sábado, 30 de abril de 2016

Soñar con la voz de las estrellas y otras historias de brujería.





Nunca supe que deseaba escribir sobre brujería hasta que comencé a hacerlo. Claro, ya sabía que toda bruja es esencia una contadora de historias, una curandera junto al fuego que canta viejas glorias y recuerdos. Eso me lo enseñaron desde muy pequeña pero jamás lo comprendí en realidad hasta que decidí poner mis recuerdos en limpio y comenzar escribir sobre esa forma de expresión del espíritu que llamamos creencias. Las mías, las que me heredaron, las que recibí en herencia de la manera más amorosa y complicada de todas. Las que escuché, asimilé y amé desde niña y con las que crecí, convencida que la magia — la antigua, la incomprensible y la poderosa — es algo real. O al menos, con tanto poder como para aún inspirar belleza, sueños, una manera de mirar el mundo.

Un libro.

No recuerdo en que punto supe que escribía una historia - personal, vívida, privada -  sobre brujería. De esas viejas tradiciones con las que crecí y las que nunca creí tuvieran otro valor que el que privado. En realidad, se trató más de un experimento creativo que de otra cosa. Un método para recordar, para coleccionar no sólo fragmentos de mis historias más queridas sino también, para brindarles un nuevo lugar en mi vida. Escribir sobre mi familia y mi infancia, se convirtió no sólo en un hábito, sino en la manera más sencilla como pude construir una mirada profunda hacia mi propia identidad. Y que complejo resulta, cuando ese deambular hacia el pasado, lleno de ideas que creíste perdidas y encontraste de nuevo, se reconstruyen a través de escenas, de pequeñas anécdotas. En una historia que de pronto, toma forma y sentido más allá de ti misma.

Dicen que todo escritor escribe sobre lo que sabe. De pronto, me encontré que recordaba y sabía más sobre brujería — esa vieja creencia doméstica que por años pareció no encajar parte de ninguna parte de mi vida — más de lo que deseaba admitir. A mi tia E., curtida veterana en ese peligroso hábito de recordar, no le extrañó en absoluto cuando le hablé sobre el laborioso y espontáneo proyecto  que llevaba a cabo.

 — Toda bruja comienza a construirse así misma a través de recuerdos y viejas lecciones — dijo, sirviendo un poco de su delicioso té de especias — supuse que no podrías escapar a eso.

Tenía veinticinco años y no estaba muy segura sobre lo que mi tía quería decir. Después de todo, estaba escribiendo sobre una serie de recuerdos infantiles, idealizados por los años transcurridos y protegidos por la melancolía,  que no parecían tener verdadero valor más allá de mi imaginación. Mi tia sacudió la cabeza y luego me dedicó una mirada maliciosa.

 — Cuando escribimos, siempre recordamos. Incluso cuando creemos que no lo hacemos — me explicó — escribimos para sobrevivir, para atravesar nuestros dolores y angustias. Para asumir el peso de la vida que llevamos a cuestas. La brujería es una forma de elaborar una idea profunda sobre lo que aspiras, temes y te enfrentas. Un recorrido emocional y espiritual hacia tus límites y tus dolores, tus triunfos y tu valor. Imagino que llegó tu hora de hacerlo.

No supe que responder a eso. La década de los veinte había sido años de cambios dolorosos en mi vida:  perder a mi abuela — quien me había educado, la figura más importante de mi vida  — y poco después,  abandonar la licenciatura Universitaria que había culminado por pura insatisfacción, me demostró que el mundo adulto era una serie de fragmentos incompletos de algo más grande y doloroso. De una serie de percepciones e ideas sobre la verdad y la identidad que no comprendía bien. O que al menos, me estaba llevando esfuerzos comprender. Me encogí de hombros.

 — No se trata de un algún tipo de ejercicio de nostalgia— le aseguré — estoy escribiendo sobre Brujería porque no tengo otro remedio.

Así de simple: se trataba de una especie de impulso intelectual incontenible. Escribía no sólo para desentrañar y ordenar las imágenes de mi infancia sino también, para entender que tanto encajaban en el presente. De pronto, la palabra bruja avanzó del laberinto de mi memoria y dejó de ser una anécdota, una curiosidad familiar y se convirtió en una paradoja. Una forma de describir — me — y a la vez, de contemplar mi vida en cierta perspectiva. Me pareció una idea interesante. Pero también, una de un inestimable valor personal. Una forma de asumir los límites de mi mundo y mi manera de pensar.

 — Escucha, todos creamos porque necesitamos decir algo — me insistió mi tía cuando me escuchó — parece una idea obvia pero no lo es. Parece una percepción inmediata pero en realidad hablamos del hecho que necesitas reconstruir algunos espacios de tu mente y tu espíritu que están en escombros. Todo artista reproduce lo que mira. Y estás escribiendo los trozos de tu personalidad que estás encontrando a medida que avanzas hacia el interior de quien eres.

No me gustó esa conversación. Supongo que a nadie le agrada demasiado que alguien logre adivinar — o al menos, analizar con tanta claridad — lo que temes y construyes a través de ese temor. Esa noche al volver de casa mi tía, me quedé sentada en la oscuridad de mi pequeño apartamento escuchando el tiempo pasar. Y pensando. Meditando una por una el conjunto de ideas que me hacían escribir sobre un tema que creía — deseaba estuviera — olvidado en algún rincón de mi memoria.

Para empezar, se trataba de un asunto peligroso. Y no exagero cuando hablo utilizo la palabra: Escribir sobre brujería no es algo sencillo ni tampoco fácil. Mucho menos si debes enfrentarte al prejuicio que supone hablar  sobre hechos y creencias abstractas sobre las que la cultura en que naciste tiene una opinión muy definida. De manera que se trataba de un riesgo calculado. Una amenaza a mi futuro como escritora — o al menos, así lo vi — que no sabía si estaba preparada para afrontar. ¿Quién podría tomarme en serio si empezaba a contar viejas historias sobre extravagantes costumbres familiares? ¿Cómo podría enfrentar no sólo esa crítica que suele acarrear escribir sobre temas denominados “esotéricos” — una generalidad absurda pero tan recurrente que termina siendo un rasante para asimilar ciertos puntos de vista — al comienzo de lo que esperaba fuera una larga experiencia en las palabras? Me asusté. Tanto como para mirar el proyecto desde la incredulidad. Tanto como para ocultarlo, disimular mi interés por él y por último menospreciarlo como una serie de ideas básicas que no encajaban en ningún lugar de mi vida. A la distancia, me hace reír mi propia hipocresía, como la llamó mi prima M.

 — ¿Hipocresía? — la palabra me sobresaltó y me disgustó. Supongo que por cierta — sólo estoy muy consciente que no tiene mucho sentido contar una historia que el cine y la televisión ha exagerado y dramatizado desde un punto de vista doméstico. Eso es todo. Todos imaginan a las brujas volando en escobas, arrojando rayos de luz desde las palmas de las manos. ¿Quién quiere saber como es la cocina de una bruja? ¿Cómo es su jardín? ¿Por qué llora?

Mi prima rió a todo pulmón. Una risa franca, honesta y casi insultante. Ladeó la cabeza y miró a sus dos hijos que jugaban juntos en la tierra seca y cuarteada del parque a unas cuantas cuadras de su casa. La niña, más alta que el varón y mucho menos tímida, llevaba el cabello trenzado en la base de la cabeza. Una vieja costumbre en un rostro muy joven.

 — Es Hipócrita fingir desinterés cuando el tema te obsesiona tanto no sólo para escribirlo sino para preocuparte por él — respondió — es absurdo como tratas de ocultar cuanto te importa, cuando te duele. Cuanto interés te despierta preguntarte en voz alta por qué eres bruja.

Sacudí la cabeza. La cosa no era tan sencilla. O al menos, para mi no lo era, me dije con los dientes apretados y las sienes palpitando doloridas. Y no lo era por la simple razón que en medio de todas esas historias que estaba recopilando, que en cada una de esas miradas que intentaba reflejar en palabras  — personales y de otros, descriptivas o sólo emocionales — había mucho de mi misma. De esa transición de la niña a la mujer que estaba sufriendo. Que me estaba dotando de una nueva identidad y de una mirada renovada sobre quién era y sobre todo, quien quería ser.

 — Sólo se trata de historias en un blog cualquiera — susurré como si tuviera miedo de admitirlo en voz alta — ¿A quién le importan? ¿A quién le preocupan? ¿A quién le puede interesar algo semejante?

Me refería a la publicación semanal que incluía en un blog personal para hablar sobre brujería. Al principio, todo había sido un pasatiempo: escribir viejos rituales, aderezarlos con alguna que otra historia privada. Pero de pronto, el hábito se había convertido en algo más. En una idea dolorosa y de enorme importancia para mirarme. En una línea de tiempo para reconstruir no sólo mi infancia — el ejercicio predilecto de cualquier escritor en formación — sino una parte de mi misma que creí no podría recuperar de nuevo. De manera que las historias comenzaron a hacerse más profundas y complejas. A reflejar muchas ideas que había creído simples pero que resultaron ser parte de una maraña de historias y pensamientos tan duros como dolorosos. De esa educación emocional e intelectual que recibí y que me permitieron crecer como una mujer libre, autónoma, osada, impenitente. Salvaje. No se trataba ya de contar sobre pequeños retazos de mi infancia, sino de escribir sobre mi vida y mi forma de comprender. ¿Y quién era yo?

 — No es fácil llamarse bruja en esta época — dije de mal humor — no es fácil hacerlo y que tengas que enfrentarte a los prejuicios. Al hecho que te menosprecien y con toda probabilidad, desvirtúen lo que es parte de tu vida y de lo que amas. ¿Quién es una bruja en esta época?

Mi prima no me respondió. Se quedó sentada muy quieta, mirando a sus hijos gritarse entre sí entre risas. Y de pronto, nos recordé a ambas siendo niñas en el jardín de mi abuela, riendo a carcajadas. Ella llevaba el cabello trenzado como su hija y levantaba los brazos para alcanzar las cintas de colores que habíamos atado en la ramas de los árboles. El recuerdo se volvió muy nítido. Tanto como para hacerme sonreír con los ojos llenos de lágrimas. Me las sequé con un gesto nervioso.

 — Tu eres una bruja — dijo mi prima entonces. Se volvió y me dedicó una mirada dura y limpia — Como yo lo soy. Como lo fue mi abuela, como lo es tu madre y la mía. Si te averguenzas de eso, es hipocresía. Y no sólo eso, es también con toda seguridad la idea más triste que pueda imaginar.

Se levantó del banco de metal donde estábamos sentadas y llamó a su hija en voz alta. La niña irguió la cabeza desde el suelo donde jugaba y sonrío. Las mejillas sonrojadas, los ojos muy abiertos y brillantes. Levantó la mano para soltarse el cabello. La gruesa trenza le cayó sobre el hombro derecho. Me desconcertó que me recordara tanto a mi misma como para provocarme un sobresalto. Corrió hacia donde nos encontrábamos. Su hermano la siguió, sacudiéndose el polvo de las rodillas.

 — ¡No es justo lo que acabas de decir! — protesté — no es justo que creas que aprecio o valoro menos las creencias en las que crecimos sólo porque…

Tragué saliva, avergonzada sin saber con exactitud el motivo. Mi prima extendió el brazo para recibir a sus hijos con un gesto cariñoso.

 — No sé si es justo o no, pero es cierto — respondió — y me preocupa el hecho que estés tan preocupada por disimular lo mucho que te importa todo esto. En lo que creemos, en cómo vemos el mundo.

La vi alejarse con su paso lento y desgarbado de siempre. Me quedé sentada a solas en el parque vacío, intentando ordenar mis ideas. Enfurecida por no comprender que me ocurría, abrumada por la sensación de no encajar en ninguna parte, de no asumir el peso exacto de mis ideas.

Me llevó meses enteros comprender el proceso que atravesaba. Tener el suficiente valor no sólo para aceptar que escribía sobre Brujería porque formaba parte de mi vida y mis creencias, sino porque la bruja en mi interior era más fuerte que nunca, más vital y llena de significado. Comencé a encontrar fragmentos de las historias de brujería — como llamé a la colección de relatos que comencé a recopilar — en todas partes. En las cajas abiertas de viejas fotografías que no recordaba conservaba, en las conversaciones familiares, en todos los pequeños fragmentos de recuerdos y melancolía que compartía con las mujeres de mi casa. De pronto no se trataba sólo de hablar sobre quien había sido — la niña educada para ser bruja — sino de quien era: una bruja que estaba convencida del valor y el poder de su herencia y que estaba dispuesta a recuperarlo. Aunque no fuera tan sencillo.

 — Así que ahora si te llamas bruja — mi tía se quedó en la puerta de su pequeña casa en las afueras de la ciudad mirándome con atención — ¿Ya no te avergüenza?

Tía P. había sido uno de los miembros de la familia que me había recriminado el haber olvidado mis raíces, mi educación y sobre todo, esa raíz esencial de conocimientos que compartiamos. Durante años, sostuvimos largas discusiones, nos dedicamos dolorosas recriminaciones mutuas. Por último, tía dejó de hablarme. Una especie de castigo elemental y sobre todo muy directo por mi ambigüedad e incertidumbre con respecto al tema. Me pareció un mensaje muy directo no sólo con respecto a mi comportamiento sino algo mucho más hiriente: mi punto de vista sobre una Tradición que por tanto tiempo nos había unido y que ahora, nos separaba.

 — Nunca me avergonzó — balbuceé incómoda — se trató de…
 — ¿Cobardía?
 — Con toda seguridad.

Tía no se movió del dintel de la puerta. Parecía todo lo disgustada que podía estar alguien tan bondadoso y risueño como ella. Esperé con cierto nerviosismo, preguntándome si tia me perdonaría alguna vez por todas nuestras discusiones, malos entendidos y desencuentros.

 — Sabía que tendrías el valor de regresar — dijo por último. Se dió la vuelta y caminó hacia el interior de la casa. Me quedé tan sorprendida y aliviada que seguí allí de pie, mirándola boquiabierta — ¿Vas a venir o qué?

Me apresuré a seguirla. Sentí que las manos y las mejillas se me calentaba de pura felicidad. Tia me dedicó una de sus sonrisas amables, que tanto había extrañado a lo largo de los años.

 — Así que estás escribiendo sobre Brujería — comenzó. Nos sentamos juntas en su pequeño jardín. El olor de las bromelias y la albahaca fresca me rodeó como una efluvio vivo y radiante.

 — Lo estoy.
— ¿Estás consciente a dónde te llevará eso?

La verdad es que no lo estaba. Comencé a escribir sobre brujas y brujería por nostalgia y después, por una profunda necesidad de crear y construir mi propia versión sobre el tema que sobrepasó toda mi incertidumbre para convertirse en algo más. Porque se trataba de hablar sobre la bruja desde la óptica de la bruja — es decir, desde mi perspectiva — , de humanizar el concepto, brindarle un cariz cotidiano que pudiera, de alguna manera, crear un nuevo rostro de una creencia muy vieja y sobre la cual, casi todos parecen tener una opinión. Pero luego, decidí que debía hacerlo justo por esos motivos. Que si había una buena razón para arriesgar mi credibilidad como escritora en formación, era precisamente esa visión de la brujería, la bruja y la Divinidad femenina tan deliberadamente minimizada y desvirtuada por la cultura popular. Una manera de interpretar lo espiritual que pudiera analizar no sólo a la brujería como una forma de creencia y fe por derecho propio sino a la bruja — la hija de la Luna, la curandera, la vieja sabía — como una idea más allá del estereotipo.

 — A donde sea que me lleve será un buen lugar — respondí — quiero escribir sobre lo que soy y lo que creo. Quiero escribir sobre lo bueno y lo antiguo que hay en mi vida.

Nunca sabré en qué momento me alejé de la brujería. Tal vez todo empezó cuando murió mi abuela — la sabia, la bruja — y me quedé a la deriva en medio de un caos existencial que no pude superar. O quizás sólo se trató de esa rebeldía del adulto cínico, la incertidumbre de madurar sin norte ni sentido sobre su individualidad. Del que lucha y se enfrenta a ciertas ideas originarias en su vida. Cual sea el caso, me encontré en medio de un silencio emocional y espiritual sin forma ni confín que parecía extenderse en todas direcciones desde la soledad. Un temor insistente sobre cómo comprender mi pasado y sobre todo mi futuro. Un punto intermedio entre el temor y la esperanza que no lograba reconciliar del todo con mi forma de comprenderme a mi misma.

 — Para eso, tienes que dejar de sentir tanto miedo por lo que te rodea y recordar que toda bruja es osada por naturaleza y necesidad — dijo mi tía — ¿Hasta que punto eres consciente que el miedo te detiene?
 — No es tan sencillo.
 — Claro que sí lo es. Una bruja es una mujer educada para el enfrentamiento, para la batalla de ideas. Para asumir el riesgo, para atreverse incluso cuando el viento sople en contra. Para encontrar el punto medio entre el dolor y el descubrimiento. Para luchar contra la incertidumbre y encontrar una forma de encontrar sabiduría en la duda. Eso es lo que debes hacer.

Suspiré. Durante los últimos meses, me había enfrentado a todo tipo de críticas y comentarios mal sonantes por atreverme a llamarme bruja y hablar sobre la brujería como algo más que superstición y oscurantismo. Eso, a pesar que crecí en las décadas del New Age, del Revival de las viejas artes mágicas — en esta ocasión, reinventadas para el consumo masivo — de la Wicca y de Harry Potter. Me hice adulta en una cultura que asumía a la bruja y a la brujería de manera mucho más benevolente de lo que lo había hecho por siglos. Además, la bruja de la nueva era, no era sólo una mujer relacionada con artes y conocimientos mágicos. Para las nuevas interpretaciones del estereotipo, la bruja era una pionera, un espíritu audaz, salvaje, creativo, indomable. La bruja se creó así misma como una nueva visión de la mujer. Una reinterpretación de lo bueno y lo sabio de lo sagrado Femenino.


Aún así y a pesar de esta nueva oleada de aceptación y admiración hacia la bruja — y a la brujería como concepto — escribir sobre ambas continuaba siendo complicado. Y justo precisamente por esa nueva imagen: la bruja había dejado de ser la figura malvada, demoníaca y caricaturizada de otras épocas para convertirse en una heroína de la imaginación popular. Un nuevo personaje de esa cultura de lo superficial, lo fantasioso y lo simplificado. ¿Como encajaba allí mi visión sencilla y cotidiana sobre la bruja? ¿Como podía explicar mi vida entre brujas, esa sencillez del conocimiento que nace de la tierra, de la herencia de creencias domésticas tan naturales y caóticas como cualquier tradición oral?

Durante meses, me documenté sobre la brujería histórica. Leí, revisé, documenté todas las fuentes a mi disposición, diversificadas no sólo a través de Internet, sino de la accesibilidad del planteamiento mismo. Fue una labor enorme y cada vez más amplia: comencé a solicitar ayuda a Universidades, profesores, expertos, articulistas, autores. Casi siempre la obtuve y con enorme generosidad: Consulté y recibí interesantes correos de profesores, antropólogos, sociólogos de diferentes lugares del mundo. Recopilé la suficiente información como para comenzar a mirar la brujería como un fenómeno sociológico antes que religioso. E incluso, una reflexión muy concreta sobre el género, la forma de expresión cultural y la interpretación de la mujer a través de los siglos. Durante casi un año, catalogué todo tipo de libros, reseñas, poemas, textos, largas crónicas. Fue una manera de re descubrir mis propias creencias a través de la historia.

 — Quiero hablar de quienes somos. De la brujería como una forma de comprender nuestra vida, nuestra aspiración a la bondad, nuestra capacidad de creación. Quiero hacer algo realmente valioso, asumir el hecho que la bruja es una metáfora de ese poder primitivo y poderoso que hace a cada mujer mágica, a cada idea sobre la creación femenina trascendental. Quiero hablar de la bruja desde el punto de vista de la bruja.

Me quedé un poco perpleja. Hasta entonces, no sabía muy bien a dónde me conducía toda la serie de ideas sobre las que estaba escribiendo y que muy pronto, tuvieron una sustancia y vida propia. Comencé a hablar no sólo de mi infancia sino también de la intimidad de esa tradición antiquísima que formaba parte de mi vida desde que tenía memoria. Esa visión amorosa y profunda sobre mi identidad, mis sueños y capacidad de esperanza. Ese aprendizaje lento y sostenido sobre el valor de la voluntad y la capacidad extraordinaria que la brujería era capaz de brindar. ¿Era sencillo? Por supuesto que no. ¿Necesitaba hacerlo? Mi tía me miró con una sonrisa cariñosa cuando me sequé las lágrimas que intentaba ocultarle.

 — Quieres hablar de lo que amas. Y esa es una razón extraordinaria para crear — dijo. Extendió las manos para tomar las mías — habla no sólo sobre la familia en que naciste. Habla sobre todo lo bueno, lo profundo y lo hermoso que forma parte de tu mirada espiritual. Habla sobre esa mujer salvaje, de corazón de fuego que sobrevivió al prejuicio. De esa fe en la voluntad indómita, en la osadía de creer. En ese preciado legado que es comprender que no hay límites ni fronteras para la necesidad de crear, de aspirar a la belleza. Que somos una vieja estirpe de mujeres que curan, que protegen, que recuerdan el valor de la esperanza. Que la llevan a todas partes como un tesoro preciado y misterioso. Que conocen no sólo la voz del tiempo en su mente, sino también, en la huella del conocimiento de la Tierra en su espíritu. Eso somos.

Sonreí y de pronto, las largas horas de recuerdos, de cariñosa recopilación de escenas, momentos y palabras cobró sentido. Encajó, como una pieza elemental en el mecanismo de mi mente. Y lloré por la alegría de ese reencuentro con todas las ideas antiguas, a medio recordar que formaba parte de mi mente y de mi espíritu. Por la sensación de pertenencia que de pronto me embargó como una ráfaga de emociones sin nombre. Una voz en la distancia de ese páramo de fuego donde la bruja en que me había convertido corría riendo, libre y poderosa para recordarme el valor de las grandes y pequeñas aspiraciones. De la necesidad de la esperanza. De la necesidad de soñar.

***

Pienso en esas palabras mientras me miro al espejo. En una hora o un poco más, llevaré mi libro “Bruja Urbana” a un público desconocido que leerá la historia que deseo contar. Esa larga colección de memorias que construyen a la bruja desde la belleza, la ternura, la sabiduría y la convicción. A esa figura misteriosa, que forma parte de la imaginación popular pero también de cada una de las mujeres del mundo. De la que trabaja y se fortalece en la pasión, de la impulsiva, la valiente, la convencida del valor de sus ideas. Una forma de comprender no sólo mi propia historia sino que la que heredé, esa mirada profunda sobre la mujer sabia, la poderosa, la impenitente, la furiosa. La mujer que construye su propio camino.

La bruja que sueña con las estrellas.

viernes, 29 de abril de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Abril: México.Sor Juana Inés de la Cruz.






Se dice que  Juana Inés de Asbaje - quien sería después la inmortal Sor Juana Inés de la Cruz  - dedicaba tantas horas a estudiar que su madre debía arrancarle los libros de las manos. Enfurecida, la niña exigía no sólo leer sino también aprender, algo que no sólo preocupó sino incluso atemorizó en su familia. Tan fuerte llegó a ser ese deseo - y el valor que la niña le otorgaba - que según cuenta su biógrafo y amigo Diego Calleja Juana decidió cortarse el cabello por cada libro que no podía leer, porque  "no le parecía bien que la cabeza estuviese cubierta de hermosuras si carecía de ideas." Una frase que parece resumir esa visión sobre el poder del conocimiento que la impulsó durante toda su vida. Ese afán por sabiduría que la definió mejor que cualquier otra cosa.


Porque antes de ser poetisa e incluso de tomar los hábitos, ya Sor Juana Inés de la Cruz era considerada una mujer "sabía", todo una rareza para la época y sobre todo, una idea peligrosa a la que tuvo que enfrentarse apenas comenzó a mostrar su independencia intelectual.  Tal vez se debió a que llevaba a cuestas una historia familiar tan poco tradicional como escandalosa: sus padres  Pedro Manuel de Asbaje y Vargas-Machuca e Isabel Ramírez de Santillana jamás se unieron en matrimonio, lo que quizás provocó que Juana comprendiese desde muy joven que necesitaba abandonar los límites de la moral provinciana en la que nació para alcanzar la ilustración que aspiraba. Una idea que la acompañó por el resto de su vida y que quizás es el elemento más reconocible de su obra.

Y es que Juana  rebelde por voluntad y creadora por necesidad  - comprendió muy pronto que su vocación de aprender y crecer en lo académico era un rasgo insólito que le acarrearía no pocos sinsabores. Aún así, lo celebró y atesoró por encima de cualquier otro.  Durante toda su vida dio muestras de un carácter férreo que sorprendió a la corte Antonio de Toledo y Salazar, marqués de Mancera de la que formaba parte y muy pronto, fue evidente que la futura Sor Juana Inés de la Cruz no sólo era una mujer de prodigiosa capacidad intelectual sino además, un espíritu libre que sorprendía - y por supuesto, escandalizaba - a la época que le tocó vivir. Tal vez por ese motivo, sus protectores y mecenas intentaron protegerla de la mejor forma que pudieron y la que le aseguraría según los parámetros de su tiempo, la libertad para aprender que tanto ansiaba: La vida Monascal.

“Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió Sor Juana Inés en una oportunidad, probablemente abrumada por el peso de la tradición y la cultura que le exigía otra cosa. Porque para Sor Juana, intelectual hasta la médula y obsesionada con el conocimiento más que por cualquier otra cosa, debió ser un suplicio esa existencia reservada para las mujeres como ella. Esposa y madre apenas rozando los primeros años de la adolescencia y después, una muerte apacible, como sombra de un marido en una cultura que le prohibió de origen, su único irreductible deseo: aprender.

Se dice que Juana llegó a decir en más de una ocasión que su afán por aprender era más un suplicio que un triunfo de la imaginación. Con toda seguridad lo creyó, exhausta en medio de la batalla contra el peso de la sociedad que soportar desde niña. Aficionada a la lectura desde niña, durante la adolescencia descubrió la biblioteca de su abuelo paterno - en Panoaya, donde la familia tenía una hacienda - y se obsesionó sin remedio con los libros. Aprendió por cuenta propia y a riesgo de castigos y recriminaciones, todo lo que era conocido en su época: para Juana aprender era un trayecto interior, una búsqueda de libertad a la que nunca renunció a pesar de la sofocante represión de su género. Desesperada por el agobio de aprender - esa insistencia intelectual insaciable que desconcertaba por su valor - intentó convencer a su madre que la enviase a la Universidad disfrazada de hombre. Cuando no lo logró, su biógrafo Diego Calleja cuenta que comprendió debía tomar los votos religiosos. "No como una forma de fe, no puedo ocultarlo" - escribió a su amigo - "sino en la búsqueda del verdadero aprendizaje."


Pero Sor Juana Inés no sólo rechazó esa noción de la mujer anónima sino que batalló contra ella con una asombrosa voluntad que aún hoy sorprende. Y aunque no fue la única  mujer que luchó - y triunfó - contra la limitada visión histórica sobre lo femenino que intentó aplastar su talento y poder creativo, si es que quizás el de mayor relevancia histórica. Porque la poetisa elaboró una renovada visión sobre lo que una mujer con talento artístico, le brindó una dimensión mucho más profunda y más allá de eso, le otorgó un valor real en medio de la árida percepción sobre la obra femenina a la que tuvo que enfrentarse. Y es que Juana, abrumada por la necesidad de aprender que la acompañó hasta la muerte,  decidió tomar los votos eclesiásticos no por la fe - y jamás lo ocultó - sino en la búsqueda de un espacio interior que le permitiera crear. Una razón insólita para una mujer atrapada en los límites de la tradición pero que fue para ella quizás el único camino viable para construir una idea profunda sobre sí misma.


Convertida en Sor Juana Inés de la Cruz, fue evidente que la poetisa en ciernes estaba más interesada en su obra - esa rasgo de egocentrismo imperdonable para la fe - que en cualquier otra cosa. Buscó quizás el resquicio que le permitiera construir su propia manera de ver el mundo, quizás sin lograrlo verdaderamente. Y es que Juana, prodigio y con esa libertad interior de los fuertes, decidió pasar de la tutela del padre y el marido a la Dios, quizás en esa época mucho más exigente y dura. Encerrada detrás de los barrotes del convento, Juana no encontró paz — quizás no la encontraría en ninguna parte, sino la posibilidad de ordenar las piezas de su propia inquietud, esa tan duradera y dolorosa que la hizo distinta desde muy niña y que la transformó en una mujer atormentada después.

A pesar de eso, para Juana el conocimiento era una forma de lucha. Enfundada en el hábito encontró en la religión un atajo al mundo de las letras, por completo masculino e intentó construir a partir de la inocente percepción de la mujer sometida a la religión, un camino propio hacia la erudición. Al principio, no lo logró. Al llegar al convento, fue enviada a la cocina porque según la Madre Superiora de la Congregación, su inteligencia no era asunto de nadie más allá de su confesor. Con todo, Juana no cejó en el empeño y continuó esforzándose hasta que su obra trascendió los límites del hábito y sorprendió al mundo literario, para quien el talento de Juana - esos extraordinarios versos de impecable belleza y conmovedora fuerza - era de todo insólito en un mundo donde la mujer carecía de rostro y toda cualidad. Desde las paredes de la Orden de San Jerónimo, deslumbró no sólo por sus verso precisos, pulcros y llenos de sensibilidad sino por el poder de su inteligencia, impensable en una mujer, asombrosa para una mujer de la Iglesia. Una y otra vez, Sor Juana Inés demostró el valor de su lucha callada y paciente por la creación. El poder de la perseverancia en un mundo que insistía en infravalorar su contundencia.

Se cuenta que Sor Juana Inés no era religiosa, sino más bien escéptica. Que encontró en las palabras la fe perdida que ningún eclesiástico supo brindarle.  Como si la literatura pudiera consolar cierto vacío existencial que sufrió desde el aislamiento, esa soledad del intelectual que debe enfrentarse al prejuicio y a la restricción como una forma de vida. Juana, más que otra cosa, fue una artista atrapada en una época donde la mujer no podía utilizar el arte como espejo. Un espíritu moderno en medio de la frontera de la tradición a la que nunca se doblegó. Hija natural, culta y hermosa, sin vocación por el matrimonio Juana fue una mujer "sabia" en una época donde era un pecado serlo y quizás su obra - esa mirada delicada, humorística, barroca, profunda que la hace inolvidable - sea su máxima forma de rebeldía. Un reflejo minucioso de la vida que aspiro y que sólo pudo tener a medias. Una forma de creencia tan antigua como dolorosa: El amor imperecedero por la capacidad para la creación.

¿Quieres leer todas las obras de Sor Juana Inés de la Cruz en formato PDF? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envío.

jueves, 28 de abril de 2016

Un Universo infinito: El sueño de la razón y el monstruo que espera.







No me gusta Tom Hanks. Sí, reconozco que es un gran actor con una prolífica carrera. Pero simplemente no me gusta. Tal vez se deba a que es un hombre muy nítido, con todas las piezas de sus sistema muy pulidas y brillantes. Un hombre que sonríe con todos los dientes blancos, un espíritu muy decoroso cuya vida parece tan ordenada y estructurada como cualquiera de sus películas. Casi pareciera que su vida transcurre en un paisaje idílico, extraordinario, con esa belleza inmaculada e impecable del gran Hollywood. A mí, eso me da un poco de miedo. Aunque no sepa el motivo.

Quizás por las mismas razones, prefiero a Bukowski en lugar de Neruda. O a Pizarnik en lugar de Elizabeth Barrett Browning. O el dolor extraordinariamente hermoso de Iris Murdoch en lugar de esa ordenada precisión — que no critico pero tampoco añoro demasiado — de Agatha Christie. No lo sé, estoy convencida que se debe a cierta predilección por el desorden o quizás que concibo la vida deshilachada por los bordes, con sus pequeñas grietas abriéndose de lado a lado, descolorida y algunas veces quebradiza. Y eso es bueno, me digo en ocasiones a mi misma. Lo pienso sobre todo cuando tomo la cámara para fotografiar o el lápiz para escribir. Lo pienso, cuando las palabras fluyen de entre mis dedos y me consuelan, a medias, nunca con suficiente fuerza, en ese dolor mínimo de la existencia. Cuando una imagen hace retroceder al caos. Cuando la belleza me asombra, me desconcierta, me sacude desde lo esencial. Y pienso claro, mirando este mundo imperfecto, desigual y en ocasiones inquietante que me tocó vivir, que el arte nos salva. El arte nos brinda poder. El arte se crea así mismo. El arte crea mundos y visiones. El arte se eleva sobre las limitaciones. El arte nos brinda la oportunidad de admirar el mundo más allá de sus pequeños dolores.
Así lo pensaba al menos Gustav Mahler, que estaba profundamente obsesionado con la muerte y también, con la idea de la resurrección. Esa curiosa mezcla fluye en su música con fuerza, la transforma, la hace algo nuevo y emocionante. Y es que Mahler, con su extraordinaria estatura histórica y su talento enérgico, descubrió muy pronto que el arte redime. Que el arte es una forma de vida. Como cuenta Philip Sandblom en su libro “Enfermedad y creación” la obsesión de Mahler por crear música que hiciera retroceder el desastre y el dolor, comenzó desde su juventud. En una revisión médica menor cuando contaba apenas dieciocho años, su médico de cabecera descubrió que sufría de una afección cardíaca, poco trascendente pero que aterrorizó al futuro músico. “Si he de morir, que sea rodeado de música”, escribió a sus padres abrumado y desconcertado por la posibilidad de la muerte, por su necesidad de comprender la nada que parecía extenderse más allá de su propia visión de la vida. Y es que Mahler, que hasta entonces había sido un muchacho activo y vitalista, la posibilidad de la muerte brindó mucho más sentido al arte. “Intento encontrar la eternidad a través de la belleza” escribió a uno de sus discípulos “Quizás lo logré. Quizás no. Pero la muerte no será mi destino si encuentro la profundidad de lo que deseo expresar a través de las notas”. El director se afanó por años en esa idea obsesiva del arte que se enfrenta a la mortalidad y de hecho, muchas de sus obras están impregnadas de esa necesidad ciega de trascender la natural debilidad física del hombre. “Soy la música y más allá, lo que sueño de ella”. Una mezcla de aspiraciones y visiones que transformaron a Mahler en un visionario.

Para Marcel Proust el elemento redentor fue la escritura. Obsesivo, puntilloso y furiosamente apasionado de la palabra, el escritor tenía un enorme interés en los más pequeños detalles de la vida cotidiana: cada frase que escribía era una manera de lidiar con la nada impersonal, con la no existencia que parecía acecharle al borde mismo de la identidad, de esa visión de lo habitual rota por la posibilidad de la mortalidad. Y es que Proust, estaba obsesionado con la vida en la misma medida que lo estaba en la muerte. Tenía una necesidad casi ingobernable por asumir el arte como una cualidad vital y extraordinaria: la posibilidad de reconstruir el temor en algo mucho más hermoso y trascendente que la simple inquietud. Proust, además, estaba convencido que su obsesión, su necesidad de desmenuzar cuidadosamente la vida y las escenas de esa normalidad borrosa que en su mente se acercaba tanto al caos, era una forma de creación por si misma. “Todo lo importan lo han creado los neuróticos” llegó a decir, exaltado por esa capacidad de la palabra para calmar el pánico al silencio absoluto, a la no existencia que parecía habitar más allá de la págima escrita “ ellos han creado las grandes obras. Disfrutamos de música deliciosa, hermosas pinturas y miles de pequeños milagros, sin detenernos a pensar lo que le ha costado a sus creadores en insomnio, salpullidos, asma, epilepsia y, lo que es aún peor, temor a la muerte”. Ya a punto de morir comentó “Soy lo que escribo y me sobrevivo a mi mismo”.

Y es que el arte, es sin duda la esencia de ese singular poder humano para reinventarse así mismo, para reconstruirse, para elaborar ideas mucho mas grandes que sus limitaciones morales y personales. Como ese solitario Lewis Carroll, disminuido y aplastado por sus temores, que creó un mundo extraordinario en secreto, para escapar de sus dolores. O el escritor Samuel Odman, que siempre temía enfermar y debido justamente a ese temor comenzó a escribir, una forma de escapar a su propia fragilidad. “Escribo como sueño, entre pequeños dolores y terrores. Pero escribo para crear algo mucho más fuerte que esos trasiegos ingratos del alma. Escribo para liberarme. Escribo para elevarme. Escribo para vivir”, escribió a uno de sus alumnos. Una mirada dura pero radiante a ese Universo confinado, solitario y duro en el cual habitó el escritor, entre sufrimientos y terrores por casi medio siglo. Unos pocos días antes de morir, abrumado por su debilidad física insistió “la escritura me permitió trascender”. Murió dos días después, con el lecho de enfermo repletos de hojas a medio escribir y una pluma en la mano.

Tal vez por ese motivo, por ese poder calcinante de la palabra, por su capacidad para brindar un nuevo brillo al sufrimiento, Virginia Woolf casi desfallecía al terminar cada una de sus obras. Postrada al límite de lo que llamaba “Una brillante cordura” parecía sufrir de breves períodos de delirios que le producía su necesidad de creación. “Soy el más grande de los seres humanos…porque puedo mirarme a mi misma desde la palabra y asumir que me renuevo a mi misma”. Porque para Virginia Woolf, la literatura era una manera de asumir su identidad, las pequeñas aristas de su profunda depresión y los momentos de brillante alegría que disfrutaba a continuación. La escritura no sólo era redentora, sino esencia de todo lo que consideraba comprensible en su vida. “A través de la literatura, entiendo al mundo”. Eso, a pesar que Virginia Woolf tenía una enorme capacidad para la autocrítica y tal vez por ese motivo, era muy vulnerable a la opinión de sus defensores y detractores. “A veces temo tanto lo que se dirá sobre lo que escribo como lo que no se dirá, aún más doloroso” insistió a su esposo en una de sus últimas cartas. Una idea parecida a la que abrumó durante buena parte de su corta vida a Sylvia Plath. La poeta, diagnosticada como maniaco depresiva, utilizaba la poesía como una puerta abierta hacia su mente, para mirarse así misma en el refleho de sus palabras: “Sólo escribo porque oigo una voz dentro de mí que no se calla”. Por semanas, Plath solía obsesionarse con sus obras, en infinitas y cada vez más furiosas correcciones, escribiendo hasta la extenuación. Su tremenda necesidad de triunfar en el reducido y misógino mundo Literario Americano, se convirtió en una obsesión. Pero aún más, ese placer inmediato que le producía escribir, crear, escapar por instantes al sufrimiento emocional. En una ocasión insistió que “se desnudaba” a través de la palabra y que la poesía “era quizás el arma más aguda de la que disponía”. Desconcierta incluso que esa incesante búsqueda de belleza y renacimiento en las palabras, parecieran incluir además un anuncio de su muerte temprana: “Muestra la sonrisa de la realización/La Ilusión de la solución griega”. Una metáfora que parece asumir el peso de la muerte — inexorable e insoportable — sobre la necesidad de trasformación que brinda la palabra.

El arte salva sin duda. Y también transmuta, transforma, re dimensiona. La belleza en todas partes, brindando nuevo sentido a los límites difusos de un mundo borroso, en ocasiones carente de sentido. Cuando levanto la cámara y miro a través del visor, la idea es más real que nunca. La idea que extraordinaria de crear que se extiende a todas partes. La misma sensación de la palabra que describe, que cuenta, que narra, que se eleva. Que es más real y cierta que cualquier otra sensación en el momento justo en que existe, que es más fuerte que cualquier otra idea. El arte, como un sueño de la memoria. La verdadera inmortalidad.

miércoles, 27 de abril de 2016

Del mundo del arte y la expresión Individual: ¿Por qué como manzanas azules?





Uno de mis amigos más queridos es también, uno de los fotógrafos que más admiro: y es que A. con su enorme capacidad para traducir el mundo en belleza y arte, siempre me ha asombrado. Me gusta su trabajo fotográfico no solo por nítido, sino también por consistente: durante las últimas dos décadas de su vida se ha encargado de hablar cámara en mano, sobre su visión de la mujer, el simbolismo y lo que considera hermoso. Y es que para A. la fotografía es un vehículo de expresión, una manera de crear, una idea que se construye así misma y que va más allá de lo meramente comercial.

Pero, en un país como Venezuela, el arte por el arte no existe. De hecho, me pregunto si en algún lugar del mundo te puedes llamar artista sin tener que pensar en que una parte debe ser comercial, más prosaica, el arte útil, como he leído en ocasiones. Menciono lo anterior, porque el domingo, tuve una larga conversación con A. sobre el tema que me dejó reflexionando sobre la disyuntiva y más aún, cuestionándome sobre lo que me hace desear fotografiar o escribir. O lo que es lo mismo, ¿la pasión en estado puro existe?

—Yo tomo fotografías porque amo hacerlo y es un privilegio que pueda vivir de ese amor —me comentó, con esa serenidad suya que nunca he comprendido muy bien—, pero el hecho es saber donde empieza tu trabajo, el valioso, el que muestra quien eres y donde termina el otro, el que usas, el superficial.
—¿No siempre es tu trabajo? ¿Comercial o personal?
—Siempre será tu visión, pero es poco frecuente que el trabajo más intimo rompa la barrera de lo consumible.

Me quedé pensando un buen rato en la idea. He fotografiado durante gran parte de mi vida. De hecho, no recuerdo un momento de mi vida que no esté directamente relacionado con la fotografía. Trabajo, construyo mi idea del mundo a través de las imágenes. Pero en mi país, no se me considera profesional —a pesar de los largos años que he dedicado a educarme y mi aprecio por la imagen— porque mi trabajo fotográfico no es un hecho comercial. En otras palabras, la fotografía no me hace ganar dinero. ¿Qué tanto afecta la percepción de mi trabajo esa visión sobre lo rentable que pueda ser? Es una idea curiosa, porque la mayor parte del tiempo, conozco fotógrafos que se cuestionan fuertemente sobre la calidad del trabajo visual más popular y aún así, insisten que la profesionalidad pasa por tu capacidad para producir dinero a través de la fotografía. De manera que usualmente me pregunto: ¿La fotografía, el arte visual puede considerarse integro sin un lado comercial?

Sí y no. Como dije más arriba, dudo que el arte por el arte exista. Todo creativo, todo artista, todo aquel que se reconoce talentoso, desea mostrarlo, comercializarlo y más allá, ser reconocido por eso que hace también. Algo completamente válido, por supuesto, pero que te hace preguntarte hasta que punto esa necesidad se convierte en obligación. Y es que se hace difícil asumir que tu pasión, esa a la que dedicas tanto tiempo y consideras tan intima, pueda ser no solo un producto de venta sino que además, deba serlo. Como diría mi sabia bisabuela, quién era una apasionada de la pintura pero nunca vendió un cuadro: “Hay que asumir que quizás solo crees arte para disfrutarlo tu sola”.

Una idea inquietante. Porque todo artista y creador intenta comunicarse, expresar ideas a través de lo que hace. Y no obstante, esa necesidad se tropieza —choca de frente, diría yo— con el mundo real, lo que sea que ese término quiere decir. Más allá de la privacidad, del placer de crear está la gran disyuntiva: ¿Ahora qué? ¿Qué hago con mis palabras, mis imágenes, mis versiones de la realidad, mis formas de crear? ¿Existe un límite que defina la calidad del arte a través de lo muy visible y reconocido que pueda ser? Es una pregunta que todo artista se ha formulado en su momento y que más allá, le ha producido inquietud. Todo artista desea que su obra sea apreciada, pero en una cultura de consumo, en una sociedad en donde el éxito se traduce en una manera de comprobar cual es el valor neto de casa cosa, el limite entre lo que se muestra —como expresión— y lo que se vende —como visión— es difuso, cuando no inexistente. Una manera de mirar la propia obra como una pieza de valor, cuantificable y redituable. Lo cual es válido claro, pero no siempre coherente con la idea más pura, que cualquier creador piensa sobre si mismo y lo crea.
Del arte crudo al valor real: Entre lo cuestionable y lo visible.

Modigliani fue un artista atormentado y muy pobre la mayor parte de su vida. Tuvo que morir —en la miseria— para que poco después, sus obras comenzaran a venderse por precios extraordinarios. Lo mismo ocurrió con Van Gogh. Para ambos, el mundo artístico fue tan estéril como sin sentido, un monstruo de cien cabezas contra el que tuvieron que luchar durante toda su vida para sobrevivir en el mundo hostil del comercio artístico. Es un pensamiento inquietante ese: el artista crea y construye y de pronto, debe comprender que más allá del hecho artístico crudo, el que lo inspira, el que nace como un instinto esencial en su mente, debe lidiar con un mundo mucho más simple pero cientos de veces más duro: el de mostrar su obra como un producto. Y es que hay un largo trecho entre el arte —el que nace de las manos del autor— al que comerciable, al que gana dinero, al que atrae multitudes. Ya lo decía más arriba: Modigliani pintó cada día de su vida por más de quince o veinte años y su obra fue masacrada por la crítica de su época, ignorada por el público. Murió pobre y tuberculoso, rodeado de sus pinturas y solo después, alcanzó el éxito comercial que lo convirtió en historia. ¿Por qué? ¿Qué hizo sus obras atractivas al comprador luego de su muerte? Puede haber montones de razones, pero la evidente es una sola: El arte sobrevive a su autor y solo si se convierte en objeto de valor.

Pero volvamos a Venezuela, a esta realidad tropical que todos intentamos sobrevivir. Mi amigo A. es un gran fotógrafo con un extraordinario trabajo pero con toda probabilidad, la mayoría solo lo conoce por su trabajo comercial en revistas de moda y de tendencias. ¿Qué tan válido es eso? El primer razonamiento que surge, es que el arte puede vender. Y por supuesto, con A. es evidente que la calidad de su visión trasciende lo meramente comercial. Es un buen trabajo, lo cuelgue en la pared de su casa o esté en la portada de alguna revista. No obstante, la pregunta que surge de inmediato es… ¿Para ser considerado de calidad todo arte debe ser comerciable? Es un cuestionamiento preocupante, porque en un país como el nuestro, con un mercado artístico desigual, duro de acceder y con normas complicadas de comercialización, el arte que llega a venderse debe pasar unos cuantos filtros hasta de hacerse visible. ¿Qué ocurre con el que no llega a vencer las dificultades, con el autor que no logra superar los obstáculos de mercado? La pregunta y sobre todo su posible respuesta preocupa, cuando no desconcierta. ¿Puedo vivir de lo que amo? ¿Es menos válido mi amor y propuesta artística si no puedo hacerlo?

—Por supuesto que no —me respondió A. cuando se lo pregunté— el arte es arte, a pesar de que solo sea una expresión del yo. Lo comerciable es una expresión cultural, que no es menos válido, pero que no empaña lo que es el arte en esencia, una manera de expresión.

Medite en sus palabras. No sé exactamente el motivo, pero lo que me decía me hizo recordar la vieja admonición filosófica: “¿Si un árbol cae donde nadie puede escucharlo, el estruendo que hace al cae aún es sonido?” Una idea curiosa. Recordé a la extraordinaria fotógrafa Vivian Maier, que durante más de 30 años fotografió casi a diario pero jamás mostró su trabajo a nadie más. Solo después de su muerte, su espléndido trabajo fue encontrado por un coleccionista que mostró al mundo su talento. ¿Es menos válido, menos real, menos fuerte, el trabajo de Maier por no pensar en su pasión por la fotografía como una trascendencia en si misma? A veces la puedo imaginar, recorriendo las calles cámara en mano, fotografiando por placer, por al mera necesidad de hacerlo. A diario, todas las que veces que pudo. No tuvo mayor importancia para ella mostrar el resultado, incluso, disfrutarlo de ella misma. ¿Qué motivaba a Vivian? ¿Qué la hacía persistir? ¿Se llamó a sí misma fotógrafa? ¡Quizás ni le importaba llamarse así! Algo muy parecido a lo ocurrido con el trabajo del magnifico Franz Kafka: el escritor escribió durante casi toda su vida pero nunca se lo mostró a nadie. De hecho, cuando supo que moriría, pidió a uno de sus amigos quemara su obra. ¿Una pasión anónima? ¿Una necesidad jamás satisfecha? ¿Por qué pintamos? ¿Por qué escribimos? ¿Por qué fotografiamos? ¿Por qué soñamos? Esos cuestionamientos me hacen recordar uno de mis poemas favoritos de Bukowski, que al parecer también se preguntó el motivo por el cual tomaba un lápiz y una hoja para escribir:

[…]
No seas como tantos escritores, 
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores, 
no seas soso y aburrido y pretencioso. 
no te consumas en tu amor propio. 
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente. 
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete, 
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura, 
al suicidio o al asesinato, 
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento, 
y si has sido elegido, 
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que te mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.

(Fragmento de Así que quieres ser escritor de Charles Bukoswki)

Al filo de mi conversación con A. recordé también todos los libros anónimos que leí durante mis años de trabajar en editoriales. Historias simples, otras poderosas, muchas olvidables. Pero también encontré algunas furiosas, exquisitas, duras, dolorosas. Que nadie leerá porque un editor cansado lo arrojó al infame cajón de los olvidados. Porque la primera linea no fue lo suficientemente fuerte, porque el texto tenía algunos errores de principiantes. Como la romántica que soy, suelo robarme alguno de esos textos e intento rescatarlos… pero esa es otra historia que prometo contar en su oportunidad.

El caso es que todos creamos por una razón: trascender. Y quizás otras tantas que no tienen nombre. Porque lo que te hace tomar una cámara y buscar una imagen que atesorar, no es tangible. Tampoco lo que te hace llorar sobre una hoja de papel o de un lienzo a medio pintar. Lo que te hace crear proviene de alguna fibra pasional, sensible, iracunda, que te hace desear mirarte más allá de ti mismo, morir y renacer en tu propia capacidad para construir mundos. Como el músico que tiembla de placer mientras toca un instrumento o canta, o la bailarina que levanta los brazos y baila a solas, disfrutando del leve vértigo de esa inmortalidad de a trozos que nos regala el arte. Todos queremos ser escuchados, desde luego, todos queremos mirarnos a través de un espejo profundamente significativo y mostrar esa mundo interior que nos pertenece, nos agobia, nos define, nos crea. Pero, ¿de qué depende el impulso creativo? ¿De la idea de que esa trascendencia se logre? ¿De esa necesidad innata de encontrar un momento de pura belleza y comunión para y por el arte?

Mi profesor de morfolingüística se reiría por un discurso tan florido como mi anterior párrafo. De hecho, tomaría su lápiz rojo de las correcciones y lo tacharía. Para él, cualquier consideración con respecto al arte, era dura y cruda.

—Escribes porque quieres que te lean, fotografías para todos miran el mundo como lo haces tú —me dijo una vez, en una de esas tardes de debate, café en mano, que disfrutamos en mis años universitarios—. Nadie es tan puro o tan ingenuo para creer que el arte solo es una idea que nace y se manifiesta. Esa necesidad debe crear alguna cosa, construir algo más.

—No lo dudo, ¿pero debe ser la única razón para crear?
—Claro que no —recuerdo que me dedicó una de sus sonrisas cínicas— pero es de indudable valor que lo que haces de manera individual se reconozca como valioso. Esta es una sociedad arrogante, una sociedad de vanidosos muy concentrados en mirarse, en intentar demostrar su cuantificable valor siempre que pueden. El arte es un gran vehículo.
—O sea, escribimos por egocentrismo.
—¡Pero por supuesto! —exclamó; ambos reímos, asombrados por el cinismo de aquella conversación, en medio del jardín de una Universidad que insistía en inculcar un ideal difuso— El arte es un ejercicio de profunda arrogancia y egocentrismo. Pequeños mundos distantes. Es como el asesinato, la muerte. El último acto de vanidad. Por eso en el medioevo se llamaba a pintar o escribir el arte de morir lentamente. Es un acto único de reafirmación.
Una idea interesante. Reflexioné mucho sobre el tema en los años siguientes, mientras mi aprecio por el arte aumentaba y mi opinión por lo comercial fluctuaba entre la preocupación y el desconcierto. Pero ¿cómo separar una cosa de la otra? ¿Qué ocurre con los soñadores? ¿Los que crean y los que desean por el mero placer, por ese momento cristalino de reafirmación que te proporciona el arte?
—Manzanas azules —dijo A, con su acostumbrada sonrisa maliciosa—. ¿Te conté eso verdad?
—No.
—Cuando era niño, me pidieron dibujar manzanas y colorearlas. Y yo las dibujé irregulares y las añadí un vibrante color azul, del primario y muy evidente. Mi maestra trató de convencerme que las manzanas jamás serían azules: que las pintara de rojo, de verde, de amarillo. Pero me empeciné e insistí y seguí pintando las manzanas azules. Con cinco años era un rebelde. Pero como a ninguna maestra le agrada un niño rebelde, llamaron a mi madre.
Reímos juntos. Casi podía imaginar a mi querido A. como un niño rollizo y extravagante, con las manos manchadas de color azul. ¡Qué imagen tan hermosa!
—¿Y que ocurrió?
—La maestra le explicó que probablemente yo sufría de algún problema de daltonismo. O quién sabe que me ocurría para mirar las manzanas azules. Mi madre lo escuchó todo y por último respondió: “Sueña con manzanas azules”, es suficiente.
Me encantó la respuesta. Comencé a comprender, de donde provenía ese desparpajo artístico, extraordinario de A., esa capacidad para crear símbolos propios y mirar el mundo de una manera casi dolorosamente bella, a pesar de su malicia y cinismo. Una combinación curiosa.
—Los creadores ven las manzanas azules. O quizás incluso, ni siquiera las llaman manzanas. Crean sus propias frutas —dijo entonces A.—. Todos vemos el mundo de manera distinta, pero pocos tenemos el valor de admitirlo, de disfrutar de eso. El arte te lo permite, el arte te construye, te permite comprenderte a través de una manera de crear profundamente personal. De manera que, las manzanas azules, el apetito por ella, es una idea en si misma.
—Existe, así nadie las vea.
—El arte no nació para ser el útil. El arte nació por la necesidad del hombre de comprender su propia individualidad.

Una idea maravillosa. La pienso, mientras levanto la cámara y fotografío el rostro de un desconocido en plena calle. Lo hago inclinándome, captando su oreja en ángulo extraño, el resplandor de su ojo en medio de las sombras de la arte. El desconocido se detiene, me observa y después deja de prestarme atención. Pero yo obtuve tu imagen, la robé. La eternicé entre mis propios símbolos. Es mi manera de ver el mundo. Una totalmente nueva, desconocida. Única. Más tarde, cuando imprimo la imagen en papel, sonrío otra vez. La incluyo con cuidado en mi colección de rostros e historias en mi cuaderno de historias, ese que llevo a todas partes y al que nadie muestro. Repleto de manzanas azules, de ideas creándose y mirándose así mismas nacer, una y otra vez.

Una manera de soñar.

C’est la vie.

martes, 26 de abril de 2016

Dolor, creación y arte: La razón que crea monstruos, el arte que construye una voz en medio del caos.




Picasso revisaba cada noche la basura de su natal Málaga en busca de lo que llamaba “pequeños tesoros”. Lo hacía con un método maníaco y repetitivo que mucha veces, él mismo llamó “pequeños accesos de locura”. Sylvia Plath aseguraba que únicamente escribía cuando el tormento interior la hería hasta el dolor físico. “Oigo una voz dentro de mí que no se calla” insistía “entonces, tomo la pluma y me hiero a fuego”. El pintor Ernst Josephson sufría frecuentes crisis de lo que llamaba “locura venial” que le hacia pintar de manera muy distinta a como lo hacía cuando no las padecía. De hecho, tanto era su transformación interior, que algunos críticos de su época estuvieron convencidos sus obras tenían alguna “influencia ajena y desconocida”. El artista Charles Méryon, quien sufría de esquizofrenia, atravesó todas las etapas de la enfermedad sin dejar de grabar y pintar. ¿El resultado? Una inquietante visión del efecto de la locura sobre la obra de arte. Sus piezas de arte muestran un mundo inquietante, poblado de animales fantásticos y escenas inquietantes. Y a pesar que su trastorno se hizo cada vez más grave, Méyron no dejó de grabar. Escenas que asombraron incluso a Victor Hugo que insistió en que “la obra de Méyron está invadida del aliento del infinito. Sus grabados, más que cuadros, son visiones”. No se equivocaba el inmortal escritor. Para cuando el artista fue recluido en un asilo, su dibujos mostraban un Universo irreal y trastornado.

Por siglos, se ha insistido en que el talento es una forma de locura y probablemente sea cierto. Los padecimientos mentales parecen acentuar esa necesidad del hombre de expresar ideas incluso la más complejas a través del arte, solo que las enfermedades parecen acentuar rasgos muy específicos de la mente creadora. Y aunque no necesariamente se debe estar loco para crear — en contra de lo que parece ser una creencia popular — si parece ser requisito para la creación la absoluta abstracción, esa ruptura entre lo racional y cotidiano. La visión del mundo interpretado a través de la subversión de las ideas. ¿Es entonces la necesidad de creación una forma de trastorno mental? O quizás solo se trate, como sugería Graham Green (refiriéndose a la escritura) “de una forma de terapia; una necesidad definitiva de escape de la realidad”. Cual sea el caso, la creación parece encontrarse definitivamente relacionada con esa absoluta perdida de control, de esa búsqueda de un lenguaje análogo al habitual, para construir ideas comprensibles. E incluso más allá, el arte como espejo de quienes somos y en el caso de la locura, de lo que nos separa por completo del mundo que nos rodea. Una grieta definitiva entre nuestra personalidad — o los elementos que la forma — y nuestra capacidad para comprender la realidad.

Los artistas tienen sobre todo, una gran necesidad de encontrar nuevos e íntimos medios como vías de comunicación. Y es esa necesidad de reconstruir los espacios y los que consideramos natural, lo que hace que el artista deba replantearse nuevos estratos de la realidad, una dimensión totalmente nueva de lo que puede ser su concepto sobre la realidad y la fantasía. Tal vez eso podría explicar por qué, el extraordinario pintor sueco Carl Hill que estaba confinado a sus habitaciones, arrojaba sus dibujos por las ventanas a la que pasaba. Un intento desesperado de comunicación y de encontrar una visión de si mismo fuera del parámetro de la normalidad.

Y es que la evasión del dolor o a la vez, la búsqueda de un significado al padecimiento, es lo que hace que el arte sea el vehículo idóneo para esa profunda transformación del poder de crear como un reflejo del sufrimiento espiritual y mental. Por siglos, los artistas no sólo fueron admirados por su talento, sino idealizados, alabados y destruidos por el mundo de las artes, jerárquico y restringido. De manera que ser artista, no sólo era una decisión por vocación, sino una profesión que creaba una expectativa concreta sobre quien podía ser el artista en la sociedad y como parte del entramado cultural. Una presión enorme sobre la necesidad del triunfo y más aún, esa visión del arte como vehículo transformador. Porque en todas las épocas, el artista no era sólo el que describía a través de la belleza de su arte el siglo que le tocó vivir, sino que además, reconstruía el poder y la visión del hombre a través de sus logros y alcances. Audaz, pionero, el artista corría riesgos inimaginables a otros hombres y mujeres de su cultura y sociedad, en busca de una forma de expresión cada vez más depurada. En busca de esa metáfora que construyera el arte por el arte, por encima de cualquier vicisitud.

Tal vez por ese motivo, casi todos los artistas y escritores terminan sucumbiendo a su propio dolor e incluso, a su mito, el que se crea alrededor de su arte y lo que produce como visión constructora. Una necesidad de transcender más allá de sus limitaciones físicas, de la enfermedad o la vejez. Ya lo decía el escritor Anatole Broyard, al contar la experiencia que significó para él crear estando gravemente enfermo: “quería decirle a la gente cómo es una enfermedad grave, las ideas y fantasías sin precedentes con las que nos llena la cabeza, las inesperadas sensaciones de inquietud y las alteraciones que introduce en nuestro organismo. Para una persona gravemente enferma, hablar de otras conciencias es como la sangría que recomendaban los médicos para reducir la presión”. Y es probablemente por ese motivo, que los artistas de cualquier ámbito crean incluso al borde de la muerte, construyendo lo que será probablemente su última palabra a la humanidad. Una interpretación del arte como legado personal — más que cultural — y que intenta, crear incluso más allá de la muerte.

No es casual que más de un artista, haya creado una pieza cumbre al borde de la muerte. El director ruso Andrei Tarkovski filmó una de sus piezas filmográficas definitivas “Sacrificio” aquejado de un gravísimo cáncer que le llevaría a la muerte. No es casual que su película analice el tema de la muerte y el sacrificio, la búsqueda de la redención y la insistencia en un milagro, en imágenes tan hermosas como terroríficas. Otro ejemplo desconcertante es el de Carl Fredik Reuterward, que en el momento más prolífico de creación artística, sufrió un apoplejía que lo condenó al silencio y a la parálisis corporal. Con un largo proceso terapéutico, logró recuperar el habla pero antes, recuperó su habilidad artística para lograr crear lo que sería un renacimiento artístico breve pero profundamente significativo. Una vuelta de tuerca a lo que hasta entonces había sido su obra — cínica y hasta cruel — para transformarse en algo más melodioso, casi bondadoso. Para el momento de su muerte, Reuterward había reconstruido su lenguaje artístico para crear lo que se considera su personal despedida del mundo visual y pictórico que por décadas, amo obsesivamente.

Del dolor a la tragedia: el arte como idea redentora.

Al fotógrafo David Nebreda, se le diagnóstico esquizofrenia a los diecinueve años, cuando aún era estudiante de Bellas Artes en Madrid. Abrumado por los síntomas, se encerró en un apartamento de apenas dos habitaciones donde ha realizado la totalidad de su obra fotográfica. Y es que David decidió, tal vez de manera consciente, que su dolor y su sufrimiento serían la base de su obra o lo que parece ser lo mismo, el arte como reflejo de un sufrimiento secreto y que no podría expresar de otra manera que a través de las imágenes. Sin tomar medicación, sin comunicación con el exterior, sin radio, prensa, libros ni televisión, David ha creado un lenguaje fotográfico desgarrador, donde muestra, imagen a imagen, el mundo más allá de lo racional, el verdadero rostro de la locura. Muy probablemente, David encontró en la fotografía no sólo una manera de expresión, sino algo mucho más duro de concebir y comprender: una noción de si mismo más directa y evidente de la que podría tener a través de sus propios sentidos.

Vincent Van Gogh sufrió un extraño tipo de epilepsia que con frecuencia, se mezclaban con terribles crisis de ansiedad. En sus momentos de mayor actividad artista, el padecimiento lo sumía en severos estados de agresividad y confusión que sin duda, influyeron en la percepción de su obra e incluso en la esencia de su discurso artístico. Y de hecho, se insiste que es esa extraña combinación de locura y talento, lo que ocasionó que el pintor literalmente no pudiera dejar de pintar y produjera una inconcebible — para la época y con los limitados recursos del artista — cantidad de cuadros que parecían resumir sus épocas de dolor y angustia mejor que cualquier otra cosa. El mismo Van Gogh, agotado pero iluminado por la locura como una forma de construcción de la memoria afirmaba “Trabajo como poseído, más que nunca, en silencioso frénesi. Lucho con todas mis fuerzas para dominar mi arte, y me digo que el éxito sería el mejor medicamento para mi enfermedad. Mis pinceles corren entre mis dedos como el arco de un violín”.

Carlo Gesualdo, principe de Verona y conde de Conza, fue uno de los grandes compositores medievales italianos. Ningún cronista ha podido ofrecer mayor indicio sobre cual era la enfermedad mental que aquejaba al artista, pero la mayoría de las narraciones, le describen como un hombre violento e irascible que sólo encontraba alivio en la música. En un episodio confuso que confudió a sus contemporáneos y que fue considerado “inaceptable” para el mundo artístico que frecuentó, Gesualdo hizo apuñalear a su joven esposa frente a él y después mató al pequeño hijo de ambos por dudar de su paternidad. Todo esto, sin dejar de componer piezas artísticas que asombraron por su belleza a un público embelesado que jamás sospechó que más allá de la mano artística, se ocultaba un hombre considerado como un cruel asesino. Y es que al parecer, la violencia de Gesualdo parecía incrementarse en la medida que no podìa expresarse artísticamente. Perturbado y cada vez más deprimido, el Principe de Verona terminó sus días sumido en la locura, pero siempre componiendo obras magnificas que en pleno siglo XIX fueron denominadas “milagros de perfecta ejecución”.

Desde la depresión más profunda a severos estados de disociación con la realidad, el arte parece muy relacionado con esa necesidad del artista de reconocerse, comprenderse y quizás, construirse a base de lo que asume como arte y construye como idea perenne. Un reflejo no sólo de su visión del mundo, sino de si mismo, de esa inquieta reflexión sobre la naturaleza de la identidad y la personalidad que sólo se logra a través de la construcción del simbolismo visual. Y es que quizás el arte en estado puro, no sea sólo una forma de locura, sino una elucubración misteriosa sobre quien somos y cómo nos concebimos más allá de la realidad. El arte que desinhibe, que abre puertas cerradas en la imaginación y la mente, que brinda a su autor una libertad desconocida no sólo para asumirse como parte de su proceso creativo sino de la obra que crea en sí.

Y tal vez la gran pregunta sea la que engloba y resume la inquietud del arte que construye, destruye y renace. ¿Es el arte entonces un fenómeno que escapa a la visión de quien somos para crear una nueva? ¿O es el arte una forma de concebirnos, un renacimiento en nuestra capacidad de creación? Quizás nunca tengamos una respuesta a una idea que parece debatir esa expresión del yo tan profunda como es el arte. Aún así, el mero cuestionamiento deja claro que la expresión artística es algo más sustancial que una simple expresión personal y que parece rozar esa necesidad de transcendencia que forma parte esencial de la personalidad creadora.

Un delirio por el infinito. Una manera de construir una nueva visión de la realidad.

lunes, 25 de abril de 2016

ABC del fotógrafo curioso: El cuidado del negativo fotográfico






Comencé a fotografiar cuando tenía once años: la era digital tardaría un poco en llegar, de manera que parte de mi adolescencia transcurrió entre rollos, papel multigrado y negativos fotográficos. Tomaba al menos dos rollos semanales y aunque no copiaba en papel la gran mayoría, si guardaba los negativos con esa emoción un poco inocente del que nada sabe y quiere aprender de sus errores. Claro que, no tenía la menor noción de como conservar mi material en film: con frecuencia arrojaba los negativos a una caja o los introducía de cualquier manera en gaveteros, rodeados de todo tipo de pequeños objetos, polvo y suciedad. Por supuesto, estaban aquellos que amaba especialmente y que iban a parar a las páginas de mis libros favoritos. Pero esa es otra historia. Lo cierto que mucho del material fotográfico que realicé en mis primeros años en el mundo fotográfico, terminó invariablemente, al fondo de un cajón o acumulado de manera muy descuidada en cualquier parte.

Volviendo al presente, y luego de recorrer un camino que me llevó de vuelta a donde comencé —de lo digital y otra vez al mundo del film— descubrí que deseaba reencontrarme con la niña que fotografiaba por el solo deseo de hacerlo. Así que me dediqué a recopilar mis negativos: los escondidos en cajas, en libros, en gaveteros, en los lugares impensables de casa. Y encontré que la gran mayoría del material se encontraba —como es lógico— en deplorables condiciones. No es para menos, claro. El film es una de esas cosas delicadas que no sobreviven al descuido adolescente. Requieren un tipo de cuidado especialísimo para su conservación de las cuales no tenía conocimiento ninguno y que tuvo una única consecuencia: perder parte de mi primeros trabajos por pura negligencia.

De manera que, ahora, como adulta enamorada —de nuevo— del film, me esforcé en aprender como cuidar el material fotográfico, no solo con la intención de conservarlo incólume para la copia en papel, sino para su cuidado y preservación como material concreto. Ha sido un interesante recorrido, en el que he contado con la ayuda de muchos samaritanos de la imagen que me han brindado todo tipo de consejos y recomendaciones para cuidar mis negativos y copias en papel. Un aprendizaje que espero me permita en el futuro, mantener a buen resguardo toda mi memoria en film, sino además, hacer el uso correcto —y más sustancioso— de mi trabajo fotográfico artesanal.

Del film y sus pequeñas singularidades:

Cuando decidí comenzar a resguardar mi material fotográfico, lo primero que hice fue realizar algunas consultas importantes con respecto a la mejor manera de mantenerlo incólume al paso del tiempo y a mi caos personal. De manera que escribí un correo a la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, México, conocida a nivel mundial por ser uno de los más grandes archivos fotográficos de Latinoamérica. Me sorprendió que la respuesta a mi consulta (Nociones básicas de cuidado del negativo de film) fuera una extensa respuesta que me hizo comprender que poco sabía sobre el material fotográfico tradicional.

Un poco de historia:
El film como lo conocemos hoy en día, es el resultado de una lenta evolución de la película como material idóneo para el trabajo fotográfico. La industria fotográfica comenzó a utilizar la película de nitrocelulosa, en la que un éster de celulosa es tratado con ácido nítrico para producir nitrato de celulosa, a partir de 1887 y hasta la década de 1950, cuando comenzó a sustituirse por la llamada película de seguridad.
Esta última, elaborada a partir de celulosa tratada con ácido acético y plastificantes, producen acetato de celulosa, un material que no es susceptible de sufrir una combustión espontánea y que arde con dificultad, además de que su tiempo de vida es más prolongado.

¿Cómo diferenciarlos? Regularmente cualquier negativo hecho antes de 1950 es de nitrocelulosa, pero también, cuando presentan una tonalidad ambarina, cuando al revisar los márgenes de la placa se hallará la leyenda nitrate-film, cuando la cinta se enrolla con mayor rapidez o, por ejemplo, cuando despide un olor acre.

De manera que lo primero que debía hacer era separar mis negativos por su origen. Me llevó algunas semanas reconocer las diferencias básicas, pero al lograrlo, encontré que resultaba sencillo para comprender, no solo las gamas de luces y sombras, sino el posterior proceso de copiado en papel que tendría que utilizar. Comencé a comprender mucho de mis errores, y de hecho comprobé que no se trataba solo de mi poca habilidad para la conservación de la película lo que había dañado un porcentaje de mi trabajo personal, sino además, el hecho que mi cultura con respecto al tema era bastante escasa. De manera que lo siguiente que hice fue documentarme ampliamente sobre el tema.

Del conocimiento a la práctica: el conocimiento necesario:
Por recomendación de varios fotógrafos y profesores a quienes consulté, busqué hasta conseguir dos libros que me han permitido no solo documentarme lo suficiente para tener un conocimiento más o menos básico sobre la película y su procesado, sino además acerca del tema del negativo como documento visual en concreto. Uno de ellos es el indispensable “la Fotografía” de Juan Muffone y el otro es el Manual de Juan Carlos Valdés Marín ¿Como cuidar mis negativos fotográficos? , primer libro de la serie “Cuadernos del Sistema Nacional de Fototecas” que muy gentilmente me hizo llegar el UNAM a vuelta de correo. Dos libros llenos de todo tipo de conocimientos y experiencias sobre el uso del film, su correcta limpieza y conservación y sobre todo, la transcendencia de la cultura del film como parte de la memoria histórica fotográfica. Aprendí sobre todo, lo elemental sobre el cuidado del material fotográfico pero más allá, el hecho que cada precaución que tome, me permitirá que la película —como documento y como concepto fundamental de mi idea fotográfica— sobreviva y sustente mi visión de la imagen. Un conocimiento que agradezco y sobre todo, ha enriquecido mi manera de mirar mi trabajo fotográfico, pasado y futuro.

Los consejos tanto de Muffone como de Valdés Marín pueden resumirse de la siguiente manera:

Para limpiar los negativos, Valdés Marín recomienda hacerlo sobre un soporte auxiliar de cartón rígido o una base de acrílico, usando guantes blancos de algodón para la manipulación de las piezas y nunca sobre vidrio o alguna superficie abrasiva.

Luego, con una brocha de pelo fino y suave se retiran todas las partículas de polvo del centro hacia los márgenes del negativo. Acto seguido, con algodón de uso clínico con una solución de alcohol etílico y agua destilada o alguna solución limpiadora comercial, se limpia en una sola dirección.

Este procedimiento sirve tanto para los negativos de plata gelatina sobre vidrio, conocidos como placa seca, como en los de nitrocelulosa que no presenten degradación del soporte así como en los de película de seguridad.

Una vez limpios los negativos fotográficos deben conservarse en guardas de características neutras y mantenerse en un ambiente idóneo para su resguardo con temperaturas de entre 18 y 22 grados centígrados, y una humedad relativa entre 48 y 52 por ciento.

¿Sencillo verdad? La verdad no lo es tanto. De hecho, me ha llevado una considerable cantidad de tiempo realizar un concienzudo ejercicio de paciencia hasta lograr brindar el cuidado necesario a mi material fotográfico. El cuidado del film requiere cierta minuciosidad y sobre todo, una particular dedicación que puede resultar difícil de adquirir. Que lo digo yo, que por casi seis meses, me he dedicado a separar, clasificar y hacer un mea culpa bastante pesaroso sobre el cuidado de mi trabajo en film. Pero ha sido un etapa muy significativa en mi crecimiento fotográfico. Una experiencia profundamente personal y a la vez, una manera de ejercitar esa idea que el fotógrafo digital olvida tan a menudo: La fotografía es un arte de paciencia, observación y conciencia de lo que haces con el material que obtienes. Y más allá: tu enorme necesidad, consciente o no, de coleccionar instantes de tu propia historia.


domingo, 24 de abril de 2016

Secretos en plata y otras historias de brujería.




Mi abuela solía decir que todas las mujeres son mágicas. No sólo por su habilidad para crear sino para asumir el poder natural de su cuerpo para construir el futuro. Recuerdo esas palabras mientras enciendo una a una las velas del circulo, mientras invoco el canto del viento, el sabor del fuego, el silencio de la Tierra. Mientras la voz del agua me recuerda quién soy o mejor aún, quien deseo ser.

No es sencillo llamarte bruja, mucho menos cuando la palabra parece sugerir una idea grotesca y casi dolorosa. No lo es en medio de esa visión que menosprecia el simbolo y la metáfora, esa extraña belleza del espíritu salvaje que vive en cada mujer. ¿Quién es una bruja en esta época? Pienso mirando el lento espiral de humo que se alza desde el caldero repleto de ramas y hojas. ¿Quién es una bruja en medio de este pragmática mirada del mundo? ¿Este cinismo secular que forma parte del pensamiento corriente? ¿Quién es una bruja en una época descreída y en ocasiones dolorosamente árida?

Lo es la que sostiene la vida. La médico, la doula, la curandera, la madre, la que protege y ama. Lo es la mujer que crea y construye su vida a base del poder de sus pasiones, de su amor y desamor, de su asombro y poder de convicción. La mujer que celebra su vida como la mejor obra de arte. La mujer que avanza a pesar de las dificultades, la que celebra ser capaz de asumir el valor y el poder de sus decisiones, la que la celebra la vida, la que respeta sus aspiraciones, la que enarbola su poder para asumir su responsabilidad y el poder de lo que piensa. Lo es la que tiene la certeza en el camino que se labra a solas, el que sigue con paso firme, el que asume con toda la energía silenciosa de su propia devoción por el cambio y la transformación.

Sonrío mientras la llama de las velas que me rodean parpadean, lanzando fragmentos de luz liquida a mi alrededor. Y la oscuridad retrocede, se hace espacios secretos de luz y sombra. Pienso en la belleza de la sabiduría que nace de la osadía, de esa necesidad de aprender y crear, a pesar del miedo pero sobre todo, por el miedo. De ese debate insistente y perenne sobre quienes somos y quienes deseamos ser. Esa luz y sombra en la mente de toda mujer que lucha, de todo espíritu que se quema en sus prodigios íntimos, que sueña con crear y aprender.

¿Quién es bruja en esta época? Me lo pregunto de nuevo. ¿Quién lleva ese poder misterioso de no atenerse a razones, de rechazar toda imposición, de permitirse la impaciencia, el miedo, la capacidad de creación? ¿Quién es una bruja en una época que da todo por sentado? ¿Qué cree imposible lo inexplicable? ¿Que deambula entre los fragmentos de conocimiento olvidando el enorme poder de la intuición? ¿Quienes somos las mujeres que continuamos luchando con las manos abiertas para soñar y conservar la esperanza? ¿Las que levantan el lápiz, la cámara, el pincel, cincel, las ideas para proclamarse libres? ¿Quienes son las mujeres que bailan en la oscuridad? ¿Que celebran el placer y el dolor? ¿Que aprenden de la carne, del sudor, del olor del amor y del odio? ¿Que nunca dejan de construir a cuatro manos, en una feroz batalla de pensamientos, el futuro y lo irracional, la belleza de lo perdido?

Una bruja crea, se transforma, restaura, renace, se transforma así misma. En fuego, en silencio, en gritos, en jadeos, en gemidos, en palabras que se pronuncian y las que se guardan en silencio. En todas las puertas abiertas y cerradas de su mente e imaginación. En los rituales diarios, en esa convicción que la naturaleza propia y ajena enseña. En esa magia secreta de la sonrisa, de la complicidad, del corazón que se debate, de la inquietud y el desconcierto. Porque una bruja aprende equivocándose. Una bruja jamás acepta lo evidente, lo incontestable. Una bruja es rebelde de puro deseo, franca por la libertad absoluta de las ideas. Independiente por el mero hecho de negarse a aceptar que nada tenga poder sobre lo que elabora más allá de su propia visión de lo que crea. Una bruja jamás desmaya, nunca deja de insistir, jamás se detiene. Sigue avanzando con el viento el rostro, con la lluvia entre los dedos. A pesar de la oscuridad, en medio del dolor y el terror. En la frontera del miedo.

Y canto para esa bruja que vive en cada mujer, para ese espíritu indomable, inmenso e inabarcable que se alimenta de todos los silencios, que remonta ese paisaje extraordinario de los que aprendemos, soñamos y merecemos. De lo que sostenemos en las palmas abiertas, lo que la Luna Llena recibe como prenda. Para esa idea primitiva y antigua del conocimiento que nace y se renueva cada vez que se enseña. Porque ¿Qué otra cosa es una bruja sino una maestra, una sacerdotisa poderosa, una mujer que encuentra y busca conocimiento? ¿Qué otra cosa es una bruja sino una hija del Sol y de la Luna Llena, una mujer que baila para el mar, que celebra bajo las estrellas, que danza para sus historias y enarbola su propio valor como estandarte? ¿Quien es una bruja sino una mujer que batalla con las palabras, que crea magia con su sabiduría, que asume la capacidad de soñar y crear como una forma de elevarse a las estrellas? ¿Quién más es una bruja que una guardiana de viejos secretos, de pequeñas páginas perdidas en el tiempo? ¿De ritos e invocaciones cantadas y aprendidas a la luz del fuego? ¿Quién más es una bruja que esa mujer atemporal, poderosa, cruel y a la vez bondadosa, la personificación de la osadía, del dolor mínimo de la perdida, de la capacidad prodigiosa de vencer sus propia debilidad?

Levanto las palmas al Infinito tachonado de estrellas y sonrío. Por el poder de todas las mujeres que me precedieron, por la identidad que me heredaron, por el conocimiento que intento perpetuar. Por esa intuición en lo trascendental y personal. Por esa íntima capacidad para elevarse sobre las grietas de la memoria. Por la confianza en la intuición que nace de la tierra y el mar. Por esa necesidad de extender los brazos y proteger. De recorrer caminos desconocidos, de volar con el pensamiento, la imaginación y el corazón. Con el fuego brotando entre los dedos. Con la sangre antigua cantando viejas glorias. Con el temor y la curiosidad por lo desconocido avanzado en la Oscuridad del conocimiento y la razón.

¿Quienes somos las brujas? me pregunto bailando desnuda bajo la luz de la Luna Llena. ¿Quienes somos las mujeres destinadas a perdurar, a soñar y a perseverar incluso ante los peores dolores? ¿A escuchar el llamado del Infinito en nuestro espíritu? ¿Quienes somos las brujas en esta época de contradicciones y pequeños sufrimientos? ¿Quienes somos las brujas justo ahora, cuando la palabra parece perder significado en cientos de hojas perdidas y encontradas? ¿En lo pliegues de la memoria Universal?

Somos las mujeres que luchamos, nos enfrentamos a lo terrible y lo poderoso, somos las que asumimos el poder imperecedero de tener esperanza. De llevarla entre las manos, como un tesoro silencioso. De crear y asumir lo que somos, el nutrir, enseñar y sanar. Ese mirada compasiva, fuerte y personal que señala el horizonte del amanecer del espíritu. La audacia de resistir en medio de las sombras, de encontrar la belleza y la luz en medio de la oscuridad.

E invoco, el poder que vive en mi espíritu. Que me une a esa vieja herencia, a esa tradición que trasciende mi rostro. Cada vez que invoco las viejas sonrisas olvidadas, los nombres de ese vinculo misterioso que me une a la sabiduría de la tierra que nace, del viento que recuerda historias, del fuego que purifica, del agua que bendice. Un tiempo en mi espíritu. Una nueva forma de soñar y alcanzar el infinito en mis párpados cerrados.

Un forma de magia sin nombre ni confín.
Una sonrisa enigmática a une a cada Bruja que danza y sonríe a la luz del Infinito a una antigua forma de belleza.

El poder infinito que vive en su interior.



sábado, 23 de abril de 2016

La danza de fuego y otras historias de brujería.




Mi abuela - la sabia, la bruja - no se disgustaba con frecuencia. Tal vez se debía a su carácter abierto y franco o al hecho, que estaba convencida que la risa era un don de inestimable valor. Cual fuera el caso, siempre procuraba mantener una sonrisa, esa actitud suya cálida que todos apreciabamos tanto. De manera que cuando se enfurecía de verdad, había que andarse con cuidado. Intentar no alimentar aún más la llama enorme y silenciosa de su furia.

Pensé en eso mientras la veía pasearse de un lado a otro en su biblioteca desordenada. Tenía los hombros rígidos, las manos apretadas en puño y la cabeza levemente inclinada. Y estaba enfurecida, tanto como podía estarlo alguien con su espíritu audaz y descomplicado. El motivo del disgusto era por supuesto, mi comportamiento.

- Explícame de nuevo por qué hiciste eso - dijo en voz alta y firme. Se detuvo y me dedicó una mirada dura - ¿Por qué armaste semejante alboroto en la escuela?

Suspiré. Ni yo misma lo sabía. Había pasado buena parte de la mañana de castigo en la dirección del colegio de monjas Bigotonas donde estudiaba tratando de entender como me había metido en semejante lío. Y lo único que había sacado en claro, era que había sido un acto de cobardía y también, de rebeldía. Como si ambas ideas pudieran existir bajo una misma visión de las cosas a pesar de contradecirse entre sí. Me pregunté si mi abuela lo entendería, porque ni yo misma podía hacerlo.

- Esas niñas siempre me atacan, se burlan de mí, insisten en... - tragué saliva - me llaman "la loca de las escobas". Creen que algo va mal conmigo por ya sabes...llamarme bruja. ¡Ya sabes que me arrojaron al pozo de nenúfares! ¡Tu misma enviaste una nota de queja a la Directora! Entonces...
- Entonces decidiste que era una buena idea destruir sus cosas y asustarlas para dejarlos claro que estaban equivocadas en como se comportaban ¿no?

Tragué aire. La culpabilidad me coloreó el rostro y me hizo sentir mezquina y hasta un poco ridícula. Mi abuela se quedó muy quieta, contemplandome con tristeza.

- Cada acto de violencia engendra violencia. No hay un sólo motivo para que respondas con cólera la cólera.
- ¡Pero las brujas deben defenderse! - tercié - ¡Una bruja jamás...!
- Una bruja jamás alimenta el odio porque es la manera más simple de perder el camino a la sabiduría - me interrumpió - Una bruja es una mujer que sabe que crear es una manera de construir mundos...y que el odio, justamente es la manera más inmediata de destruirlos.

Todo había empezado cuando Gloria, la niña más popular del salón, había decidido que era muy divertido empujarme al suelo del patio del recreo y tratar de arrojarme al charco de nenúfares que bordeaba la escultura de la Virgen María. Ocurría al menos un par de veces al día y al parecer, Gloria estaba bastante decidida a que en alguna oportunidad, terminara flotando en el agua sucia de olor apestoso que llenaba el pequeño estanque. Se trataba de un juego tramposo e insistente en el que tenía todas las de ganar: era casi inevitable pasar junto al dichoso estanque, que se encontraba justo junto al pasillo que nos llevaba al salón y además, era el lugar más venerado de la Escuela. Poco importara que tomara el hábito de pasar a la carrera, de cubrirme la cabeza para evitar notaran que era yo. Que gritara de furia cada vez que Gloria huía entre risas, rodeada de su grupo de amiguitas risueñas. El hecho era que estaba bastante decidida a cumplir lo que parecía una vieja tradición en el colegio y que consistía en esencia en arrojar a la chica desprevenida de turno a las profundidades de aquel pozo pestilente. Era una especie de costumbre que todos asumían necesaria o algo parecido, por los que mis quejas caían en saco roto. Lo hacia además, con toda la impunidad que le brindaba el hecho de ser la chica más querida por el salón e incluso las maestras. Nadie podía creer que ella, con su cabello rubio tan impecable y sus ojos claros de mirada casi amable, pudieran intentar algo tan mezquino como arrojar a la niña nueva al pozo de nenúfares. En ocasiones pensaba que ese era el mejor disfraz de alguien tan mezquino como Gloria: su capacidad para ocultarse en el brillo y risitas de la niña que pretendía ser.

El caso es que un día antes que me castigaran, finalmente Gloria logró su empeño: me encontraba de pie junto al estanque cuando de pronto, se me echó encima. Un espiral de cabello rubio y ojos muy abiertos que me tomó por sorpresa por su fuerza. Me encontré como flotando, mirando la superficie de agua sucia por el rabillo del ojo y pensando en que podría quizás recuperar el equilibrio, cuando la gravedad hizo el resto. Escuché el estallido del agua contra mi rostro antes de sentirlo y antes que pudiera comprender que ocurría, chapoteaba entre las hojas sedosas de los nenúfares y el olor grasoso del agua sucia.

- ¡Y "la Loca de las escobas" nada en agua de poza! - canturreó gozosa Gloria. Su grupo de amigas risueñas gritaron de júbilo y rieron a carcajadas por la ocurrencia - ¡Bienvenida a la Escuela donde la basura flota donde debe estar!

Me aferré a la orilla resbalosa de piedra pulida. Gloria dio un paso atrás y me miró desde su altura con el rostro iluminado de una alegría maliciosa.

- Te lo merecías y tu lo sabes - comentó. Miró sobre el hombro y supongo notó que alguien más venía. Una maestra, tal vez. Aún así tuvo el tiempo para sonreír disfrutando supongo del espectáculo de verme allí flotando entre agua sucia - Ve a convertir en sapos a otra gente, loca.

Echó a correr. Sentí que la ira se me volvía algo duro y ardiente en la garganta, tan pesado y doloroso que cuando una de las maestras vino en mi auxilio, pensó que me había tragado alguna roca o algo semejante y no podía hablar. Me envío a enfermería de inmediato y allí me quedé, sentada y con las piernas colgando en la camilla furiosa y angustiada, hasta que mi prima M. vino a recogerme por la tarde.

- ¿Y dejas que te hagan estas cosas? - se burló con su habitual tono petulante de quinceañera - ¡Tienes que imponerte! ¡Nadie puede hacerte esto y además, no llevarse ningún castigo!

Ni la maestra que me había rescatado ni la monja enfermera me creyeron que Gloria - ¡Nada más y nada menos que Gloria - hubiese sido capaz de arrojarme a la charca. Una y otra me miraron con sorpresa cuando les conté a regañadientes como me había empujado. La enfermera incluso, llegó a insinuar que quería "acusar" a una niña inocente y me recomendó "rezar mucho para enmendar los malos deseos". Mi prima soltó una carcajada cuando se lo conté.

- Además de humillarte, se salen con la suya. ¡Y tu se lo permites!
- Pero ¿Qué puedo hacer?
- Una bruja jamás deja que nadie la moleste. ¡Recuerda que debes ser audaz y no tenerle miedo a nada!

Me quedé pensando que yo no sabía nada sobre como ser valiente y que le tenía mucho miedo a un buen número de cosas, pero no dije nada. Continué caminando por la calle, aún sintiendo la ropa húmeda y el tufito del agua sucia que la impregnaba. Y sentí rabia, algo tan candente y primitivo que imaginé me secaba la ropa y el cabello, se hacia real entre mis manos y dedos.

- ¡No sé que hacer! - protesté - de verdad no lo sé.

Mi prima se detuvo a mitad de la calle y me dedicó una mirada maliciosa. Se inclinó y me miró a la cara.

- En la biblioteca de la abu, justo al lado de las esculturas de las Diosas hay un libro que quizás te lo puede decir. No se te olvide: eres una bruja y las brujas se defienden.

Intercambiamos una larga mirada silenciosa. Mi prima sonrió y me sorprendió que no fuera una sonrisa feliz sino de algo más acerado y denso que no pude entender. Me llevaría muchos años comprender que también se puede sonreír de pura furia.

- Así que hazlo - añadió - o esa niña seguirá lanzandote a esa poza todas las veces que le provoque.

Siguió caminando. Me quedé de pie, con el morral lleno de libros apretado contra el pecho, temblando de miedo por esa única posibilidad. Mi prima me miró por encima del hombro, ya sus buenos metros más allá.

- Y date una ducha, hueles asqueroso. Gracias a tu amiguita, claro está.

La rabia me subió al rostro como una ráfaga carmesí. Y pensé que era haría cualquier - en literal, cualquier cosa - por vengarme de Gloria.

***

El libro del que me había hablado mi prima se encontraba justo en el lugar que me había indicado. Y para mis sorpresa, no se trataba de un tratado de Ciencias Oscuras y misteriosas - como había imaginado muy entusiasmada - o incluso, un Libro de las Sombras en especial peligroso, como me habría encantado. Era un simple libro de cómo hacer tinta vegetal que no pudiera limpiarse. Una de esas curiosidades literarias a la que mi abuela era tan aficionada.

Me quedé sentada en la alfombra con el libro sobre las rodillas, sintiéndome muy decepcionada. Había pasado el día imaginándome todas las cosas malvadas que una bruja realmente furiosa podía hacerle a Gloria. Pero ahora, no tenía la menor idea de lo que mi prima me había intentado decir y mucho menos, como podía servirme un viejo libro polvoriento de química para vengarme de Gloria y sus detestables amigas risueñas. Me pregunté si mi prima también se había burlado de mi y la furia se convirtió en algo muy parecido a la verguenza.

- ¿Y que haces allí muchacha? ¿No deberías andar corriendo por ahí pa' disfrutar del sol?

La voz de Jacinta, la señora que ayudaba a mi abuela con la limpieza de la casa,  me sobresaltó. La vi entrar a  la biblioteca con su paso rápido y escandaloso. Intenté esconder el libro bajo la rodilla pero no fui tan rápida como para evitar me dedicara una de sus miradas brillantes. Se acercó a donde me encontraba.

- ¿Y eso? ¿Que escondes?
- Un libro.
- No estoy ciega, capullito de rosas. Muéstrame eso ya.


Jacinta era como parte de la familia. Además de echarle una mano a mi abuela con el pesado trabajo del hogar, también era una de sus amigas y podían pasar horas riendo y cantando mientras ambas preparaban la comida del almuerzo. Para mi Jacinta era como otra abuela a la que querer: extravagante, deliciosa y siempre ocurrente. Así que no podía desobedecerla: levanté el libro con cierto mal humor. Ella se inclinó y bizqueó para leer la portada. Después me dedicó una mirada desconcertada.

- Un libro de tintas.
- Te dije no era nada.
- ¿Y por qué lo escondes?
- No lo escondía.

Se quedó de pie, mirándome desde toda su considerable altura. Jacinta era una mujer maciza, con una figura voluptuosa, el rostro tallado en obsidiana y enormes ojos color café muy vivos e inteligentes. Como mi abuela, tenía una capacidad innata para detectar travesuras. Pero en esta ocasión, simplemente me observó dudosa, quizás tan confusa como yo lo estaba sobre cómo podría utilizar un libro aburrido y lleno de polillas para algo provechoso.

- Bueno niña, cuidado y usas esa tinta que harás para mancharte la ropa - dijo por último, un poco aburrida - mira que después somos tu abuela y yo la que tenemos que dejar los dedos para limpiar la ropa.

Se dio la vuelta y comenzó a pasar el trapeador por el piso cubierto de hojas y libros abiertos. La miré con la boca abierta, con la sensación que la habitación ondulaba a mi alrededor:  de pronto un montón de piezas sueltas en mi mente encajaron a la perfección. Una emoción maliciosa y pulcra me llenó y  me levanté de un salto, impaciente por llegar a la cocina. Jacinta se dio la vuelta y me vio tropezar con una mesa y avanzar con torpeza hacia la puerta.

- ¡Muchacha pero para donde va! - gritó.

No le respondí. Corrí como un vendaval a la cocina, donde me encontré a tia M. cocinando el arroz con pollo de la cena. Me miró con la ceja enarcada cuando me detuve a unos pasos de ella con la respiración agitada.

- ¡Niña! ¿Pero qué pasa?
- ¿Será que me ayudas con una tarea de la Escuela? - le pregunté. La sensación de la mentira me dolió en algún punto de mi mente, me coloreó las mejillas pero me esforcé por ignorarla. Era una bruja, me dije. Tenía que aprender a defenderme, me insistí. Gloria no podía dejar de recibir un castigo por lo que había hecho.
- ¿Qué se supone debes hacer?

Sonreí. Sentí un jubilo caliente y justiciero recorriendo de la cabeza a los pies. Con mi mejor sonrisa inocente, le extendía a tia el libro.

- Esto de por acá.

***

Después pensaría que Gloria no había sabido de donde le vino el golpe. Cuando recuerdo la escena, la veo de pie con los brazos colgando junto al cuerpo, con toda su impecable blusa blanca cubierta de manchones verdes y carmesí., l rostro pálido de furia y el cabello cubierto de salpicones colores.  Retrocedí, aún sosteniendo un par  bombas de plástico llenas de tinta vegetal entre las manos.

- ¡Estás loca! - me gritó impotente.
- ¡Te lo mereces! - exclamé - ¡Eres malvada y horrible!

Le arrojé otra de las bombas directo a la cara: el plástico estalló con un apagado Plof y la tinta se le derramó por la mejilla y el hombro en un reguero de colores brillantes. Pensé con cierto júbilo feroz que tia M. se había superado así misma: los colores eran radiantes, muy vistosos y sólidos. En otra situación, sin duda me habrían parecido hermosos. Pero ahora eran parte de Gloria y sólo me hacían reír.

Pero no se trataba de una risa alegre. Era algo más punzante y extraño, una sensación de revancha que me llenó la boca de un inesperado mal sabor. Jamás había visto a la sonriente, maliciosa y hermosa Gloria tan disgustada y avergonzada. No la volvería a ver nunca. Por unos escasos segundos, comprendió lo que era estar rodeada de un grupo de niñas que reían a carcajadas y la señalaban burlonas. Por unos minutos, dejó de ser la chica popular y querida para convertirse en alguien avergonzado y angustiado. Por unos minutos pensé podría comprender lo que me había hecho sufrir.

- ¡Te odio! - chilló. Se me abalanzó encima y yo retrocedí a la carrera. Arrojé la última bomba de agua y le acerté en pleno rostro. Ella lanzó un jadeo con los ojos muy abiertos y sorprendidos. Apreté los puños, furiosa como nunca.
- ¡Eso te enseñará que con una bruja nadie se mete! ¡Nos defendemos contra gente como tu!

Gloria se quedó muy quieta. La pintura le caía por los hombros, por la boca y por los brazos, en gruesos hilos de color que se mezclaban entre sí para crear una tonalidad extraña y casi grotesca. Me quedé a unos cuantos pasos de ella desafiante, con los puños apretados, convencida que Gloria se me echaría encima, que sus amigas me tomarían de los brazos y me arrojarían de nuevo al pozo o algo peor. Pero no ocurrió nada. El momento pareció alargarse, hacerse interminable.

Y entonces Gloria comenzó a llorar.

Me sobresalté y quedé paralizada de un sentimiento parecido a la verguenza y a la incomodidad. Las niñas que nos rodeaban se quedaron en silencio, tan estupefactas y quizás desconcertadas como yo lo estaba. Porque la verdad era, que eso no lo había esperado ni en mis fantasías más eufóricas de niña ofendida. Había estado segura que Gloria se enfurecería, que gritaría a todo pulmón como la malcriada petulante que era y que con toda seguridad me acusaría con sus amigas las monjas, que llegarían presurosas para llevarme a la dirección de la Escuela. Casi había podido verla con los ojos de mi mente, de pie a un lado del patio muy ufana y orgullosa de haberme metido en un nuevo lio. Eso sí, con el uniforme y el rostro sucio de tinta azul y verde.

Pero en lugar de eso, lloró. Lloró con una sinceridad histérica y dura que me hizo sentir cólicos de pena. Se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en cuclillas en el patio de recreo con un movimiento lento y derrotado que me sorprendió por su ligereza. Rechazó a manotazos la ayuda y los consuelos de sus amigas, hundida en una especie de desconsuelo escándaloso que yo no sabía como interpretar.

- ¡Eres una loca! - gritó una de sus amigas risueñas, esta vez muy seria - ¡Una niña horrenda!

Otra niña que sabía también había soportado una caída en el pozo cortesía de Gloria me dedicó una mirada fea. Y otra más, sacudió la cabeza con tristeza. Me quedé estupefacta, asombrada por aquel duelo silencioso, por no comprender nada de lo que estaba pasando. Cuando la maestra de turno llegó me encontró aún de pie, mirando a Gloria llorar desconsolada y aturdida. No me resistí cuando me llevó a la dirección. Era casi idéntico a como lo había imaginado...sólo que no me sentía victoriosa y ufana. La verdad, me sentía tan culpable que me llevaba esfuerzos respirar. Contuve las lágrimas lo mejor que pude pero al llegar al enorme salón de la dirección, dejé de preocuparme por hacerlo.


***

Mi abuela había escuchado toda la historia en silencio. Se quedó quieta junto a la ventana, con sus ojos color miel llenos de tristeza.

- Una bruja no cree en la venganza. Una bruja jamás comete un acto de odio. Una bruja sabe que el poder de enfrentarse al resentimiento es siendo mucho más fuerte que sus dolores y pesares.

No supe que decir. Mi abuela tomó una larga bocanada de aire y echó una mirada a la desordenada biblioteca familiar que se levantaba a su espalda. Y aunque yo no se lo había dicho, noté que desviaba los ojos hacia el libro de las tintas, de nuevo en su lugar junto al anaquel de las Diosas. Tuve un escalofrío, como siempre me ocurría cuando tenía la impresión que mi abuela adivina mis pensamientos con asombrosa precisión.

- Pero tenía que defenderme - murmuré - lo que Gloria hizo.
- Tu hiciste lo mismo que Gloria - terció mi abuela en voz baja y grave - ¿Cual es la diferencia?
- Que ella se lo buscó - balbuceé - que ella...
- Y según ese razonamiento, ahora tu te lo buscaste...¿Qué pasará ahora?

No supe que decir. La verdad era que no había pensado en el tema. Tuve un breve parpadeo de miedo al preguntarme si tendría que mirar sobre el hombro durante todo el tiempo que pasaba en la escuela, para evitar que Gloria me lanzara al pozo o algo peor. Abuela soltó un suspiro.

- Una bruja se defiende de la violencia enfrentando lo que la provoca, no creando más violencia - insistió - Una bruja sabe que eres fuerte en la medida a que te resistes a la salida sencilla. Eres poderosa en tu capacidad para detener a quienes te hieren y te insultan construyendo límites, luchando contra lo que nos aterroriza y nos limita para ir más allá de nuestros límites. Eso es lo que hace alguien fuerte, que asume su poder como una forma de responsabilidad.


Me mordí los labios. Visto así... recordé a Gloria llorando, humillada y aturdida. Y pensé que todos mis esfuerzos  - engañar a mi tia, llevar un montón de bombas inflables, esconderme para atacar a Gloria - me habían hecho no sólo parecida a ella...sino incluso peor. Sentí unos enormes deseos de llorar. Mi abuela sacudió la cabeza. El cabello cobrizo de su trenza brilló bajo la luz del mediodía que entraba por la ventana de la biblioteca.

- Aglaia, una bruja se defiende protegiendo lo mejor de sí misma, lo más valioso, lo más esencial. La venganza, el rencor es una mirada simplista y sin sentido. El corazón de una mujer sabia es justo, osado y lleno de fuego. No lleno de las ceniza del odio que te consume, del dolor que te corroe.

Me sentí triste y humillada como pocas veces en mis largos diez años de vida. Por más que lo intenté, no pude contener las lágrimas. Intenté secarlas sin que mi abuela lo notara. No quería que pensara que de verdad era cobarde. Aunque yo misma ya pensaba que lo era.

- Una bruja es una mujer que toma el conocimiento que le rodea y crea algo más fuerte, más bello y más brillante de lo que recibió entre sus manos y en su mente. Crea sabiduría. Una bruja nunca olvida que lo es no importa cual sea la situación que atraviesa. Se sostiene de esa idea de integridad y consciencia de si misma para avanzar hacia el centro de todas sus ideas.

Abuela caminó por la biblioteca pero ya no parecía disgustada, sino un poco triste. Y eso me pareció incluso peor que su disgusto y su angustia. Más doloroso. Clavé la mirada en la madera arañada del suelo, sintiéndome muy desgraciada.

- Tu bisabuela solía decir que una bruja tiene el poder que le brinda aprender de sus errores, a menudo garrafales y terribles. Y eso es bueno: porque nadie pide que no te equivoques, que no cometas travesuras y locuras. Lo que si desea cualquiera que te ame es que aprendas de ese trayecto, de todas las caídas y dolores. Y que sigas construyendo un mundo a tu medida.

Levanté los ojos para mirar a la abuela. Ella me dedicó una de sus sonrisas amables. De nuevo era ella, pensé con cierto alivio. Pero todavía, yo seguía siendo un poco la niña mezquina que había atacado a Gloria. Sentí de nuevo la mezcla de furia y verguenza que me había atormentado durante los últimos días. Me pregunté si era justo que me sintiera de esa manera, siendo que Gloria había provocado toda la situación. Pero de pronto, comprendí que yo me había comportado de la misma manera que ella. E incluso de manera más ruin. ¿Valía la pena algo semejante? ¿Hacer lo mismo que había hecho Gloria me hacia sentir mejor?

- Me siento horrible - confesé en voz baja. Y ahora no me molesté en ocultar las lágrimas - no sé que hacer. No sé cómo...arreglar todo esto.

Mi abuela ladeó la cabeza y me contempló con un gesto lento y dulce. Pero cuando habló su voz era dura y hasta un poco brusca. El disgusto seguía allí y eso me sobresaltó.

- Encuentra en ti misma la manera de romper este ciclo de ataques y dolores. Y una vez que lo haga recuerda que lo que haces, te ata a sus consecuencias. Toda bruja sabe que la libertad es una forma de comprensión del valor de lo que hacemos y lo que decidimos no hacer. Y actúa en consecuencia.

Se volvió para mirar la luz cristalina, teñida de carmesí de la última hora de la tarde. Y en el silencio que vino después, tuve la sensación que había muchas más palabras guardadas - temibles y dolorosas - que la conversación que acababámos de sostener.

***

Gloria me dedicó una mirada desafiante y un poco sobresaltada cuando me acerqué a ella y su grupito de amigas. Me pregunté si recordaba la manera como había saltado de entre las ramas de bambúes que rodeaban el pozo para comenzar a lanzar bombas llenas de pintura. A pesar de mi arrepentimiento, me gustó que fuera así. Me pregunté si la bruja en mi interior era más desobediente de lo que suponía.

- ¡Voy a llamar a la directora! - exclamó de inmediato. Dos de sus amigas risueñas me lanzaron miradas asesinas. Me detuve a unos cuantos pasos de ella.
- Sólo queria decirte que lo siento mucho.

Gloria se quedó boquiabierta. El resto de las niñas que le rodeaban me lanzaron  miradas desconfiadas.

- ¡No le creas Gloria! ¡Seguro te va a lanzar tierra o algo así! - gritó una de ellas. Levanté las manos.
- Sólo quiero disculparme y que sepas que esto no va a seguir, así tu te vengues de mi - le informé. Y la voz me temblaba mientras lo hacia. Estaba avergonzada pero también muy asustada. Me pregunté si tendría que pasarme la vida huyendo de aquel grupo de niñas. Pero era el costo de mis decisiones, pensé. Muchos años después, recordaría ese como mi primer pensamiento adulto.

- ¿Qué quieres? - preguntó Gloria. Y lo hizo en voz baja y seria, sin pizca de malicia.

Nos miramos la una a la otra. Ella todavía tenía algunas manchas verdes y rojas en el cabello y en las manos, allí donde no había encontrado la manera de limpiar la tinta vegetal. Una de las monjas me había recriminado que una semana después, la mamá de Gloria seguía luchando contra esas manchas rebeldes. Y una semana después, yo seguía luchando contra mis propias manchas: esa sensación de haberme comportado justo como le había criticado. Haberle hecho lo que tanto lamenté y temí me hicieran a mí.

- Quiero decirte que fue horrible me lanzaras a la poza pero pero peor aún, es que yo te arrojara pintura para vengarme de eso. Porque actué como tu y me comporté de la misma manera que tanto odio de ti - le expliqué. Y también lo hice en un tono sereno y calmo que incluso me sorprendió a mi misma - que odio tener que pensar que esto va a seguir todo el tiempo. Por mi, esto se acabó. No importa lo que tu hagas.

El grupo de niñas se rieron de mí y alguien me llamó cobarde entre risitas. Pero Gloria siguió mirándome con seriedad mientras jugaba con uno de los mechones de su cabello teñido de verde. Entonces hizo algo muy curioso e inesperado: extendió la mano hacía mi.

- No voy a hacer nada - declaró - no me importa ya.

Era un gesto malcriado y prepotente pero de alguna forma extraña, también era muy sincero o a mi me lo pareció. Así que le di un apretón rápido, que saldaba cuentas y de alguna forma, demostraba a todo el mundo que nos respetabamos la una a la otra.

- Anda a hacer lo que sea que hacen las locas de las escobas como tu - dijo entonces y me soltó la mano con un gesto exagerado. Me pregunté si lo hacia en favor de las risitas y miradas curiosas de su grupo. No me importó: las vi alejarse apuntándome con el dedo y riendo en voz alta - supongo que de mi - y de pronto, sentí que me había sacado un peso de encima que hasta ese momento, no había notado me aplastaba.


***

Tia M. y Jacinta me ignoraron cuando entré en la cocina. Mi abuela me había castigado por haber mentido y parte del castigo incluía echarle una mano a ambas en las ajetreadas horas de la cena. Pero ninguna estaba muy feliz con la eventualidad.

- Lava los platos y ponlos en orden, ahora mismo - me ordenó Jacinta con su mejor tono de abuela ofendida. Me aguanté la risa cuando me guiñó un ojo pero me apresuré a obedecerla.

- Esto te servirá para que dejes de inventar locuras y meterme a mi en ellas - comentó Tia con aire digno. Me encogí de hombros, con los brazos hundidos hasta los codos en agua jabonosa.

- ¿Y me vas a decir que nunca hiciste una travesura? - Comentó de pronto Jacinta con los ojos muy abiertos. Tia se encogió de hombros con gestos de gran Dama.

- ¡Nunca! siempre he sido una mujer ejemplar.

Jacinta soltó una carcajada escandalosa que tenía mucho de incrédula y movió la cabeza, cantando en voz baja mientras condimentaba la sopa que comeríamos poco después. Y  pensé en ese pequeño universo de equivocaciones y aciertos que en forma parte de nuestra vida, ese conocimiento simple que te brinda enfrentarte a tus errores y dolores con tanta frecuencia como puedas. Por supuesto, era muy pequeña para pensarlo en términos tan complejos pero en ese bullicio plácido y cálido de la cocina,   si comprendí algo de enorme valor : la enorme importancia de nuestra mirada privada. De comprender nuestros errores como una forma de pequeña redención.

Tal vez todo se trata de eso ¿No es así? pienso en ocasiones mientras camino por el mundo con paso desordenado y torpe. En comprender la importancia de cada cosa que hacemos y más allá de eso, de todo lo que deseamos crear a partir de esa idea general de quienes somos.

Una vieja forma de magia personal.

C'est la vie.