jueves, 30 de junio de 2016

El preciso equilibrio del miedo: ¿Por qué falla “The Conjuring 2” a pesar de su estupenda primera parte?





Para el momento de su estreno en el año 2013, la película “El Conjuro” fue un éxito de crítica y de taquilla, una rara combinación para una película de terror. El buen hacer de su director — un inspirado James Wan, conocido por por la extraña “Insidious” y sus secuelas — creó un tipo de terror que sin mostrar nada original, sorprendió a los espectadores de todo el mundo. No sólo usó una combinación de elementos tradicionales del género — una puesta en escena claustrofóbica y oscura, juegos de cámara largos y sorpresivos, una banda sonora con largos silencios y notas estridentes — sino además, lo hizo con una elegancia formal indiscutible. Porque “El Conjuro” era una buena película de terror, pero también un ejercicio estilístico con buen pulso. Una obra elegante, comedida, de tomas simétricas y una serie de escenas tan terroríficas como hermosas. Puede parecer una contradicción, pero Wan logró lo imposible: combinar el buen arte cinematográfico con una clásica película de serie B de espantos y sobresaltos. El resultado sorprendió a propios y extraños.

Wan, que venía de dirigir una serie de películas menores y aprender en el trayecto el manejo de efectos y trucos de cámara básicos, demostró en “El Conjuro” que era un alumno aplicado. Construyó una puesta en escena llena de detalles terroríficos — esa habitación repleta de objetos malditos o las pequeñas anécdotas de los Warren incluídas en distintas partes del guión — y la aderezó con trucos simples como subidas de sonido y cambios de luz en mitad de las escenas. Pero lo hizo con tanta efectividad que jamás tuvo altibajos en la historia o saturó a la audiencia con el terror visual y argumental. Había algo malsano y agresivo en la atmósfera del “El Conjuro”, aunque nadie podría decir con exactitud qué era o en qué consistía su capacidad para producir tanto miedo. Y de allí su triunfo.

Tal vez por ese motivo, había expectativas muy altas con respecto a lo que Wan podría mostrar en la secuela de la película, llamada sin mayores aspavientos “El Conjuro 2”. Resultó que más que una continuación de la trama, la película es otro capítulo independiente de los llamados “expedientes Warren”, que puede ser vista y comprendida de manera independiente a su predecesora. Wan repite con el mismo equipo de guionistas — Chad y Carey Hays, David Leslie — y además agrega algo de su propia pluma. El resultado es una historia que guarda quizás excesivas semejanzas con la primera película pero que aún así conserva cierta autonomía. O es lo que Wan intenta desde su privilegiada mirada desde la silla del director.
Pero no lo logra y tal vez motivo, “The Conjuring 2” resultó una enorme decepción. Porque a pesar que conserva todos los inteligentes elementos que brindaron su éxito a su predecesora, en esta oportunidad James Wan pierde el pulso y construye una historia que se tambalea entre un ombliguismo agotador y un mal manejo de recursos frustrante y que por momentos, sabotea la continuidad de un narración bien construida. El film falla en su excesiva semejanza con la anterior obra de Wan: el paralelismo abarca desde la introducción — que por otra parte resulta innecesaria a pesar de su indudable solidez — hasta el desarrollo del caso. De nuevo nos encontramos con una familia numerosa acosada por una entidad violenta con la que debe lidiar sin otro recurso que “el amor familiar”. Un tópico flojo que esta oportunidad se desarrolla a medias y sin real solidez.

Claro está, “El Conjuro 2” no busca ser original. De hecho, desde la primera secuencia deja muy claro que será una experiencia muy semejante a la película que la precedió y lo hace con una espléndida escena introductoria que por sí sola, funciona como un pequeño corto terrorífico. Wan deslumbra de nuevo con una mirada lenta y meticulosa sobre eventos inquietantes, guardando una cierta distancia académica que convierte al espectador en un observador subjetivo. Más que contemplar lo que ocurre a la conveniente distancia de la pantalla, la sucesión de escenas aprensivas nos llevan junto a los personajes. Se trata de un golpe de efecto tan efectivo que sostiene estos casi quince minutos donde Lorraine Warren (interpretada de nuevo por la maravillosa Vera Farmiga, que no decepciona) recorre paso a paso un nuevo caso. La atmósfera se hace todo miedo — desde la iluminación lateral y esas largas sombras que se deslizan por las paredes — hasta los alaridos de puro horror de la médium, aterrorizada por lo que acaba de vislumbrar.
A partir de allí, la película transcurre en dos escenarios distintos. Mientras los Warren luchan en su propio frente con una entidad desconocida que los acosa por motivos poco claros, también conocemos a la familia Enfield, tan numerosa como los Perron — protagonistas de la película original — pero mucho menos idílica. Los Hodgson ofrecen el retrato de la clase media más humilde de la Inglaterra en plena década de los ’60 y Wan nos las presenta con un tour de force que no pierde una sola característica de los cuatro hijos y la madre soltera. El director mira con sensibilidad a cada personaje: luego de la rápida escena de presentación, ya los hijos Hodgson y su Peggy su madre nos interesan y más allá de eso, respiran. Todo un prodigio de buen hacer cinematográfico.

Sin duda, Wan se toma demasiado en serio la necesidad de contar las subtramas paralelas y olvida la historia que intenta unirlas: el despliegue técnico resulta agotador y llegado a cierto punto, la historia reciente el meticuloso análisis de ambos escenarios. Y es que nada parece unir a los sucesos terroríficos que le ocurren a los Hodgson y la pérdida de la fe que padecen los Warren. Ambas tramas no se complementan sino transcurren como una visión única sobre sucesos distintos. Eso a pesar que en esta ocasión, el previsible aumento de presupuesto hace que la ambientación y la puesta en escena sean de una minuciosidad que se agradece: tanto como la historia en EEUU como en Inglaterra, tienen vida y sustancia propia y quizás por ese motivo, resulte tan complicado para el guión mezclarlas a ambas en un arco argumental coherente. La película avanza a trompicones, con bajones argumentales que desconciertan y que en ocasiones, sabotean por completo la consistencia del relato. El espectador no sabe hacia dónde mirar o que analizar primero: si la extraña presencia que acosa a Lorraine Warren o los sucesos cada vez más violentos y horripilantes en la casa Hodgson. Y entre ambas circunstancias, se abre una larguísima diatriba sobre el bien y el mal, aderezada con una que otra referencia directa a la religión que sabotean la mirada dura sobre lo sobrenatural que Wan consigue en las primeras escenas.

Debido a todo lo anterior, la película tarda sus buenos cuarenta minutos en reunir las piezas que desarrolla y que sostienen el guión. Para entonces, la narración comienza a decaer por el exceso de sobresaltos y trucos en apariencia escalofriantes. Lo más preocupante es que a medida que la película se hace más densa y sobre todo terrorífica — o en todo caso, intenta serlo — se tropieza con su propia autorreferencia. Es entonces cuando Wan falla en lograr una personalidad única para el film y lo convierte en una copia más o menos reconocible del anterior. En realidad, no hay nada que produzca verdadero miedo en una película que avanza con pie de plomo y se detiene quizás con excesivo mimo en secuencias extraordinarias pero que deslucen el conjunto en general. En otras palabras, la sustancia de la película — exagerada hasta el límite de la coherencia — parece derrumbarse en una serie de golpes de efectos eficientes pero que en ocasiones, carecen de completa solidez.

En un intento de unir las piezas sueltas, el guión llega a una conclusión apresurada, en exceso romántica y sin duda, insustancial. Sorprende como Wan remata su obra con un puñado de diálogos tópicos y la cierra con quizás la escena menos comprensible, luego de recorrer un largo camino de tensión y una meditada atmósfera malsana. De nuevo, el paralelismo con “El Conjuro” resulta inevitable: De nuevo cielos brillantes, rostros esperanzados y pequeños sermones espirituales. ¿Wan hace uso de un maniqueísmo excesivo para plantear la lucha del bien y el mal? Sin duda.

Mención aparte merece el reparto: Desde la estupenda Vera Farmiga, el carismático Patrick Wilson — convertido a estas alturas en actor fetiche del director — hasta la pequeña Madison Wolfe— a quien recordamos de la primera temporada de “True detective” — ofrecen actuaciones impecables y conmovedoras. Sobre todo la pequeña Madison, quien asume su rol doble como niña aterrorizada y objeto de las posesiones con una firmeza que sorprende por momentos. Inolvidable su mirada vidriosa y espantada hacia lo invisible que la acecha desde un rincón de su salón favorito. El debutante elenco infantil tiene una enorme química y quizás es este grupo coral de actores equilibrado y bien dirigido, lo que sostienen a flote una historia que por momento en ocasiones, directamente aburrida.

En Hollywood las secuelas siempre deben superar a la película de las que son deudoras. Eso hace que siempre sean más grandes, espectaculares y ruidosas que el producto original. En este caso, quizás esa ambición sin mucha coherencia sabotea “The Conjuring 2”, tanto como para convertirla en una película del montón, sin otro aliciente que un puñado de escenas de tensión impecable y de nuevo, una preciosa puesta en escena.

Con todo, recomiendo a cualquier amante del terror esta nueva interesante aunque irregular pieza de James Wan, un escalón por debajo de su predecesora pero con unos cuantos momentos rescatables. Ahora bien, si el miedo no es lo tuyo…quizás “The Conjuring 2” tampoco sea tu película.

miércoles, 29 de junio de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: La lucha anónima por el Referéndum Revocatorio Unas reflexiones sobre lo ocurrido sobre las jornadas de autenticación de firmas.




La calle tiene un aspecto sucio y descuidado, con las aceras de concreto rotas, la basura acumulándose en las esquinas y charcos de agua sucia en zigzag. Cuando me detengo junto a la fila que se extiende unos metros por la esquina hacia el enorme edificio que se levanta más allá, una anciana me dedica una mirada entusiasmada.

—¿Viene a validar?

Se refiere claro, a la validación de mi firma para revocar a Nicolás Maduro. Un acto administrativo —en palabras del Consejo Nacional Electoral, el poder encargado de los eventos electorales en mi país— que reafirma la intención ciudadana de participar en un futuro revocatorio. Pero por ahora, sólo se trata de demostrar que la firma que estampaste en el papel te pertenece y sumar voluntades para activar el proceso. Parece un acto sencillo, pero en realidad, no lo es. O al menos, el CNE se asegura que no lo sea.

—No, sólo vengo a traer a mis amigos —señalo hacia el otro lado de la calle—, yo no puedo hacerlo. Mi firma no fue aceptada.

La anciana asiente comprensiva —fui uno de los millones de venezolanos a quienes le ocurrió lo mismo— y luego sigue mi mano extendida hacia la pareja joven al fondo de la ya larga fila. Ambos me saludan con una sonrisa. Es lunes por la mañana y hemos decidido acudir al puesto de validación para asegurarnos de llevar a cabo el trámite. Ninguno creyó que encontraríamos una multitud como la que aguarda, pero aún peor, tampoco creyó que resultaría complicado estar allí, sólo aguardando. A la multitud de ciudadanos a la espera, se suma el lugar en que se encuentra el punto automatizado de votación: Uno de los peligrosos barrios caraqueños. No será sencillo la espera bajo el sol en plena calle. Supongo que fue ingenuo esperar que lo fuera.

—No importa, mija. Vamos a tratar que esto avance rápido pero… no le aseguro nada. Vamos a tener paciencia y a tratar que todo salga bien.

La anciana me muestra la insignia de cartón que la identifica como voluntaria opositora. Lo hace con un gesto amable y casi humilde. La miro con admiración: tendrá unos muy mal llevados cincuenta años o unos saludables sesenta, según se mire. Lleva ropa deportiva y una gorra de paño para protegerse del sol. Cuando me toma del brazo y me señala el lugar donde un grupo de desconocidos espera, me sorprende su energía.

—Allí se quedan los que vinieron a traer a la gente. Siéntese y tómese un poquito de agua, que esto va pa’ largo.

Se refiere claro, a la red de voluntarios que tomamos la decisión de ayudar por cualquier medio en la recolección de firmas, una vez que comprobamos no podíamos participar en el proceso. Se trata de una exclusión maliciosa, sin ningún otro motivo que una serie de disposiciones que el CNE decretó sin consulta y mucho menos sin precedentes. De las casi dos millones de firmas que la oposición venezolana entregó para activar el proceso Revocatorio, casi 600 mil fueron desechadas por motivos tan poco claros como «poca tinta» en la huella dactilar que la acompaña, la firma poco legible, un encabezado que no incluyera bien claro el cargo de Nicolás Maduro. Nunca supe que ocurrió con mi intención de validar: en el escueto mensaje de la página del CNE no se explica el motivo de la exclusión. Sólo lo deja bien claro. De manera que como tantos otros, frustrada y envalentonada por mi decisión de participar, decido llevar en automóvil a varios de mis conocidos a validar la firma. Lo hago sin otra intención que demostrar al poder político —esa figura abstracta y confusa que es todo en Venezuela— que no puede doblegarme, que todavía tengo deseos de luchar a pesar de casi veinte años de frustración.

Dicho así, parece algo romántico, casi idealista. Pero no lo es. Se trata de una lucha diaria, por conservar y lograr espacios de opinión y expresión en un país donde la ideología los controla casi todos. Nada es sencillo es Venezuela, nada es fácil ni mucho menos, civilizado. El gobierno maniobra con el control sobre las instituciones, sobre cada elemento que forma y sostiene la vida cotidiana. No hay nada en Venezuela que no esté contaminado con el debate ideológico, partidizado y convertido en instrumento de propaganda para el Gobierno Chavista. Como si se tratara de una red de intrincadas conexiones de presión y violencia, en mi país la censura, la lealtad debida y el estigma político está en todas partes.
El grupo de los voluntarios es numeroso. Hay jóvenes y viejos, hombres y mujeres. La mayoría me mira con curiosidad cuando me siento en el improvisado circulo de sillas de plástico que rodea una mesa con una pata corta que se tambalea. La anciana que me acompaña anuncia que «el día va para largo y que hay que tener coraje». Una pequeña salva de aplausos celebra sus palabras.
—Ya vengo con agua, no se muevan de aquí… pa’ no complicar la cosa.

Mira el barrio que nos rodea y nadie tiene que preguntar a qué se refiere. Nos encontramos en uno de los lugares más peligrosos de la ciudad: a la derecha, una angosta calle se eleva en curvas hacia la primera escalera del Barrio San Agustín, que con sus seis mil habitantes, tiene uno de los más altos índices de delincuencia en Caracas. Es una zona complicada incluso para sus habitantes, ya no digamos a este grupo de desconocidos que de pie y en fila que esperan con cierta impaciencia.
—Esto es mala intención —dice la mujer sentada a mi lado cuando la anciana se va—. ¿Había necesidad de poner un punto de validación aquí? ¿En este barrio tan chavista?

Sacudo la cabeza, preocupada. Durante toda la semana, he leído y escuchado declaraciones de voceros de la oposición explicando que las reglas impuestas por el CNE para la validación de firmas son injustas, partidistas y limitantes. Que no ayudan a la realización del proceso, sino que más bien lo ralentizan y lo convierten en una cadena de obstáculos complicada de vencer. Pero no podía imaginar hasta que punto la logística del evento tiene la única intención de entorpecer la validación hasta que me encuentro bajo el sol inclemente, rodeada de pequeños grupos de vecinos que me señalan y protestan en voz alta. Una mujer delgada y de rostro nervioso nos insulta desde una de las esquinas «escuálidos de mierda», mientras un grupo de hombres nos mira entre el malestar y el rechazo. No, esto no será sencillo, pienso con nerviosismo. Y fui muy ingenua al creerlo.

El proceso de validación en sí no es engorroso, pero la forma como el CNE lo organizó, lo hace serlo. Han transcurrido dos horas desde que llegué con mis amigos y aún nadie avanza en la fila. Al parecer, los funcionarios del CNE se toman las cosas con calma al momento de comenzar el proceso. Alguien comenta en el grupo donde me encuentro que desde las nueve de la mañana, nadie ha podido acceder al interior del edificio de la jefatura donde se llevará a cabo la validación.

—Están calibrando las máquinas, dicen. Luego era que estaban ordenando la data. Ahora toman un café antes de comenzar. Y nosotros aquí.

El hombre que explica lo anterior llegó a la fila casi a las siete de la mañana, una hora antes de comenzar el proceso según el cronograma del CNE. Trajo a su hija y a su esposa porque como yo, su firma —e intención— fue excluida por motivos pocos claros. Nos cuenta al llegar, los policías que custodian el edificio administrativo les recomendaron volver más tarde. «Aquí les puede pasar cualquier cosa, mejor vuelva después».

—¡Y me lo dice un policía! —dice con una sonrisa sin humor— pero yo dije: Si me voy no regreso. Y me quedé.

Levanta el vaso de plástico con agua que sostiene y sonríe con esa rara terquedad que fomenta la serie obstáculos que atraviesa cualquier decisión política en el país. Hay una rabia contenida, una frustración dolorosa en ese gesto tan simple. Pero también una voluntad que sorprende. Que al menos a mi, me conmueve. Quizás porque la reconozco como propia.

El tiempo transcurre con lentitud. La fila sigue sin moverse. Son casi las once de la mañana, cuando un nervioso voluntario de la Mesa de la Unidad Democrática —órgano que aglutina a la oposición venezolana— se acerca a quienes aguardan y explican el motivo del retraso: Al parecer hay problemas de «transmisión de datos» que ralentizan el proceso. Hay un murmullo general de desánimo y una que otra imprecación en voz alta. El grupo de vecinos que continúa observándonos —¿vigilándonos? me pregunto con cierta paranoia— levanta palmas y corea viejas consignas electorales.

—¡Es que no van a poder hacer nada! ¡Maduro se queda coño! —grita alguien— ¡Vayanse pa’ su casa!

Pero nadie se mueve. De hecho, la fila se hace más compacta, cierra filas como para protegerse. Vuelvo al circulo de quienes esperan y noto la frustración, muy cercana y real. Una sensación a la que todo venezolano que se opone al chavismo se acostumbra, con la que intenta lidiar. Pienso en todas las ocasiones en que he sentido esta impotencia mezclada con miedo, esta sensación que el país me agrede, me deja sin voz. La rabia me cierra la garganta. Me pregunto como podremos vencer esta maquinaria de odio y resentimiento bien aceitada que el gobierno ha construido. Como podré lidiar con esta insistente sensación de ser extranjera en mi país.

—¿Qué se piensa el gobierno? ¿Que va a poder conmigo? —dice la mujer a mi lado con los dientes apretados— Que va, aquí me voy a quedar como sea. ¿Quién coño se ha creído?

Nos quedamos entonces, esperando. No hay otra cosa que hacer ni otra manera que colaborar. El proceso sigue detenido y llega a las doce del mediodía, hora en que el grupo de funcionarios se toma una pausa para el almuerzo. Pero nadie de los que esperan en fila o quienes aguardamos por ellos, nos movemos un paso. A pesar del calor sofocante, del peligro en la calle. De las provocaciones de los desconocidos que nos señalen e insulta por el mero hecho de encontrarnos allí, a la espera de ejercer un derecho que en cualquier otro país sería natural, pero que en Venezuela es una osadía, un atrevimiento que el poder y quienes le apoyan no perdonan. Me armo de paciencia, de algo parecido al valor y sigo esperando. Lo que haga falta, pienso mientras un anciano malhumorado reclama a la fila «hacer creer que aquí estamos contra el Comandante Chávez, cuerda de hijos de puta». El odio es real luego de veinte años de ideología del resentimiento, pero nunca deja de doler.

San Agustín fue una zona chavista durante casi dos décadas: no sólo hubo votaciones masivas en apoyo a Hugo Chávez Frías sino que además, es uno de los lugares que recibió algunas de las pocas obras de las cuales se vanagloria la Revolución: El Metrocable, que permite el traslado de los habitantes de la parte más alta del Barrio hacia la ciudad. Sin embargo, en las últimas elecciones legislativas, la votación demostró un abrumador apoyo a la oposición. Una tendencia inédita por rechazar las políticas gubernamentales y sobre todo, la crisis coyuntural que afecta al país. Pienso en las cifras mientras el grupo de hombres que nos observa camina hacia un toldo rojo unos metros más allá. ¿Son en realidad vecinos? Me pregunto mientras los veo poner enormes cornetas y conectar un sofisticado sistema de sonido junto a la calle. ¿O se trata de otra provocación?

De pronto, un estallido de música estridente lo llena todo. Es como un eco, atrapado en la calle angosta y las altas paredes de la jefatura. Reconozco de inmediato el estribillo agotador, el insoportable machaqueo de la consigna: se trata de una de las viejas canciones de campaña de Hugo Chávez. Por años, las he escuchado en momentos de insoportable tensión: en medio de ataques a votantes, como estribillo de grupos de atacantes contra los que esperan para ejercer su derecho electoral. Con insoportable insistencia en calles y avenidas. Ahora, se convierte en una ola acústica que lo llena todo, que te recuerda que te encuentras en territorio hostil y peligroso.

—¡Se montaron un punto rojo! —grita la anciana coordinadora, refiriéndose al toldo partidista de donde proviene la música— ¡Hay que aguantar un poquito mi gente! ¡Nadie dijo que esto sería fácil!
No lo ha sido desde el primer día que la iniciativa del revocatorio llegó a la calle. La oposición venezolana —esa gran masa de descontento genérico que sufre y padece la crisis— se aglutinó alrededor de la propuesta con una determinación desesperada. Es esto o fuego. Es esto o sangre. Es esto o guerra en las calles. Así parece resumirse el largo proceso que nos ha traído hasta aquí, en medio de esta calle agresiva que nos recuerda que el país está partido en dos partes desiguales, que somos enemigos por el color de la camiseta. Que el Revocatorio es sólo el símbolo de esa necesidad de cambio a la que el Gobierno se enfrenta con todo su poder. Y la música sube, se hace ensordecedora. Y pienso que sí, que nadie dijo que sería fácil. Pero tampoco que sería este enfrentamiento directo con el odio, con el rechazo, con el terror político convertido en arma concreta.
Siento miedo —¿cómo no sentirlo?— pero también una obstinada decisión de seguir allí, a pesar de todo. Así que me siento de nuevo en la silla de plástico, soportando lo mejor que puedo el escándalo. La cola sigue sin avanzar y cuando miro por encima de las cabezas del grupo, miro a mis amigos de pie, con el rostro enrojecido y cansado. Pero sonríen. Ambos lo hacen. Mi amiga levanta el brazo y lo sacude con energía. Mi amigo se cubre los ojos con la mano y lo veo a la distancia decir algo que me lleva esfuerzo comprender. Los labios se mueven de nuevo. «Vamos pa’ encima». Sonrío aunque no quiero. Me reconforta ese valor discreto, aunque no sé por qué.

Seguimos esperando. A la una de la tarde, el proceso comienza. La fila avanza con una lentitud rítmica, mientras la música sigue golpeándonos, recordándonos donde estamos. Los vecinos nos miran desde las ventanas. Una niña nos contempla junto a su madre desde la fachada de un viejísimo edificio que se cae a pedazos, unos metros más allá. Me pregunto qué pensará sobre nosotros, sobre este grupo de desconocidos con aguardan expuestos al sol, con las manos abiertas. Si su madre le explicará quienes somos y que hacemos y que le dirá. ¿Somos enemigos? ¿Ingenuos? ¿Apátridas? El pensamiento me deprime y me miro las manos para olvidar que están allí, contemplando.

Los problemas se multiplican en la fila. A los provocadores de la música estridente, se une un sujeto desconocido con una cámara en la mano. Se escuchan protestas y gritos de furia. Alguien pide calma. El sujeto insiste con la cámara. Enfoca los rostros de quienes esperan, sonríe con un placer sardónico que me revuelve el malestar y el mal humor. Cuando se acerca, levanto el dedo medio y no dejo de mostrárselo hasta que deja de enfocarme. Me mira con sus ojos pequeños y oscuros.

«¿Sabes que te puedo joder por eso escualida?» —grita, tratando de hacerse escuchar encima del escándalo. Miedo otra vez. Pero también rabia. Levanto ahora los dos dedos, acercándolos tanto a su cara que tiene que retroceder para evitar le roce la piel. Insiste en grabarme. La cámara me mira, me memoriza. Me pregunto a dónde irá mi imagen. Qué representaré cuando me muestren.

Aparece un Guardia Nacional Uniformado y camina hacia donde nos encontramos. Hay muy pocos custodiando el proceso y la mayoría no se inmuta por el hombre de la cámara o el escándalo del toldo partidista. Pero este es un hombre mayor que parece muy incómodo por todo lo que ocurre a su alrededor. Me mira y después al hombre de la cámara. Levanta la mano y cubre el lente de la cámara.
—Basta ciudadano, deje la provocación.

Le escucho con claridad, a pesar de la música machacona. El hombre lo mira sorprendido e incrédulo. Sé por qué lo hace. Por años, los funcionarios uniformados han sido defensores de lo indefendible, cómplices de la ideología y el ataque. Con un gesto lento y provocador, el hombre desvía la cámara de mi rostro y ahora graba al militar. Directo al pecho, donde se distingue la chapa con su nombre.
—Le he dicho que deje la provocación, vamos saliendo de aquí.

El militar toma del brazo al hombre de la cámara, que se sacude y gesticula. Y de pronto, una salva de aplausos y gritos se escucha a mi alrededor. La fila entera celebra aquel breve momento de orden, ese pequeño gesto de firmeza en medio del extraño caos en que nos encontramos. El hombre de la cámara continúa protestando pero por último, obedece. Lo hace a regañadientes, con la cámara aún filmando, en una rebeldía arrogante. Levanto de nuevo el dedo medio cuando me enfoca en un gesto rápido. Me da la espalda, furioso y humillado.

Comienza a llover. Son las dos y un poco más de la tarde y mis amigos ya se encuentran a mi altura. Ella tiene el rostro enrojecido por el sol, él tiene pinta de agotamiento. Pero siguen allí, mirando al frente. Como si no les afectara la llovizna de verano, el escándalo en la calle. Las miradas desconfiadas de la gente que camina de un lado a otro. Y ese valor sencillo me reconforta, me hace sonreír.

—Yo vine del 23 de enero para validar aquí no sea que me hagan algo allá —está contando una de las mujeres en la fila— prefiero venirme a donde no me conozcan. Y lo hago porque quiero cambio.
Tendrá unos sesenta años, el cabello blanco recogido en una cola de cabello suelta, la ropa deportiva gastada y un poco arrugada. Y sonríe. Sonríe cuando escucha al hombre a su lado decir que si hoy no logra validar, seguirá intentándolo a diario hasta que pueda. Sonríe cuando una muchacha muy joven insiste en que es «su deber» estar allí. Que quiere validar y lo intentará todas las veces que haga falta.
—Es que no nos para nadie —añade— esto es lo que va a cambiar el país.

La música me marea un poco. En el toldo rojo, un grupo de vecinos recibió al hombre de la cámara, que sigue mirando a donde nos encontramos de vez en cuando. Alguien sacude los brazos, como si quisiera medir la longitud de la fila. Cuando miro hacia atrás, me sorprende comprobar que se extiende casi dos cuadras más allá. Y nadie se mueve, todos perseveran.

—No importa si hay que esperar lo que sea —insiste la muchacha— pero se hace. Quiero cambio.
Deja de llover, regresa el sol. Son las tres en punto de la tarde cuando mis amigos logran entrar para validar su firma. Me quedo junto a uno de los voluntarios de la MUD observando a los que entran y salen. Hay miedo, hay entusiasmo, hay terquedad. El hombre sonríe cuando se lo digo.
—Mire mija, no hay nadie que nos detenga. Si hay que venir cien veces, se viene —me dice— ¿Yo? Ni siquiera tengo que estar aquí. Soy un abuelo, pero me ofrecí porque me robaron mi firma. Pero dije ¿me quedo en mi casa? No. Venezuela quiere cambio. Yo lo quiero.

El militar en la puerta de la jefatura nos mira con rostro cansado. El voluntario me explica que la organización militar es innecesaria, que se trata de un acto civil y que no entiende la custodia, la voz del mando del militar. Encoge los hombros.

—Por eso revoco también ¿sabe mija? —me dice— Estoy harto de este verde oliva que se impone.
La música sigue. Ahora son canciones de protesta las que se escuchan hasta la extenuación. De pronto, varios de los hombres y mujeres del Toldo cruzan la calle y comienzan a lanzar insultos a quienes nos encontramos en la cola y en sus alrededores. Nos llaman de todo, nos acusan de lo inimaginable. Alguien arroja basura. La fila que aguarda ondula, se mueve para protegerse. Pero nadie se va. A pesar de este miedo, de esta angustia.

Cuando salen mis amigos, apenas tenemos tiempo de celebrar el deber cumplido o comentar impresiones. El grupo de violentos grita cada vez más enfurecido y uno de los militares nos escolta entre ellos para llegar a nuestro automóvil. Corremos entre la basura que arrojan y los gritos, con una sensación de irrealidad. Cuando miro hacia atrás, distingo al hombre de la cámara, grabando nuestra huida con una sonrisa de satisfacción.

Logramos llegar a nuestro automóvil. Mi amigo me cuenta que el proceso es rápido pero que los funcionarios del CNE lo retrasan. «Lo hacen adrede» comenta con la voz cansada. «La maquina se reinicia sin que nadie sepa por qué. Discuten entre sí —me explica mi amiga— pero nosotros insistimos. Hay que insistir».

—Nadie dijo que sería fácil —dice entonces— pero hay que hacerlo.

Otra vez la misma frase. Como un eco, como un recordatorio. Como una meta que también debe conseguirse. Pienso en eso cuando avanzamos por la calle. El grupo de vecinos vociferantes se replegó hacia el toldo rojo. La música continúa estridente, como un tamborileo desagradable con el que se hace cada vez más complicado lidiar. Pero la fila sigue allí inmutable y la esperanza también. Imagino a todos los que aún esperan en filas alrededor del país. A los que como yo, intentan ayudar a ese cambio, a esa noción de transformación que todos asumimos necesaria. Y a pesar del miedo —siempre está allí— sonrío. A pesar de todo, sé que el cambio comienza en esta terquedad, en esta sencilla y estoica decisión de permanecer a pesar de todo.

Una batalla silenciosa y anónima. Una nueva mirada hacia el futuro.

Una mirada renovada hacia el país ideal.

***

Actualización: El día viernes 24 de junio a las 11:00 am, luego de cinco días de un proceso lento y complicado, saboteado por el partidismo y por decisiones arbitrarias del ente comicial venezolano, finalmente se logró validar las firmas necesarias para comenzar el largo recorrido del proceso revocatorio.

martes, 28 de junio de 2016

Crónicas de una “Nerd” entusiasta: Seis detalles simbólicos del Final de la temporada de Game Of Thrones que debes conocer.





Con toda seguridad, la temporada número 6 de la serie Game Of Thrones será recordada por brindarle a la serie toda una nueva visión sobre sí misma. La historia dió un giro completo y luego de cerrar algunos giros argumentales, revelar secretos y confirmar viejas teorías de los millones de fanáticos de la saga, comenzó lo que se supone — y confirman sus productores — su tramo final. El Invierno tan anunciado llegó por fin a un Westeros devastado por las guerras interinas y donde el poder re agrupó sus piezas de formas inéditas. En medio de la debacle — o el renacimiento, según se le mire — la narración avanza con una rapidez insólita. Ya sea por la falta de libros o por el hecho que Martin está construyendo sobre el camino lo que vendrá, el Universo de Canción de Hielo y Fuego acaba de cambiar para siempre.

El capítulo que cierra la temporada fue además, una pieza de arte de dirección artística y visual. Con una elegancia que desconcertó y maravilló, su director Miguel Sapochnik sentó las bases de lo que vendrá y construyó un escenario milimétrico para la resolución de buena parte de las historias. Se trató de un prodigio técnico y de guión, que demuestra que la producción de Games Of Thrones se toma muy en serio la construcción de un mundo de ficción tan poderoso como simbólico. Y prueba de eso, es la multitud de guiños históricos y metafóricos con que dotan de sustancia y profundidad a las secuencias y a la narración global. Un logro visual y argumental que brinda a Game Of Throne — como producto televisivo — una belleza inédita y lleva a la llamada edad Dorada de la televisión estadounidense, un nuevo nivel.

Para el cierre de una temporada plagada de momentos trascendentales que develaron parte de los mejores secretos guardados de la historia, los productores y el director cuidaron detalles que pueden pasar desapercibidos pero que sin duda embellecen y profundizan esa visión sobre un mundo ficticio con una vitalidad propia. Una serie de elementos bien pensados que aportan fuerza al mundo visual pero que también, construyen un lenguaje argumental poderoso.

¿Y cuales son esos pequeños grandes momentos invisibles en el final de temporada de Game Of Thrones? Quizás los siguientes:

* Una entrada triunfal: ‬ Cersei y el poder que nace del miedo.






En la primera escena del capítulo, la cámara sigue a Cersei, Tommen y al High Sparrow mientras se visten para lo que sea que ocurrirá después, en un ejercicio prodigioso de cámara subjetiva que abre el arco argumental de manera magistral. Para los amantes del gran cine, la secuencia — y el dramático esfuerzo de su reflexión sobre el espacio, el poder y la violencia — no resultó desconocida: es un calco casi exacto a la primera escena de la extraordinaria película “Dangerous Liaisons” de Stephen Frears. En ambas, hay una tensión dolorosa, exquisita y cruel. La escena está basada en los ritos del antiguo Teatro francés, donde la vestimenta de los personajes formaba parte del escenario: los actores se movían de un lado a otro, en medio de un despliegue de oropel y movimientos donde la ropa era todo un sistema de símbolos que permitía al público adivinar lo que vendrían. Frears tomó esa percepción y creó una escena que se sigue recordando quizás como una antesala a grandes pasiones e incluso la muerte. Y en Games Of Thrones el efecto es el mismo. En ambas escenas, la cámara se desliza con suavidad por cada atavío, por cada pequeño detalle. Por la expresión dura y ambigua de Cersei ( tan parecida a la de La marquesa de Merteuil ) y a la de ese pequeño Tommen frágil y ya sin utilidad para su cruel madre, de quién es una copia frágil. La secuencia persigue ese acto íntimo de vestirse, de asumir la identidad a través de la ropa — y los instrumentos de poder — mientras el dolor y la violencia parecen gravitar al margen.

* Lady Mormont: Un reina muy joven.




Lady Lyanna Mormont (Interpretada por la actriz Bella Ramsey) es quizás uno de los personajes más sorprendentes y entrañables de la recién finalizada temporada de Game Of Thrones. Aunque en la saga literaria de Martin se habla poco sobre la Señora De la Isla del Oso, la serie le brindó un pequeño pero importante lugar durante el desarrollo de la trama de Jon Snow y su lucha por recuperar Invernalia de las manos de Bolton. Durante el final de Temporada de la serie pudimos ver de nuevo a Lady Lyanna manifestando su apoyo a la casa de Stark y a Jon Snow y de nuevo, demostrando que a pesar de su corta edad es un poderoso líder al que es necesario escuchar.

¿Se trata de un elemento ficticio el poder de esta pequeña guerrera de diez años? En realidad no: el personaje de Lady Mormont está basado en varias reinas históricas que comenzaron su reinado siendo aún muy pequeñas. En especial, los productores parecen haber basado la historia del personaje televisivo en la de Victoria de Inglaterra. La princesa era la única hija del Duque de Kent y Strathearn y María Luisa de Sajonia-Coburgo-Saalfeld. Con apenas un año, la pequeña Noble se enfrentó a la muerte de varios de sus familiares cercanos, que la llevaron a ocupar un lugar privilegiado en la ascensión al trono británico. Luego de la muerte de su abuelo (el Rey Jorge III) y debido a que sus tíos paternos no tenían descendencia directa, Victoria se posicionó como la primera en sucesión.

Y aunque no ascendió al trono hasta los dieciocho años, Victoria tuvo opinión e influencia en el gobierno de su país desde muy temprana edad. Se cuenta que debatía con legisladores y expresaba opiniones muy concretas sobre el país y la Corona. Aislada y excluida del mundo exterior por su madre, la Duquesa de Kent, la pequeña aspirante al trono creció rodeada de una poderosa influencia política que le permitió más tarde, convertirse en un ícono de la Monarquía en su país.

* ¿Y por qué ‪Cer‬sei Lannister llevó un traje oscuro con apliques de metal durante su memorable ascenso al trono en el último capítulo de la temporada? No, no la poseyó Michael Jackson.




El vestuario de Cersei Lannister anoche asombró y confundió a buena parte de la audiencia, que lanzó todo tipo de teorías conspirativas sobre el posible significado de su austero atuendo de aire militar. No obstante, la explicación es mucho más sencilla que las enrevesadas explicaciones que debaten los fanáticos en internet: Lo más que probable es que el traje de Cersei estuviera inspirado en la interpretación de Greta Garbo como Christina de Suecia, una de las mujeres más polémicas de su época por su enorme inteligencia y carácter férreo. No en vano, fue una las monarcas más destacada de la historia del país escandinavo. Inteligente, recta, responsable, la hija del rey Gustavo II, llevó la corona sueca con dignidad y una rara conciencia de sí misma que la transformó en una figura histórica de renombre en una época donde la figura femenina solía estar invisibilizada y condenada al anonimato.

Conocida por su amor a los libros, habilidad en la caballería y además, un privilegiado talento para los idiomas ( se dice hablaba con fluidez más de nueve) Cristina tuvo un reinado corto y fructífero donde privilegio a las artes y al conocimiento. Su corte fue conocida por ser el hogar de artistas y además, por brindar protección a todo tipo de escritores y poetas condenados por la poderosa y restritiva Iglesia. Luego de abdicación — por motivos que aún se debaten — continuó con su labor de protectora de las artes y las letras. Fijó su residencia en Roma, sede de su nueva fe, y mantuvo una vida dedicada a coleccionar obras de arte y financiar proyectos culturales y científicos. Según las crónicas de la época, la Reina solía vestir de negro y llevar apliques de metal al estilo militar, aspecto que solía escandalizar a la muy conservadora Suecia.

La llamada Minerva del Norte murió en Roma el 19 de abril de 1689, aunque su memoria y trascendencia se continuó conmemorando y recordando durante siglos. A pesar de la petición expresa de Christina de ser enterrada con sencillez, el papa Inocencio XI le brindó un funeral de Estado. Catalina fue enterrada en las Grutas Viejas de la nave central de la Basílica de San Pedro del Vaticano. Años después, otro papa, Clemente XI, ordenaba a Carlo Fontana que erigiera un precioso monumento funerario en la misma basílica.

* El astrolabio y la biblioteca:



Luego de recorrer Westero por casi dos temporadas, Sam Tarly consigue llegar a la Ciudadela, cuartel general y centro de estudios de la orden de los Maestres. Una vez allí, es aceptado a regañadientes por un estudioso del lugar que le guía al mayor tesoro de la ciudad de Antigua: Su biblioteca.

Se trata de un lugar deslumbrante para un amante de los libros como Sam y el personaje no disimula su asombro mientras contempla con los ojos muy abiertos la estructura extraordinaria a su alrededor. La biblioteca se abre en una atalaya colosal con paredes cubiertas por completo de libros, iluminada por un juego de extraños mecanismos que reflejan la luz entre si. La mirada de Sam se pierde en la inmensidad del lugar y entonces tropieza con un objeto que todo fanático de Game Of Thrones reconoce de inmediato: El extraño mecanismo giratorio que flota en la secuencia inicial de la serie.

No es un hecho casual: La extraña estructura es un astrolabio, un antiguo instrumento de navegación que permite determinar la posición y altura de las estrellas sobre la bóveda celeste. Se trata de un instrumento astronómico usado en el mundo antiguo y que por siglos, fue considerado una ventana a la sabiduría. Además, el astrolabio (cuya etimología se traduce textualmente como “buscador de estrellas”) fue por siglos símbolo del conocimiento académico: Se sabe que Hipatia trabajó junto a su padre, el reconocido astrónomo Teón, para construir un nuevo astrolabio basado en las correcciones de Almagesto de Ptolomeo. Tanto Hipatia como su padre llamaron al Astrolabio “imagen del Universo” y “fuente de conocimiento”. La estructura, muy semejante a la que vemos tanto en la secuencia introductoria de Games of Thrones así como en las alturas de la Ciudadela, es muy parecida (o podemos suponer que lo era) al construido por el astrónomo persa Nastulus hacia el año 927 y que se conserva en el Museo Nacional de Kuwait.



¿Cómo funciona un astrolabio?
Según la inefable wikipedia, el funcionamiento del astrolabio “se basa en la proyección estereográfica de la esfera celeste. Consiste, básicamente, en una circunferencia graduada (placa madre omater) sobre cuyo eje gira una aguja con un punto de mira que se apunta a la estrella elegida. El borde de la madre, o limbo, muestra una escala graduada en grados y a menudo también otra en horas y minutos. En la parte superior, consta de una argolla de la que se suspende el instrumento en posición vertical para realizar las mediciones.

Los productores de la serie parecen dejarnos muy en claro que la biblioteca de la Ciudadela no es sólo un compendio de sabiduría sino una puerta al conocimiento arcano, un guiño a que nada en Poniente es como parece y mucho menos, es muy sencillo de comprender a simple vista.


Cuervos blancos: Esos extraños mensajeros.


Para la mitología de Game Of Thrones, los cuervos blancos son inteligentes que sus hermanos de plumas negras y también de mayor tamaño. Por ese motivo, son utilizados por La Ciudadela para enviar mensajes de enorme importancia y además, anunciar los cambios de estación.

Durante el final de temporada de la serie, un cuervo blanco voló hasta Invernalia para anunciar la llegada del Invierno. Pero además, se trata de una simbología más profunda: El cuervo blanco en realidad existe — aunque sin la mayoría de las características que le atribuye Martin — y por su extraño plumaje ( mezcla de plumas blancas y negras pulidas) fue considerado por siglos en varias partes de Europa como heraldo de guerras y grandes conflictos. De manera que no resulta casual que su vuelo por la herida tierra de Invernalia, el cuervo blanco no sólo esté anunciando la llegada del monstruoso invierno — el más frío en cientos de años — sino también de un tipo de horror que sólo Jon Snow y los hombres de la fortaleza Negra conocen.


* Una corona con cuernos de ciervo y ramas:




El psicólogo Suizo Carl Jung estaba convencido que los animales y las fuerzas ancestrales — simbolizadas por dioses, héroes y mitos — vivían en la mente del hombre como arquetipos y se manifiestan de distintas maneras, casi siempre como arquetipos y expresiones salvajes metafóricas. Entre los arquetipos más antiguos, se encuentra el de la Divinidad masculina del Gran Padre con cuernos y ramas de árboles muy visibles y de tinte falico, que durante milenios fueron el “patrón” (o el recuerdo sucesivo) de nuestros antepasados cazadores. Resulta por tanto asombroso que la corona que llevan los reyes en Desembarco del Rey, siempre muestran un entramado de ramas que simulan cuernos, mientras ocupan un trono compuesto de espadas rotas. Todo un símbolo de masculinidad y una visión cruel sobre la naturaleza humana, que transforma las relaciones de poder y las convierte con toda seguridad, en metáforas del miedo y el control.

Claro está, la corona que llevó Joffrey y llegó a lucir Tommen es parte de la simbología de la casa Baratheon. No obstante, como símbolo fuera de la mitología de la serie, sorprende por sus implicaciones. Una mezcla de la visión del escritor sobre sus personajes pero más allá de eso, de las connotaciones de poder en un mundo signado por las relaciones de lucha y violencia y sobre todo, la comprensión de las jerarquías como rango de valor e importancia real. 

¿Un guiño de los productores al mundo hostil y violento al que deben sobrevivir los personajes? Con toda probabilidad, sí.

¿Qué nos traerá la nueva temporada de la serie? El Invierno llegó y todas las piezas del poder están construidas y en su lugar para lo que se avizora como un enfrentamiento inédito en el Mundo creado por Martin. Pero más allá de eso, con toda seguridad encontraremos también una nueva mirada al arte visual, a esa percepción de la naturaleza humana como simbólica y sin duda un espectáculo televisivo a toda regla.

lunes, 27 de junio de 2016

ABC del fotógrafo curioso: Todo lo una visita al cuarto oscuro puede enseñarle a un fotógrafo de la era digital.



Cuando el año pasado decidí impartir un taller de Fotografía analógica en la Escuela de fotografía donde trabajo, me enfrenté a la incredulidad de buena parte de mis amigos y colegas. Hubo quien me intentó convencer de lo poco rentable que resultaba una técnica en desuso o el hecho que en mi país, los materiales para el proceso tenían precios prohibitivos. Pero la mayoría, coincidió en el poco interés que despierta en los fotógrafos de la nueva generación, la fotografía tradicional. Ese proceso artesanal que construye la imagen desde el origen y que permite al fotógrafo comprender la imagen desde lo esencial y a nivel de profundidad por completo nuevo.

La idea me entristeció y me preocupó. Pero no me amilané. En lugar de eso, me hice preguntas concretas sobre por qué consideraba necesario volver a lo básico del proceso fotográfico y sobre todo, que tan beneficioso podría ser. Un recorrido emocional e incluso intelectual por todas las buenas razones que me hacen fotografiar y que me han hecho seguir haciéndolo durante casi veinte años de mi vida.

— La fotografía en film te enseña a pensar como fotógrafo — me explicó uno de mis primeros profesores sobre el tema — te enseña a construir la imagen desde tu mente incluso antes de sostener la cámara. Lo digital desconoce ese proceso o mejor dicho, lo menosprecia. Para cualquier fotógrafo actual la imagen nace en la cámara, en lo instantáneo. El proceso tradicional desmiente eso.

Nos encontrábamos en el cuarto oscuro donde aprendí la mayor parte de las cosas que sé sobre el tema. Se trata de una habitación diminuta en la parte trasera de una casa llena de luz del Oeste de la ciudad donde vivo. Mi profesor — que odia que le llamen así — es un anciano que nunca se ha considerado fotógrafo y que dudo que lo haga alguna vez. Más de una vez me ha dicho que se llama así mismo “contador de historias” y que por carambola, es la cámara el instrumento que se lo permite. Lo dice, mientras mezcla con una paciencia casi beatífica los químicos en las bandejas, observando con atención la manera como se funden y se mezclan. Yo, que no puedo verlo — nunca supe — lo miro asombrada y admirada.

— Pero para todo fotógrafo, la imagen final es la conclusión de un montón de referencias — le digo — ¿Cambia eso el proceso creativo? ¿Lo destruye o lo construye? ¿Lo afecta?
— Depende de lo que desees lograr. Mejor dicho, la forma como asumes el peso de la historia que cuentas o lo que intentas lograr con la fotografía. Ninguna fotografía es inocente, mucho menos accidental. Incluso si la cámara cae y dispara, lo hizo en el lugar en que escogiste estar de pie. El proceso tradicional resume todo eso.

Toma una de las bandejas, la sacude con lentitud. La coloca a la derecha de la mesa. Ahora toma la otra y con cuidado la coloca a su lado. Bajo la luz rojiza del bombillo de seguridad, ambas tienen el aspecto de lagos cálidos y silenciosos.

— Fotografiar es arte. Es tomar una escena y componerla para que diga alguna cosa. Para que construya alguna cosa. Para que eternice una idea de todas las formas posibles. Para que te agrade, te incomode, te asombre. En la fotografía tradicional toda la estructura comienza por las decisiones que debes tomar para crear una imagen. Para hacerla perfecta y lo más cercano a cómo imaginas posible. Eso es un trayecto largo y sostenido en toda una serie de conclusiones sobre lo que la imagen puede ser.
Sonrío. El profesor levanta los ojos desde la ampliadora. Enciende la luz como un gesto.
— ¿Qué opinas?
 — Que la fotografía está viva.
 — Qué romántico.
 — La verdad no.

Las primeras veces que revelé en el cuarto oscuro me equivoqué tantas veces que llegué a creer que no podría dominar el proceso nunca. Era como el juego del gato y el ratón con la luz, la combinación de químicos y sobre todo con mi sensibilidad con la forma de mezclarlo para encontrar un resultado idóneo. Me llevó meses lograr algo parecido a eso. Una enorme paciencia que no supe que tenía hasta entonces, pero sobre todo amor. De pronto, me encontré sintiendo una emoción profunda y personal por todo lo que implicaba crear una fotografía. Verla nacer entre mis manos, construir una idea desde su génesis.
En una oportunidad, tuve uno de esos pequeños accidentes que le suele ocurrir a cualquier fotógrafo que empieza a recorrer el largo camino del mundo de la fotografía en film: luego de dedicar horas de esfuerzo y trabajo en la copia de una imagen, el resultado no resultó, ni mucho menos satisfactorio. Eso, a pesar que había procurado que cada paso fuera perfecto, esencial y concreto. La imagen, levemente borrosa sobre el papel, carente de esa pulcritud que había imaginado para ella, me acusaba de algún descuido imaginario o lo que era peor, declaraba en blancos y negros mi desconocimiento sobre el tema. Frustrada y decepcionada, rompí la hoja sintiendo que entraba a trompicones en terreno desconocido. Por supuesto, ya lo sabía: Una manera de recrear la imagen donde el ingrediente principal era la paciencia, una idea sobre la obtención de un resultado visual que tenía mucho que ver con una forma laboriosa y meticulosa de expresarla. Y me pregunté, quizá no por primera vez, que tanta relación tenía mi esencia como fotógrafo digital, estos pequeños traspiés en mi recorrido en film.

Más tarde, todavía obsesionada por la idea, me dedique a ver un documental sobre Cartier Bresson, que forma parte de la bien nutrida biblioteca audiovisual de la ONG (Organización Nelson Garrido) donde por entonces, llevaba a cabo un extenso taller sobre revelado y copiado en Film. El documental, titulado “El Momento Decisivo” , es una interesantísima reflexión sobre la fotografía tradicional, no solo como proceso, sino como transición conclusiva sobre el arte de la imagen. Y fueron las palabras reposadas y exquisitas de un Bresson perfectamente consciente de su lugar en la historia de la fotografía, las que de alguna forma respondieron mis disyuntivas, mis preguntas y sobre todo, aliviaron la inquietud que mis errores en la creación visual de película me había producido. Una sensación extraña, escuchar a un fotógrafo legendario, referirse a la fotografía como el arte de Captar “el momento decisivo”. Una idea que en lo digital se diluye en la inmediatez del resultado concreto, que deja de tener sentido, al poder repetir una toma tantas veces como el concepto que necesitamos expresar lo requiera.

Y es que mirar las hojas de contacto de un Bresson jovencísimo, llenas de imágenes maravillosas que nunca vieron la luz más allá que esa fugaz mirada del momento perfecto, comprendí que el problema de mis fallos y errores radica exclusivamente en no haber comprendido el núcleo de la fotografía en film: su elaborada construcción de un lenguaje visual a través de un esquema progresivo. Paciencia, observación, la capacidad de encontrar un instante congelado en el tiempo, radiante e irrepetible, que pudiera conservarse como una trascendencia de su memoria. Escuchar a Bresson explicar lenta y con escogidas palabras, lo que significaba atisbar en las largas series de imágenes, una a una, casi idénticas entre si, hasta encontrar el hallazgo, la referencia absoluta, la idea elemental, me hizo pensar en que como fotógrafa digital, el concepto me resulta desconcertante y extraño. Para mi, esa búsqueda, esa edición, se realiza aun en cámara, mientras la imagen se encuentra en formación y recreación. Me resulta muy sencillo sólo borrar la imagen, su secuencia y continuar hasta encontrar lo que deseo o lo que más se parezca a esa imagen en mi imaginación que me hizo concebir una fotografía. Más aún, el momento perfecto deja de existir, por el mismo hecho que puede haber varios, o recrearlos de cualquier manera. El sentido de la oportunidad se transforma en sentido de la capacidad para escoger, con rapidez y bastante precisión, que imagen es la más idónea para representar la idea visual que deseo plasmar.

En la fotografía en film, el proceso resulta todo lo contrario. Retrocedo, a la génesis misma de la fotografía, tomo la cámara y aguardo. En silencio, el dedo sobre el obturador, aguardando pacientemente hasta que encuentro el momento, hasta que se hace real y yo puedo captarlo. O lo intento, o lo deseo, lo sueño. Pero continúo sin saber si lo hice. Si es verídico o solo inconcreto, una necesidad que jamás llega a satisfacerse. Con el film el proceso es obligatoriamente emocional: un momento que intentas captar y que podría no suceder de nuevo. La oportunidad definitiva, el momento justo.

De hecho, es esa paciencia en la observación lo que define a todo el proceso de la fotografía en film. Desde el revelado hasta el copiado, el proceso artesanal te permite construir una idea visual coherente y profundamente meditada. Desde la manera como revelas el negativo hasta los estrictos tiempos de copiado, permiten recrear tu imagen con una exactitud inquietante. Cuando la imagen comienza a emerger en la hoja con lentitud, dibujando casi de una manera mágica en la realidad de luces y sombras, comprender el poder de cada una de tus decisiones, incluso la más mínima de ellas sobre el resultado final. Y esa capacidad enorme y decisiva de recrear la imagen que vive en tu mente de la manera más fidedigna posible ( como nació, como fue, como la paladeaste, como la captaste, como necesitabas verla ) es quizá uno de los milagros más profundamente sentidos que he conocido en el mundo visual.

Cuando terminó el documental, regresé al cuarto Oscuro con una sensación de profunda atemporalidad. Y al volver a intentar esa pieza única, esa recreación perfecta de lo que busque al fotografiar, todo el proceso de pronto tuvo otro tenor, otro sentido. De pie, en la oscuridad, con los ojos entrecerrados, un poco mareada por el olor penetrante de los químicos, en silencio, imaginé por instante a todos los fotógrafos antes que yo — quizá incluso al mismo Bresson — esperando, como me estaba ocurriendo a mi en ese instante, con el corazón palpitando muy rápido, las manos heladas de expectativa, el nacimiento de una idea tan mía como nada lo había sido antes. Y cuando finalmente la imagen apareció, fue, se hizo real, sobre el papel y la levanté a la luz rojiza de las lámparas, sonreí, con los ojos húmedos. Porque no sería perfecta, ni mucho menos — me faltaba y me falta mucho para eso — pero era tan mía, tan profunda e íntima en mi mente, que sonreí, entre lágrimas, fascinada y asombrada de haber podido hacer algo semejante. La observé y comprendí, quizá por primera vez desde que comencé esta aventura a la esencia de la fotografía como la conozco, el poder de recrear una historia que no volverá a repetirse, que no podré repetir y que capté en un impulso emocional espontáneo, fugaz, enormemente personal.

Mi profesor sonríe cuando le cuento lo anterior. Bajo la luz de la ampliadora, el negativo de la imagen parece flotar en la oscuridad con una lenta belleza. Un dulzura desconocida. Todo misterio y promesa. Me acerco, miro a través de la lupa. Siento lágrimas al fondo de los ojos.

— Comienza tu recorrido — dice mi profesor — y recuerda: el que busca, siempre encuentra.
El momento decisivo, le llamaría Bresson. Yo sólo un pequeño prodigio de luz.

C’la vie.

domingo, 26 de junio de 2016

Secretos de tierra y oscuridad y otras historias de brujería.





Mi tatarabuela comenzó a quedarse ciega al cumplir los noventa años. Fue algo progresivo y que nadie notó en realidad hasta que resultó inevitable. Al principio tropezaba con muebles en pequeños accidentes que atribuía a la torpeza. Después, comenzó a quedarse muy quieta en mitad del salón para escuchar los sonidos que le rodeaban. Por último y cuando no pudo ocultarlo más, pasaba los días en su habitación, furiosa y humillada, negándose a recibir a nadie. Consumiéndose de miedo y quizás algo muy parecido a la desesperanza.

Pensé en esas cosas cuando toqué a la puerta el día del Solsticio de Verano. Me dije que quizás era una temeridad venir a visitarla cuando no quería estar con nadie. Pero no pude evitarlo. Eso a pesar que mi abuela - la bruja, la sabia - me había insistido en que tatarabuela estaba muy furiosa y en realidad, era probable se comportara de manera desagradable. Me miró con ojos preocupados mientras yo anudaba las cintas de pequeño paquete de tela que había confeccionado para tatarabuela.

- Está muy angustiada y temerosa - me explicó - eso hace que con toda seguridad, te riña y te hable de malos modos. Lo sabes ¿No?

Claro que lo sabía. La semana anterior tatarabuela había salido al pasillo del segundo piso para gritarme por "hacer esos sonidos insoportables", que no eran otra cosa que mis pasos mientras iba hacia el cuarto de baño. Me quedé de pie, con la toalla apretada contra el pecho y avergonzada, aunque no sabía muy bien por qué. Ella siguió gritando sin dejar de sacudir su bastón, hasta que mi tia E. vino a mi rescate y me sacó del pasillo. La miré al borde las lágrimas.

- Pero ¿Qué hice? - pregunté aterrorizada. Tía suspiró.
- Nada real.

Esa simple frase se me grabó en la mente y previniendo volver a molestar a tatarabuela con algún sonido involuntario o algo que no pudiera entender, dejé de pasar por el pasillo mientras ella tenía la puerta abierta. Con todo, recibí un par de regañinas más por "respirar muy fuerte" o "hacer molestos sonidos con las manos". No era la única contra quien tatarabuela la emprendía: tatarabuela riñó por horas a mi prima M. por cometer el exabrupto de escuchar música en su habitación, un piso más abajo. Prima había corrido hacia el jardín, con los puños apretados y las mejillas sonrojadas de furia, al lugar donde Tia M. y yo tomábamos la merienda. Vino a sentarse junto a nosotras con los ojos muy brillantes de furia y humillación.

- ¡Me dijo de todo! - le contó a su madre - ¡Me dijo irresponsable, loca, escandalosa! ¡Pero yo no estaba haciendo nada!
- Es la edad mi amor - comentó tía con cierta tristeza - no es otra cosa sino eso.
- ¡Está loca! - protestó mi prima, dando una patada enfurecida al césped mal cortado - ¡No la soporto!

Mi tia se apresuró a lanzarle una mirada fulminante a prima, que la hizo callar de inmediato. Me quedé muy triste: la tatarabuela siempre había sido una mujer vivaz y divertida. Me dolió imaginarla en su habitación, en la oscuridad de las cortinas corridas, sin se capaz de acostumbrarse al miedo de la ceguera o incluso, al terror de la vejez.

No era algo que yo comprendiera del todo, claro. Con once años, la edad de la tatarabuela me parecía impensable. Un mundo lejano que no creía que tuviera que recorrer. Me resultaba impensable las arrugas, los dolores y achaques ancianos que atormentaban a tatarabuela, la idea cierta que la vida comenzaba a ser muy corta y que el final se encontraba muy cerca. Me recorrió un escalofrió con el pensamiento. Tia E. ladeó la cabeza y me miró con los entrecerrados.

- La Tatarabuela está atravesando la edad sabía con mucha dificultad - dijo entonces, como si supiera lo que pensaba - algún día todos la atravesaremos. Quizás somos tan antipáticos con la tatarabuela que nunca pensamos en eso.

Esa frase me remordió la conciencia por días. Tanto que por último, no puede soportarlo más y decidí que tenía que hacer algo. ¿Algo como qué? En realidad no lo sabía, pero comenzaba por reunir los ingredientes y herramientas que me permitirían celebrar en solsticio en un talego de tela verde. Abuela me observó sin intervenir, como si pronto, comprendiera mis intenciones.

- ¿Estás segura de intentarlo? - preguntó entonces. Sostuve la pequeña bolsa entre las manos. Me temblaban de puro nerviosismo.
- Sí...al menos intentarlo.

Abuela asintió con un gesto paciente aunque algo preocupado. Rebuscó en el bolsillo del suéter de lana que llevaba. Luego me extendió un palito de canela envuelta en una cinta roja. La tomé un poco desconcertada.

- ¿Y esto?
- No hay nada que el olor de la canela no pueda aliviar - dijo. Me hizo uno de sus guiños traviesos - ahora ve. Y corre al menor grito.

Sus palabras me hicieron sonreír. Pero el entusiasmo me duró bien poco: cuando toqué por segunda vez la puerta de la habitación de la tatarabuela, la escuché gritar desde el interior. Un graznido impaciente que casi me hace correr de nuevo a la cálida cocina.

- ¿Se puede saber por qué molestas a esta pobre vieja? - me imprecó aún sin abrir la puerta. Contuve mi timidez como mejor pude.
- Tatarabuela, quería venir a celebrar contigo el Solsticio.

Silencio. Me pregunté si incluso recordaba que nos encontrábamos muy cerca de las festividades del fuego en Junio. Fue una idea muy rara: Tatarabuela era la que siempre se ocupaba de organizar los rituales y celebraciones, de preparar los licores que tomaríamos durante las invocaciones y el pan para homenajear al Fuego purificador. Pero en esta ocasión, se había limitado a permanecer al margen: no había participado en la limpieza de la casa, ni tampoco en la preparación del banquete de celebración. Los ojos se me llenaron de lágrimas de tristeza. Me apresuré a secarlas: mi tatarabuela odiaría verme llorar. Mucho menos por ella.

No puede verte idiota, pensé. Y fue un pensamiento vertiginoso, afilado como una flecha. Apreté los labios y erguí los hombros, envalentonada.

- ¿Me escuchas? Quiero celebrar solsticio contigo - repetí - me gustaría...
- No estoy sorda  - la puerta se abrió con un rápido movimiento y me encontré mirando al alta figura de mi abuela, enfundada en uno de sus vestidos de lino que cosía ella misma. Su rostro permanecía oculto en la oscuridad - Ya se lo que dijiste.

No supe que responder. Tatarabuela parecía tan firme y fuerte como siempre...si no te fijabas en sus manos nerviosas que apretaban el quicio de la puerta y la manera como se balanceaba sobre sus pies. Apreté el talego contra el pecho y en un impulso, saqué la ramita de canela y me la puse entre las manos.

- ¿Quieres entonces?

Tatarabuela avanzó un paso. Su rostro quedó a la luz. El miedo me subió como un borbotón a la garganta y me obligué se quedara allí.  Su ojo derecho era blanco y opaco, como si una sustancia firme y gruesa lo cubriera. El otro tenía su natural color azul pero brillaba de una manera extraña. La combinación deformaba de una forma casi incomprensible el bonito rostro de mi abuela.

- ¿Todavía te quieres quedar? - dijo.

Ahora entendía por qué la tatarabuela había llevado cristales tintados por meses y luego, había decidido ocultarse en su habitación. En un momento de pura confusión pensé si debía a forzarla a salir de su voluntaria reclusión, si era respetuoso obligarla a hacer cualquier cosa que no quisiera en medio de una situación tan difícil. Reflexionaba sobre eso cuando el olor de la canela que sostenía me llenó la nariz y me envolvió. Sacudí la cabeza, como si hubiese despertado de un sueño y di un paso hacia ella.

- Sí...me quiero quedar - suspiré, avergonzada - bueno, si quieres que lo haga.

Ella continuó de pie junto a la puerta y luego, en uno de sus gestos airosos y frágiles, volvió a la oscuridad de la habitación, en la que no había ni una sola lámpara encendida. La seguí con el corazón latiendo muy rápido.

Sabía que abuela se ocupaba ella misma de limpiar la habitación de la tarabuela, pero a pesar de eso, reinaba en el lugar un cierto caos ruinoso que me conmovió. De ordinario, tatarabuela era muy ordenada y puntillosa y el desorden en sus pertenencias parecía un reflejo de su dolor y angustia. Había ropa sucia sobre sus adorados muebles de palo de rosa y sus libros estaban apilados de cualquier forma en una de las esquinas de su habitación. La ventana estaba cerrada y las cortinas de encaje corridas e incluso su pequeño jardín de Bromelias estaba seco y descuidado. Me quedé de pie en mitad de todo aquel lastimoso desastre, sin saber muy bien que hacer.

La tarabuela caminó entre las sombras y los objetos desperdigados con una extraña gracia. En la oscuridad plomiza de la habitación, parecía sentirse mucho más segura que en cualquier otra parte de la casa. No la vi tropezar no una vez mientras se dirigía a paso firme hacia su sofá favorito y se dejaba caer en él con un junto desmañado. Adelanto el cuerpo y parpadeó, como si pudiera distinguirme allí de pie a pesar de la penumbra que nos rodeaba.

- ¿Qué haces allí parada? - preguntó en voz alta - ven acá si es que te vas a quedar.

La obedecí de inmediato entre trastabilleos. Me dejé caer junto a sus pies, aún sosteniendo el talego entre los brazos. Se puso los gruesos anteojos que usaba desde hacia años. Sus ojos inquietantes parecieron aumentar el doble de tamaño.

- Entonces, ¿Qué acto de lastima es este? - exclamó con dureza - tienes abajo comida, diversión y la familia entera...pero prefieres venir ¿Aquí? ¿Con una vieja ciega?

La miré sorprendida. Tatarabuela siempre había sido una de mis personas favoritas y aún lo era. Me encantaba su loco y extravagante sentido del humor, sus historias misteriosas, incluso el acento europeo que aún conservaba. Suspiré, entristecida por su rabia y angustia.

- Quise venir porque esta es la noche en que las brujas agradecen lo bueno y bailan para conservarlo - respondí - y tu eres algo muy bueno en mi vida. ¿Te extraña tanto eso?

Tatarabuela no respondió. Se pasó la mano por su rebelde melena clara y enredó entre sus dedos un grueso mechón. La oí tomar una lenta bocanada de aire. De pronto fui muy consciente de los olores ácidos y desagradables de la habitación...y del pequeño aroma de la canela, colándose entre ellos. Tomé la rama y la sostuve entre las manos, como si me aferrara a su aroma fresco y crujiente en la oscuridad.

- A veces me pregunto si alguno de ustedes entiende lo que significa para mi perder parte de la vista - comentó en voz baja y cansada - si mis hijas, mis nietas o cualquiera de esta casa llena de ruidos y de entusiasmo, entienden el dolor de quedarme al margen, confinada en las sombras. Si saben lo que significa para mi este claustro que escogí sufrir.

No lo sabía, sin duda. Pero podía imaginarlo. Tatarabuela era una mujer determinada y poderosa, la primera de nuestra familia en cruzar el océano Atlántico para llegar a América. La que había trabajado a brazo partido para proteger a su familia en un país extraño, al que llegaba con el peso de la viudez y con dos hijas pequeñas de las manos. Era la mujer que había luchado por su familia y su vida durante casi cien años contra todo tipo de obstáculos y adversidades cotidianas. Sí, podía imaginar su dolor al verse disminuida de esa manera, al llegar al final de su vida en medio de las sombras. Un nudo de lágrimas me cerró la garganta. Me esforcé por disimularlo.

- No lo sé, Tati...pero si sé que de no ser por ti, yo no sería feliz - dije en voz muy baja para que ella no notara como me temblaba - y si tu quieres estar aquí, yo quiero estar contigo. Y celebrar juntas el Solsticio. El ciclo comienza. Para ti y para mi.

Ella se repantigó en el sofá y ladeó la cabeza. Me pregunté si a pesar de las cataratas, podía verme. Si algún instinto atávico e imposible le mostraba donde estaba yo en medio de las sombras. El pensamiento me gustó y me intrigó. Y también claro, me asustó.

- ¿Sabes celebrar el Solsticio sin ayuda? No podré hacer otra cosa que acompañarte - dijo en voz baja. Había un tinte amargo y duro en sus palabras que nunca había escuchado antes - no puedo hacerlo, aunque quisiera. Así que si vamos a Invocar el fuego purificador, tendrás que hacerlo tu sola.

Bueno, eso si que no me lo esperaba, pensé tragando aire. Para tratar de ganar tiempo y pensar en algo que decir - si es que había algo que pudiera añadir - deshice el talego y saqué las pocas cosas que habían en él: el cuenco para el agua, el incienso casero, las siete velas rojas. Después me quedé muy quieta, acariciando con los dedos la rama de canela. Dejé que el olor me rodeara y me relajara.

- ¿Por qué no te operas? - dije de pronto. Había escuchado a las tías preocuparse e insistir sobre la operación, lo mucho que podría ayudar a la tatarabuela.  La escuché revolverse incómoda en el mueble.
- Porque tengo ochenta y nueve años y quizás no sobreviva - me explicó a regañadientes - mejor ciega que muerta ¿No?

No respondí. Con cuidado, coloqué el recipiente con la tierra a mi derecha y la copa para el agua a mi izquierda. Vertí la poca que había traído en una botella de plástico. Noté que la tatarabuela parpadeaba al escuchar el sonido del agua borboteando.

- ¿Trajiste agua de rosas?
- La preparó tita E. ayer - le expliqué. Tatarabuela lo había hecho cada año siempre.

No dijo nada. Me levanté y comencé a ordenar todo lo que había a nuestro alrededor: arrimé los muebles atravesados de cualquier forma - ¿Habría tropezado con ellos? pensé preocupada ¿Se habría hecho daño? - doble la ropa limpia y arrojé a la cesta la usada. Luego volví a sentarme a sus pies y con lentitud, coloqué las velas a nuestro alrededor. Ella movió la cabeza de un lado a otro y de nuevo, pensé si podía verme. Si algún poder que yo no conocía, luchaba contra la ceguera y la vencía.

- Celebraremos juntas y el ritual lo haré yo - dije entonces en voz baja y sin ocultar mi nerviosismo - No sé si lo haré bien o será una celebración tan bella como las que sueles hacer tu, pero lo intentaré.

Tatarabuela no dijo nada. Fue un momento extraño, cargado de una rara tensión casi dolorosa. Cuando se inclinó hacia dónde me encontraba, temí me riñera o se mostrara desdeñosa. En lugar de eso, asintió con un gesto solemne y triste que me puso otra vez al borde de las lágrimas.

- Te acompañaré lo mejor que pueda.

Suspiré. Sentí que un hilo de miedo me recorría la espalda pero ya no había manera de retroceder. Tomé el yesquero de madera que había tomado de la cocina y lo levanté sobre nuestra cabeza. Una tensión casi dolorosa me recorrió los hombros y las manos. Recordé lo mejor que pude el brillo del Ritual del fuego, pero también su significado. Esa portentosa sensación de fe y renovación que brindaba sentido y belleza al ritual.

Encendí la primera vela. Parpadeé al recordar que tatarabuela solía decir que esa primera llama en mitad de la oscuridad era la puerta al conocimiento. El poder de las ideas. Me incliné y la bendije con voz temblorosa.

- Somos el conocimiento, el poder de crear y aprender - completó tatarabuela. Su voz tembló un poco como la llama. La vi apretar las manos sobre apoyabrazos del mueble con los dedos tensos - Somos...lo que el fuego purifica.

De niña, la tatarabuela solía decirme que hay poderes invisibles que las brujas podían comprender. Que más allá de las creencias en magia y portentos prodigiosos, la bruja era capaz de ver con los ojos de su espíritu las infinitas líneas de poder y conocimiento que sostienen el mundo. Me lo decía, sentadas ambas junto al fuego extraordinario del Solsticio, envueltas en su calor y en ese resplandor que llenaba el mundo. Esa explosión de colores radiantes que parecían crear otro cielo dentro del cielo.

Mientras encendía el resto de las velas, vi con los ojos de mi mente cientos de escenas parecidas: todas las ocasiones durante mi infancia en que el Fuego del solsticio había iluminado la noche, el amor que mi tatarabuela le profesaba al viejo rito. Y también, esa esperanza, esa sensación poderosa que nacía de algún punto en su interior y que me había heredado en cada celebración. Esa celebración intima que nos unía como un hilo incandescente. El conocimiento tan sutil de la sabiduría que procede de la tierra.

Y pensé en las cientos de lecciones que mi tatarabuela me había dado. Le tomé de las manos y apreté sus dedos sarmentosos, feliz de ser parte de su historia, de crear la mía a través de la suya. Pensé en las cosas invisibles que aún podía ver. En el poder de las cosas enormes que le daban identidad. Y ella me miró, con sus ojos en blanco, con su sonrisa firme, con su misterio triste y apergaminado. Y sentí amor, amor por ella, amor la tradición que compartíamos, por ese fuego extraordinario y enorme que ardía en su espíritu y el mio. En esa complicidad furiosa, elemental. En ese hoguera perenne que nos convertía en ramas de un mismo árbol resplandeciente.

Juntas, compartimos ese ritual torpe, en esa oscuridad de objetos olvidados y tristezas. Juntas, cantamos las viejas invocaciones, celebramos las viejas creencias. Y cuando la última vela se apagó, nos quedamos sentadas juntas en la oscuridad, rodeadas por el olor de la canela que acababa de quemar y el sonido de la celebración del jardín. La escuché inclinarse: Apoyó su mano en mi cabeza.

- ¿Saben lo que dicen sobre las brujas? - murmuró.
- No Tati.
- Que la humanidad es ciega, pero las brujas ven en la oscuridad.

Me abrazó y en medio del olor del fuego, sentí quizás el calor de la esperanza renacer en el pecho de mi tatarabuela.


***

- ¿Y cuando te puedes quitar las vendas?
- No sé.
- ¿No sabes o no me quieres decir?
- No sé y no te quiero decir que sé.

Solté una carcajada, le puse entre las manos la taza de té que había preparado para ella. Habían transcurrido dos días desde la operación de cataratas y tatarabuela se recuperaba con toda su fantástica energía. Nadie entendió muy bien qué la había hecho decidir finalmente acepta ayuda médica cuando tenía meses negándose, pero yo sonreí de pura felicidad y le guardé el secreto del ritual privado de Solsticio. Era un secreto entre ambas, quizás.

- Tati ¿De verdad crees que las brujas vemos en la oscuridad? - le pregunté asombrada aún por esas palabras. Ella ladeó la cabeza y me sonrío. La luz de la tarde entraba dorada y verde por la ventana abierta y la habitación entera resplandecía de gozo. Bajo las vendas blancas, su piel tenía un aspecto arrugado y frágil, pero lleno de vida. Era una combinación asombrosa.
- Creo que las brujas sueñan con lo invisible. Y creen que hay un buen motivo para traer esa ensoñación a la realidad.

Nos quedamos en silencio mientras el viento cantaba entre los árboles. Y sentí de nuevo, la sensación que ambas compartíamos un misterio, una mirada al infinito, una forma de soñar. La firme creencia en lo invisible, en la voz del viento.

En la capacidad de soñar.

sábado, 25 de junio de 2016

La danza de luz y otras historias de brujería.





En casa de mi abuela - la sabia, la bruja - había muchos espejos. Grandes y señoriales enmarcados en madera en las habitaciones, pequeños y redondos colgados en la pared, diminutos como pequeños mosaicos en las esquinas. Solía pasarme entre ellos, asombrandome de la manera como mi rostro aparecía y desaparecía entre el juego de resplandores y líneas de luz. A veces podía reconocerme, en otras ocasiones tenía la sensación que la niña pálida que me miraba desde el espejo era una total desconocida.

- Abuela ¿Te importa mucho ser bonita? - le pregunté en una oportunidad, intrigada. Levantó los ojos del libro que leía sentada en su sofá favorito, perpleja.
- ¿Qué si me importa...?
- Ser bonita, verte linda - expliqué. Abuela enarcó una ceja.
- No entiendo qué quieres decir.
- Por los espejos - señalé el que colgaba detrás de su cabeza, con un pesado marco de metal con arabescos de metal en las esquinas. Mi rostro se veía diminuto y blanco en esa inmensidad plateada - están en todas partes.

Mi abuela me dedicó una mirada apreciativa y luego hizo algo que me sorprendió: soltó una de sus francas carcajadas, una risa alegre y cantarina que me hizo sonreír, aunque no supiera por qué. Cerró el libro que tenía sobre las rodillas.

- No, mi niña. Una bruja celebra y disfruta de la belleza de su cuerpo pero los espejos en la casa no son para eso - me hizo una seña para que me acercara al sillón - los espejos representan la forma como miramos al otro. Para la Brujería, la empatía y la comprensión de los dolores de quienes nos rodean es esencial para comprender la forma de su espíritu.

Con diez años, todo aquello me sonó rarísimo. Volví a mirar al espejo. Allí solo me veía yo, de pie y solitaria. Más allá, la nuca y la espalda de mi abuela se curvaban como una delicada pieza de orfebrería. ¿Qué quería decir con mirar a los demás?

- Pero...no hay nadie aquí más que nosotras - le recordé en voz baja. Abuela asintió.
- Por supuesto. Pero la verdad hija, todos somos mucho más que sólo nuestro rostro. Somos quienes nos rodean. Quienes nos educan, nos enseñan, nos sostienen y nos ignoran. Somos quienes amamos, tememos y odiamos. Somos una mezcla de cada lección que nos brindó cada persona en nuestro mundo, con las que nos hemos tropezado a lo largo de nuestra vida. Somos muchos rostros, muchas verdades, muchas dimensiones.

No supe que responder a eso. Con mi salvaje imaginación infantil, imaginé que mi cara se llenaba de otras tantas, pequeñas y casi inquietantes, impresas sobre la piel. Ojos que me miraban desde las mejillas, pequeñas bocas que hablaban un lenguaje desconocido desde mi frente. Me sobresalté por la idea y supuse que eso no era exactamente eso lo que abuela quería decir. Ella río cuando me escuchó contarlo.

- No, pero es una buena imagen para representar lo que de dijo - tomó uno de los espejos de la mesa y se miró en él - En Brujería, un espejo no es sólo una forma de mirarnos, sino de comprendernos. Miramos nuestros rostros pero también, todo lo que somos. Como si se tratara de un libro que comenzamos a hojear por las primeras páginas.

De eso si comprendía yo, me dije entusiasmada. Ya por entonces, era una amante apasionada de los libros: los apreciaba por encima de cualquier juguete y juego. Pasaba mucho más tiempo leyendo, viajando por los lugares imposibles y extraordinarios a los que me llevaban las palabras que haciendo cualquier otra cosa. Me acerqué a mirar el reflejo de mi abuela en el espejo. Imaginé su rostro anguloso y amable, como la portada  de un libro hermoso que seguramente querría leer.

- Entonces...¿Los reflejos son como páginas para las brujas? - pregunté. Abuela asintió y sonrío.
- Páginas y puertas. Fronteras entre lo conocido y lo desconocido - levantó el espejo para que ambas pudiéramos mirarnos a la vez - hace siglos, las brujas invocaban el conocimiento de sus ancestros con una vela y un espejo. Se trata de un ritual antiquísimo, que todas las brujas llevaban a cabo alguna vez. Colocabas un espejo y una vela encendida frente a ti a medianoche. Y mirabas tu reflejo, iluminado así, con ese reflejo atávico y poderoso. De pronto, el mundo real parecía desaparecer y tu reflejo te mostraba la figura de tus ancestros. Los rostros y miradas de quienes te precedieron, de quienes le dieron forma a tu vida y a tu presente con sabiduría y una herencia de conocimiento que trasciende a la muerte."

Miré el espejo fascinada por la historia. Imaginé muy claro que una vela blanca y alargada como las que mi abuela solía modelar en cera en la cocina, iluminaba el espejo de metal desde una de sus esquinas. La luz chispeaba y se deslizaba líquida por las hojas ornamentadas, cayendo como un lento y bonito destello. Mi rostro flotaba en medio de ese resplandor, atento y tenso, aguardando con los ojos muy abiertos. De pronto, una figura comenzaba a delinearse en la superficie del espejo: un rostro desconocido pero que a la vez, era parte de mi misma. Una mirada profunda llena de sabiduría, de historias por contar.

Parpadeé. La niña del espejo lo hizo también, con pinta de confusa. La abuela sonrió y me dio un beso en la frente.

- Las brujas sabemos que lo que aprendemos y construimos es parte de lo que heredamos del pasado - comentó. Con un movimiento lento, inclinó el espejo. Ahora ambas nos reflejábamos en su superficie - cada Bruja recibe de su madre, su abuela, cada hombre y mujer de su familia sabiduría. No sólo de palabra sino de hecho. Cada bruja es educada para creer, perseverar, luchar por el conocimiento. Cada bruja asume el poder del tiempo en su sangre, el fuego en el  espíritu que comparte con sus hermanos y hermanas de la tradición . Cada bruja recibe de su familia el poder de asumir su capacidad para crear y construir ideas. De mirar hacia el paisaje del futuro con la osadía que hereda, con las creencias que la sostienen. Con el poder que el conocimiento le brinda.

Ahora, mi abuela sostenía el espejo entre las manos, en un raro ángulo que le permitía reflejar no sólo nuestros rostros sino también el techo del salón. Había algunas grietas en el venerable yeso, las molduras con forma de flores estaban manchadas y cubiertas con telarañas e hilos de polvo. Pero aún así eran hermosas.  Había una cierta belleza añeja y lenta, una preciosa mirada a un tiempo remoto que esas pequeñas huellas del tiempo mostraban. Las contemplé desde el reflejo, como si las viera por primera vez y de pronto, tuve la sensación que el espejo las atrapaba. Las conservaba para que pudiera recordarlas después. Me gustó ese pensamiento.

- Hace muchos siglos atrás, las Brujas estaban convencidas que los espejos eran las puertas entre dos mundos: el visible y el invisible. Antes de eso, creían que los mares, lagos y ríos conservaban las imágenes y recuerdos de quienes habían partido a las estrellas. De manera que antes y después, en el agua o en el reflejo brillante del cristal, buscaban crear un tipo de poder relacionado con la sabiduría trascendental, tan vieja y tan enigmática que se consideraba un rito sagrado. Muchas brujas celebraban rituales de Luna Llena mirando a la Dama Blanca a través del espejo, para mirase en ella y comprender el fuego resplandeciente que las unía. Para entender el poder de crear en medio de lo que no puedes ver.

Movió de nuevo el espejo. Ahora reflejaba las ventanas abiertas, el jardín antipático fragante y caótico. Y nuestros rostros, claro. Flotando a través de la nada. Elevándose en líneas oblicuas y elementales como un estallido de belleza salvaje que me sorprendió. Tuve la impresión que jamás lo había visto desde ese ángulo. Que jamás había apreciado en realidad su belleza verde y fragante, ajena a cualquier sofisticación.

- La brujería siempre te enseñará el valor esencial de la sabiduría que se adquiere mediante la observación, la capacidad de creación y la necesidad de asumir el poder personal como una forma de reflejo - continuó mi abuela - hay una belleza misteriosa en mirarte a través de los demás, de sus conocimientos y experiencias. No hay nada más formidable que esa experiencia conjunta de comprenderte parte de un mundo extraordinario, lleno de energía y de conocimiento. Líneas que se entrecruzan y te unen a un pasado en común, a una creencia sin edad, a una Tradición que forma parte de tu vida y tu manera de soñar.

El espejo volvió a moverse. Ahora reflejó a nuestra vieja casa: el salón desordenado y cálido, la biblioteca más allá, con su puerta siempre abierta. Las escobas colgadas en la pared, sus preciosos tapices de lunas y estrellas. Fue como si los mirara por primera vez, como si nunca hubiese apreciado la cualidad poderosa y simbólica de cada mueble y objeto que nos rodeaban.

- Un espejo te mira llorar y reír. Un espejo te refleja mientras cambias, evolucionas y te conviertes en alguien más. Pero no sólo los espejos físicos - dejó caer el espejo sobre sus rodillas y me dedicó una de sus radiantes miradas color miel - quienes amamos, quienes rodean, son también nuestros espejos. Lo son nuestras pasiones, nuestros momentos de alegría y dolor. Nuestros capacidad para tener esperanza. Nuestra mirada a lo que deseamos construir y aspiramos vivir. Cada cosa que forma parte de nuestra vida, de nuestra forma de comprendernos, es nuestro reflejo. Una bruja lo aprende pronto: Una bruja busca su reflejo en los ojos de quienes confía, de quienes la retan intelectual y moralmente, en quienes la comprenden y quienes no lo hace. Una bruja busca su reflejo en el espejo del arte, de la belleza, de la admiración y el asombro. Una bruja crece en el reflejo de los infinitos elementos que crean y sostienen su vida. De cada pequeña cosa que forma parte de su mundo personal. Una bruja mira hacia el futuro con esperanzas, hacia el pasado con curiosidad y hacia su interior, con una sonrisa. Un reflejo que crea mil palabras. Una visión del tiempo y de si misma tan profunda como poderosa.

Con suspiro levanto el espejo y entonces hizo algo que me sorprendió: me lo extendió. Lo tomé con un gesto lento, casi tímido. Ella ladeó la cabeza con ternura.

- De vez en cuando es necesario mirarte con ojos francos, buscar respuestas. El espejo te recuerda que todo lo que es capaz de simbolizar lo que sueñas y lo que admiras, te refleja mejor que otra cosa - dijo - Un bruja siempre busca conocimiento y también, una manera de comprender mejor ese silencio interior que llamamos sabiduría. Cada reflejo es una búsqueda interior, una idea nueva que nace en nuestro espíritu. Una puerta que se abre hacia una reflexión más profunda de quienes somos y quienes deseamos ser.

Sostuve el espejo con manos temblorosas. De nuevo, sólo era la niña pálida mirándome desde sus profundidades plateadas. Los ojos muy abiertos, la boca apretada por pura impaciencia. Y pensé, en la mujer que me convertiría. En la mujer que sería esa niña torpe, la bruja en quien deseaba convertirse. La mujer que crecería y maduraría para encontrar no sólo su identidad sino esa capacidad invisible de contemplar el mundo con asombro. Me miré y supe que mi abuela tenía razón: no estaba sola. En mi reflejo frágil, también estaba conmigo la esperanza, la pasión por vivir que comenzaba a despertar en mi pecho, la curiosidad de mis manos abiertas. Todas las formas de conocimiento que esperaban por mí a no tardar. Ese largo recorrido que llevaría a mi reflejo a convertirse en algo más. En el fruto del conocimiento y algo mucho más personal.

- Seré muchas personas, muchos conocimientos, muchas palabras que pronunciar  - murmuré en voz baja. Mi abuela me pasó un brazo por los hombros y me apretó contra su cuello. De nuevo estábamos juntas en las tranquilas profundidades del espejo - como si cada vez pudiera ser una persona nueva que crear.
- Toda bruja descubre tarde o temprano que su rostro es a la vez miles de fragmentos de historias y escenas - dijo entonces - y crear, a través de esa conciencia, nos permite mirar el mundo en toda su amplitud y belleza. Un paisaje nuevo cada vez. Reflejo de nuestro espíritu creador.


De vez en cuando recuerdo esas palabras. Lo hago, mientras contemplo mi reflejo en el pequeño espejo que mi abuela me obsequió y que llevo a todas partes. El espejo que refleja mi historia, que me recuerda de donde provengo y a donde voy. El reflejo que me miró crecer y hacerme la mujer que soy. Y sonrío, con una sensación de portento, como si cada fragmento de mi vida pudiera contemplarse en mi rostro. Como si cada parte de ese paisaje personal que crea mi mente, fuera visible por un momento. Como la antigua Magia que las brujas antiguas convocaban frente al espejo. Como la invoco desde mi necesidad de crear y creer.

Una forma de misteriosa belleza.
Una palabra extraordinaria.


viernes, 24 de junio de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Junio: Francia. Anais Nin.




Anaís Nin, como autora, produce antipatía. Y también una fervorosa idolatría. Nadie sabe muy bien el motivo, aunque puede ser una mezcla de elementos que hacen que la autora despierte sentimientos encontrados, pero siempre extremos, pasionales. Se diría como sus obra, en una metáfora sencilla. Pero aún así, hay una visión inquietante sobre Nin que parece incluso hacerla irritante en su osadía, en su planteamiento de la sexualidad cruda y dura. Y es que para Anais Nin nunca hubo matices ni claroscuro. Tenía una vocación por el escándalo y la provocación perfectamente definida y la disfrutó no solo en sus obras, tan meticulosas como crudas y que escandalizaron por provenir de una pluma femenina, sino en su visión del mundo. Porque Anaís, honesta y poderosa, vivió como escribió.


Anaís fue un espíritu libre desde la adolescencia: abandonó la educación formal a los dieciséis años y comenzó a trabajar como modelo de un artista de poco renombre. Audaz como pocas, se concibió así misma como creación artística y tal vez por ese motivo, escribe en su diario una descripción durísima sobre sí misma, un relato intimo sin verdadera resolución, creándose y elaborándose a través de esa necesidad suya de elaborar la realidad a base de impresiones y deseos. Sensualista desde la niñez, la Anaís de los diarios íntimos, muestra una avidez por el mundo que desconcierta incluso ahora, casi medio siglo después de escritos. Quizás se deba a esa negativa suya de concebirse como parte de una idea cultural que brinda a lo femenino un rol secundario, silencioso.  La palabra como espejo pero más allá de eso, la identidad como expiación. La escritora en formación, se concibe como una personalidad radiante, se asimila al relato y con toda probabilidad, madura y crece a través de él.


Por supuesto, que su despertar sexual no fue ajena a su maniática necesidad de contar. Porque Anaís, más que escritora, más que novelista, se definió así misma como cronista de su propia vida. Cada página, descubre a una visión indómita de un mundo que ella describe con una dureza crítica que más tarde sorprendería a propios y a extraños. Anaís, la observadora, intuía el poder de lo que se cuenta, más allá de lo que se esconde entre las palabras, de manera que apostó a lo directo, a lo inquietante, incluso a lo directamente desagradable. Tal vez por ese motivo, esa antipatía visceral que produce en los lectores, que deambulan entre las páginas intimas sin comprender el sentido estricto de esa pasión por la palabra, esa necesidad de reinventarse a través del deseo y el talento. Hedonista y creadora, Anaís Nin despertó la curiosidad no solo del mundo literario, sino de todo aquel en la búsqueda de una idea que le defina, una interpretación abstracta sobre la necesidad y la inquietud existencial, a través de la palabra.


Y es por ese motivo, que la obra de Anaís, es además de su reflejo, su esencia e identidad. Cambia y se transforma a medida que la autora encaja piezas y visiones de si misma, que se transforma bajo el afilado borde del lápiz y la hoja y se transforma en otro rostro, bajo la misma conclusión de la interpretación de quien se mira como objeto de arte. Resulta curioso que de Modelo de artistas sin nombre - el símbolo de la belleza - Anaís se observara así misma como un personaje más en medio de la perturbadora meticulosidad de sus escritos. Un sueño  de creación que quizás dotó a su obra de esa imperecedera cualidad de documento intimo que aún conserva.

En el año 1931 conoció al escritor Henry Miller y a su esposa June y el encuentro supuso una ruptura en la vida de Anaís. Una que jamás superaría o que nunca quiso superar, en todo caso. La pareja de alguna manera fue el simbolo más claro de la manera de Anaís de concebir la sexualidad, la libertad y su especialisima interpretación del mundo: no solo comenzó una relación con Henry Miller sino que además, con su esposa June. Nunca fueron los diarios de Anaís más elocuentes, más fríos y detallados que al hablar sobre sus experiencias sexuales con la pareja, el descubrimiento erótico que le supuso esa nueva construcción de lo normal bajo el deseo, sus angustias y alegrías. Más allá, la vida monótona, la que tanto rehuyó Anaís durante su vida adulta, quedaba al margen: una relación fragmentaria y confusa con su psicoanalista Otto Rank, a la vez que insistía, en frases profundamente sentidas, en sentir un profundo y desesperado amor por su esposo Hugh Guiler. En el libro Henry and June (que contiene parte de sus diarios de 1931 y 1932 y describen sus confusas relaciones sentimentales por la época) Anaïs de nuevo, traduce en palabras esa tempestad emocional que parece ser parte de su manera de asumir su identidad: “Lo cierto es que ésta es la única forma en la que puedo vivir: en dos direcciones. Necesito dos vidas. Soy dos seres.” Y en su Diario Amoroso, en la entrada del 13 de febrero de 1935, insiste, con esa clarividencia de quien se conceptualiza a través de la palabra, se concibe a través del yo literario “Ser yo misma consiste en eso, en ser dual. Y no se puede ser dual sin tragedia”.

Y en medio de toda esta turbulencia, de esta dualidad creativa, Anais sigue escribiendo. Nunca dejará de hacerlo: en 1939 emigra a Estados Unidos y se convierte en la primera mujer en la historia de ese país que publica relatos eróticos. Asombra a crítica y público con su estilo duro, sin disimulo, directo. Porque aún la mujer no era sexual, ni mucho menos se concebía así misma como erótica. Quizás por ese motivo, el asombro que rodeó a esta Anaís Nin, implacable y poderosa, que contó sin disimulo los matices del deseo y la belleza de la necesidad creer en la lujuria.

Muy probablemente por ese motivo, la mayor parte de su obra fue considerada pornografíca al momento de su publicación. Se le tachó de vulgar y obsceno, de recrear escenas imposibles, de llevar al límite de lo decoroso la imagen de la mujer en busca del amor. Pero es que Anaís no hablaba de amor o probablemente sí, pero bajo sus propios términos. Una manera de dibujar la nueva mujer que excita, se excita y reconstruye el idea femenino para crear algo totalmente muevo. El sexo femenino sin la atadura de la historia, de la cultura y el prejuicio. La trascendencia del llamado Eros hembra, con todos sus símbolos y esa metáfora ambigua del poder sexual más allá de toda idea racional.

Una visión polémica sin duda. Se llegó incluso a insistir que la escritora padecía algún tipo de locura y ella lo aceptó, con todo su buen humor de Diosa salvaje e instinto contestatario. Llegó a decir, tal vez disfrutando la improbable belleza de la locura: "todos somos parcialmente locos con zonas de lucidez.”

Y tal vez es verdad.

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