurrente. Siguió persistiendo en una visión poderosa sobre el dolor, la humanidad y los dolores humanos. Y quizás esa línea continúa de poderosa creación — de profunda maravilla por el poder de la palabra — sea su mayor legado. Una forma de eternidad.

jueves, 24 de noviembre de 2016

La vanidad contemporánea y el pecado de la fealdad: la frivolidad como reflejo de nuestra época.



La escena comienza así: Un hombre calvo, de anteojos enormes y con un feo traje color ceniza, entra en bonito restaurante muy concurrido. Lleva una rosa en la mano. Mira a su alrededor y de inmediato distingue a la mujer sentada sola en una mesa. Se emociona, ella es tan hermosa como la había imaginado. El cabello largo y castaño le cae sobre los hombros y lleva un vestido color lila. Tiene que ser ella, se dice. La contempla embobado, mientras ella mira a su alrededor con gesto coqueto. Es mucho más hermosa de lo que había supuesto, piensa entre avergonzado y un poco cohibido. Cientos de correos electrónicos y mensajes virtuales después, allí está la mujer que se le ha convertido en obsesión. Una roja roja, había dicho. Así lo reconoceremos. Se pregunta si lo está buscando, esperando que se acerque. De pronto, ella repara en él. Parpadea. Se le sube el rubor a las mejillas. ¡Me ha reconocido! piensa el hombre. De manera que se acerca, con el pecho inflado de emoción. Se pasa la mano por la calva brillante, se ajusta los enormes anteojos de pasta. Con los ojos de la mente, repasa el viejo traje marrón un poco desgastado que escogió para llevar en la ocasión. Se ajusta la corbata roja que ella le pidió llevar. Todo parece ocurrir con una extraña lentitud. El corazón le late tan rápido que le lleva esfuerzos respirar. 

Entonces ocurre algo muy raro: la mujer hace un movimiento brusco y arroja al suelo la rosa que estaba sobre la mesa. El hombre se detiene un momento, desconcertado. Es una rosa roja, como la suya. Sin saber que pensar, se acerca finalmente a la mesa. La mujer inclina la cabeza y finge leer el Menú que tiene entre las manos.

- ¿Eres Sofía? - pregunta el hombre. No puede ocultar la emoción en su voz. La mujer levanta el rostro y le dedica una mirada rápida y helada.

- No, no me llamo Sofia.

Inclina la cabeza de nuevo, incómoda. El hombre continúa de pie, con la rosa en la mano. Le echa una mirada a la flor, idéntica a la suya que continua en el suelo muy cerca de la mesa de la mujer.

- Pero tenías esa rosa en la mesa. Habíamos quedado en eso para reconocernos - insiste. La mujer levanta de nuevo la cabeza, el rostro tenso, visiblemente molesta.

- Esa rosa estaba allí cuando llegué - responde ella con los dientes apretados - no soy Sofia.

- Pero llevas el vestido Lila que dijiste - dice el hombre. Aprieta con demasiada fuerza el tallo de la rosa y siente el picor de las espinas al clavarsele en la palma de la mano. La incomodidad lo sofoca, pero aún peor, la tristeza. Se queda plantado allí, mirando a la mujer desconocida, con la que había conversado por horas en Internet, y la recuerda riendo, bromeando. Habían acordado no intercambiar fotografías para esperar conocerse a la antigua. O esa había sido la excusa del hombre para no mostrarle la calvicie, el rostro regordete, los anteojos enormes, la panza visible que le deformaban, que lo convertían, a secas y sin disimulo en un hombre "feo". Y ahora lo lamentaba. Podría haberse ahorrado el mal trago. La sensación de desamparo que lo mantenía clavado junto a la mesa, a pesar del deseo de correr, de la leve sensación de desazón que le había dejado sin voz.

- Creo que voy tarde - dice ella entonces. Se levanta, nerviosa - lamento que no haya encontrado a su Sofia.

- Pero eres tu...

- ¡Que no soy yo! - grita ella. El rostro enrojecido de furia y vergüenza. Varios comensales levantan los ojos para mirarlos. Otros se quedan paralizados, solo escuchando. Pero la tensión se hace obvia, parece llenar el restaurante - Lo lamento mucho.

Sin mirarlo de nuevo, con el bolso apretado en el pecho, le pasa por el lado al hombre y se aleja. El aroma de su perfume lo envuelve un minuto y siente mucho más nítido el dolor, la angustia. Sofia, la real, huele a la Sofia de sus sueños. Sofía, la que idealizó en esas largas conversaciones sin resolución. Sofia, la que esperaba lo miraba con honestidad, con una sonrisa. Se vuelve, ahora furioso, la rosa destrozada entre las manos, para decirle todas esas cosas. Pero ella ya salió del restaurante. Y el hombre sigue de pie, oliendo su perfume, mirando la rosa caída, tan parecida a la que sostiene en la mano. Rodeado de dolor y de vergüenza.

La anterior, es una escena de la comedia española "Que se mueran los feos" del director Nacho G. Velilla. Obviamente, la coloree un poco con mi imaginación y la narré como la pensé antes que como la vi, pero lo que describo es más o menos lo que resume la película: ese estigma social de la belleza, del atractivo físico, de la estética. A pesar que la trama tiene un tono de comedia de folletín, me pareció una critica muy dura hacia esa sociedad de consumo que insiste en la necesidad de lo hermoso, que lo tiene como estándar de valor. Y me hizo pensar en una serie de cosas, la mayoría de las cuales me dejaron con un mal sabor de boca.

Y es que soy Venezolana, y eso me hace testigo de primera mano de esa obsesión por lo bello que forma parte de la cultura actual. Soy Venezolana y crecí en un país que idolatra la imagen estereotipada, esa que parece esquematizar al hombre y a la mujer bajo una fantasía muchas veces irrealizables. Porque seamos realistas, crecer en el país de las bellas - o de las obligatoriamente bellas - sin encajar en el esquema, es toda una aventura. Creo que cualquier mujer en Venezuela ha sentido la presión, esa extraña sensación de batallar con una mujer invisible que gravita sobre toda idea femenina. Esa mujer que te encuentras en las portadas de las revistas, las que te habla desde la pantalla del televisor, de las fotografías de moda. La mujer que no existe pero se insiste como verdadera. Esa belleza Venezolana tan célebre que sin embargo ignora a la venezolana de verdad, esa que tiene sus kilos de más, que nunca va de punta en blanco, que tiene senos pequeños, la que no se viste a la moda. ¿Qué ocurre con nosotras, las que estamos más allá de la linea de lo que se espera? Es una pregunta que me he hecho por años, que de vez en cuando me atormenta y casi siempre no tiene respuesta. Al menos, no una sola. Pero insisto en buscarla, insisto en mirar a mi cultura - y mirarme a través de ella - para comprender mejor el origen - el sentido - de toda esta obsesión por la belleza. Una herencia histórica de la que nadie se responsabiliza.

La Belleza, la fealdad y todos los matices que hay por medio:

Para nadie es un secreto que Venezuela es un país vanidoso. Eso lo sabemos todos desde muy pequeños: el país donde sobran las peluquerías y escasean las librerías, el país donde un Certamen de Belleza es la noticia titular que empequeñece cualquier otra información. Porque Venezuela construyó un concepto sobre lo bello a medida que el país se obsesionó con la estética y construyó una cultura basada en buena medida en esa visión de lo bello como valor. ¿Exagerado? Solo hay que consultar las cifras de operaciones estéticas para comprobar que no lo es tanto: somos el primer país en número de mamoplastias de aumento,  el tercero en rinoplastia cosmética y el primero en taza de muerte por errores médicos ocurridos durante cirugías estéticas. También, tenemos cifras récord en ventas de artículos de belleza y de tocador - ahora no tanto, dolar negro mediante - y además, somos claro está, el país con más reinas de belleza en la historia de los certámenes. Todo lo anterior, crea un caldo de cultivo idóneo para una cultura que se analiza así misma a través de un estándar de estética irreal, que exige y sucumbe a un ideal pre fabricado, que calza en una idea de la mujer - y también del hombre - tan simple como banal

A veces, veo la fotografía de Susana Duijm - nuestra primera Miss Mundo, allá por los felices años '50 - y me pregunto si todo comenzó allí. La veo, inocente y regordeta para los estándares actuales, sentada en su trono de oropel, saludando a la multitud callejera que la ovaciona. La misma gente que padecía una dictadura férrea, el mismo ciudadano que temía a la política del oprobio y la violencia. Ah, pero estamos hablando de otra cosa, pienso, mirando las imágenes de la Reina en su traje blanco, que por unos meses disimuló la angustia nacional en celebración. Hablamos de evasión ¿No? ¿Puede ser tan sencillo? No lo sé. Pero no puedo evitar pensar en  que esta necesidad de lo bello oculta algo más, una idea quebradiza que apenas se sostiene en si misma. ¿Es posible que se trate de eso?

- No lo creo - dice M. periodista colombiano con quién últimamente he compartido algunas interesantes charlas sobre belleza, estereotipo y sociedad. Por años, M. se ha dedicado a analizar a la cultura colombiana desde el estándar y según me comenta, se sorprendió al encontrar que su culto a la belleza - que también existe pero en menor medida que en Venezuela - tiene mucho que ver con la autoestima nacional, una visión idealizada del país - a nadie le gusta mirar su parte fea, la que se esconde. Cuando se habla de la "Tradicional belleza latinoamericana" se vende esa expresión de lo exótico, de la idea de un continente misterioso poblado de beldades. Es una idea muy vieja, que proviene casi desde la conquista.

- ¿Lo bello de lo desconocido? - pregunto.
- No necesariamente. Lo bello de lo diferente, y por tanto, la reivindicación de lo que no es parte del patrón. Lo que tu miras como defecto, yo lo veo interesante. O hermoso.

Que idea singular, me digo. Abro una de las revistas que guarda en su oficina y paso las páginas rápidamente, al descuido. Una mujer hermosisima me sonríe desde una de ellas: dentadura perfecta, cabello abundante y repeinado. Cuerpo esbelto y escultural. ¿A quién representa ella? ¿Puede representar a alguien? tal vez estoy exigiéndole demasiado a la cultura de consumo, viendo dobles intenciones en ideas muy simples. ¿Puede ser que solo se trate de vender la belleza por la belleza? Leo el anuncio que incluye la fotografía de la mujer: "Venezuela, el secreto mejor guardado del Caribe". ¿La belleza como insinuación? ¿Como manera de expresar esa estética rudimentaria de lo que vende?

- Al Venezolano le gusta ser bello, eso nadie lo duda y es muy evidente - dije M. cuando le hago esas preguntas - pero progresivamente ese deseo y búsqueda, se convirtió en obligación. El Venezolano se identifica con la estética que se impone, la de los medios y la del sistema.

- Pero a su vez, se alimenta de ellos para mirarse en el espejo de lo que desea ser - completo. M. asiente, y me muestra una fotografía que tiene entre las carpetas de sus archivos. Reconozco a la bella mujer de cabello desordenado y dientes separados de la imagen de inmediato: Janis Joplin.

- Ella nunca fue un ideal de belleza - digo.
- No, pero si fue un icono estético de su época. Y eso expresó varias cosas. De la misma manera, la célebre belleza de la mujer Venezolana: alta, de piernas largas y cabello abundante, es una imagen construida a pedazos, que nadie sabe muy bien de donde salió. Pero se consume igual, se acepta igual.

Medito sobre la idea mientras camino por un Centro Comercial, unas horas después. Las vitrinas de las tiendas están llenas de ropa de tallas mínimas que jamás podré llevar. Pequeñísimos top que muestran un escote de vértigo que no me imagino usando por ningún motivo. Zapatos de tacón de vértigo. Me miro en el reflejo de un cristal: con mis sesenta y tanto kilos, mi estatura normal, mi busto pequeño y piel pálida, no me parezco en nada a esa mujer del sueño Venezolano. La de la talla considerable en busto, la cintura fina, incluso la actitud de esa mujer ideal de mi país donde no calzo. Una idea primordial - y hasta primitiva - de la mujer objeto, de la mujer comercial, de la mujer deseable.

Del rostro de la belleza: Lo real y lo imaginario.

Durante mi adolescencia, trabajé varios veranos como asistente en el consultorio médico de un buen amigo de mi madre. Fue una experiencia desconcertante: F. es uno de los más reputados cirujanos estéticos de la ciudad y esa visión temprana dentro del mundo de la estética bajo el bisturí  me dio varias lecciones sobre belleza que nunca olvidé. Las recuerdo ahora, mientras almorzamos juntos en el cafetín  de la Clinica donde aún trabaja.

- La belleza se comercializa, y el Venezolano se acostumbró a eso - dice - ahora es aún peor: hay una sensación de obligación, del deber ser con respecto a como debes verte que se impone a todo. Lo veo todos los días. Tu también lo viste.

Es verdad. Recuerdo muy claro las escenas demenciales que presencié durante mis meses en el consultorio. Mujeres con la piel del rostro tan estirada que apenas podían sonreír y que volvían para una sexta, séptima operación. Mujeres con bustos redondos y doloridos por problemas de salud, pero que insistían en llevas nuevos implantes. Hombres y mujeres amoratados por procedimientos agresivos en busca de la belleza, con los labios hinchados, los pómulos deformes. Recuerdo haber pensado que era una moda marginal, desconocida y anónima, esa de ofrendar la salud por la estética. Ahora, es parte de lo aceptable y deseable en una sociedad que insiste en como debes lucir.

- La cirugía, la dieta, la ropa, no son cánones de belleza, son formas de sentirte aceptado - comenta F. entonces - todos queremos ser parte de lo bello, de lo que se aprecia, de lo popular. Lo extraño es que, a medida que más se insiste en el concepto, más insatisfacción produce. Nunca serás realmente hermoso, porque siempre estarás en competencia con alguien más.

Una idea escalofriante, pienso. Una idea que parece definir a esa cultura venezolana que se mira así misma en un reflejo distorsionado. ¿Qué se comprende por esa visión de la estética que consume, que deforma, que obliga, que empuja, que se impone? ¿Qué oculta esta necesidad de encontrar una definición de la belleza que nunca es suficiente, ni tampoco consuela? Es un pensamiento que me produce escalofríos y muchísima inquietud, porque jamás lo comprendo lo suficiente. Nunca hay una respuesta claro que pueda abarcar toda esta visión de la belleza como cultura y su imposición como idea social. Y me temo que de haberla quizás no podría resumir la singularidad, la grieta en la argumentación. Una visión de la Venezuela oculta bajo todo el concepto.

Me miro en el espejo. Veo a una mujer joven, de piel pálida y pecosa. Ojos grandes, cabello largo. De niña, me pregunté muchas veces si era "bonita", a la manera como lo eran las actrices y concursantes de los interminables certámenes de belleza que veía en la televisión. De adolescente me preocupaba si lo sería alguna vez. Me recuerdo varias veces mirándome al espejo como lo hago ahora, sobresaltada y hasta entristecida por carecer de esa belleza radiante que se insistía, era la imagen de la Venezolana.  Y es que ser una sobreviviente de esa intención de la belleza, esa necesidad de la estética anónima, es duro, duele en muchas ocasiones. Un cristal opaco donde no puedes comprenderte bien.

Pero ahora, soy una mujer de treinta y tantos. Y me gusta lo que veo. Me gusta mi cabello largo y desordenado, los ojos grandes y expresivos, el cuerpo imperfecto. Y quizás, haya en esa nueva aceptación, esa mirada casi amable a mi propia circunstancia - y a mi identidad - lo que me haga más consciente del valor de construir una idea de la estética más allá de su simplificación. Quien sabe, pienso, sonriendole a la mujer pálida del espejo, si al final de todo, la verdadera belleza sea esta sensación de sutil paz que te produce una visión muy simple de ti misma.

C'est la vie.