domingo, 31 de enero de 2016

Entre fragmentos de sombras y otras historias de brujería.




Cuando tenía once años, me encaramé en el árbol más alto de la casa para alcanzar un mango de aspecto suculento que colgaba en una rama. Casi lo había logrado - estiré la mano, rocé el mango - cuando la rama se rompió y me caí entre alaridos. Luego, solo recuerdo el dolor, blanco y cegador, extendiéndose en todas direcciones. Cuando abrí los ojos, los rostros de mi mamá y mi abuela me miraban preocupados. Intenté moverme pero sentí la mitad del cuerpo, desde el hombro hasta casi la cadera, paralizado y tenso.

- Quedate tranquila - dijo mi mamá en su habitual tono cortante - ¿En qué estabas pensando?

Mi abuela apretó los labios y le dedicó una rápida mirada preocupada. Pero no dijo nada. Se inclinó y me acarició las mejillas con ternura.

- ¿Qué pasó? - balbuceé. Mi mamá puso los ojos en blanco.
- Te caíste del árbol y te rompiste un brazo. Eso pasó.
- ¿Me voy a morir?

Hasta mi mamá tuvo que contener las evidentes ganas de reir. Mi abuela no lo hizo y me cubrió de besos las mejillas. El cosquilleo de su risa en la piel me reconfortó.

- No, pero si vas a llevar el brazo en escayola por tres meses.
- ¿Tres meses?
- No sé en qué estabas pensando - repitió mi mamá. Yo tampoco, me dije entristecida. Mi abuela sacudió la cabeza y salió de mi campo de visión. De pronto, noté que era muy tarde - tanto, como para que las sombras triples de la tarde se alargaran sobre mi cama - y que no recordaba gran cosa de lo que había sucedido las últimas horas. Cuando mi abuela encendió la luz de la habitación, parpadeé.

- ¿Ya es de noche? - pregunté nerviosa. Abuela sonrió.
- Estuviste medio delirando de dolor toda la tarde. Pero ya vas mucho mejor - me explico - tu mamá y yo nos vamos a quedar contigo esta noche, para cuidarte.

Mi mamá me fulminó con la mirada y fue a sentarse en mi sofá roto junto a la biblioteca. La miré avergonzada y sin saber que decir. Tenía el rostro pálido, la ropa sucia y arrugada y las uñas mordidas. Se le veía muy angustiada y afligida. Intenté disculparme pero no tenía idea de qué podía decirle, así que me callé mientras mi abuela me cubría con las sábanas y me arreglaba las almohadas.

- Hija, tu también eras muy traviesa de niña - dijo entonces, dedicándole una mirada humorística a mi mamá - y también fuiste a rodar y tuve que llevarte al médico a todo correr. ¿No lo recuerdas ahora?

Mi mamá cruzo brazos y piernas en un apretado nudo. Mi abuela se sentó junto a mi y me rodeó con su brazo. Me apoyé en ella, reconfortada. El leve movimiento me envío escalofríos de dolor por la espalda. Vaya que la había hecho buena esta vez, pensé. Ahora que empezaba a estar menos confusa, noté que llevaba un enorme yeso desde el hombro hasta lo dedos de la muñeca, enorme y de un aparatoso color blanco. ¡Y como dolía! Tanto como para que prefiriera estar sin mover ni una pestaña mientras miraba a mi abuela y a mi mamá.

- Nunca te hice nada así - reclamó mi mamá. Abuela soltó una carcajada.
- Eras una brujita muy impertinente.
- No me llames así, por favor mamá.

Mi mamá tenía serios problemas con llamarse bruja. Durante su juventud, la había pasado muy mal por la gente que se burlaba de ella y de nuestras creencias. Incluso, en una ocasión, la habían despedido de un empleo por llevar sobre la Blusa su pentáculo de plata. Así que cuando se hizo mayor, decidió no seguir practicando el Arte y alejarse de cualquier tradición familiar. Era un tema muy tenso entre mi mamá y mi abuela, aunque sabía que esta última intentaba llevar la fiesta en paz. Pero en ocasiones, como ahora, no lo lograba.

- Es lo que eres.
- Es una creencia. Y puedo renuncié a eso, recuerdalo.
- Es tu familia y tu herencia. Parte de ti.

Mamá no respondió nada más y se limitó a mirarme nerviosa. Mi abuela suspiró, cansada - como si la discusión se hubiera repetido mil veces - y después sonrío. Un gesto dulce y melancólico que me pareció muy hermoso.

- Tu mamá era una brujita muy traviesa - siguió, a pesar de la inmediata mueca de desagrado de mi mamá -cuando era más pequeña tu, tendría nueve o diez, se fue a toda velocidad por la calle con su bicicleta y se estrelló contra una de las cercas del vecino. El doctor José tuvo que tomarle seis puntadas en la frente.

El doctor José era el médico de toda la familia desde hacía décadas y era muy viejo, casi tanto como Dios, solía pensar cuando abuela me llevaba para revisarme la garganta dolorida o la fiebre. Me pareció recordar haberle visto esa tarde, pero la verdad era que apenas recordaba nada. Y como ese blanco en mi mente me asustaba, decidí pensar  en mi mamá, muy chica y con la frente aparatosamente rota. Era una imagen sorprendente.

- ¿Seis? - pregunté - ¡Eso es casi toda la cabeza!

Mi mamá tuvo que sonreír. Ladeó la cabeza y me dedicó un guiño amoroso.

- Seis, imaginate. Justo aquí - dijo mi mamá mostrandome el nacimiento de su sien derecha - parecía uno de esos personajes heridos en las películas, que van con la venda floja...
- ¡Pobrecita!
- ¡Ah! ella ni lloró, tu mamá siempre ha sido muy fuerte - añadió mi abuela - esa misma noche llevó a cabo su primer ritual de Luna Llena. Y no le importó nada la herida.

Vaya, eso era importante, pensé asombrada. El primer ritual de Luna Llena que llevaba a cabo una Bruja, era con toda seguridad, uno de los momentos más importantes de su aprendizaje en el Arte de la Diosa. Era el momento de demostrar cuanto había aprendido hasta entonces y lo mucho que importaba para ella la Tradición. Pensé con nerviosisimo que quedaban algunos meses para el mio y me alegré que para entonces, ya no tuviera el yeso en el brazo.

Mi mamá apretó los labios pero no dijo nada.  Tampoco pareció especialmente disgustada. Simplemente suspiró y se quitó el cabello de la cara con un gesto lento.

- No quería decepcionar a nadie - explicó - además, era muy importante para todos.
- ¿Y para ti? - pregunté. Mi mamá me miró, con sus ojos verdes un poco nublados por los recuerdos.
- Para mi también.
- ¿Y estuvo bonito el ritual?
- Fue hermoso - interrumpió mi abuela - fue delicado, muy dulce, muy elegante. Todas nos enorgullecimos mucho de tu mamá y su aprendizaje.

Mi mamá parecía cada vez más nerviosa. Se llevó los dedos a la boca y comenzó a mordisquearse una de las uñas. De pronto pareció recordar que no estaba sola y dejó de hacerlo. Lamenté verla tan nerviosa y preocupada, aunque no me explicaba por qué el tema parecía hacerla sentir tan mal.

- ¿Te gustó hacerlo mamá? - pregunté. Lo hice quizás para que pudiera decirle a mi abuela que hacia mucho tiempo no recordaba eso y ya no era importante. Mi mamá solía decir esas cosas cuando yo le hablaba de mi aprendizaje y de cómo iba aprendiendo todo lo que mis abuela, tías y primas me enseñaban. Pocas veces admitía haber hecho cosas parecidas o incluso, atravesado un aprendizaje semejante.
- Sí claro - dijo para mi sorpresa - me había preparado mucho para eso. Ninguna herida me iba a detener.

Todas las brujas se preparan mucho y con gran cuidado para su primer ritual de Luna Llena. Aprenden invocaciones, recopilan leyendas familiares, leen los rituales de otros miembros de la familia. También cosen su vestido ceremonial, una sencilla túnica blanca atada con un trozo de tela a la cintura. Aunque todavía me faltaba considerable tiempo para hacerlo, ya yo había comenzado a reunir fragmentos de información, a memorizar invocaciones. Era una experiencia bella y profunda, difícil de explicar y mucho más de olvidar.

- ¿Y como fue?
- Llovía ¿Recuerdas? - dijo mi abuela junto a mi cabeza. Sin verla, sabía que sonreía - Esas lluvias extraordinarias de Septiembre de Caracas. Toda dorada y gris, con el sonido del viento cayendo a raudales desde la montaña. El jardín estaba muy vivo.
- Llovía, sí - dijo mi mamá y miró hacia la ventana, quizás a la montaña, hacia sus recuerdos - y todo estaba muy oloroso. Lleno de vida. Todo era precioso o al menos así lo recuerdo. Tenía tanto miedo...
- ¿Tu tenias miedo? - pregunté. Mi mamá era una persona siempre muy serena y callada. Jamás hasta entonces, la había imaginado como una niña pequeña, quizás tan nerviosa y torpe como yo. O casi.
- Mucho mucho - dijo mi mamá y sonrío. De pronto, los recuerdos no parecían dolerle tanto como siempre y eso me encantó - Temía equivocarme, decepcionar. Temía no hacer las cosas como se suponía debía hacerlas.

Mi abuela carraspeó la garganta. Mi mamá le dedicó una mirada casi furiosa.

- Mamá, no es fácil llevar sobre los hombros una tradición familiar más vieja que tu misma - dijo - ¿No entiendes? No sabía que esperabas de mi. O que podía hacer yo para satisfacer todo esto.
- No tenías que hacer nada - dijo mi abuela en un tono lento y espeso que pocas veces le había escuchado. Estaba preocupada. O como mínimo, muy cansada - Jamás te pediría otra cosa que fueras tu misma.

Mamá sacudió la cabeza. Mi abuela intentó moverse pero al hacerlo, sacudió un poco la cama y me quedé de dolor. Se quedó quieta donde estaba, acariciandome el cabello con ternura.

- Una bruja siempre es su mejor obra de arte - respondió mi abuela - todos los elementos extraordinarios, poderosos y misteriosos que la hacen única, salvaje, rebelde, inquieta. Que la distinguen como una mujer que cree en el poder de su pensamiento, que asume el poder de su mente. Y tu eras todo eso y más. Siempre lo has sido.

Nadie dijo nada por unos minutos. Me quedé muy quieta, impresionada y un poco desconcertada que ambas conversarán en esos términos. Por años, había sido consciente que mamá y mi abuela no se llevaban del todo bien, pero jamás había pensado realmente en el motivo. Me preocupó pensar en mi mamá con ese dolor a cuestas, esa sensación de perdida que al parecer llevaba a todas partes.

- Mamá, es muy fácil para ti decirlo - dijo entonces mi mamá - estás inmersa en tus creencias. Confias en ellas, las llevas como una banda de honor, bien visibles. Las amas, te sostienen. No para todos es tan fácil.

Mi tia J. me había contado que mi mamá siempre había sido una niña muy introvertida y callada. Y que eso, justamente, había provocado que las burlas y puntas de los demás por sus creencias le afectaran mucho. Al crecer, mamá había tenido que lidiar contra la sensación de ser distinta, de enfrentarse a esa normalidad aparente sin saber cómo hacerlo. Era un pensamiento triste, imaginarla tan perdida y abrumada. Quizás simplemente desolada.

-¿Por qué no lo fue para ti? - preguntó mi abuela. Agradecí que lo hiciera: también quería saberlo.
- Porque el Mundo real en ocasiones pesa demasiado - respondió mi mamá con una sencillez conmovedora - ser bruja implica aprender a asumir el riesgo de confiar, de ser vulnerable para ser fuerte. De recorrer el mundo aprendiendo y equivocandote a partir de la experiencia. Tropezar y caer. Creer que tiene sentido cada trapiez. Nunca pude comprenderlo.

Mamá siempre había sido una mujer perfeccionista y con mucho carácter, eso lo sabía. Mis abuela - la sabia, la bruja - solían contarme que mi mamá siempre se había esforzado por ser la mejor alumna, la mejor en su profesión, la mejor madre. Y que los pequeños desastres cotidianos, las caídas inevitables, le afectaban mucho más que a otra gente. ¿Ocurría lo mismo con la Brujería? ¿Temía que su confianza en si misma, en su capacidad para pensar, en la fuerza de su espíritu no era suficiente?

- La brujería no te exige nada, hija - dijo mi abuela, en voz baja y tierna - sólo te brinda la oportunidad de construir tu mundo a tu manera. Es una manera de sostenerte sobre tus miedos y debilidades. De continuar a pesar de todo. Y eso creeme, siempre lo has hecho. Siempre has triunfado en espíritu y en voluntad contra todo lo que ha intentado detenerte.

Supuse que mi abuela se refería al divorcio de mis padres, que había sumido a mi mamá en la tristeza. Y también, al largo camino de esfuerzos que mamá había recorrido para ser la mujer instruida y poderosa que era. Y no obstante ¿Por qué mi mamá no sentía que era suficiente? ¿Por qué mamá pensaba que esforzarse siempre y crear sus propias respuestas a los cuestionamientos más duros no era una forma de mirarse así misma con honestidad?

- Mamá, la brujería es una creencia que aspira a que nos enfrentemos al temor - dijo entonces mi mamá - lo hago sí, pero no siempre es...como lo imagino.
- Esa noche lo fue.

Se refería al primer ritual de Luna Llena, supuse. Mamá suspiró y se volvió a mirar otra vez por la ventana. La luz de la calle iluminó su perfil y de pronto, me pareció muy joven, casi frágil. Una mujer apenas recién nacida.

- Lo fue...porque sentí creaba algo bueno. Celebrar a la Luna Llena es también celebrarte a ti misma - respondió mi mamá - creer y construir una línea de conocimiento que recibes y tratas de perpetuar. Lo hice, justamente porque sentí merecía la pena, porque mi corazón y mi voluntad estaban puestos en eso. Porque era la Bruja que había soñado ser.

Jamás había escuchado a mi madre llamarse así misma Bruja y me sorprendió que lo hiciera. Lo hizo de manera natural, un susurro que de pronto pareció ser parte integral de si misma. Sentí que la emoción me cerraba la garganta y de haber estado menos dolorida, seguramente habría ido para abrazarla. Pero sólo la miré, asombrada por su sencilla y conmovedora fuerza.

- Hija, Celebrar a la Luna Llena te recuerda que estás unida no sólo a lo que aprendes, sino a lo que recibes como herencia y lo que brindarás como legado - respondió mi abuela - ¿No lo entiendes? No somos brujas por lo que hacemos, que es parte de nuestra capacidad creativa, sino por lo que pensamos. Por lo que somos capaces de emprender, avanzado entre dudas y temores. Las brujas siempre han luchado por lo espiritualmente complejo. Por lo intimo, por lo querido. Una bruja es una mujer que sobrevivió a su propia batalla, a sus heridas y las curó con aprendizaje.

Mi mamá no respondió, sino que se quedó muy quieta, aún mirando por la ventana. Y pude imaginarla, tan clara como si la hubiese visto, esa primera Luna Llena. Seguramente llevaría su cabello castaño trenzado sobre el hombro y el vestido blanco impecable atado a la cintura. Y llovía esa noche, había dicho mi abuela. Llovía y las ráfagas de agua caían como una pared blanca sobre el costado de la montaña, hacia nuestro jardín. Y la niña de ojos verdes avanzaba por entre el circulo de velas que apenas sobrevivían al aguacero, con la daga en una mano y la copa de cristal en la otra. Caminaba con seguridad, a pesar del barro en los pies, del viento contra la cara. Y miraba hacia la cúpula celeste, furiosa y gris, intentando ver la Luna. Sabiendo que estaba allí. Con esa fe inquebrantable de los soñadores. Con ese poder indómito de los decididos a conservar la esperanza.

¿No había actuado siempre mi madre de la misma forma? pensé adormilada. Mi madre, tan callada y firme, a mi lado siempre, a pesar de las tristezas y la desazón. Mi madre, abrazándome en nuestro pequeño departamento del Centro de la ciudad, reconfortandome, siendo un abrazo cálido, el amor intenso y silencioso, esa cómplicidad inevitable. Mi madre, siempre dispuesta a continuar el camino, a pesar de los tropiezos, del temor. De la debilidad.

- Sé es bruja en la debilidad que conduce a la fuerza - murmuró mi abuela. Y no supe si la había escuchado o soñaba que lo hacia - la Bruja en ti, siempre te guía. Y la mujer que eres, es su reflejo. No hace falta llamarse bruja para hacerlo. El poder de crear y continuar tu propio camino, siempre está en ti.

Soñé entonces que la lluvia cantaba y que la niña de ojos verdes podía escucharlo. Que levantaba la copa y la espada, que invocaba con voz firme viejos espíritus del pasado. Y la tierra se movía a su alrededor. Y la Montaña cantaba para ella. Como si el mundo fuera un sueño a medio recordar o mejor, un pensamiento a medio construir. La imagen misma de la fe que guarda un corazón enfurecido.

El corazón poderoso y siempre despierto de una bruja.
La fe de una hija de la Diosa.

***

Desperté con un sobresalto en la oscuridad. Y de nuevo tenía dolor. Me quejé en voz baja y de inmediato, mi mamá estaba allí, refrescandome la  frente con un trapo húmedo. Sentí su mano firme y cálida sobre el hombro, las mejillas. Su beso sobre los párpados hinchados.

- ¿Me voy a morir? - pregunté entre dormida y despierta. La escuché reír en la oscuridad.
- Las brujas no mueren, se convierten en rayos de Luna y voces en el viento - murmuró. Vaya que eso era una historia bonita. ¿No solía contarla mi abuela? Me acurrucé contra ella, a pesar que el movimiento trajo consigo otra oleada de dolor. Pero el calor y el olor de mi madre me reconfortó.
- ¿Eso es verdad?
- A menos no las mata caerse de una mata de mango.

Sonreí. Abrí un poco más los ojos. Los grandes ojos verdes de mi mamá - como de niña, de bruja - me miraron con calidez. Me sentí segura, querida. Parte de algo más grande de mi misma.

- Duerme otra vez - dijo en un susurro. Cerré los ojos. Más allá de la ventana el viento cantó.
- ¿La Luna canta en la lluvia? - pregunté en pleno delirio. Ella río.
- Eso tendrás que contármelo tu.

Pero ya yo estaba soñando, volando entre la lluvia tupida de un septiembre lejano. Unida a la Bruja muy joven de ojos verdes que invocaba el pasado. Siendo su futuro. Siendo simplemente parte de una historia siempre incompleta, a punto de escribirse de nuevo.

Siendo el tiempo nuevo a punto de nacer.




sábado, 30 de enero de 2016

Ventanas abiertas al infinito y otras historias de brujería.





Mi amiga Flor, era por lo general una niña muy curiosa. Por eso me sorprendió un poco que pareciera incómoda y desconcertada cuando le pedí venir al ritual de Sol que celebraríamos en casa el fin de semana. Aguardé, mientras ella al parecer intentaba encontrar las palabras para responder a mi invitación.

- A uno de los...rituales de tu familia - repitió con lentitud, como si le llevara esfuerzos armar la frase. Moví la cabeza, comenzando a impacientarme.
- Sí, a venir y celebrar el Equinoccio con familia ¿No te gustaría?

Antes de esa conversación, habría pensado que sí, que Flor aceptaría encantada no sólo la invitación sino también, la posibilidad de hacer todas las preguntas que siempre parecía contenerse cuando venía a casa de mi abuela - la sabia, la bruja - o conocía a una de las mujeres de mi familia. Siempre estaba muy atenta a todas las "rarezas" que ocurrían a mi alrededor y supuse que le encantaría descubrir un poco las costumbres de mi casa, que ella consideraba tan misteriosas. Pero la verdad, era que Flor se veía más nerviosa que otra cosa y cuando finalmente tomó aire para contestar, noté que además, tenía miedo. ¿De qué? me pregunté sorprendida.

- Oye, la verdad...no creo que pueda - empezó, balanceandose de un lado a otro como cuando una de las maestras de la Escuela le hacia una pregunta especialmente difícil - este fin de semana mi mamá quiere quedarse en la casa y no sé sí...
- Ella puede venir, también - le aseguré aunque eso último, tendría que conversarlo con mi abuela. Pero estaba casi segura que nadie de la casa se molestaría por recibir en nuestras celebraciones a la mamá de Flor, que solía obsequiarme con galletas y que siempre me traía a casa cuando abuela no podía pasar por mi. Era una buena amiga nuestra - la cosa es que creo que te gustará ver que hacemos durante los rituales, disfrutar...

Flor tomó una bocanada de aire y se quedó mirando fijo sus sucios mocasines de la escuela.  finalmente, noté que intentaba negarse de manera educada. La miré boquiabierta.

- ¿No quieres? - pregunté en voz muy bajita. Flor arrugó la cara, aún sin mirarme.
- A mi me gustaría - respondió a regañadientes - pero mi mamá...
- ¿Qué pasa con ella?
- Dice que todas esas cosas que hacen en tu casa son...peligrosas. Que puedo visitarte y ser tu amiga mientras no...
- Mientras no hagas cualquier cosa...de las nuestras ¿No? - completé con una extraña sensación de amargura cerrándome la garganta. Flor se encogió de hombros y por fin me miró a los ojos, muy avergonzada pero decidida.
- Agla, es lo que dice mi mamá. Yo he visto a Abu Celita y a todas las tias...pero mami... - carraspeó la garganta - no puedo. De verdad quisiera pero no me van a dejar.

Echó a correr por el patio del colegio y se perdió entre la multitud de alumnas que saltaban, reían y se empujaban unas a otras. Y yo me quedé allí de pie, sintiéndome muy desconcertada y sobre todo dolida, en carne viva. Como si las palabras de Flor me hubieran lastimado como ninguna otra cosa pudiera hacerlo. Intenté entender por qué la mamá de Flor, que siempre era tan amable conmigo, podía pensar esas cosas de mi familiar pero no encontré una explicación. ¿ Por qué llamaba "peligrosos" a los rituales de mi casa? ¿También pensaba lo mismo de las creencias de mi las mujeres de mi familia? ¿Por qué? El mero pensamiento me sacudió. Contuve las lágrimas, pero no pude evitar sentir una herida muy real en alguna parte de mi mente.

Flor no me dirigió la palabra el resto del día y al final de las clases, corrió a subirse al automóvil de su madre sin mirarme. Me quedé a solas junto a la enorme reja ornamental de la puerta de la Escuela hasta que mi abuela vino a recogerme, acongojada y furiosa. Me dedicó una de sus largas miradas apreciativas.

- ¿Todo bien? - preguntó mientras caminábamos por la avenida llena de gente. Me encogí de hombros e intenté disimular lo dolida y triste que me sentía.
- Flor no va a ir el sábado - le expliqué con aire despreocupado - tiene cosas que hacer.

Mi abuela movió la cabeza y continuó mirándome, sin responder. Me obligué a mirar a la calle, a mis zapatos, a cualquier cosa menos sus ojos muy abiertos y brillantes. De hacerlo no podría mentirle o disimular mi angustia. Pero tampoco quería decirle lo que Flor - su mamá, me recordé - había dicho. No quería herir a mi abuela como Flor me había herido a mi.

- Lo lamento, sé que estabas muy emocionada con la idea - comentó mi abuela, como al pasar. Me encogí de hombros.
- No importa.

Era verdad, claro. Desde que mi abuela había aceptado invitar a Flor, había pasado horas imaginando a mi amiga uniéndose a nosotras en el circulo de velas, escuchándonos cantar, quizás bailando junto a nosotras. Había sido una imagen preciosa que había detallado con los vivos colores de mi imaginación. Sentí que los sonidos de la calle me presionaban los oídos y me hacían sentir curiosamente sola y abrumada.

- ¿Todo está bien de verdad? - insistió mi abuela. Noté la preocupación en su voz. Tomé una bocanada de aire. ¿Qué más remedio tenía?
- No quiso venir - confesé por último - Me dijo que su mamá no iba a dejarla...
- Hacer un ritual con nosotras ¿No es así?

Me detuve. Mi abuela también lo hizo. Tenía una expresión triste pero serena. De pronto, noté esa fuerza suya, silenciosa, discreta y siempre tan brillante, muy cercana. Me tomó de la mano con un gesto tierno que agradecí.

- Sí - admití - ¿Como lo supiste?
- No es extraño. Tampoco inesperado - se lamentó. Seguimos caminando - no se trata de como piensa la madre de Flor, sino como la enseñaron a comprender lo que no forma parte de su vida.

Suspiré. Todavía me dolía recordar la forma como Flor había evitado mirarme y el hecho que aceptara sin más las palabras de su madre. ¿No le había hecho preguntas? ¿No había insistido para venir a casa? Quizás ella también creía que las tradiciones de mi casa eran peligrosas, me dije apesadumbrada. Quizás, hasta se había sentido aliviada cuando su mamá no le permitió ir. El mero pensamiento me lastimó y me dejó escaldada. ¿Como podía pensar Flor, mi amiga más querida, algo semejante?

- Mi niña, cada quien piensa y mira el mundo de la manera como vive. Y en lo que respecta a las creencias de los demás, no es diferente - me respondió mi abuela cuando le dije lo anterior - la mayoría de la gente teme lo que no entiende. Le asusta lo que no puede desentrañar, encajar en el transcurrir de su mente. No podemos culpar a nadie por no entender nuestra forma de vivir. Es injusto.
- ¡Pero Flor a venido a casa! - insistí, ahora sí con lágrimas en los ojos - ¡Ha comido las galletas de Solsticio! ¡Nos vio decorar la casa para la fiesta de los Ancestros? ¿Por qué ahora tiene miedo?

Quise decir muchas cosas más pero las lágrimas me sofocaron. Mi abuela se inclinó y me abrazó. Debimos ser una imagen muy extraña, la anciana y la niña, abrazadas en medio de los transeúntes que caminaban de un lado a otro. La multitud se abría rodeándonos y de pronto pensé en que a veces, se está muy solo en mitad del sonido de la calle, de la algarabía de todos los días. Fue un pensamiento muy nítido, cristalino. Y no sé por qué pensé también en Flor, que se veía tan angustiada esa mañana. Tan inquieta.

- La brujería siempre ha sido una idea malinterpretada, temida y estigmatizada - dijo mi abuela  mientras me acariciaba las mejillas calientes por el llanto - por siglos, mi niña, se le acusó de causar tragedias, daños y tragedias. Se acusó a las brujas de malignas, perversas y por supuesto, peligrosas.  La Iglesia, la historia no sólo señaló a las creencias de la Diosa como algo "malo" sino se aseguró que fuera el único punto de vista admisible. Por ese motivo la mamá de Flor y mucha otra gente, asume de inmediato que nuestras creencias son algo nocivo.

No entendí gran parte de lo que mi abuela me dijo, pero si lo esencial: para la mamá de Flor - y quien sabe si para ella - la Brujería era algo temible e inquietante. No podía imaginarme algo más desconcertante. Durante los dos años que había vivido en casa de mi abuela y aprendido sobre las creencias de la Diosa, me había asombrado todo lo hermoso y profundo que brindaba a mi vida. Era apenas una niña, la mayoría de las lecciones que recibía eran casi casuales pero había descubierto una fuente de sabiduría que parecía provenir de mi mente, de lo más hermoso de mi espíritu y esperanzas. Aún no sabía muy bien si llegaría a ser  bruja alguna vez - esperaba fervientemente que sí - pero de lo que si estaba segura era que la brujería me obsequiado un tipo de visión del mundo muy dulce y conmovedora. Creer y construir a partir de mi capacidad para soñar.

- Pero...¿Hay algo peligroso en la brujería? - pregunté. Echamos andar de nuevo en la calle. Mi abuela apretó los labios un poco, como siempre hacía cuando se disgustaba. Me arrepentí de haber dicho aquello - no es que yo lo crea, pero...
- Pregunta siempre lo que debas preguntar, mi niña - me interrumpió - y no te disculpes por hacerlo. El corazón de una bruja es indómito y se nutre de la sabiduría que construye a diario.

Eso me reconfortó. Porque sí, quería saber por qué la Madre de Flor consideraba mis creencias peligrosas. de hecho, comencé a preguntarme el motivo por el cual un pensamiento o una forma de comprender el mundo, podría ser una amenaza para alguien más. No entendía por qué nadie podía temer a las metáforas y sueños que podía concebir la mente de cualquiera.

- La brujería fue peligrosa porque contradecía la forma de mirar el mundo del poder de la Iglesia, mi niña - me explicó mi abuela. Me gustaba que jamás dejaba de responder ninguna de mis preguntas y que lo hacia, con toda seriedad, como si yo no fuera una niña sino un adulto como ella. Y lo hacía de manera compleja, sin intentar disimular o  atenuar la profundidad de lo que tuviera que decirme. Para abuela, no había preguntas simples ni tampoco respuestas sencillas.- Cuando la Iglesía comenzó a extender su poder por todo el mundo Occidental, las viejas creencias paganas, de los hombres y mujeres del campo, la sabiduría de las Hijas de la Diosa, contradecían esa visión de Dios que intentaban difundir. De manera que la condenó. La consideró "enemigo de lo Divino" y usó su poder para imponer esa perspectiva. Lo demás, es parte de la historia. Y es justamente lo que hace que tanta gente como la mamá de Flor aún tema a la idea de la Brujería. Lo que puede significar.

Todo lo que me decía mi abuela, parecía muy extraño en mitad de una calle concurrida, rodeadas como estábamos de hombres y mujeres que iban y venían de sus trabajos, niños que jugaban a la pelota, ancianos que fumaban con gesto indolente sentados en los bancos de piedra de la cercana plaza. Aún así, nunca agradecí tanto sus palabras, el hecho que se esforzara por mostrarme una forma asombrosa de ver el mundo. Apreté su mano, nerviosa.

- ¿Y la mamá de Flor cree esas cosas...a pesar que nos conoce? - insistí.
- Sí y es natural que lo haga: desde niña probablemente, le han dicho que la Brujería se opone a Dios, que se enfrenta a lo Divino como lo comprende. Que las brujas somos mujeres terribles y temibles, que nuestro Arte proviene del "mal". Nadie hace muchas preguntas cuando te insisten en un concepto absoluto, cuando no hay nadie para contradecirlo.
- Pero...
- Sí, nos conoce. Y es probable que luego de hacerlo, comenzara a hacerse muchas preguntas - me explicó - pero aún así, todavía no está segura. No sabe en qué creer. No sabe cómo comprender quienes somos. Así que hizo lo que le dictó su conciencia, que es tan válido como cualquier otra cosa.

Miré el cielo azul interminable que se abría en vertical sobre la ciudad. A veces, me preguntaba por que el mundo era tan complicado, por qué había tantas piezas sueltas en él. Otras, lo comprendía y lo asumía como parte de algo más grande que apenas comenzaba a entender.

- Me habría gustado tanto que ella y Flor vinieran - confesé por último - les habría gustado...se habrían sentido en casa. Como yo. Quizás podrían haber aprendido cosas y haber conocido que tenemos que decir las brujas de eso que me cuentas.
- Entiendo lo que quieres decir - respondió mi abuela. Y entonces, sonrió. Esa sonrisa suya traviesa que según suelen decir, yo heredé - y creo que es muy cierto lo que dices: se habrían sentido en casa. Tal vez...

Apretó el paso. Casi tuve que correr para alcanzarla, colgada de su mano. No sé por qué, eso me provocó risa. Mi abuela también río.

- Tengo una idea - me anunció. El corazón me saltó emocionado. Las ideas de mi abuela siempre eran buenas.
- ¿Qué?
- Tu espera y verás - me contestó - sólo espera y verás.


***

La mamá de Flor nos abrió la puerta con cierta torpeza. Después de todo, pensé agradeciendo la gentileza con una sonrisa, nadie nos había invitado ni mi abuela había anunciado nuestra visita. Simplemente llegamos al edificio donde Flor vivía y llamamos a la puerta, llevando un pequeño paquete bien envuelto entre las manos. La señora nos miró sin disimular en absoluto su incomodidad y su fastidio y nos explicó que Flor estaba con una de sus tías en ese momento.

- No se preocupe, no venimos a ver a la niña. Disculpe por llegar así - explicó  mi abuela, con su mejor sonrisas de fiestas mientras nos sentábamos en el amplio Sofá del salón - pero quería conversar con usted sobre algo muy importante.

Mi abuela Había dejado suelto y limpio su abundante cabello cobrizo para que le cayera sobre los hombros y llevaba un vestido largo de florecitas. Tenía el aspecto de una bruja venerable, pensé entusiasmada. Una bruja hermosa como la de los libros de mi casa. Imaginé que a la mamá de Flor eso no le caiga en gracia. Y de hecho, la Señora se había sentado muy tiesa al otro lado de la sala, con las rodillas apretadas y las manos convertidas en un nudo nervioso contra su vientre.

- Supe que Flor no puede venir con nosotros el sábado - dijo entonces mi abuela, sin darse por aludida - y me pareció que quizás se debió a que no la invité de la manera apropiada. Fue muy poco delicado que dejara que mi nieta lo hiciera, siendo que es una celebración familiar.

La madre de Flor tragó saliva. Nos miró a ambas con sus grandes ojos glaucos muy brillantes por la incomodidad.

- Le agradezco la amabilidad, pero lo que ocurre es que Flor...
- Que usted tiene miedo - completó mi abuela. Y lo hizo sin espavientos sin ninguna agresividad. La mamá de Flor enarcó tanto las cejas que se le confundieron con el nacimiento del cabello - es algo natural.
- No me malinterprete - farfulló - no es nada contra usted Señora Celia o la niña. Lo que ocurre es que...no creo apropiado...que...es decir, no está mal que ustedes hagan lo que hagan. Pero Flor...
- Le preocupa que practique brujería - dijo mi abuela. Y sonrío.

A la mamá de Flor se le quedó el rostro pálido. Se movió un poco en la silla y el sonido de la madera soportando su peso fue muy audible en el silencio. Miré a mi abuela, sin saber que hacer, pero ella sólo sonreía.

- Precisamente eso - dijo entonces la mamá de Flor. Se aclaró la garganta, pareció tomar valor - que bueno que lo entienda.
- Claro que lo entiendo, como madres siempre tomamos buenas decisiones por nuestros hijos. O lo intentamos - dijo abuela con enorme amabilidad - por ese motivo decidí venir y conversar con usted sobre el tema.
- ¿Sobre Flor?
- Sobre la brujería.

Si mi abuela se hubiera levantado y golpeado a la mamá de Flor en el rostro, la señora no habría parecido más sorprendida y furiosa. Comenzó a sacudir la cabeza, levantando sus manos delgadas y pálidas en un gesto desmañado.

- Mire, entiendo sea lo que usted crea, pero traer a este hogar...¿Qué hace? - La señora se levantó - ¿Me puede explicar que hace?

Mi abuela siguió con lo suyo. Con un gesto firme, había roto el papel que envolvía el paquete y ahora estaba dejando sobre la mesita de noche una roca, un poco de madera, una vela finita de color azul,  un incienso y un vaso lleno de sal. Cuando lo hubo colocado todo en un perfecto circulo miró a la madre de Flor. Mi abuela ahora no sonreía, aunque se le veía serena.

- Vine aquí porque aunque entiendo que nuestras creencias le parezcan incomprensibles, me pareció que en beneficio de la amistad de Flor y Agla, usted querría saber que se hace en mi casa y a que llamo brujería - explicó con paciencia - lo hago, en consideración a su amabilidad con mi nieta y que le tengo un enorme aprecio. ¿Desea escucharme?

La mamá de Flor pudo decirnos que no. Por un momento que lo haría, que se levantaría de un salto de la silla y nos pediría salir. Me asustó la idea: ¿Podría continuar siendo amiga de Flor si eso llegaba a pesar? ¿Querría serlo? En un único instante, recordé todas nuestras risas, los buenos momentos de conversaciones y juegos, nuestra complicidad y lamenté perderla. Me esforcé por contener las lágrimas. Mi abuela, a mi lado, se limitó a seguir mirando a la mujer con su habitual paciencia. ¿No estaba preocupada?

Me sorprendió cuando la mamá de Flor dejó escapar un largo suspiro y relajó la postura rigida. Parpadeó y de pronto, sólo era una mujer joven y cansada, con muchas cosas que manejar y sin tiempo para escucharnos, pensé. Sabía que luego de la muerte del hermano mayor de Flor, su mamá solía estar triste y agotada o eso me contaba mi amiga. Me pregunté si a eso se debía su aspecto frágil, como de pájaro, en la mitad de la habitación solitaria.

- Dígame lo que tenga que decirme - respondió en voz baja - lo hago porque quiero mucho a la niña y aprecio a su familia. Pero...no sé que espera yo le diga.

Mi abuela asintió. Se inclinó sobre la mesa y colocó las manos sobre los objetos que había traído con ella.

- La brujería es la creencia que cada uno de nosotros tiene el poder de crear algo bueno y poderoso gracias a la voluntad de su espíritu creador - comenzó mi abuela - somos Brujas, porque creemos que lo que nos rodea puede enseñarnos grandes lecciones, porque queremos aprenderlas. Porque creemos en lo visible y lo invisible de este mundo. Porque asumimos el poder de nuestra forma de pensar como un norte que seguir. Por ese motivo, miramos el mundo con ojos asombrados y muy abiertos. Por ese motivo, nuestro corazón es libre. Una bruja es un poder salvaje, de amar, creer y confiar. Eso he venido a explicarle.

Mi abuela encendió la vela. La mamá de Flor se revolvió inquieta en su silla.

- La brujería, mi querida, no es una herejía, sino una forma de crear pensamientos, ideas y formas de tener esperanzas - explicó - cuando una bruja enciende una vela, está reconociendo que la luz es una metáfora de su mente, de su corazón y de su espíritu audaz. De su poder de soñar y crear.

Miré a la mamá de Flor. Mirala la vela como quien contempla un espectáculo bochornoso. Suspiré ¿Tendría sentido todo esto?

- Una bruja es un corazón que ama, que teme, que se entrega por completo a la búsqueda de sus propios enigmas. Que recorre laberintos de conocimiento, que asume el riesgo de preguntar. Que no teme dudar, que no teme al dolor. Que se fortalece en los momentos de debilidad y se hace fuerte en lo íntimo. Una bruja, es el poder de la Tierra, la voz del viento. El fuego de las historias. La humildad de esta vela encendida.

- ¿Por qué me dice todo eso? - gruñó la mamá de Flor - puede creer lo que quiera, pero no es necesario que yo lo haga.
- Tampoco yo se lo pediría - dijo mi abuela. Tomó el incienso y lo encendió también. El olor fresco del bosque flotó a nuestro alrededor, se enredó en nuestro cabello - lo que si le pido es que entienda que somos distintas, usted y yo, pero aspiramos a lo mismo. Creemos en nuestra capacidad para crear y confiar, para luchar por lo que amamos, para proteger quienes forman parte de nuestra vida. Usted como yo, somos madres. Usted como yo, somos mujeres que sabemos el valor de la vida y el amor.

Cuando el hermano de Flor murió, muchos meses atrás, mi abuela había venido a visitar a la familia de mi amiga. Había sido una ocasión muy triste y que siempre me producía dolor recordar: Mi abuela había traído sopa y mucha ensalada recién preparada para la familia y también, se había ocupado de limpiar y ordenar un poco la casa junto a la mamá de Flor. Luego, ambas habían rezado juntas por la memoria de J., que había sufrido mucho por una larga enfermedad. Mi abuela, a pesar que no sabía ninguna oración Cristiana, había acompañado a la familia de Flor inclinando la cabeza y pensando en cosas hermosas para consolarlos a todos. "El consuelo reconstruye el corazón y te permite aspirar a la paz" me había explicado entonces, cuando le pregunté por qué lo había hecho. Esa idea me gustó.

Me pregunté si la mamá de Flor estaba recordando algo de eso, ahora. Miró a mi abuela con sus ojos claros brillantes por lágrimas secretas y movió la cabeza, como si le llevara esfuerzo hacerlo. Mi abuela simplemente espero, con su amabilidad de siempre.

- ¿Eso es la Brujería? ¿Tan sencillo? - preguntó en voz muy baja. De pronto se me pareció a Flor, una niña grande pálida y ojerosa. Mi abuela sonrió.
- Toda creencia es sencilla en esencia, muchacha querida - explicó mi abuela - en realidad, el ser humano es inocente y es ingenuo a pesar de todo. Toda sofisticación se queda corta cuando simplemente miramos a nuestro interior para buscar lo que une, en lugar de lo que nos separa. Para hablar el mismo idioma. Somos el mismo hilo de conocimiento, el mismo mundo radiante.

Con cuidado, mi abuela tomó las piedritas que había traído y las colocó de tal manera que formaran un espiral. Uno muy pequeñito que parecía brotar de la mesa de madera hacia el humo oloroso del incienso. Escuché el tac tac tac de las piedras con una sensación de extraña emoción, como si formaran parte de mi misma. Como si aquel símbolo fuera una forma de hablar misteriosa que casi podía entender.

- Todos somos hijos de la esperanza, de las buenas intenciones, de esa necesidad interminable de aprender y madurar - dijo entonces mi abuela - en mis creencias, el espiral es una metáfora de nuestro pensamiento elevado, de nuestra aspiración de fe. Y es justo lo que celebramos cada Equinoccio y Solsticio: que el recuerdo de nuestras diferencias sea mucho menos importantes que nuestras semejanzas.

La mamá de Flor abrió la boca para decir algo pero no lo hizo. La noté conmovida, confusa y emocionada. Mi abuela extendió la mano y tomó la suya con firmeza, como solía hacerlo conmigo. Me pregunté si para la señora, tan cansada y afligida, el gesto era tan tierno como me parecía a mi.

- Entiendo que desee proteger a Flor y es natural que lo haga. Pero recuerde que a nuestros hijos, le heredamos la fe, la esperanza y la pasión. Que el miedo se quede con nosotros, que no tenga más valor que el que deseamos otorgarles.

Mi abuela apagó la vela con la punta de los dedos, un truco simple que siempre me encantaba. Después recogió el resto de las cosas que había traído y las guardó en su enorme bolso. La mamá de Flor lo miró todo sin moverse.

- Lamento lo que dije antes, pero - suspiró - no es sencillo.
- Nunca nada lo es.

Nos despidió con un gesto compungido y lento. La miré alejarse por el pasillo de su edificio, cabizbaja y con los hombros hundidos. Mi abuela me pasó un brazo por los hombros y me besó en la mejilla.

- ¿Siempre va a estar así de Triste? - pregunté. Mi abuela miró el cielo azul Caracas, interminable que nos cubría, como yo lo había hecho días atrás.
- La tristeza es tan profunda como la alegría. Y nuestros miedos, también. Pero hay que siempre luchar contra corriente - me explicó - siempre avanzar con las manos abiertas y el espíritu en alto. Una bruja jamás se rinde. Una bruja siempre persevera. No siempre triunfa. Pero la mayoría de las veces aprende. Y eso es bueno.

***

De pie en medio del jardín desordenado de mi abuela, miré como mis tias cortaban la hierba del jardín para construir el altar donde celebraríamos al Sol. Me gustó el blanco de sus vestidos, el cabello trenzado alzado sobre la cabeza, ese entusiasmo tan radiante que parecía iluminar cada uno de sus gestos. Pensé en el origen de todos los rituales, como decía mi abuela, esa necesidad de entender lo desconocido, lo sublime, lo divino.

- Agla, allá en la sala te buscan - gritó prima M. cargando con una cesta llena de frutas. Me levanté de la roca donde estaba sentada, desconcertada.
- ¿Quién?
- No soy tu criada, ¡Ve a ver!

Eché a correr como un vendaval hacia la casa, no sin antes hacerle un gesto grosero a prima que esperaba mi tia no hubiera podido ver. Cuando entré en el salón, me quedé muy sorprendida de encontrar a Flor allí, de pie, muy nerviosa y sonriente. Durante los últimos días apenas nos habíamos dirigido la palabra y había llegado a pensar que simplemente nuestra amistad, había terminado. ¡Pero ahora estaba allí! ¡Y se le veía muy feliz!

- ¡Mi mamá me dejó venir! - me anunció. Antes de que pudiera decir cualquier cosa, se me arrojó encima y me abrazó - ¡Me dijo que podía venir!

La abracé, atónita y me eché a reir sin comprender que había sucedido. Flor se separó de mi y soltó una de sus carcajadas chillonas.

- ¿Pero como fue que te dejó? - pregunté. Flor parecía tan sorprendida como yo.
- ¡No sé! ¡Me dijo que sería una bonita experiencia! ¡Y me trajo!

Reímos otra vez. Quise decir muchas cosas, explicarle a Flor lo importante que era para mi que estuviera allí, el hecho que compartiría conmigo un ritual de mi familia. Pero Flor no estaba para eso: antes de que pudiera detenerla corrió hacia el jardín, agitando los brazos y llamando a mi prima M. - su favorita -  a gritos. Me quedé de pie, un poco aturdida.

- A veces, el primer paso es muy doloroso pero te lleva a alguna parte - dijo mi abuela. Había estado observando la escena desde la puerta de la cocina. La acerqué a ella,  aún sorprendida.
- ¿La convenciste que dejara venir hoy? No me lo pareció. No creí pudieras.
- No hice nada. La mamá de Flor decidió dejar el miedo. Un paso a la vez.

Me tomó de la mano y caminamos juntas hacia el jardín. Flor miraba con los ojos muy abiertos el espiral de rocas que las tías habían creado en el jardín. Hacia preguntas y saltaba por todos lados, muy entusiasmada. Sonreí.

- ¿Esto es la Brujería? ¿No tener miedo? - pregunté entonces. Mi abuela suspiró y sonrío, un gesto lento y melancólico que me llevaría años entender en realidad.
- Esta es la vida, mi niña. Crecer, avanzar, transformarnos. Volar.

El cielo más allá de la montaña tenía un tono opalino y nítido. Lo miré, escuchando a Flor reír, rodeada del olor de la canela quemada y las voces de mi familia. Y pensé que cada día, es un prodigio. Uno pequeño y secreto, por el que vale la pena vivir.

Aún lo pienso.

viernes, 29 de enero de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Enero: Chile.Vicente Huidobro.,





Que Vicente Huidobro sea probablemente el poeta más misterioso de su época, nadie lo duda. Tampoco, que es con toda seguridad uno de los autores más profundos de una generación de artistas que apostó por la búsqueda del existencialismo a través de la poesía y sobre todo, ese simbolismo enigmático que brindó a sus contemporáneos un insólito discurso estético. Pero Huidobro es también, una figura que asombra por el mérito de sostener una idea desigual sobre su obra, un hermetismo que sorprende por su belleza.    No en vano se le considera el precursor del creacionismo - ese movimiento estético desconcertante que vino a cambiar el lirismo latinoamericano -, una especie de ídolo iniciático que no sólo definió un estilo sino que lo dotó de una inusitada fuerza. El arte que se concibe así mismo restaurador e incluso, originario.

Innovadora y desconcertante, la obra de Huidobro es una singular combinación de talento, osadía y una rara sensibilidad que le permitió ser uno de los pioneros y renovadores de la poesía latinoamericana y poner a su natal Chile en el mapa de la nueva tendencia literaria de un siglo XX recién nacido. Huidobro no sólo asumió el papel de precursor de un tipo de poesía desconocida, sino también encarnó toda la tendencia en la que se cimentó. Tal vez se deba a que con apenas veinte años cumplidos, Huidobro debuta con "Ecos del alma", el libro que además de definir su estilo, lo revela como una voz singular y sorprendente en la poesía latinoamericana. Y es que la juventud del poeta, sumada a su visión profundamente artística sobre la palabra como puente - hacia el infinito, hacia si mismo - elabora toda una nueva propuesta. Esa mirada insistente del poeta que admira la realidad, la analiza, la teme y la plasma no sólo en el preciosismo de su poesía - por descontado - sino además, en su clara vocación de renovador insistente. Huidobro fue una bocanada de aire fresco en un género que hasta entonces, parecía regodearse por demasiado tiempo en sus apreciables triunfos.

El premio Cervantes José Manuel Caballero Bonald, analiza a Huidobro no sólo como un descubrimiento de lo que la poesía latinoamericana podía expresar - brindar, crear, construir - sino también como el líder involuntario de un recorrido inédito del continente hacia un planteamiento literario original. Para Caballero, Huidobro no sólo renueva - lo hace desde el origen, casi por un asombroso accidente - sino que tiene la audacia de recorrer el proceso creativo poético como algo por completo singular. Para el autor, Huidobro "Sondea en lo desconocido en busca de lo nuevo, un empeño que venía de Baudelaire y conduciría al creacionismo. Pero en La gruta del silencio, y sobre todo en la serie de cuartetos alejandrinos que jalonan el libro, se advierte todavía esa tonalidad simbólicamente visual que proviene del culto a la belleza de los parnasianos. Tal vez pueda afirmarse que el poeta atrabiliario, aturdido por la egolatría, experto en enigmas, ya intuía en 1913 que ‘toda poesía es un desafío a la razón”.

Y es que sin duda, el mérito de Huidobro procede justamente de esa habilidad para encontrar la cualidad cosmopolitan y Universal en la poesía que elevó su capacidad expresiva a un nuevo nivel. Eso, a pesar que la poesía de Huidobro tenía una clara connotación costumbrista y que se sostiene sobre un lirismo clásico tan refinado como elegante. No obstante, Huidobro tiene la habilidad de convertir su poesía en un vehículo para la expresión de cientos de matices, de elevarla más allá de lo académico para brindarle una lucidez crítica, que asombró a los críticos de su época pero sobre todo al público lector - escaso pero leal - que encontró en Huidobro una propuesta estética delicada pero también poderosa. Una audacia sobre el fondo y la forma que rápidamente le transformaron - al hombre, a sus poemas - en un símbolo de culto poético y sobre todo, en un epítome de lo que la poesía del continente podría llegar a ser.

Tal vez por ese motivo sorprende, que Altazor, seguramente la obra cumbre del poeta, nunca se reeditará en vida de su autor. Durante casi tres década, el libro permaneció oculto entre textos especializados y también, la curiosidad bibliográfica, como si el legado de Huidobro estuviera destinado a languidecer en medio del silencio. Asombra porque el nombre de Huidobro siempre sinónimo de vanguardia, una búsqueda sistemática de lo innovador incluso y a pesar de las corrientes en contrario con las que tuvo que enfrentarse. Huidobro concebía la poesía como algo más reflejo de la realidad, un testimonio fidedigno de lo que le rodeaba. Una especie de rebelión silenciosa y profunda que le permitió crear un tipo de poesía revulsiva que aún resulta fresca y sorprendente. El mérito del autor parece ser por tanto, esa cualidad suya de construir una visión consecuente de lo que la realidad puede ser - en contraposición a lo que es - que sin duda es el elemento distintivo de su obra y lo que hace actual no sólo su expresión técnica sino también, el conjunto de visión poética.

Polémico, osado y precursos, Huidobro logró sobrevivir al olvido, a las críticas y al temor que provocó su reconstrucción de la visión poética hispana. No sólo asumió el papel de nuevo rostro de la poesía cuando todos los viejos ídolos parecieron caer con el nacimiento del siglo, sino también, encontró una manera de abrirse espacio en el ocasiones sofocante de la tradición poética. Una y otra vez, Huidobro demostró el poder de la palabra como puente hacia una idea más compleja de la existencia y además logró construir una idea extraordinaria sobre lo que la poesía puede ser. Casi noventa años después de su proeza, sus logros aún revisten enorme importancia y sobre todo, sostienen toda una comprensión de la poesía que gracias a su obra, tiene un enorme peso y profundidad. El aroma de esa aspiración a la belleza. Como le recuerda el hispanista italiano Gabriele Morelli  “Huidobro es un poeta de cristal. Su obra brilla por todas partes y tiene una alegría fascinadora. En toda su poesía hay un resplandor europeo que él cristaliza y desgrana con un juego pleno de gracia e inteligencia. Lo que más me sorprende de su obra es su diafanidad. Este poeta literario que siguió todas las modas de una época enmarañada y que se propuso desoír la solemnidad de la naturaleza, deja fluir a través de su poesía un constante canto de agua, un rumor de aire y hojas y una grave humanidad que se apodera por completo de sus penúltimos y últimos poemas”.

Una poderosa visión sobre el futuro literario y también, de la manera de crear a través de la poesía.

¿Quieres leer las obra completas de Vicente Huidobro en formato PDF? déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te la envío.

jueves, 28 de enero de 2016

Confesiones de la Loca Neurótica: Todo lo que debes saber sobre el trastorno de pánico y un poco más





Hace unas semanas, caminaba por la avenida que cruza la calle donde vivo cuando me detuve para no pisar una raya transversal en el pavimento. Sí, así de tópico y melodramático como suena. De hecho, retrocedí un par de pasos para rodear la grieta y continué mi camino apresurada, un poco avergonzada por mi comportamiento. Sentí el inevitable aguijonazo de angustia que me suele golpearme luego de hacer semejantes cosas, pero extrañamente, también alivio. Después de todo, esa ansiedad brumosa y la mayoría de las veces punzante que me agobia, se dio por bien satisfecha y por el momento, pude controlarla bastante bien.

Mi amiga P., que me acompañaba, me miró con la ceja arqueada y una sonrisa ligeramente maliciosa. Al principio, no hizo ningún comentario al respecto pero, como suponía, no se pudo contener por demasiado tiempo. Inclinando la cabeza, me dedicó una mirada casi socarrona.
—Entonces, ¿te vas a saltar todas las rayitas de la calle? —me preguntó; tomé una bocanada de aire y seguí caminando— Oye, te lo digo en serio. Ese es un espectáculo…

Me detuve. Me sequé las manos empapadas de sudor en el pantalón y tomé una bocanada de aire. Calma, me recomendé con esa sensación casi irreal que suele invadirme cuando tengo conversaciones semejantes. Nunca resultará sencillo admitir que algo inusual ocurre contigo. Que no formas parte de esa normalidad un poco acartonada de todos los días. Que eres esa pequeña estadística a ciegas que nadie comprende muy bien.

—Me las voy a saltar todas, sí —le contesté; la voz se me escapó como un graznido, de tan seca que tenía la garganta por la vergüenza— y es probable que cierre y abra las puertas del automóvil más de una vez. Y que mire sobre el hombro, porque esté convencida que me persigan. Sufro de pánico, me atormenta montones de veces al día. Me cansé de disimular.

P. se quedó boquiabierta. Durante nuestros diez —casi once— años de amistad jamás hemos tocado el tema de lo que me sucede, de ese trastorno misterioso y en ocasiones inexplicable que me agobia casi a diario. Sí, ella sabe que algo ocurre. Sabe de mis largos períodos de depresión o de lo mucho que me cuesta interactuar socialmente. Que la mayoría de las veces no sé qué decir o que hacer cuando me encuentro con otras personas y que eso me produce un nerviosismo ingobernable. “Montuna” me llama entre risas. Sabe lo muy quisquillosa que soy, la facilidad con la que pierdo el control. Que soy de lágrima fácil y risa difícil. Que la mayoría de las veces prefiero no salir de mi casa para evitar manejar ese estrés persistente que me deja sin voz. Pero jamás le había puesto nombre a eso. Jamás lo llamé de ningún modo. Ni siquiera que admití que existía. Ahora lo hago, en plena calle, en un día cualquiera. Estoy temblando, quiero llorar, siento un miedo calcinante. Pero vamos, ya lo dije. Ya lo reconocí. ¿Qué pasará ahora?

—¿Qué me quieres decir con eso?
—Que sufro de un trastorno de pánico. Que siempre tengo miedo, estoy al borde de una crisis de nervios. Que a diferencia de ti y mucha gente, no puedo controlar mis niveles de estrés. Que puedo sentarme a llorar a gritos por cosas que no inmutan a nadie más. Que sufro de algo concreto y se llama así. Pánico. Eso es lo que quiero decir.

Echo a caminar de nuevo. Mi amiga me sigue los pasos, con una expresión súbitamente seria. No la miro cuando me llama por mi nombre, cuando lo repite en voz baja como una letanía. Cuando me toma del brazo, me suelto en un gesto impaciente.

—Aja mira, estoy loca —vuelvo a la carga—, eso es lo que pasa.
Suspira, se queda muy quieta. Pienso que lo más probable es que cambie el tema, que se ría, haga un chiste. Que mire hacia otro lado, que se burle. Que ni siquiera acepte que diga algo semejante. Que siga caminando para que la siga. ¿Qué haré si hace eso? Me digo con el súbito impulso de llevarme los dedos a la boca y mordisquearme las uñas. ¿Qué haré si simplemente todo este esfuerzo emocional de poner en palabras mi mundo privado no sirve para nada?

—Estás loca —repite. No es una pregunta. Me sorprende escucharselo decir.
 — Sí.
 — ¿Cuándo me lo pensabas decir?
Sacudo la cabeza. Seguimos caminando. Me toma del brazo y me hace caminar hacia un café cercano abarrotado de gente. Sin querer cuento los pasos. Veinticinco hasta la mesa más cercana, dos para rodearla. Me siento, con los hombros un poco hundidos y esta sensación de amargura que no me abandona. Mi amiga pide un par de tazas de café, algo para acompañar y yo me quedo allí, sin saber cómo continuar aquello.
—No es algo que uno vaya contando por allí.
—¿Por qué no? Seguro que lo escribes.
—Es distinto.
—No lo es. —Suspira. Mira al mesonero que deja el café y un trozo de pastel de aspecto un poco seco. Me irrita que la taza está fuera de ángulo dentro del platillo y que el cubierto en la servilleta está mal envuelto. Calma, me digo tomando una lenta bocanada de aire. Calma.— No es fácil. Pero bueno sí, algo me funciona mal.
P. toma un sorbo de café. Yo hago lo mismo. La mano me tiembla cuando me llevo la taza a los labios.
—Cuéntame lo que te parezca debas contarme.
—¿El ABC del loco furioso?
—Eso mismo.
Paladeo el café. Negro, muy azucarado, caliente. Mi favorito. Supongo que es inevitable ordenar las cosas de este modo, hacerlas comprensibles por el método simple de la recapitulación. Me encojo de hombros. Mi amiga me mira expectante.
—Dime las diez cosas que debo saber sobre esto que me dices.
—¿Sólo diez?
—Por ahora.
—Está bien.

Me quedo un momento en silencio y pienso que si tuviera que resumir la experiencia de lidiar con un trastorno como el mío de una manera simple, quizás debería comenzar por lo básico. Lo evidente. Lo que deseo que P. sepa, cómo es vivir abrumado y atormentado por el estrés y también, por ese miedo seco e irrespirable que la mayoría de las veces me acosa. Hacerlo comprensible, una lista de pequeñas ideas, como la siguiente:


* No puedo evitar sentirme así
Usualmente, cuando alguien sabe que sufro de un trastorno psiquiátrico suele preguntarme si no hay algún “método” o “terapia” para “controlar” los síntomas, como si se tratara de una compulsión, una reacción o algún comportamiento voluntario con el que puedo lidiar. Lo lamento, no puedo hacerlo. Lo deseo siempre, a toda hora. No quiero sentir siempre pánico, un miedo blanco y desconcertante que me corta la respiración, que me deja sin fuerzas, que me roba la motivación y la voluntad. Se trata del síntoma de un trastorno real, físico y medible, no de mi carácter blando, de mi malcriadez, de mi incapacidad para lidiar con la frustración. No puedo evitar sentir que mi mente se desborde, que el pánico y la ansiedad llenen los espacios de cualquier pensamiento racional, que algo abstracto y confuso literalmente me aplaste. Se trata de una realidad física, medible y abrumadora que muy pocas veces puedo evitar.

* Me aíslo a veces y no puedo evitarlo
Un trastorno de pánico la mayoría de las veces se transforma en un padecimiento invalidante que dificulta las relaciones interpersonales y sociales. Te atemoriza sufrir una crisis en público, las implicaciones y connotaciones que pueden provocar tenerlas. Temes perder el control, ser malinterpretado, juzgado, menospreciado. Las explicaciones, los detalles, admitir en voz alta que algo va mal contigo, que un peso informe y emocionalmente agotador te sofoca tan a menudo que te lleva esfuerzos lidiar con los aspectos más simples de tu vida. Así que decides evitar el riesgo. Dejar de frecuentar a quienes temer puedan notar lo que te ocurre. Quienes sin duda notarán ese elemento discordante en tu manera de comportarte. Te cierras a puertas y temores en un espacio controlado, cómodo y que en ocasiones, te resulta reconfortante. Hasta que se hace más pequeño, doloroso, hiriente.

* El miedo irracional es muy real para mí
Sí, sé que puede parecer exagerado y melodramático sentir que cosas simples como salir a la calle, regresar a casa de madrugada, caminar entre una multitud, me haga perder el control. Que me asuste tanto como para paralizarme y dejarme a ciegas en medio de algo informe y doloroso muy parecido a la desazón. Que casi siempre, me encuentre en la necesidad de huir, esconderme, decidir, enfrentarme al miedo cuando nada lo provoca. Pero créeme, para mi es muy real. Mi capacidad para afrontar el estrés, el miedo y la ansiedad es muy limitada y se trata de una reacción física contra la que la mayoría de las veces debo luchar. No soy cobarde, tampoco pusilánime. Simplemente intento enfrentarme lo mejor que puedo a esos límites invisibles y dolorosos de mi mente.

* No, no puedo contener, manejar o controlar un ataque de pánico
Un ataque de pánico es algo real, medible y físico. Son síntomas provocados por un trastorno a nivel mental sobre los cuales no ejerzo control. No puedo evitar perder el aliento, sentir que el pecho se me cierra con un nudo ácido y sofocante. Que todo mi cuerpo debe luchar contra el terror de algo que no puedo ver y que la mayoría de las veces no es otra cosa que el temor alimentándose de si mismo. Así que no me pidas “me controle”, “me calme”, “Me tranquilice”, “piense en cosas bonitas”. No puedo hacerlo, aunque lo deseara.

* Por escasos minutos es algo más fuerte que yo.
La ansiedad no me la genera algo específico, así que no puedo decirte que es con exactitud
La mayoría de las veces, una ataque de pánico no lo desencadena algo en específico, sino la suma de muchas cosas. O quizás nada en absoluto. Lo que quiero decir, es que no se trata de una reacción, sino un proceso que se desencadena desde una reacción física muy concreta —mi cerebro reacciona de manera desproporcionada al miedo, al estrés o al simple nerviosismo— hasta una perdida de control, en ocasiones muy violenta. De manera que no se trata que algo me “produce” ansiedad, sino que hay una serie de reacciones físicas que se desencadenan mezcladas entre sí y me provocan una reacción desmesurada de ansiedad y estrés.

* La mayoría de las veces que me excuso por no salir, asistir a esa reunión, responder a esa llamada, lo hago porque realmente no puedo hacerlo
En ocasiones, el trastorno de pánico puede llegar a resultar invalidante, un cuadro de agotamiento físico y mental con el que es muy complicado lidiar. Con más frecuencia de las que me atrevo a admitir, la ansiedad me provoca rutinas, tics, comportamientos obsesivos. Y también, me desgasta a nivel personal. Como consecuencia, evito cosas tan simples como reuniones sociales, paseos, llamadas e incluso algo tan banal como una conversación. En los momentos más bajos del trastorno de pánico, la posibilidad de interactuar con alguien más resulta abrumadora e incluso extenuante. No se trata de una decisión consciente, autocomplacencia o autocompasión. Mera supervivencia, digamos.

* Todo lo pienso cientos de veces. Tantas, que resulta abrumador
Usualmente, todo lo analizo cientos de veces. Me lo provoca la desmedida ansiedad con que debo lidiar. Analizo cada cosa, me pregunto si puede ocasionarme daño, si puede aumentar mi sensación de vulnerabilidad y descontrol. En los momentos más agudos del síndrome, tengo la sensación que necesito de hecho, repasar una y otra vez cada cosa que hago, que quiero hacer o que hice. Lo hago en un intento de encontrar un punto de seguridad. Un cierto equilibrio en medio del sacudón mental con el que debo lidiar a diario. La mayoría de las veces logro liberarme a medias de ese ciclo interminable de cuestionamientos, preguntas y respuestas. A veces, no.

* Son síntomas reales
Un ataque de pánico o de ansiedad es algo real con síntomas reales. No es sólo una reacción emocional. Tengo la nítida sensación de la inminencia del peligro. Que puedo enfrentarme a algo inaudito, grave o potencialmente mortal aunque nada me lo provoque. Las reacciones físicas a esa sensación son devastadoras y muy precisas: dificultad para respirar, para mantenerme de pie, dolor en el pecho. En más de una ocasión, un ataque de pánico puede confundirse con un infarto o alguna afección cerebral. Así de real es.

* No me digas que lo supere
Porque aunque lo intento, no es tan sencillo, no se trata de una decisión voluntaria o algo que pueda contener por un mero esfuerzo de imaginación. Se trata de un trastorno real, en ocasiones insoportables y la mayoría de las veces abrumador.

Sí, voy a mejorar
Y lo he hecho. Hay tratamiento médico farmacológico y terapéutico para recuperar el control de mi mente y de mis emociones. Y trabajo en ellos a diario, todas las veces y como puedo. No será pronto, no será por completo pero sin duda, será una forma de comprender mejor mi cuerpo y mi mente más allá de lo que el trastorno pueda significar.


P. me escucha sin decir nada todo el rato. En ocasiones le noto sorprendida, preocupada, pero para mi alivio, jamás me compadece o me mira con conmiseración. Simplemente me escucha, intenta digerir el caudal de información que le ofrezco, que intento comprenda. Cuando no tengo nada más que decir, me quedo paralizada y en silencio. Nos rodean tres tazas de café, otro plato de pastel y un poco de algo más muy cremoso y adornado que no recuerdo haber comido. A nuestro alrededor, el bullicio parece haber decrecido y aumentado por momentos. Ahora todo parece plácido y silencioso.
—¿Nada más? —dice con cierta sorna. Me encojo de hombros mientras tomo un pedazo de la cosa con crema pastelera que de pronto, me parece apetitosa.
—Nada más, por ahora.
—Hasta la locura tiene su método —comenta. Y se ríe. Y lo hace con toda naturalidad, a la manera que a veces esperas que quienes te rodean, se tomen este tipo de confesiones. Pero casi nadie lo hace. Me alegro que esta sea una de esas veces que sí.
—Uno complicado. —Comento. Sí, la cosa con crema pastelera está riquísima. Resulta impresionante lo mucho que puede mejorar el sabor de un primor de repostería el alivio.— Pero a veces resulta útil.
La conversación continúa, avanza finalmente por otras direcciones, se desvía hacia esa normalidad frágil y aparente que a veces se agradece. Y por un momento siento paz. Una cierta sensación de liberación. Quizás lo más abrumador de un trastorno de pánico sea justamente esa noción insoportable que pocas veces puedes disfrutar de disfrutar de esas pequeñas escenas simples, sin mácula y tan preciadas. Como si el mapa de tu mente estuviera en constante movimiento, destruyéndose y construyéndose a diario. Pero por hoy, el paisaje tiene un aspecto tranquilo y puedo sonreír, con esa plenitud discreta de las pequeñas cosas que agradecer y disfrutar.
C’est la vie.

miércoles, 27 de enero de 2016

De la incertidumbre a otras ideas: Diez libros sobre experiencias cercanas a la muerte.





Cuando tenía nueve años, pensé por primera vez en la muerte. Lo hice, luego que uno de mis primos menores muriera y el duelo embargara a la familia. De pronto, morir no era algo lejano, una imagen rudimentaria de un suceso que aún no entendía bien, sino un hecho que me ocurriría a mí. Que antes o después, en algún momento, dejaría de existir. Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos, pero si tuve una aterrorizante conciencia sobre mi propia vulnerabilidad, la sensación definitiva y abrumadora que moriría. Un primer atisbo de mi mortalidad.

La idea me aterrorizó. Tanto, como para provocarme pesadillas y terrores nocturnos. Por meses, me abrumaba el temor — real y muy cercano — que la muerte — su realidad física — esperaba por mi a cada momento. Era una idea que me acompañaba a todas partes, en la que no podía dejar de pensar. Eso, a pesar que era tan pequeña como para no comprender bien en que consistía el tránsito de la vida a la muerte y mucho menos, que debía comprender sobre la cualidad inevitable de la muerte. Finalmente, me atreví a preguntar al Sacerdote que confesaba a las monjas del colegio de Religiosas donde estudié, en un intento de calmar la dolorosa angustia que me atormentaba.

— La muerte es un misterio para todas las religiones y creencias — me dijo con su habitual tono amable — no sólo para la Cristiana. La humanidad entera ha intentado explicar por qué morimos y que ocurre una vez que sucede. Para soportar la idea de lo inevitable, para consolarse del miedo.
 — ¿Y que cree usted que pasa? — inquirí. Padre Antolin tomó una bocanada de aire, preocupado. A la distancia, me pregunto si intentaba decidir como explicar una idea tan compleja a una niña aterrorizada y menuda que lo miraba expectante. No debió ser sencillo.
 — Creo que vamos a algún lugar — no dijo “Cielo” y eso me sorprendió — que ese elemento que nos hace ser quien somos, se desprende del cuerpo y se une a algo más grande. Pero eso lo que “creo”. No lo que “sé”. Son cosas distintas.

Me desinflé de pura decepción. A pesar de mi corta edad, ya sabía que creer y saber eran ideas casi siempre contradictorias. Yo no quería decidir en qué creer, quería saber — con hechos, números, ideas, testimonios, lo que fuera — que ocurría una vez que nuestro cuerpo moría. ¿A dónde íbamos? ¿Sobrevivíamos a la muerte?

Antolín era jesuita y también, ecléctico y un poco científico. Por eso me agradaba tanto. A diferencia del ejército de monjas de la Escuela, solía responder a mis preguntas con enorme inteligencia. Había estado segura que también podría hacerlo con la más inquietante y dolorosa de todas. Cuando no lo logró, sentí una dolorosa frustración. No se lo dije, después de todo, lo había intentado.

 — Hija, pero es que nadie sabe realmente que ocurre al morir — me insistió. Me encogí de hombros.
 — Bueno, supongo que no hay nada que saber, entonces.

Esa idea también me aterrorizaba. Tendida en mi cama durante las noches, imaginaba un vacío primitivo e infinito, una nada sin nombre a donde iban a parar el alma (espíritu, personalidad) de los difuntos. No era una idea bonita ni poética y a pesar de mi corta edad, comenzaba a entender por qué nadie quería pensarla y preferían hablar sobre Cielos e infiernos. Incluso un castigo eterno era mejor que nada…¿No?
Un par de días después de mi conversación con Antolín, lo vi venir por el patio de recreo con un paquetito entre las manos. Me hizo señas que lo acompañara al fondo del del jardín y me lo entregó con disimulo. Lo sostuve, perpleja.

 — ¿Y esto? — era un libro, sin duda. Incluso envuelto en papel de periódico, reconocía la forma del lomo y las páginas ocultas. Antolin me hizo una seña para que lo escondiera. Lo arrojé en mi morral de inmediato.
 — Creo que te va a ayudar. O quizás no, pero bueno venga, lo mejor es que tengas toda la información que necesitas a tu disposición.
Me recomendó echarle un vistazo en casa y se alejó con su orondo paso de obeso por el jardín, fingiendo ignorarme. Me quedé desconcertada y curiosa.
Todavía no sé como pude contenerme durante las tres largas horas que restaban para salir de clases y poder abrir el paquete que Antolín me había obsequiado. Sí, era un libro. Pero uno como el que nunca había visto antes.
— Vida después de la vida — leí en voz alta. La portada era la fotografía de un paisaje luminoso y una figura humana a contraluz, avanzando hacia la luz. El autor, Raymond Moody, era un venerable señor de aspecto amable que aparecía retratado en la contraportada. ¿De que iba aquello? Cuando abrí el libro, encontré una nota de Antolín: “Nadie sabe que ocurre, pero al menos, hay gente que espera encontrar respuestas”. El corazón se me aceleró de emoción.

Leí el libro en apenas dos días. Virtualmente, no pude separarme de él hasta la última hoja. Y lo que encontré en él no fueron respuestas — quizás tampoco lo esperaba — sino todo un nuevo panorama sobre la muerte — el hecho físico — que sustituyó el miedo por curiosidad. Lo leí con avidez, sorprendida que nadie me hubiera hablado sobre eso antes — ¿Por qué debían hacerlo, en cualquier caso? pensé después — pero sobre todo, agradecida de encontrar algunas cosas nuevas en qué pensar sobre morir y no sólo ese vacío enorme que tanto me entristecía y me asustaba. Lo que el doctor Moody — su libro — me obsequió, fue una nueva perspectiva sobre un tema muy viejo. Algo sobre lo qué meditar y cuestionarme.

Antolín y yo nunca conversamos al respecto. Sobre el efecto que tuvo sobre mi el libro — el entusiasmo que despertó en mi mente, la necesidad de saber más sobre el tema — ni tampoco creo que él esperara que lo hiciera. Pero lo que descubrí gracias a él es que quizás — y sólo es una posibilidad entre miles, lo admito — hay algo sobre la muerte que aún no descubrimos, que todavía no ha sido respondido. Y la mera disyuntiva consuela mucho más que preciosas ideas poéticas y románticas sobre premios y castigos Divinos. O al menos en mi caso, lo hace, pienso con frecuencia. Me concede la posibilidad de asumir que la muerte no es el final, sino que nosotros — quienes somos — sobrevivimos más allá de cualquier idea que sea parte de nuestro mundo y lo que consideramos nos pertenece. Una posibilidad de esperanza.

Con el transcurrir del tiempo, mi colección de libros sobre el tema ha crecido mucho. También su variedad. Y me anima a continuar leyendo — e investigando — la misma idea que lo hizo a los diez años: la necesidad de comprender mi vida no sólo como un tránsito hacia la muerte sino algo más. ¿Y cuáles serían los libros que me han ayudado a sobrellevar esa fatalidad de la muerte, la idea recurrente? Quizás los siguientes:

Vida después de la vida de Raymond Moody:
Médico psiquiatra y licenciado en filosofía, el libro del doctor Moody es mundialmente conocido por ser la primera aproximación seria y muy cercana al método científico sobre la vida después de la muerte o su posibilidad. Para Moody, las experiencias cercanas a la muerte, son parte de una percepción mental y física que poco o nada tiene que ver con las creencias o la cultura del individuo sino con la comprensión de una experiencia extraordinaria sin precedentes. Su libro, que se convirtió de inmediato en un éxito de librería, fue el primero en analizar el fenómeno desde un punto de vista no dogmático, lo que provocó un fuerte debate religioso y conservador sobre su punto de vista. Acusado de intentar desvirtuar creencias y sobre todo, perspectivas y apostolados religiosos, el Doctor Moody insistió en que la muerte es un hecho físico y cuantificable y que lo que ocurre a continuación, también lo es. Para el psiquiatra, las experiencias relatadas en su libro — todas virtualmente idénticas entre sí, a pesar de provenir de personas de diferentes creencias, lugares y edades — demuestra que hay un componente común (una experiencia única) que construye lo que llamó “la teoría sobre el tránsito de la vida y la muerte”. El trabajo de Raymond Moody aún se considera pionero en el ámbito de la investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte y un inmediato referente al respecto.

Vida después de la Muerte de Elisabeth Kubler Ross:
Para la Doctora Kubler Ross, la investigación sobre las experiencias cercanas a la muerte, se basa en el método científico, por lo que su libro recoge más de 20.000 experiencias comprobadas de lo que llama “regreso a la vida”. Todos los casos incluyen los mismos elementos y que son de hecho, la base del trabajo de Kubler Ross: hombres y mujeres declarados clínicamente muertos que luego de varios minutos — incluso horas — despiertan o son reanimados. Kubler Ross demuestra no sólo que todos los pacientes entrevistados insisten en ideas y planteamientos comunes, sino que relatan la misma experiencia. En su libro narra los aspectos más importantes sobre el cúmulo de datos que obtuvo durante sus casi veinte años de investigación y además, estructura una teoría sobre lo que ocurre con el espíritu humano una vez ocurrida la muerte física.

Todos somos inmortales del físico Teórico Patrick Druot:
Patrick Druot, Físico teórico de la Universidad de Nancy y Master en física de la Universidad de Columbia, fue el primer científico en dedicar una completa investigación a las regresiones hipnóticas a vidas pasadas. Para Druot, el tema no sólo es una curiosidad en el ámbito psiquiátrico sino un verdadero esquema de comportamiento y percepción sobre la capacidad de la mente humana para reconstruir información sobre si misma. El libro, recopila una ingente cantidad de datos sobre regresiones que intentan demostrar la supervivencia de la conciencia humana después de la muerte y también, una aproximación científica sobre la posibilidad. Además, incluye el planteamiento que las experiencias cercanas a la muerte no son otra cosa que la primera etapa hacia algo más profundo dentro de la percepción de la conciencia del hombre que sobrevive a la muerte física.

Usted ya estuvo aquí de Edith Fiore:
Como el doctor Druot, Edith Fiore (socióloga y psicóloga de la Universidad de Miami) intenta demostrar la idea de la supervivencia de la conciencia humana a su muerte física a través del análisis de experiencias cercanas a la muerte y también, regresiones hipnóticas. En su libro, Fiore analiza las conexiones entre ambas ideas — que para la doctora se complementan entre sí- sino que además, describe su trabajo como terapeuta, en el cual utiliza las regresiones hipnóticas para analizar la psiquis y síntomas de sus pacientes.

Destino de las Almas de Michael Newton:
Para Michael Duff Newton, la supervivencia a la muerte es una idea sólo puede ser comprendida desde el punto de vista científico y jamás el religioso. Doctor en Psicología Consultora, Master certificado en Hipnoterapia y miembro del American Counseling Association Duff Newton teoriza sobre la muerte como un tránsito entre dos dimensiones físicas y también, experiencias sensoriales perfectamente medibles y cuantificables. Además, fue el primero en usar la hipnosis para analizar las experiencias cercanas a la muerte desde un testimonio unificado — desde la muerte física propiamente dicha al “despertar” médico, lo que convierte al hecho de morir en un proceso que puede ser comprendido desde el punto de vista médico.

Un camino hacia la luz en el umbral de la muerte de José Miguel Gaona:
Con prólogo del reconocido Raymond Moody, el libro de Gaona analiza las experiencias cercanas a la muerte sobre el hecho de los elementos idénticos que se repiten en cada una de ellas. Para el autor — Doctor en Medicina (cum laude) en la rama de Psiquiatría por la Universidad Complutense de Madrid — la supervivencia de la conciencia humana a la muerte física no se trata de una experiencia espiritual, sino a todo un compendio de datos médicos y científicos que suministran lo que parece ser una visión muy concreta sobre una experiencia idéntica común en todos los pacientes. En palabras de Gaona «Lo que nos estamos jugando al intentar comprender en qué consisten las ECM no es solo si existe vida más allá de la presente, sino también si podemos entender los complejos modelos de conciencia, incluyendo la percepción sensorial o la memoria, ya que estos procesos podrían estar enfrentados a los conocimientos actuales de la neurofisiología». En otras, la muerte como una estructura de conciencia que conduce a otra en lugar de simplemente un hecho físico cuantificable bajo aspectos médicos concretos.

Morir para ser yo de Anita Moorjani:
Anita Moorjani fue diagnosticada de cáncer terminal. Por meses luchó contra un complicado cuadro clínico, que finalmente la llevó a la muerte. No obstante, Moorjani “regresó” de la experiencia y no sólo recuperó la salud- lo que continúa siendo un misterio médico aún sin respuesta — sino que además, insiste en haber vivido una experiencia más allá el plano físico que permitió su completa curación. Anita no sólo describe una experiencia física y mental luego de su muerte sino también el conocimiento que obtuvo de ella y que ahora intenta transmitir y enseñar como parte de toda una nueva forma de comprender el tránsito entre la vida y la muerte.

La prueba del Cielo de Eben Alexander:
Quizás el libro más controvertido de esta pequeña lista. Eben Alexander III es un neurocirujano estadounidense, profesor de la Escuela de Medicina de Harvard y que luego de sufrir una experiencia cercana a la muerte en el 2008 (o como lo describe Alexander, un “despertar”) contó su experiencia en la que intenta demostrar que lo que vivió, es la prueba definitiva de la existencia de algún tipo de realidad una vez acaecida la muerte física. El médico no sólo describe de manera pormenorizada el grave cuadro médico que le sumió en un coma profundo por más de dos meses sino que insiste en señalar que su cerebro virtualmente “dejó de funcionar”, lo que le permite asegurar que toda su experiencia durante su período de inconsciencia demuestra la existencia de la vida después de la muerte. No obstante, el libro del doctor Alexander ha suscitado encendidos debates en la comunidad científica, además de recibir duras críticas sobre por la poca rigurosidad metodológica del libro. Acusado de falsear datos y ocultar información para el beneficio de la historia que cuenta, Alexander se encuentra en el incómodo terreno del cuestionamiento. A pesar de eso, el autor publicó en el 2014 un segundo libro sobre el tema El mapa del cielo: cómo la ciencia, la religión y la gente común están demostrando el más allá, en el que insiste en la necesidad de analizar las experiencias cercanas a la muerte como elemento científico irrefutable.

Yo vi la Luz de Enrique Vila Lopez:
La obra póstuma, resume más de treinta años de investigación de las denominadas Experiencias Cercanas a la Muerte. Como médico, Vila Lopez ejerció su profesión durante buena parte de su vida en el Hospital Virgen de la Macarena de Sevilla, lo cual le permitió obtener testimonios de primera mano sobre experiencias cercanas a la muerte. Para el doctor Vila Lopez, los testimonios parecían conducir a una idea única: la posibilidad que luego de la muerte física, ocurra un fenómeno muy concreto que asegure la supervivencia de la conciencia humana. Basado en el método científico, Vila Lopez recopiló testimonios y relatos hasta construir un planteamiento muy sólido sobre el hecho de la muerte física y la posterior experiencia sensorial que parece desentrañar una vez acaecida.

“Experiencias Cercanas a la Muerte de Pacientes Hospitalizados en Terapia Intensiva. Un Estudio Clínico de Cinco Años de Penny Sartori:
El libro resume la experiencia durante cinco años de Penny Sartori como enfermera de cuidados intensivos de los hospitales galeses de Singleton y Morriston y tiene la particularidad, de mostrar un punto de vista científico sobre la experiencia del personal médico durante experiencias cercanas a la muerte. Sartori no sólo recopiló testimonios de pacientes terminales y al borde de la muerte, sino incluye los recursos médicos que permitieron no sólo cuantificar la experiencia en términos instrumentales sino también, su personal punto de vista. El libro, escrito para la referencia y uso académico de enfermeras y otro personal médico dentro de la salas de Terapia intensiva, se convirtió de inmediato en un Best seller por su rigurosidad científica y cuidadosa investigación teórica.

A veces pienso que la muerte, es quizás el único hecho sobrenatural al que debe enfrentarse el ser humano. El único que no puede enfrentar realmente por medios científicos y tecnológicos y debido a eso, sólo puede imaginar y adorar con los brillantes colores de la esperanza. No es un pensamiento cómodo, lo admito, tampoco tranquilizador. Pero la muerte, en todo su misterio, quizás es una puerta abierta para cuestionarnos nuestra forma de pensar y ver el mundo, de asumir las ideas que lo crean y lo sostienen. Un reflejo fidedigno de nuestro punto de vista sobre lo desconocido y lo que nos produce terror. Un recorrido por nuestra manera de comprender la incertidumbre. Y quizás por ese motivo, es tan necesario el cuestionamiento, una mirada nueva sobre el tema. O sólo una perspectiva nueva sobre un viejo temor Universal. ¿Pueden ayudar este grupo de libros a eso? No lo sé, pero al menos puede intentar hacerlo.

martes, 26 de enero de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: La Salud en Venezuela, en medio de la incertidumbre.





Desde hace unos diez años, sufro de un persistente trastorno del pánico y ansiedad, un padecimiento psiquiátrico poco conocido y la mayoría de las veces malinterpretado. Se trata de una dolencia mental que exige medicación constante y también terapia. Necesito de ambas cosas no sólo para sobrellevar los síntomas — que en casos extremos pueden ser invalidantes y abrumadores — sino porque además, es la única manera en que puedo asegurarme de recuperar mi salud psiquiátrica. Una idea que me ha obsesionado por años y que últimamente considero indispensable en mi vida.

Pienso en todo lo anterior, mientras aguardo frente al mostrador de la quinta farmacia que visito intentando encontrar las medicinas que necesito y que al parecer, ya no se producen en el país. He recorrido no sólo las grandes cadenas farmacéuticas de la ciudad, sino también visitado algunos laboratorios fuera de ella, intentando encontrar al menos la dosis mínima de los medicamentos. La respuesta siempre es la misma “Tenemos más de cinco meses sin existencias del producto”, me responden unos y otros. Nadie se prodiga en explicaciones. Hay quien simplemente sacude la cabeza y me muestra uno de los anuncios colgados en la pared “Trabajamos con existencias mínimas”. Uno de los farmaceutas me explica que con toda seguridad, habrá algún que otro establecimiento que pueda disponer de un algún inventario casual, pero que en realidad es poco probable pueda encontrarlo. Lo dice en voz baja, desalentado. Preocupado.

— ¿Y tiene noticias si habrá distribución otra vez? — pregunto. El hombre evita mirarme cuando sacude la cabeza. Me extiende una tarjeta del local pero aún sin hacer contacto visual. Pienso en cuántas veces deberá responder lo mismo, ofrecer aquel consuelo insustancial.
 — Llama y pregunta. Pero lo dudo.

Continuo en mi periplo, aunque con mucha menos insistencia. Ya lo asumí, lo acepté con cierto escalofrío de angustia. No encontraré las medicinas — ni sus genéricos ni similares — muy pronto. Ni tampoco a mediano plazo. No lo haré porque la crisis de insumos médicos y medicinas en el país es tan profunda como carente de soluciones inmediatas. No sólo se trata que la administración pública carece de medios y recursos para enfrentar un problema cuya magnitud y complejidad aumenta a diario, sino que tampoco es una de las prioridades de la Venezuela chavista. Y es que mientras líderes, voceros y partidos políticos debaten a gritos sobre la próxima estrategia partidista, la salud Venezolana se desploma a trozos, en medio de un silencio oficial que aterroriza por sus posibles implicaciones.

Por supuesto, no lo pienso en términos tan complejos. Nadie lo hace en realidad. Sufrir un padecimiento crónico de salud — físico o mental — es un espacio solitario y silencioso, un suplicio privado que pocas veces se comenta en voz alta. De manera que la preocupación es un suplicio que se lleva a cuestas en privado, se enfrenta con los medios domésticos a los que se puede echar manos. O al menos, así lo era hasta que la crisis alcanzó cotas tan altas que rompió esa frágil pared de lo íntimo. Casi en un reflejo de esa ruptura, las redes Sociales — esa inmensa caja de resonancia del malestar nacional — se llenan de súplicas y peticiones. De interminables solicitudes de medicinas e instrumental médico. De pronto, parece que el país entero necesita hacer público el miedo, el pánico que los enfermos del todo el país han venido padecimiento durante meses, que soportaron con cierta discreción hasta que simplemente fue imposible seguir haciéndolo. Una lenta letanía de tragedias que se extiende más allá de lo virtual y alcanza lo cotidiano. Porque la salud en Venezuela pende de un hilo y todos somos víctimas probables y con toda seguridad inmediatas de una crisis de imprevisibles consecuencias.

— Quizás debas pedir las medicinas por Twitter — me comenta mi madre, preocupada — seguramente alguien nos podrá ayudar.

Lo dice en voz baja e inquieta. Hace cinco años, mi madre sufrió un pequeño infarto que la condenó a tomar de por vida el mismo tratamiento médico. Hasta hace poco, un servicio de encomienda privado le permitía traer desde Colombia el pequeño paquete de medicinas que necesita para sobrevivir. Pero luego del cierre de fronteras, el servicio desapareció. Mi madre, como yo, recorre cada semana todas las farmacias del ramo, las grandes cadenas, las pequeñas y familiares. Sin resultado.

— No es tan fácil mamá, la mayoría de las veces, es un mensaje sin respuesta.

Se lo digo sin melodrama alguno. Como usuaria de Redes Sociales, a diario leo miles de mensajes de suplica, interminables listas de solicitudes que pocas veces pueden ser atendidas. No se trata de falta de solidaridad: simplemente la crisis es tan profunda y dura de sobrellevar que incluso parece desgastar el último recurso. Los mensajes se repiten, llenan todas las vías de comunicación y difusión. Pero pocas veces tienen respuesta. No se trata sólo del hecho que la escasez es cada vez más profunda y peligrosa, sino que las pocas vías de resolución, también se agotan, son insuficientes. Incapaces de combatir una situación insostenible. Mi madre suspira, se aprieta las manos con nerviosismo.

— Entonces ¿Qué podemos hacer? — lo pregunta casi con inocencia. Y siento miedo de verla así, tan frágil, tan ansiosa. Pero sobre todo, de lo que puede significar ese nerviosismo, esa toma brusca de conciencia que estamos al borde de algo más grande. Contengo las lágrimas.
 — Vamos a seguir buscando.

Hace poco más de un año, el presidente de la Federación Farmacéutica Venezolana (FFV), Freddy Ceballos, aseguró que el desabastecimiento de medicinas en Caracas, alcanza 60 por ciento y que se agrava en el interior del país, donde roza un preocupante 70 por ciento. Fue la primera vez que se reconoció públicamente lo preocupante y complicada de las crisis médica en el país y que se le dio cifras reales a los anaqueles vacíos y los inventarios exhaustos. Doce meses después, la situación se ha hecho más profunda: hace una semana Ceballos insistió de nuevo en la complejidad e implicaciones de la crisis. Aseguró que de acuerdo a los datos que posee la institución que dirige, el país carece de inventario para 149 tipos de medicamentos. La lista incluyen medicamentos para la presión arterial, el asma en niños y adultos, diabetes, problemas en la próstata y cáncer. También hay una preocupante escasez en productos básicos como antiácidos, anticonceptivos o analgésicos como el ibuprofeno. Ceballos aseguró que Venezuela debería reconocer “la Crisis humanitaria” que padece y aceptar donaciones extranjeras, en vista que el gobierno parece incapaz de brindar soluciones inmediatas a la crisis.

Claro está, nadie necesita que la crisis sea declarada o reconocida, pienso mientras hago la fila en la sexta farmacia que visito en un sólo día, con la esperanza de encontrar las medicinas que necesito y las de mi madre. Desde hace más de dos años, el lento goteo de la escasez comenzó a sentirse en plena epidemia de Dengue y más tarde, con la mucho más agresiva de Chikungunya. Cuando la sufrí, me llevó un considerable esfuerzo comprar el Atamel — único medicamento que puede consumirse durante el peligrosísimo cuadro médico — y ya por entonces, se anunciaba lo que podría ser una crisis de proporciones inéditas en el país. Nadie — ni la cúpula gobernante o la oposición que se le enfrenta — parecieron preocuparse mucho sobre el tema. Nadie tomó previsiones o incluso, asumió palestra pública de defensa. La crisis simplemente llegó y convirtió la salud en Venezuela en una lucha dispareja y desigual contra la incertidumbre.

— No hay — dice el farmaceuta y como el anterior, evita mirarme a la cara. Mira hacia la larguísima fila a mis espaldas, hacia el suelo — y no creo que lo vayamos a tener de nuevo.

Cuando salgo a la calle, el miedo me cierra el pecho. Uno tan real que duele, tan simple que resulta difícil de explicar.

***

Participo en un grupo de ayuda para quienes como yo, sufren de trastornos psiquiátricos asociados con la ansiedad y el pánico. Del grupo de seis, sólo cuatro asisten hoy. El resto se excusa por cansancio, agudización de los síntomas. La doctora A., Nuestra psiquiatra, inclina la cabeza preocupada, entristecida, frustrada.

— Las medicinas son necesarias para mantener el ritmo — explica, en su tono de voz apacible y amable — pero bueno, supongo que por ahora, no es prioridad para nadie ese tipo de temas.

Hace poco, pensé en algo semejante. Lo hice, luego de sufrir una crisis de pánico tan fuerte que me dejó tendida en mi cama, llorando de miedo. El pecho cerrado en un nudo insoportable, la garganta seca y rasposa, la sensación de inminente amenaza. La respiración convertida en un hilo. Pensé en cuántas personas debían sufrir síntomas invalidantes como los míos en la Venezuela actual. Cuántos enfermos — del cuerpo y la mente — debían soportar la conciencia de debilitarse, caer un poco a diario, desplomarse por el mero hecho de no ser prioridad para nadie, de padecer el dolor insistente y demoledor de no formar parte de ninguna cifra oficial ni promesa de campaña- Es extraño, me digo, que mi salud dependa de las discusiones y debates políticos, del enfrentamiento diario. Pero en la Venezuela socialista, esa es la realidad, ese es el tema verídico. Es el reflejo de quienes somos y lo que sufrimos.

— ¿Piensa que habrá solución a todo esto pronto? — pregunta R., una de las pacientes.
 — Tenemos que encontrar una manera de seguir a pesar de todo — dice la doctora, esquivando hábilmente la pregunta — A veces la solución no proviene de afuera.

R., esposa y madre de dos, llegó al grupo por padecer de agorafobia y descubrió que se trataba algo más que una reacción natural al clima de inseguridad reinante en el país. Necesita los medicamentos para ser “buena madre” explicó en una ocasión, con las manos temblando, conteniendo las lágrimas. “Debo funcionar por mis chamos, más que por mi misma” agregó en esa oportunidad. Me conmovió su fortaleza a pesar de su fragilidad. Hace un rato, nos contó a todos que difícilmente puede controlar la ansiedad, que le lleva un esfuerzo casi insoportable salir a la calle, enfrentarse a esta Venezuela árida y violenta con la que debe lidiar. Me pregunto que ocurrirá con ella — con nosotros — de ahora en más.

— Tampoco es que estemos muriendo o algo así — dice L., otro de los miembros del grupo — hay gente…

Nadie agrega nada, ni siquiera la doctora. Todos sabemos a que se refiere. Hace dos meses, un niño de tres años enfermo de cáncer murió por no haber logrado encontrar el medicamento que necesitaba para continuar la quimioterapia. Días antes, la tía del niño — una conocida escritora — había suplicado por la medicina vía Redes Sociales, insistido hasta el cansancio intentando agotar todos lo recursos para lograr obtener el medicamento por cualquier medio a su alcance. Y fue la misma tía, la que anunció la muerte del sobrino, luego que no lo lograra.

No obstante, sólo es un caso de miles. Cada uno de nosotros conoce a varios, quizás decenas, perdidos en el anonimato cotidiano. La hermana de una buena amiga, murió cuando sufrió un infarto y no pudo recibir tratamiento en ninguna clínica de su natal Valencia. Uno de mis amigos más queridos, murió de cáncer cuando no pudo recibir el tratamiento de Quimioterapia en Venezuela y cuando logró viajar a otro país, era demasiado tarde. Una y otra vez, la situación es idéntica, el dolor también. Un ciclo interminable que no sólo se hace cada vez más habitual sino también, más peligroso, más duro de sobrellevar.

— Somos los anónimos, supongo — dice J., la más joven del grupo. Su trastorno de ansiedad es tan fuerte que tuvo que abandonar los primeros semestres de la Universidad y someterse a un tratamiento médico que le permitiera recuperar cierta normalidad — ¿A quién le interesa los locos cuando hay gente muriendo de cáncer, cuando hay enfermos de todo tipo agonizantes? No somos la verdadera emergencia, ahora.

Ni tampoco lo son, todos los que sufren a diarios pequeñas desgracias casi imperceptibles. Los que sufren de migrañas recurrentes, dolores crónicos, crisis de asma. Los que padecen cuadros estomacales sin mayor trascendencia, los que lidian pequeños achaques difícilmente mortales. ¿Qué ocurre con todos los enfermos que no forman parte de la estadística General? ¿Qué pasa con los miles de casos que no llegan a la palestra pública? ¿Que no forman parte de un RT de una personalidad reconocida ni tampoco, se hacen virales por mera casualidad de la visibilidad virtual? ¿Qué pasa con el niño asmático, el abuelo con diabetes, la mujer embarazada sin vitaminas? ¿Qué pasa con el hombre de la muñeca fracturada que no puede ser escayolada? ¿Que ocurre con la parturienta que no puede aspirar a un calmante para el dolor? ¿Qué pasa con la salud en Venezuela tanto como para los enfermos crónicos, terminales para quienes no lo son?

— Nadie quiere hablar sobre una crisis cada vez más grave e imposible de manejar — me dice J., médico general y que actualmente intenta emigrar del país. A cualquier país, suele decirme. “No puedo continuar lidiando con lo que realmente ocurre en Venezuela”, me dijo en una oportunidad — la crisis médica en el país se hará una emergencia humanitaria tan rápido que sólo lo sabremos cuando la tragedia sea insostenible. Me refiero a Hospitales y clínicas sin lo mínimo para funcionar y en cierre técnico. Emergencias cerradas. De dispensarios convertidos en locales vacíos…
 — Eso ya lo estamos padeciendo — le recuerdo. Mi amigo sacude la cabeza.
 — La verdad sólo hemos visto el comienzo de la crisis. Pero cuando la escasez llegue al noventa por ciento y lo hará, simplemente todos correremos un riesgo de salud crítico, inédito en el país. Te hablo que no sólo no habrá medicamentos sino que tampoco, a dónde acudir para recibir atención médica.
No sé qué responder a una imagen semejante, si es que hay algo que decir. De manera que me quedo en silencio, sintiendo un miedo real y ácido cerrándome la garganta. Mi amigo suspira, con rostro contraído por una mueca angustiada.
— ¿Qué ocurrirá entonces? — pregunto por último.
 — Nadie lo sabe. O nadie lo quiere imaginar.

***
La mayoría de los medicamentos que se venden en Venezuela, requieren divisas para su producción. El Gobierno mantiene una deuda con el sector desde el año 2012, que aumenta un 20% año tras año. Actualmente, el Gobierno no sólo dejó de suministrar divisas al sector sino que tampoco existe un plan que pueda permitir la recuperación de líneas de créditos, estructuras de producción y comercialización. En otras palabras, el sector salud en Venezuela se desplomó y no hay posibilidades ciertas de recuperación.

El panorama es hostil, duro de asumir y lo que es peor, implica que la crisis política transita el delicado terreno de nuestra vida privada, de nuestra salud e incluso, nuestra vida. Hablamos de algo real y concreto: No existen reales posibilidades y condiciones para que el Estado Venezolano garantice la salud de los ciudadanos. No existen planes y proyectos que intenten enfrentarse a la gravísima situación del sector salud, mucho menos forma parte de las prioridades reales dentro de un panorama político confuso. La salud no se encuentra en la agenda de ninguno de los extremos en disputa, tampoco la manera o el método de afrontar la severa crisis humanitaria que despunta y que sin duda se agravará en los próximos meses. Poco a poco, nos acercamos a una tragedia sin precedentes, en donde la salud del ciudadano no sólo está en juego sino directamente amenazada.

Recuerdo todo lo anterior aterrorizada por lo que pueda ocurrir. De a poco, comienzo a perder el control de mi vida o eso me parece: sufro crisis de pánico mucho más fuertes y con mayor frecuencia. Me abruma la sensación que pierdo poco a poco el control sobre mi vida. Cada día me pregunto qué ocurrirá después, qué pasará cuando definitivamente la crisis de la salud Venezolana ya no pueda ser disimulada, ocultada, menospreciada. ¿Habrá finalmente una respuesta oficial? ¿Una toma de conciencia de la gravedad de lo que soportamos?

Tengo miedo, mucho miedo. El miedo a la amenaza que supone no poder asegurar que conservaré mi salud, mental y física. De sortear un complicado camino de obstáculos para intentar — sin lograrlo, seguramente — mantenerme sana. Tengo miedo de este secreto a voces de una Venezuela indiferente, herida e hiriente. Tengo miedo de enfermar. Tengo miedo — y tanto, que a veces es difícil expresarlo — sobre lo que puede ocurrir en medio de una situación tan inédita como violenta. Tengo miedo de no saber como sobrevivir en medio de una crisis sin nombre, plagada de dolientes pero ningún responsable.

A veces me pregunto si Venezuela está rozando el límite de un conflicto social y cultural inimaginable para cualquier de esta generación desgastada y confusa a la que pertenezco. No lo sé, y quizás, esa gran incógnita en mitad de otras tantas, sea lo más preocupante.

Para leer:
Todo sobre la Crisis de Salud en Venezuela en ProDavinci.