jueves, 30 de abril de 2015

Pequeñas historias de locura: La feminista defectuosa.





Cuando era una niña, una de mis vecinas estaba obsesionada con el largo de mi falda. Cada vez que me veía caminar de mi casa hacia la escuela, se tomaba la molestia de salir y recordarme que estaba muy corta o tenía el largo correcto. Después siempre añadía “Recuerda que una es la piel que muestra”. Nunca le pregunté que quería decir quizás porque tenía una idea bastante clara sobre el motivo de su insistencia. Después de todo, crecí en un país de niñas “buenas” y “perdidas”, de “putas” y “decentes”. Así que no era tan inocente como para no imaginar hacia donde apuntaba el recurrente comentario.

De manera que cuando cruzaba frente a su casa, me detenía un momento para subirme la falda muy arriba de la rodilla, todo lo que podía sin mostrar la ropa interior — e incluso, a veces decidía hacerlo — y pasaba caminando muy despacio, para que la vecina no tuviera duda de cual era el largo de la falda, de la mucha piel que mostraba y de lo poco que me interesaba su opinión al respecto. La escuchaba gritar reclamándome “Te mereces tus buenos bofetones, mocosa malcriada” y luego corría para desaparecer en la esquina y soltarme la falda a su largo regular, un aburrido centímetro sobre la rodilla. La escena se repitió montones de veces y en todas las ocasiones, sentí un enorme placer infantil, absurdo y sin sentido de demostrarle a la vecina que podía llevar la ropa como mejor me pareciera. Y que sus insultos y gritos, me divertían antes que cualquier otra cosa. Pero con todo, la experiencia me demostró algo muy concreto: el mundo te mira con mucha atención. Tanta como para decidir ex profeso y de manera directa, como debes vivir tu vida. Incluso en los pequeños aspectos de cuanto remangas la tela de tu falda sobre la rodilla.

La idea no se me olvidó. La recordé por años. Con insistente frecuencia. Porque a medida que crecí, me tropecé con todo tipo de pequeños limites que imponía esa mirada insistente de la cultura donde nací sobre mi vida. No se trataba de que yo fuera especialmente rebelde o transgresora — no lo fui, de hecho — sino que en mi país, la sociedad parece obsesionada con el comportamiento femenino. Y yo comencé a transgredir ese límite, siempre que podía, de todas las manera que conocía. A hablar cuando no se suponía que debiera, a preguntar cuando debía estar callada. A leer lo que no debía, a interesarme por temas que una mujer de mi edad no tenía por qué discutir. A hacer cosas que se suponía, una mujer no debían interesarle. Gradualmente, descubrí que conservar mi identidad implicaba enfrentarme a una serie de opiniones y criterios sobre mi vida insoportables y que dibujaban un tipo de mujer imaginaria que jamás sería ni me interesaba ser. Preocupada y desconcertada por la idea, durante años me pregunté donde encajaba yo en el paisaje de lo femenino en mi país, cual era mi lugar en esa serie de estereotipos y tópicos que parecían excluirme y aplastarme. Nunca lo supe o mejor dicho, nunca encontré esa pieza que podía definirme, ese espacio que podía considerar propio en medio de tantos trozos vacíos de identidad e información.

Años después, ya en la Universidad, creí que lo encontraría. Por algún motivo, nada más llegar al campus, descubrí que era feminista, aunque yo no lo sabía y la verdad, no me interesaba específicamente serlo. Pero lo era. En la medida que comencé a interesarme en la inclusión de la mujer a nivel cultural y social. En mi preocupación constante por imaginar una sociedad donde todos los ciudadanos tuvieran los mismos derechos y deberes. No tenía nociones sobre filosofía feminista, apenas había leído a Margaret Adwood y un poco más y aunque era fanática Marcela Serrano, sabía que no era suficiente para considerarme activista de ningún movimiento político o ideológico en particular. Para entonces, ya era una mujer que sabía muy bien lo que significaba mostrar o no mostrar piel y lo que podía implicar. Pero más aún, era una mujer que había crecido en una cultura que parecía muy preocupada no sólo por el largo de su falda, sino también, por lo que decía — o no — , lo que esperaba del futuro — o lo que no creía formara parte de él — y sobre todo, por la manera en que me concebía a mi misma. Con el transcurrir del tiempo, descubrí que no sólo la vieja vecina gruñona parecía obsesionada por mi comportamiento sino que la sociedad, parecía mirar con mucha atención que hacian las mujeres de mi edad y de cualquier otra. Una idea que comenzaba a molestarme — cuando no irritarme — y que finalmente me abrumó cuando comprendí que no sólo se trataba de un pensamiento social — un deber ser difuso — sino algo más profundo, complejo y preocupante que pesaba sobre la mujer como un peso real. La tradición histórica que te obliga, el peso cultural que te deforma la espalda mientras intentas sostenerlo con dificultad. Porque al final de cuentas, todas las mujeres llevamos a cuestas un fardo de ideas que no tenemos una idea muy clara de donde pudieron haber nacido, pero que están allí, para recordarnos lo que se espera de nosotras, lo que se asume debemos ser.

Una de mis amigas Universitarias, solía insistir en que cada mujer encuentra un límite sobre su identidad muy pronto. En el largo de la falda — como insistía mi vecina — , en lo que puede o no hacer, en lo que puede o no aspirar. Era una feminista radical, de esas que suelen provocar chistes y burlas: llevaba el cabello muy corto, las axilas velludas, ropa muy ancha. Estaba convencida que cualquier patrón estético era una concesión al sistema, a la exigencia cotidiana de verte como “se supone debías verte” y le inquietaba que el resto no analizara el planteamiento de la misma manera. Solíamos sostener largos debates al respecto, que casi siempre terminaban en discusiones mal sonantes.

— ¿Qué tiene que ver que yo desee afeitarme bajo los brazos con la defensa de mis derechos fundamentales como mujer? — le pregunté en una ocasión, directamente. Me miró enfurecida y ofendida.
 — La publicidad alienante te hace pensar que tu cuerpo debe cumplir ciertos cánones. Que debes verte como un maniquí impúber. Eso es una imposición masculina, patriarcal, que trivializa la complejidad de tu cuerpo.

Pensé en el motivo por el cual me afeitaba debajo de los brazos: lo hacia por mera higiene. Nunca había pensado en si tenía un buen o mal aspecto. Si era algo agradable de ver las axilas desnudas o de hecho, era un espectáculo desagradable para el posible curioso de ocasión. Cuando se lo dije, me explicó que el origen del hábito era “la publicidad que quería empujarme al ideal estético” y que hacerlo, era una manera de asumir aceptaba un tipo de belleza “irreal”. No me dejé convencer.

— Me depilo porque quiero oler bien. Y en realidad el requisito es personal, no me lo pide nadie — volví a insistir. 
— Eso se llama programación social. Ya lo deseas aunque no sabes por qué — me explicó. Y había cierto tono de conmiseración en su voz cuando lo hizo.

La idea me preocupó pero seguí afeitándome las axilas por supuesto, mientras ella continuó negándose a hacerlo. Seguí preguntándose si mis ideas sobre aspiraciones laborales justas, de derechos idénticos para hombres y mujeres, tenían que ver con el tamaño de mis vellos corporales o la cantidad de maquillaje que utilizaba, la ropa que llevaba o como me veía, en lugar de cómo pensaba. ¿O todo estaba relacionado? ¿Me estaba perdiendo de una idea esencial que yo disimulaba bajo esa insistencia mía de no aceptar cierto tipo de ideas que consideraba incómoda? ¿Se trataba realmente de una programación cultural tan sostenida y retorcida que había llegado a convencerme que necesitaba una hojilla de afeitar y un labial? No lo sabía, pero la idea me preocupaba con frecuencia, me hacia sentir de nuevo aislada, un poco a trozos. Como que nada parecía encajar en su lugar en mi mente o en mi vida.

Cuando me recibí de mi primera licenciatura Universitaria — leyes — entré a un mundo laboral esencialmente masculino, vertical y levemente despótico. En el bufete donde comencé a trabajar como pasante a los veintiún año, sólo había dos mujeres más y ninguna, en una posición de poder dentro del escalafón administrativo. Cuando pregunté directamente el motivo a uno de los abogados con que trabajaba, me dedicó una mirada extraña y un brumosa.

— Pocas mujeres soportan este ambiente — me respondió.

No supe a que se refería hasta meses después, cuando decidí renunciar por los que supuse eran los mismos motivos por lo que lo habían hecho otras mujeres antes que yo. No soporté la restringidas aspiraciones laborales, el ambiente del club “de muchachos” que no admitía a una mujer que no se atuviera al estereotipo, por las escasisimas oportunidades para demostrar mi verdadera capacidad profesional. Para entonces, estaba lo bastante decepcionada de la licenciatura y del mundo de las leyes en general como para decidir abandonarlo. Pero aún así, renuncié al bufete no sólo por la frustración general y personal que me atormentaba por entonces, sino también por asumir la idea que el bufete no admitía mi visión de las cosas, que cualquier cosa que hiciera, tendría que atravesar esa serie de planteamientos e ideas sobre la mujer en las que yo no encajaba, en la que al parecer no llegaría encajar nunca.

Mi feminismo — o la idea que tenía sobre el concepto. en todo caso — entonces se convirtió en una idea permanente en mi vida, que afectaba y se relacionaba con todo lo que hacia, pensaba o decidía. Comencé a analizar de manera muy crítica lo que ocurría en mi país, en los ambientes y lugares en que me movía y sobre todo, en como me percibía a mi misma. Me dediqué a revisar la historia distante y reciente sobre la mujer y a preguntarme en voz alta, con una insistencia chirriante que no siempre era agradable, que necesitaba la sociedad en que vivía para aceptar que la mujer necesita obtener y disfrutar de los mismos derechos, de las mismas aspiraciones y opciones de futuro que cualquier hombre. Me obsesioné con las condiciones de trabajo, con las estadísticas académicas de participación de la mujer en Escuelas y Universidades, con la carrera de escritoras, fotógrafas, artistas. Con el hecho femenino en un país tan machista como en el que nací. Me uní a organizaciones y pequeños grupos de debate de ideas sobre la mujer, algunos muy radicales, otros muy analíticos y continué cuestionandome en voz alta sobre lo que debía o no hacer, para luchar por lograr mis aspiraciones, mi forma de analizar el futuro. De asumir mis reflexiones sobre lo femenino como una forma de mirarme al espejo de mi mente.

Y también continué maquillándome, afeitándome las axilas, negándome a “odiar a los hombres” por el mero hecho que la sociedad pareciera sustentada en una identidad masculina muy marcada. Más de una vez, varias de mis amigas me acusaron de “transitar una línea muy sencilla” sobre el feminismo y en varias ocasiones de ser “una feminista sin verdadera vocación de serlo”.

— No puedes luchar por tu derechos a medias ni por el reconocimiento sólo hasta donde te conviene — me reclamó alguien, cuando me negué a participar en un debate donde se le acusaba al hombre (en general) de ser el “culpable” de la opresión femenina — o eres radical o simplemente estás aceptando las imposiciones de una sociedad patriarcal.

Pensé en todas las veces en que había enfrentado a ideas machistas en mi país: la cultura de las mujeres putas, de las “de su casa”. De la mujer que no “debería leer mucho” o la que debe “darse su puesto”. Pensé en todas mis pequeñas batallas diarias, en el debate constante de idea que intentaba propiciar y sostener en cualquier lugar donde fuera. En todas las ocasiones en que había dedicado horas de esfuerzo a insistir en la necesidad que la mujer y el hombre pudieran comprenderse, asumir sus ideas mutuas como complementarias, en mirarme como un ciudadano a pleno derecho, no como parte secundaria de una ecuación binaria sobre género que no aceptaba y nunca admitiría en realidad. ¿Hacia menos consistente mi lucha, mi insistencia en las ideas, el hecho de llevar lápiz labial?

— No se trata de consistencia, se trata sobre el hecho por qué llevas maquillaje o por qué te peinas como lo haces — me reclamó una amiga de la época, que además consideraba escandaloso me autorretratara o incluso llevara el cabello con un corte moderno — cada concesión estética le resta solidez a la reflexión general sobre la mujer.
 — ¿No se trata de decisiones? — insistí — ¿No es toda lucha ideológica una insistencia en que tengamos las opciones para decidir lo que nos convenga? ¿Cual es la diferencia entre una cultura que te obliga a vestirte bajo determinados canones y la te obliga a que lo hagas de la manera contraria? 
— ¿Una feminista en zapatos altos y mini falda? ¿Te lo puedes imaginar? — se burló. 
— ¿Por qué no?
 — Porque la mujer no es un ideal estético. No debería serlo.
 — ¿Quien decide lo que la mujer puede ser? — insistí. No me respondió.

Nadie lo hizo, tampoco, por años. Y es que no se trata de una pregunta simple o quizás con una única respuesta. Se la formulé a profesoras, estudiosas del tema, especialistas en temas femeninos, amas de casa, estudiantes, profesionales. Para cada quien, la visión de la mujer parecía ser distinta y sobre todo, con alcances totalmente nuevos. Y sin embargo, la idea sobre la necesidad de enfrentarte al paradigma, de contradecir una cultura machista excluyente siguió pareciéndome necesario. Incluso de vez en cuando en zapatos de tacón. Muy pocas veces en minifalda. En realidad, pocas veces, juzgué determinante lo que llevaba o que me veía al momento de exponer mis ideas y descubrí que parte de mi necesidad de hacerlo en la manera como lo creía correcta era justamente demostrar — a mi misma y a quien quisiera escucharlo — que la lucha por los derechos femeninos es una idea que se basa esencialmente en un planteamiento básico: ¿Cómo se mira la mujer así misma? Me tropecé con planteamientos Darwinianos — el hombre y la mujer son distintos y siempre lo serán — evolucionistas, filosóficos. Pero insistí en preguntarme hasta que punto las mujeres nos hacemos preguntas sobre nuestras capacidades y visiones sobre el mundo sin que intervenga un debate sostenido sobre esa presión de lo que debería ser correcto o no, en la lucha de nuestros derechos.

Provengo de una familia de mujeres luchadoras, originales y muy conscientes de su lugar en el mundo. Mi madre, se obsesionó por años con la idea de “tenerlo todo” en insistió en ella por buena parte de su vida adulta. Era además de una competente profesional, una madre abnegada — o intentaba serlo -, una buena esposa, hija. Toda una serie de conceptos que mucho después, admitirían la agobiaron hasta límites que ella misma dejó de comprender. La sensación de “debo tenerlo todo” o mejor dicho “necesito tenerlo todo para no defraudar el concepto de la mujer total” la obsesionó hasta la extenuación.

— Cuando te crees en el deber de complacer una idea sobre quien debes ser, la complaces — me dijo en una oportunidad, mientras conversábamos sobre el tema. Pocas veces lo hemos hecho y esa ocasión, lo hizo casi con incomodidad, como si debatir sobre lo que quieres ser — o deberías ser — fuera un tema tabú para ella — lo haces lo mejor que puedes. Pero terminas comprendiendo que avanzas a ciegas. Que te empujas hacia adelante sin saber exactamente por qué.

Con los años, mi madre llegó a aceptar que no era todo lo buena madre que podría haber sido, ni tampoco todo lo buena esposa o hija que aspiraba a ser. También admitió — para sí misma, en esencia — que fue la mujer que habría deseado, allá por su adolescencia en plena década de los sesenta, cuando la necesidad de encajar en cierto molde la hizo replantearse su punto de vista. Y esa aceptación de no alcanzar a tenerlo “todo” — lo que sea que implique esa idea y más allá de ella — le trajo cierta paz que nunca llegó a lograr siendo más joven y sobre todo, más exigente con respecto a su identidad femenina.

— Uno insiste, por supuesto, en que si quieres ser una mujer “de verdad” necesitas complacer todas esas cosas que se supone debes tener — me explicó — pero resulta una gran estafa. Una que sólo notas y asumes cuando te encuentras desbordada, cansada y abrumada. Y no es una exigencia patriarcal, como te diría alguien si me escuchara. Es sobre la mujer sobre la mujer. La idea que es dificil de explicar sobre todo si te hiciste mujer pensando que era necesaria e incluso imprescindible.

Mi abuela, que también había intentando tenerlo “todo”, aunque quizás en la década equivocada, llegó a la misma conclusión pero a través de un recorrido totalmente distinto. En algun punto de trayecto, la madre de tres, ama de casa, lectora ávida y estudiante ocasional, descubrió que de alguna forma, estaba construyendo un punto de vista tan válido como cualquier otro sobre ser mujer. Eso, a pesar que mi abuela no profundizó jamás en el concepto del feminismo Institucional y la mayoría de las veces consideró absurdo una batalla entre los sexos. Cuando niña, su postura abierta e indepediente siempre me sorprendió y me desconcertó.

— Me gusta cuidar de mi familia. No sé si sea lo que se espere de mi o lo mejor que puedo hacer. Pero me gusta hacerlo. No me considero esclava de mis deberes o de ser madre. Lo soy porque quise y lo disfruto. Y lo entiendo como parte de mi vida, sin que eso me disminuya.

Mi abuela dedicó buena parte de su vida a la crianza de sus hijos y después, a disfrutar la vida a su manera. Siempre tuvo un pensamiento muy fuerte e independiente, opiniones muy concreta sobre los derechos de la mujer, una curiosidad de inestimable valor y posturas muy definidas sobre lo femenino y la mujer, fruto probablemente de su educación religiosa. También siempre se maquilló y se afeitó las axilas, llevó ropas vistosas y muy femeninas y disfrutó de cuidar de su aspecto personal. ¿Hizo menos realista su punto de vista sobre los derechos de la mujer, que defendió siempre que pudo y predicó con el ejemplo? ¿Fue menos contundente en su necesidad de asimilar la identidad femenina desde su punto de vista?

Pensé mucho al respecto mientras mi opinión sobre el feminismo teórico se transformaba, se amoldaba y se construía a medida que me hacia adulta. Por supuesto, como mujer, no puedes negar — mucho menos ignorar — que la cultura en que naces te obliga a tomar una postura muy concreta sobre lo que se intepreta por femenino, los derechos y necesidades de lo femenino. No puedes evitarlo cuando naces en una cultura que te condena por transgredir ciertas lineas morales invisibles, que educa al hombre para agredir, que te hace comprender muy pronto que el mundo es un lugar peligroso para la mujer. ¿Un sentimiento paranoico? Pareciera serlo hasta que debes cruzar una calle oscura y un hombre camina a unos cuantos pasos de ti y sabes, sin duda alguna, que podría hacerte daño. O lo imaginas. O lo temes. Lleves el cabello corto o largo, ropa holgada o minifalda provocativa. Porque la sociedad está construida bajo ciertos aspectos genéricos que parecieran amenazar a la mujer, hacer lo cotidiano una serie de conceptos agresivos.

Pero vamos más allá: ¿Cuantas mujeres pueden presumir que obtienen el mismo salario de su contraparte masculina? ¿Cuantas mujeres pueden decir que no han tenido que soportar acoso por el mero hecho de ser mujer? ¿Cuantas mujeres sufren de violencia de género porque la sociedad admite que es normal — incluso aceptable — que ocurra? Así que, por supuesto que hay motivos por los cuales es necesario luchar pero también, para hacerte preguntas en como debería ser esa lucha.

Tal vez, por ese motivo, mi pensamiento feminista se convirtió con el transcurrir del tiempo en algo personal, en una forma de mirar y comprender que no todo es tan sencillo como para analizarse bajo extremos básicos y mucho menos, bajo elementos únicos.

Probablemente, la escritora Marilyn French fue una de las escritoras con las cuales me identifiqué durante ese dilatado período de reconstrucción de ideas sobre el tema. Porque a pesar que French parecía insistir en ideas radicales — su frase “todos los hombres son violadores, eso es lo que son. Te violan con la mirada, con sus leyes y sus costumbres” la convirtió en un epítome del feminismo teórico — la escritora también analizó una idea sobre la que pocas veces se reflexiona. Reflexionó sobre hasta que punto, la “opresión” masculina no es otra cosa que una falta de interés en averiguar e investigar su papel como parte anónima de una sociedad prejuiciada. “La necesidad de los hombres de dominar a las mujeres se puede basar en su propio sentido de marginalidad o de vacío, no sabemos sus raíces, y la verdad es que los hombres no hacen nada por descubrirlas”, escribió. Una planteamiento que parece resumir esa necesidad de la investigación histórica y de la comprensión cultural como parte de esa noción del prejuicio contra la mujer. Y más aún, de abandonar la figura de la victima y el perpetrador, para pensar en la mujer y el hombre como responsables de su propia visión del mundo o mejor dicho, de la manera como lo construyen.

No es un tema sencillo, claro. No lo es cuando debes enfrentarte no sólo a lo que la sociedad espera de ti — o asume debes aceptar como canon de conducta — sino también a las mujeres que lo apoyan o lo contradicen. Una y otra vez, me encontré que no hay un lugar para las “feministas tibias” como yo, las que asumen la idea de lo femenino desde la inclusión — o intentan hacerlo, al menos — de las que continúan insistiendo en la necesidad de defender las ideas, a pesar de sus diferentes matices. O mejor dicho, de las que como yo, aún no saben exactamente donde encajan o incluso si deben hacerlo en alguna parte.

Y sin embargo, la respuesta no creo que deba ser una batalla por lo obvio o lo superficial. Insistir una y otra vez en las maneras como se lucha y no en esa necesidad de continuar expresando la opinión en voz alta, como sea que creamos convenientes. Con labial o sin labial, con las axilas desnudas o velludas. Asumir que es necesario la mujer comprenda su papel histórico, su importancia, la forma como se mira así misma, sus aspiraciones y necesidad de construir su futuro. Un planteamiento de ideas a su medida.

No lo sé, quizás estoy equivocada. O continúo enfocando el trasfondo de las ideas con excesiva sencillez. Así lo pienso a veces. O incluso, simplemente lo debato en mi mente como una de las tantas posibilidades de lo que puede o no ser esta necesidad de asumir un debate consistentes sobre mis derechos y quien quiero ser. Quien sabe si todo se trata de una postura insistente, asumida con esfuerzo, que crece al mismo ritmo que forma de comprender el mundo. No podría decirlo, la verdad.

Hace poco, encontré una de mis fotografías escolares. Era una niña delgaducha, de rodillas huesudas y que llevaba la falda unos pocos centimetros más arriba de lo que debería. Pensé en como me divertía hacerlo para contradecir a la vecina gruñona, en como me divertía demostrándole que el largo de la tela no tenía otro valor del que ella misma necesitara brindarle. A veces me pregunto, si no continúo haciendo algo parecido, mientras debato y me hago preguntas y cuestionamientos incómodos en medio del eterno debate feminista. No lo sé, me digo con una sonrisa, o quizás sí. Y parte de esa lucha es quizás la inconformidad insistente, esa necesidad de nunca dar nada por sentado. La eterna lucha de las ideas.

C’est la vie.

miércoles, 29 de abril de 2015

La raíz del miedo: El país en Escombros.



Cuando Aureliano Babilonia descifró finalmente los raros manuscritos de Melquiades, Macondo sucumbió al desastre. Un viento Infernal — o sagrado, según se le mire — azotó con fuerza el pueblo y comenzó a devastarlo. Palmo a palmo. Con una lentitud de pesadilla. Eso, mientras Aureliano descifraba su historia, asumía su lenta caída en el olvido. El último testigo de la debacle.

Últimamente resulta casi risible comparar a Venezuela con el pueblo literario de Garcia Marquez. Una fantasía barata que parece disimular la verdadera gravedad de una situación absurda que plantea al país posible como una imposibilidad de origen. Eso lo sé, por supuesto, pero no puedo dejar de imaginar ese último instante de Macondo cada vez que analizo la situación que atraviesa Venezuela. Esa sensación de desastre inminente, en la ruptura de la tragedia definitiva. Lo hago porque de alguna manera, somos los sobrevivientes a una debacle histórica, a un proceso incompleto y absurdo que conduce al país a una crisis de proporciones imprevisibles. Lo hago porque somos los testigos, los sobrevivientes inevitables. Los Aurealiano que miran como el transcurso del historia avanza hacia un desenlance inminente y peligroso.

Es difícil asumir que vives en un país al borde del caos. Que mientras el resto del mundo avanza hacia una idea de progreso más o menos realista, Venezuela se desploma en una especie de utopía fallida cada vez más vacía, quebradiza. Una reflexión que parece no sólo simplista — ¿Cómo resumes el conflicto Venezolano en una idea tan superficial? me pregunto a veces — sino incluso insustancial. Pero en realidad se trata de una perspectiva concreta: Venezuela se detuvo, dejó de transformarse. Parece mirar su propia existencia desde una visión estática, un estadio intermedio entre lo que fue y la promesa fallida. Un país que no termina de comprenderse y mucho menos, elaborarse como un planteamiento viable. Y en medio de eso, subsiste el ciudadano. El sobreviviente. Ese “pueblo” que el poder invoca a conveniencia y el cual parece sostener esa perspectiva sobre la sociedad posible. Y también, la gran excusa para la idea invisible sobre el futuro. La incertidumbre del gentilicio.

Pienso en todo lo anterior, de pie en una de las interminables filas que se extienden en las calles de Caracas. Espero para comprar un poco de detergente en polvo para lavar. Un producto prosaico que nunca pensé podría considerar imprescindible pero que ahora, forma parte de esa enorme variedad de pequeñas privaciones que todo Venezolano padece. Sacudo la cabeza, abrumada, preocupada, afligida. Una mujer unos metros más adelante, se vuelve para mirarme.

— No se preocupe Mija, seguro que hoy podemos comprar además de jabón, también arroz. Me contaron que hoy podría llegar — me informa. Y lo hace con una sonrisa de alivio. Intento agradecerle por la noticia, entusiasmarme quizás, pero no lo hago. Aprieto los puños y siento que el malestar — desconocido, turbio — de encontrarme atrapada en medio de una situación insoportable me sofoca. ¿Qué ocurrió en Venezuela para la resignación se convirtiera en inevitable?

Un amigo Argentino a veces me pregunta como puedo sobrevivir en un país sin expectativas. Me lo dice sin malicia, sino simplemente con ese asombro desconcertado de quien no puede concebir este tiempo sin tiempo. Esta soledad de razones y previsiones que es actualmente el país donde vivo. Nunca sé que responder, porque la respuesta no es sencilla o quizás no existe en absoluto. O incluso, se trate de simplemente asumir la idea que en Venezuela avanzas como puedes en medio de un desastre lineal que carece de sentido. Un pensamiento que abruma, que desconcierta, pero que sobre todo, define a mi generación y quizás a la siguiente: Dos décadas donde los Venezolanos hemos subsistido a base de sostenernos sobre los trozos de una promesa histórica rota.

— Hablo que no entiendo como trabajas sabiendo que no podés ahorrar para nada. Que no te podés dar un gusto, viajar, comprar ropa. Es como…avanzar contra la corriente sin lograrlo nunca — me dice — Es un pensamiento desesperante.

Lo es, desde luego. Lo es en la medida que comprendes que Venezuela es una especie de ciclo incompleto y retorcido. Una sociedad adolescente que obtuvo del poder el reflejo de sus aspiraciones inmediatas. Porque la promesa del Chavismo recién nacido se basó justamente en esa expresión del Venezolano por lo fácil, lo evidente. El Padre Estado, en esta ocasión con el puño de la ideología, golpeó fuerte. Destrozó los cimientos de una expectativa de futuro basada en la esperanza. Y transformó el mensaje político en un planteamiento por sí mismo. El país de la ideología barata, obsesionado con una diatriba política insustancial y carente de importancia. Y en medio de todo, una población sujeta a la limitación, que se acostumbró a sufrirla e incluso, asume el hecho de la restricción como necesario.

— No es tan sencillo como que tomas la decisión de trabajar y continuar a pesar de la incertidumbre — le respondo — es que lo haces porque aprendes a avanzar a pesar de todo. Asumes el riesgo de seguir aunque te parezca sin sentido.

Me aterrorizan mis palabras. Suenan un poco a resignación, me digo. Las recuerdo, de pie en la fila para comprar detergente, con la sensación amarga y abrasiva que perdí un elemento esencial sobre mi propia identidad como ciudadana. ¿Cuando me habitué a este espacio neutro? ¿Cuando asumí que era inevitable someterme a esta realidad difusa y movediza? El país que se esconde bajo el país de la propaganda. El país que se desploma a mi alrededor a diario. Y lo acepto, lo asimilo. Y como duele esa conciencia. Como sofoca ese pensamiento insistente de admitir que me encuentro — también — bajo el yugo de la ideología que aplasta la voluntad.

Hace diez años, lo habría considerado impensable. Fui opositora al gobierno de Chavez incluso antes que pudiera explicar por qué lo era. Incluso antes que resultara electo. Jamás confié en su discurso altanero, grosero, vivaracho. Jamás me identifiqué con su insistencia en la refundación de la República por medio de la violencia. De manera que me opuse a la ideología del revanchismo, esa que pareció aglutinar el odio latente en nuestra cultura y convertirla en poder político. Participé en manifestaciones, firme proclamas de dudosa validez, voté una y otra vez por candidatos en quienes no confiaba. Intenté hacer lo que estuvo en mi mano para oponerme a una idea de país excluyente y violento.

No lo logré.

Me sobresalta la idea. Como si la analizara por primera vez o mejor dicho, la asumiera como real luego de largos años de evitarlo. ¿Que perdió y que ganó el país luego de dieciséis años de enfrentamientos? ¿Que perdió y que ganó el poder luego de derrotar la disidencia, diluirla en pequeñas batallas interinas? ¿Que gané y que perdí en medio de una lucha ideológica que jamás me incluyó como ciudadana? Avanzo en la fila unos pasos. A mi alrededor, la multitud lo hace también. Y de pronto, tengo la sensación que todos somos piezas rotas de un único mecanismo. ¿Que perdió Venezuela luego de enfrentarse a si misma?

— El peo en este país es que nadie se queja y cuando se queja, le tapan la boca con un bozal de arepa — dice un hombre, unos pasos más allá de donde me encuentro — Este país tiene mentalidad de esclavo.

Alguien a su lado refunfuña. La mujer que camina frente a mi, sacude la cabeza. Un anciano le reclama en voz alta que se vaya con “su quejadera para otra parte”. El hombre suelta una carcajada, con el rostro enrojecido de la ira. O quizás de la vergüenza.

— ¿Entonces es chevere seguir haciendo Cola? ¿Es chevere aguantarte todo lo que está pasando y lo que viene? — ¡Mijo! ¿Pero que coño vas a hacer? — responde el anciano. Ahora buena parte de los que hacen fila, se alejan del pequeño grupo que discute. Nadie los mira, evitan mirar hacia el extraño duo del viejo y del hombre de pie en mitad de la acera — ¿Te vas a morir de hambre? ¿Te vas para la calle para que te maten como un perro? — O seguir votando por el Comandante eterno ¿No? — grita alguien, enfurecido — ¿Eso también? ¿seguirnos jodiendo con el chavismo? — Chavez ya está muerto. ¿Qué tiene que ver con esto? — Él lo causo — responde de inmediato el hombre -¿O ya se les olvidaron los quince años que nos calamos con el difunto? — ¿Quien habló de política? — Aquí todo es política — insiste — Todo es política barata.

Un murmullo de preocupación recorre a la multitud. Hay sacudones de cabeza, una voz insiste que “hay que mantener la calma”. Siento miedo, uno real y muy cercano, mientras imagino aquella misma discusión, extendiendose en todas direcciones en la ciudad, en el país. Esa desesperanza. Esa angustia mal disimulada, disfrazada de furia, de cólera y de frustración. Ese temor a la nada que viene después del enfrentamiento. Me imagino al país entero roto y herido, dividido en cientos de pequeñas facciones de la misma idea. En una dimensión impensable y mínima del conflicto.

— ¿Y tu que dices? ¿Calarte esto para siempre? — grita ahora el hombre. Señala la cola con el brazo extendido. Pero el gesto parece abarcar la calle, la ciudad más allá — ¿Calarte la cola? ¿Agradecer que aún puedas hacerla?

El anciano no responde. Voltea la cabeza y vuelve a su lugar en la fila. Los hombros rigidos, los puños apretados. El rostro tenso y empapado de sudor. Y de nuevo, imagino la misma escena repetidas cientos de veces. Una y otra vez. Cada vez más virulenta, más agresiva. Más superficial.

Porque al final, el hombre que grita también vuelve a la cola. Espera bajo el sol, como el anciano que se niega a mirarlo de nuevo. Como la mujer que llamó a la calma. Como yo misma, que tengo esta sensación inevitable de desgaste y temor. Porque el resentimiento está allí, latente, perenne. Y también lo está esa línea difusa entre la resignación y algo más absurdo, carente de sentido. ¿Que perdió Venezuela en medio de una guerra que jamás se llevó a cabo?

Más tarde, camino a casa llevando dos bolsas de detergente. Tuve que mostrar mi cédula y aguardar que alguien registrara mi nombre para poder hacerlo. Un sistema de control tan sutil como eficaz. Soy parte de un sistema ideológico que no me reconoce como ciudadana ni mucho menos, acepta que me le oponga. Pero aún así, lo sostengo. Lo admito. Lo acepto. Es un pensamiento que me abruma, que me hiere pero sobre todo, me aplasta. Y sin embargo, es real. Son una pieza en un mecanismo que se basa en la contradicción que lo alimenta.

George Orwell solía decir que el poder se sostiene sobre el miedo que pueda provocar. Y lo pienso, mientras camino por la calle repleta de una multitud que aguarda en silencio para avanzar. Los miro — me miro — y pienso que somos las víctimas de un tipo de presión histórica incomprensible, de un largo proceso sin sentido que nos convierte en dolientes de un país antes que habitantes. Un pensamiento desnudo y crudo que me deja sin respiración, a solas en esta sensación de mirar la debacle a cierta distancia.

Aureliano Babilonia comprendió que un viento de destrucción se abatía sobre Macondo. Y permaneció allí, con los manuscritos de Melquiades entre las manos, viendo como el final se alzaba quizás como un espiral luminoso hacia el cielo encapotado. Una escena que resume esa fatalidad tan simple de quien se sabe victima, de quien asume su lugar en la historia. Me pregunto como se mira el Venezolano, a medio camino entre la tragedia y la orfandad.

C’est la vie.

martes, 28 de abril de 2015

El país a la Periferia.




Cabrujas solía decir que Venezuela a un país en tránsito, en eterna construcción. Una visión a medio camino entre lo que se aspira — y nunca se logra — y lo que se imagina y no llega a concretarse. De hecho, para el maestro, nuestro país era una visión fragmentada, sin forma. Un gran rompecabezas con piezas faltantes. Lo mismo pensaba sobre el poder. Preguntado al respecto en una ocasión comentó: “El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley.”

Pienso en esa reflexión mientras me alejo de Caracas por unas pocas horas. La Venezuela a la mitad, la que nunca terminó de construirse. Siempre con pequeñas estructuras tambaleantes que nadie se ocupó de finalizar. Edificios, casas, pequeños negocios en la periferia. Mientras me alejo de Caracas, el país real se descubre, se muestra crudo, evidente, sin nada que lo disimule. Transito por una autopista construída durante la demonizada “Cuarta República” o lo que es lo mismo, los cuarenta años de democracia previos al Socialismo Chavista que ahora mismo gobierna. El automóvil en que viajo se sacude de un lado a otro cada vez que logra esquivar un agujero en el pavimento, pero no siempre lo logra. Con más frecuencia, el pequeño vehículo tropieza con el asfalto desigual, se hunde en la superficie zigzagueante y la remonta con esfuerzo. Me parece escuchar con claridad el crujido del metal del automovil cuando se bambolea con un repiqueteo crudo, cuando salta y rebota sobre la interminable y descuidada vía.

Mi padrastro conduce. Se toma las cosas con calma, aunque yo comienzo a irritarme y a sentirme profundamente abrumada por el simple hecho de avanzar en aquellas condiciones. Cuando se lo digo, sonríe, sin mirarme. Aprieta un poco las manos sobre la rueda del volante, sacude la cabeza.

— Te lo tomas muy a pecho. — ¿Cómo me lo debo tomar? — Esa frustración es muy Venezolana. Pero también la pataleta y el berrinche. Así estamos. Y no desde hace quince años solamente.

Vuelvo a recordar a Cabrujas. El dramaturgo más de una vez, se remontó al pasado distante para recordar el origen de la distorsión Venezolana. Su afición por el caos, el desastre, el dilema mal resuelto. Una Capitania General, un deposito de las verdaderas ciudades del continente. Ese pensamiento siempre me abruma, me ofende, me humilla. Lo hace porque quiero a Venezuela — es mi país, después de todo — y me fastidia asumir que somos un reflejo de lo que pudo ser una nación a pleno derecho. Que somos una cultura resquebraja, mal compuesta. Pero es así. No puedo dejar de pensarlo mientras seguimos avanzando por la soledad inmensa de la otra Venezuela — la que queda más allá de la ficción de Caracas — y contemplo el país de las esquinas. El país de las casas de ladrillo desnudo, de los niños regordentes y desnudos. De los perros hambrientos. De las gallinas que corren cuando escuchan el sonido del automovil al pasar. Y eso que apenas me he alejado unos kilómetros de Caracas, pienso. Y eso que sigue siendo un poco el lugar que conozco, el paisaje que puedo asumir como mio. Aún así, ya dejo de reconocerlo. No encuentro nada familiar en las esquinas abiertas, en las puertas entreabiertas, en los Venezolanos de rostro cansado que me miran desde esos parajes desarraigados. El país en trayecto.

— Pero no puedes negar que durante todo este tiempo se agravó — comento en voz alta. Abro la ventanilla. El viento fuerte me golpea la cara y también el calor. Hay algo nítido y frondoso en ese aire caliente y con sabor a metal. Y me gusta sentirlo — que lo poco que había en pie se vino abajo. Que lo poquísimo que Venezuela logró avanzar retrocedió.

Mi padrastro no dice nada. Es un hombre calmado, reflexivo y silencioso. Pero también un gran observador. Un hombre que a pesar de su origen humilde, jamás se dejó engañar por las promesas de un Chavismo que parecía dirigirse directamente a él. Cuando con diecisés años le pregunté sobre Chavez, torció el gesto y sacudió la cabeza. “Otro caudillo. Hay que tener cuidado con esa sonrisa de hombre amable que esconde el puño cerrado” me recomendó. A quince años de distancia, recuerdo sus palabras con respecto e incluso, un poco de temor. Los sensatos serán los profetas, pienso en un sobresalto, con el sol del mediodía en la cara y la autopista abriendose directa y recta al frente. ¿Eso es lo que escasea en este país?

— Ojalá todo fuera tan sencillo como quitar al Chavismo y que tome el poder el contrario — me dice. Jamás habla de oposición. Para mi padrastro, la oposición no existe, no le inspira confianza. Una vez, si lo hizo. Atendió a llamados y manifestaciones. Cerró su pequeña empresa por seis o siete días atentiendo a un paro que no funcionó. Pero el desencanto llegó pronto. La confusión. Ahora para él, sólo existe “la gente”. Los que temen, las victimas, los que sufren. La oposición sólo es un titulo entre tantos otros forjados por el chavismo. — Lo sé, sé que me dirás que el problema es la gente…que… — No. El problema es el país. Como lo miras, como se entiende. El país como todo lo que ves.

Levanta la mano, me señala a los pequeños grupitos de cabizbajos que caminan por la autopista. Hemos tropezado con ellos varias veces. Un hombre con pantalones de jean viejos y muy sucios, el pecho al descubierto. Una mujer llevando dos niños en brazos. Una muchacha muy joven que avanza con paso rápido bajo el calor, bisqueando por el resplandor del pavimiento. Todos tienen un aspecto cansado, abrumado. Y también resignado. ¿Se refiere a eso?

— No se trata de resignación. Esa palabra supone que toda esta población espero alguna vez que algo mejorara. Que el adeco que se apareció por aquí y se subió al rancho, le iba a solucionar el problema del agua. O el copeyano. Incluso el chavista. Pero esta gente, no cree en nada. Ni sus padres, ni sus abuelos. Somos un país rural, lo fuimos por tanto tiempo que nadie recuerda como ser otra cosa.

De nuevo, las palabras de Cabrujas me repiquetean en algún lado de la memoria. Para el autor, ningún Venezolano tenía mucha idea real sobre su aspiración de país e incluso de su identidad. Lo presumen como una idea que se crea así misma, que se completa con dificultad. En una ocasión comentó que: “Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo.”

Observo las pequeñas construcciones a orilla de la carretera. ¿Que tiempo histórico puedo interpretar de ellas? Todas son pequeñas cuevas, sin identidad, sin cimientos. Pequeñas construcciones para satisfacer la necesidad inmediata de vivir. La nada muda de un país arraigado en sus pequeños espacios sin nombre. El restaurant polvoriento, el local indefinible con una pintura caricaturesca en una pared. Los quioskos quemados por el sol que se multiplican a la distancia. ¿Qué piensa el Venezolano sobre sí mismo? ¿Cómo se mira? ¿Cómo se comprende? ¿Como establece esas necesarias relaciones entre lo que es y el lugar que habita? ¿Lo hace alguna vez?

— A esta gente no le importa quien gobierne porque todo será siempre igual — me dice mi padrastro en voz baja — antes o ayer, el panorama es el mismo. Nada le pertenece, la nada es todo. Así somos.

La idea me produce un escalofrío. Una sensación rarísima en medio del calor que me sofoca. Y es que me produce real terror el pensamiento que Venezuela será incapaz de comprenderse así misma, ahora y después, porque en realidad nunca lo ha hecho. Nunca se ha mirado más allá del presente que se mueve muy rápido, que se sacude de un lado. No existimos y de hacerlo, lo hacemos en la marginación. En un sueño borroso sin verdadero significado.

— Mira todas las vallas políticas que hemos pasado — me dice mi padrastro. Señala una que vamos alcanzando con rapidez. Es muy vieja, con los bordes amarrillos. Muestra al difunto Chavez con un aspecto rechoncho, vestido de militar saludando al viajante con rostro hiperterrito — todas le hablan a la gente que no tiene nada y nunca ha esperado nada. Y entonces, le dan una migaja. Una pequeñita. Una lo suficientemente significativa como para que la promesa tenga algo de cierto. “Aquí se construirá una casa”, “Aquí el Presidente hizo tal cosa”. Todo pequeño con una promesa enorme… — Populismo. — Esperanza — dije mi padrastro — les venden esperanza. Manipuladora, falsa, irrealizable. Pero es esperanza. Cuando no tienes nada, entonces la esperanza real o ficticia, es algo. Incluso el resentimiento, ese que Chavez utilizó también, se basa en eso. En la esperanza de lograr algo, de oponerse a algo. De vengarte del “que te quitó” la riqueza del país.

Cabrujas también comentó sobre el tema. Más de una vez, insistió que el resentimiento era un arma temible y anónima, latente en un país desigual: “Algún político del siglo XIX en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des “de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.” Pienso en todas las veces que el Chavismo levanta el dedo y acusa. Que culpa, que convierte al disiente en el rostro de un gran chivo expiatorio responsable de cualquier error y enmienda. Y de pronto, no se trata de una infantil vuelta de tuerca, sino una estrategia completa. La de crear un enemigo que “te arrebató la riqueza”. Recuerdo con preocupante detalle, todas las campañas presidenciales donde Chavez habló de Oligarcas, burgueses, pitiyanquis. No sólo son epítetos. Son rostros a quien culpar. El que te arrebató “lo que por derecho te pertenece”. El que te destrozó la esperanza. Esa misma que el gobierno vuelve a conjugar.

Almorzamos en un restaurante de carretera. La cocinera, que también hace de mesera, nos explica que no hay pan y tampoco refrescos. “Sólo agua con hielito” y que el menú se resume a unas cuantas arepas rellenas y empanadas de la mañana. Mi padrastro la escucha con preocupación.

— El negocio está duro ¿No? — le pregunta. La mujer suspira, sacude la cabeza. Tiene un aspecto árido en su delantal blanquísimo y el rostro rodeado por un trozo de tela apretado. — No se imagina mijo. La cosa esta bien complicada. Nunca me esperé esto. La cosa después que el Comandante murió, se puso feísima.

Se regresa a la cocina. La miro con los labios apretados. Mi padrastro me dedica una mirada preocupada.

— ¿Qué piensas? ¿Que ella tiene la culpa? — “Nunca esperó esto” — repito en voz baja — vota en reiteradas ocasiones por una misma opción y…¿No se esperaba esto? — ¿Cual es la alternativa? — Si un gobierno no funciona…¿Por qué seguir votando por él?

Regresa la señora con las arepas. A la mía — de jamón y queso — le puso un poquito de salsa rosada. “Para las niñas” dice con una sonrisa, toda dientes blandos. Cuando regreso a la cocina, un nudo de remordimientos y angustia me cierra la garganta.

— No todo es tan sencillo — insiste mi padrastro, entre mordisco y mordisco de su arepa — De serlo, el problema sería cambiar de Presidente. Pero aquí, simplemente lo que pasó es que Chavez tomó toda la desigualdad, el miedo, el rencor y le puso nombre. “Política”, “Chavismo”. Lo llamó “poder para el pueblo”. Y la gente sintió que finalmente se podría enfrentar a ese “otro” que tanto daño le hizo. Llámale empresario, gringo. Llámale quien sea. — Le dio las razones para odiar. — Las razones ya estaban. — Entonces Chavez las utilizó. — Sí, y las utilizó bien — toma un trago de agua. La cocinera ahora baila sola en el pequeño espacio entre el patio donde estamos y la cocina. Sonríe, a pesar del calor, la soledad, la tristeza. Y de pronto, en mi mente, ella es Venezuela. Ella es todo a lo largo y ancho, todas las miradas crédulas, toda esa sencillez de la aspiración política. ¿Que desea ella de un gobierno? ¿Que aspira? ¿Que necesita?

Además que, quizás no le pida nada, pienso mordisqueando el último trozo de arepa. Cabrujas, al menos, lo creía así: “Hemos aprendido a vivir mintiéndole al Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos, etc., todo se habría paralizado (…) No se trataba de un robo. Se podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”, probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal.”

Pienso en este país sin ley, sin limites. En ocasiones sin moralidad. En el país del cuanto hay pa’ eso. De cuanto me lo dejas si te paso alguito. El no vale yo te ayudo, si me das algo por debajito. ¿Que aspira el Venezolano? ¿Cómo mira al Estado? ¿Como lo comprende? ¿Como lo asume?

Llego a Valencia casi a la una de la tarde. Llevo a cabo mi pequeño trámite comercial — una fallida reunión con un cliente a quien no le termino de simpatizar — y regreso a Caracas con la última hora de la tarde. En esta ocasión, mi padrastro y yo no conversamos. Sólo miramos al frente, a la belleza extraordinaria de un atardecer de mil colores, a la montaña radiante de matices de verdad. Y me abruma la belleza de este país de nadie, de esta tierra anónima. De este país siempre incompleto y a escombros. Y siento dolor, una angustia muy definida. Una necesidad de comprenderlo sin poder hacerlo, sin lograrlo apenas. Una Venezolana que no logra asumir la distancia emocional de la tierra donde nació. Una extranjera en su propia tierra.

¿Quienes somos? me pregunto de nuevo, cuando Caracas empieza a aparecer por los bordes, desdibujada y plateada. ¿Quién es el Venezolano actual? ¿El de hoy? ¿El de antes? No lo sé, me digo mientras el aire húmedo del Valle me golpea la cara y pienso en el atardecer florido que acabo de disfrutar. ¿Cual es el rostro que se refleja en el espejo de la historia? ¿Como asumimos su peso real? Ya lo decía Cabrujas, me digo, un poco aturdida por haber recordado al viejo maestro todo el día: “La gran pelea es asumir la democracia. Sincerarla. Hay que enseñarle al Presidente de la República a que sea realmente demócrata. Nadie, en esta tarea, tiene derecho a colocarse en la acera de enfrente. Es importante elevar la discusión. Es importante que los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y los demócrata-cristianos piensen y actúen como demócrata-cristianos. Un cierto cinismo se ha apoderado de nuestros partidos. A veces, el cinismo se disfraza de resignación.”

Un país con la identidad resquebrajada. Ignorante de su propia historia y circunstancia.

C’est la vie.

Para leer:

El Estado del disimulo según Cabrujas

lunes, 27 de abril de 2015

Un debate interminable: ¿Por qué los fotógrafos subestiman a la fotografía?




Hace unos días, escribí un artículo donde analizaba los errores que todos los fotógrafos cometemos en nuestro aprendizaje. Se trataba también de una reflexión sobre algunas ideas que considero esenciales sobre la fotografía: la necesidad de asumir el crecimiento fotográfico como una experiencia personal, los elementos indispensables para crear y construir un lenguaje fotográfico y sobre todo, lo que significa para el fotógrafo la experiencia de captar el mundo en imágenes. Al final, el artículo resultó ser más una mirada a ese largo camino que todo fotógrafo atraviesa hacia el conocimiento y la expresión visual que otra cosa.

Como respuesta, recibí algunos correos con comentarios sobre el tema. Uno de ellos me asombro — y me entristeció — especialmente. Luego de identificarse como un fotógrafo de cincuenta y tantos años, mi interlocutor me preguntó con una franqueza desarmante, el motivo por el cual la mayoría de los fotógrafos jóvenes menospreciaban e irrespetaban la profesión. Lo hizo, sin hacer acusaciones ni tampoco señalamientos, sólo explicándome su particular punto de vista:

“Es muy triste notar como la gran mayoría de los fotógrafos jóvenes están convencidos que fotografiar consiste en tener una cámara carísima. O unos lentes que nadie más pueda comprar. La idea es mostrar que tienes un montón de herramientas que te hagan especial. O tomarse la foto más popular de una Red Social. La persecusión del Like, le llamo. No importa si todas las fotos son igualitas unas a las otras. Si viste el mismo amanecer tantas veces que te duelen los ojos. O el mismo punto de vista. Lo importante es tener tu público, ese grupo de desconocidos que ven esa foto allí y después la olvidan. Uno se termina preguntando entonces donde queda la fotografía de Cartier Bresson. O no nos vayamos tan allá: la de Larraín, la de Meyer. Durante cuarenta años — recién los cumplí ejerciendo — me dediqué a la fotografía como mi trabajo. Gracias a la fotografía me mantuve a mi a mi familia. Gracias a la fotografía conocí a mis amigos más queridos. Obtuve reconocimientos y premios. Vi el mundo. Uno dice entonces: le debo tanto a la fotografía. No es por la cámara. No es por el lente. Es por todo lo que me dio. ¿Donde quedó eso ahora? ¿Por qué los fotógrafos jóvenes se dedican a menospreciar tanto en vez de darle un nuevo empuje?”.

El cuestionamiento me tomó por sorpresa. No sólo se trataba de un análisis sobre el quehacer fotográfico desde un punto de vista muy sutil, sino también una inquietud legítima de alguien que asume la fotografía como parte de su vida, de la misma manera en que yo lo hago. Luego me entristeció profundamente no encontrar una respuesta al planteamiento de mi anónimo interlocutor. Y es que quizás, lo más doloroso de su análisis es asumir que realmente, la fotografía atraviesa quizás su período más popular pero también el más complicado y el más duro de atravesar. Porque mientras la accesibilidad de medios hace más fácil tomar una fotografia, los motivos por los cuales se fotografía se hacen más difusos, insustanciales e incluso, carentes de sentido. La herramienta se hace más simple, mucho más cercana, fácil de usar. Lo preocupante es pensar que esa facilidad también provoca que fotografía pierda su poder para evocar, para cautivar, para asombrar.

¿Qué hace realmente inolvidable una fotografía? ¿La herramienta que permite crearla o algo más poderoso que la sostiene? ¿Qué crea el lenguaje fotográfico? ¿Que sostiene la visión del autor, que intenta construir una opinión visual coherente por medio de una insistente búsqueda de metáforas creativas? Son preguntas que todo fotógrafo se hace alguna vez, sobre todo mientras avanza trabajosamente para encontrar una forma de expresar sus ideas visuales idóneas. Y es que la imagen, como esencia de lo que se crea, como elemento que refleja el mundo interior de su autor, tiene la capacidad de replantearse así misma, de asumirse más allá de lo ideal y construirse como un concepto real. La fotografía que expresa, pero también cuenta, analiza, denuncia, crítica. La fotografía como documento, como pensamiento. Como aspiración.

Por supuesto que, al contrario, también hay una serie de ideas que parecen oponerse a esa construcción — e interpretación — con respecto a la imagen. Como si la fotografía misma, en su necesario binomio de herramienta y concepto, provocara que el artista se cuestionara y se mirara desde una dimensión confusa, que le resta valor y peso. ¿Por qué fotografiamos? ¿Que hace a un fotógrafo serlo? ¿Que hacemos los fotógrafos para sabotear directa o indirectamente nuestra profesión? ¿Cuales son esas ideas que a fuerza de repetirlas parecen no sólo distorsionar el hecho fotográfico sino amenazar su importancia esencial? Pregunté a varios fotógrafos, estudiantes y entusiastas de la fotografía varias de las cuestiones anteriores y sus respuestas parecieron dejar muy claro, que la mayoría de las veces, los fotógrafos tenemos una enorme responsabilidad en esa visión que menosprecia la fotografía, pero sobre todo, en esa insistencia en minimizar el hecho fotográfico como mera consecuencia de la calidad de la herramienta que lo produce. Una percepción que ha provocado la banalización de la fotografía como arte y técnica y sobre todo, su percepción como un arte menos.

De manera que, a la pregunta: ¿Por qué la fotografía suele menospreciarse? recibí algunas perspectivas que reflejan esa percepción ambigua e incluso preocupante sobre la creación visual:

* La fotografía se menosprecia porque se simplifica: La sobre dimensión de la cámara como elemento fotográfico.
El filósofo Vilém Flusser ha insistido durante años — sobre todo en su magnifico ensayo “Hacia una filosofía de la fotografía” — en que la fotografía es una mezcla entre la aspiración artística del autor y el desempeño técnico de la herramienta que utiliza. Una idea que se sostiene sobre todo, por el hecho que “el aparato” — la manera como Flusser denomina a cualquier mecanismo capaz de permitir la toma de la imagen — puede afectar o beneficiar el hecho de la fotografía que se toma. Aún así, Flusser considera a la imagen un fenómeno autónomo, que nace de la imaginación del autor. Que se interpreta a partir de la ideas que propone y sobre todo, se construye a partir del punto de vista del autor y su perspectiva personal sobre las cosas. En otras palabras: la fotografía depende en un grado muy concreto de la herramienta que lo produce, pero como arte es algo mucho más elocuente, profundo que la simple capacidad técnica.

Por tanto, cada vez que un fotógrafo asume que su capacidad fotográfica mejorará con una mejor cámara, no sólo menosprecia su propia capacidad para crear, sino el poder de la idea que sostiene una imagen. Porque a pesar que es indudable que la herramienta permite al fotógrafo crear un hecho visual concreto, también lo es que lo que se crea, posee un profundo significado artístico y metafórico. Disminuir la fotografía al hecho simple de una toma tecnológica, es mutilar el hecho artístico. Convertirlo en un planteamiento mecánico sin mayor valor conceptual, lo que contradice la aspiración central de la fotografía: La creación de un lenguaje visual.

* La fotografía se menosprecia porque banaliza: Cualquiera puede fotografiar.
Hace años, tuve un amigo que me insistía que cualquiera podía fotografiar. Me lo decía sin especial malicia — como no sea la puntualizar un punto de vista controversial — y basado en la experiencia que la mayoría de los fotógrafos que conocían dedicaban muy poco tiempo y esfuerzo a la creación artística fotográfica. Casi todos, de hecho, parecían obsesionados por la capacidad técnica de la herramienta fotográfica y también, por los conceptos técnicos. En una ocasión llegó a decirme que una fotografía “bonita” era suficiente en la medida que agradara a los ojos. “Mucho color, muchas cosas hermosas que ver, eso es fotografiar”.

Un pensamiento que parece acentuarse cada vez que un fotógrafo asume que fotografiar consiste solamente en levantar la cámara y apuntar al lugar más colorido. O cuando la minimiza, asumiendo que la idea fotográfica se basa en usar la cámara de manera correcta. Cada vez que alguien que se asume como fotógrafo fotografía sin analizar la imagen desde su concepto, en crear y comunicar una idea, en construir una expresión intima sobre la manera como el mira el mundo, convierte a la fotografía en una simple consecuencia de un acto mecánico.

* La fotografía se menosprecia porque se usa herramienta genérica:
En una ocasión, el fotógrafo Nelson Garrido me comentó que jamás mostraba ninguna de las cámaras que utilizaba para fotografiar porque lo consideraba “irrespetuoso”. Cuando le pregunté el motivo, me miró entre preocupado e irritado.

— Últimamente hay una moda de mostrar la cámara como si tuviera mucho más valor que la imagen. La fotografía es un trozo de metal y plástico. La fotografía — se señaló así mismo en un gesto firme — soy yo.

Y es que en una época donde la apariencia lo es todo, parecer fotógrafo es mucho más sencillo que aprender a fotografiar o analizar los motivos por los cuales se hace. Desde abrir una página en cualquier red Social para incluir un interminable número de imágenes, hasta comprar herramientas fotográficas para mostrarlas como trofeos en medio de una cultura superficial, el fotógrafo actual se enfrenta a la idea de crear una imagen que tenga verdadero valor conceptual mientras a su alrededor, el poder de la imagen parece radicar en lo que muestras, de lo que te ufanas y en cuanto puedes mostrar de lo que haces. Y no obstante, la fotografía es algo más sustancioso, poderoso y sensible que simplemente tener el equipo apropiado o insistir a quien quiera escucharte, eres un profesional cámara en mano. La fotografía es el arte de saber mirar, crear, construir ideas, de elaborar conceptos. De utilizar la imagen para elaborar planteamientos complejos y profundamente significativos. Por el motivo que lo hagas o de la forma en que lo hagas, fotografiar siempre es un reflejo de tu mundo interior. Y debería ser respetada en consecuencia.

* La fotografía se menosprecia cuando se abarata:
Desde el profesional que cobra por sus servicios precios irrisorios, afectando al mercado fotográfico al que pertenece hasta el que considera que la fotografía no necesita el mínimo esfuerzo y aprendizaje, el arte fotográfico se menosprecia cuando se abarata como una simple actividad de ínfima calidad. Y es que la fotografía precisa método, estructura, comercialización, para sostener no sólo la manera como se expresa sino también, como se elabora la imagen como vehículo de comunicación y de planteamiento artístico. La fotografía debe ser valorada por su calidad, por el hecho de ser parte de una serie de ideas concretas sobre su capacidad para ser considerada como pieza arte e idea comercial. Más allá de eso, la fotografía necesita un aprendizaje consecuente, una idea perenne que se sostenga por encima de los prejuicios en su contra. Y es que la fotografía es un hecho concreto, poderoso y esencialmente constructivo. Una manera de crear por derecho propio.

* La fotografía se menosprecia cuando el fotógrafo subestima su trabajo:
La fotografía es arte, a pesar de las opiniones en contra que insisten que la cámara lleva el mayor peso creativo o peor aún, es la responsable de la creación visual. No obstante, aún no se ha construido una cámara capaz de tomar decisiones artísticas, visualmente consistentes y mucho menos, que enriquezcan por si mismas, el lenguaje visual que el fotógrafo desea mostrar. La fotografía nace de la misma aspiración a la belleza, la comunicación y la expresión que cualquier otra forma de arte. Que la cámara sea el vehículo para obtener un resultado concreto, sólo hace al fotógrafo mucho más responsable de crear una estructura visual que desborde la mera técnica y construya algo más significativo.

* La fotografía se menosprecia cuando el fotógrafo cree que aprender sobre la creación visual es simplemente un requisito cosmético:
Toda profesión requiere esfuerzo, dedicación y perseverancia. Todo arte necesita trabajo, comprensión, una lenta construcción de una intima idea que se expresa a través del objeto o la pieza que se crea. La fotografía también. De manera que cuando un fotógrafo decide que no es necesario aprender sobre fotografía — por cuenta propia, gracias a la experiencia de otro fotógrafo o desde el salón de clases — no sólo la transforma en una idea simple, sino que además la despoja de toda su belleza. No aprenderás fotografía sólo porque levantes la cámara y conozcas la técnica para obtener una imagen concreta. No aprenderás fotografía porque tu padre, madre, hijo o pareja sea fotógrafo. Lo harás, cuando dediques la pasión, el amor, la dedicación a entender que la expresión fotográfica tiene un valor personal, que se trata de un larguísimo recorrido por tu forma de mirar, asumir el valor de lo que haces y lo que imaginas. Menospreciar lo que haces, sólo provoca que la fotografía continúe siendo considerada una técnica con aspiraciones artísticas y no una expresión artística con enorme valor intrínseco.

No sé si pude responder el planteamiento de mi interlocutor. Al menos, espero haberlo hecho. Lo que sí es evidente, es que sus sabias palabras me permitieron replantearme una serie de ideas y conceptos que sostienen a la fotografía como arte y como expresión elemental. Quizás, la mejor respuesta que recibí al respecto, al plantearme la pregunta en voz alta, fue la de mi amigo Antonio, joven fotógrafo aún en pleno recorrido en medio de la expresión visual: “¿Sera que han olvidado que mucho antes de ser una profesión, (La fotografía) fue una practica experimental, hasta ser reconocida como ARTE?”. Una opinión que deja muy claro que para la mayoría de los fotógrafos, la imagen es aún un reflejo fidedigno de nuestro lenguaje personal.

domingo, 26 de abril de 2015

La sonrisa secreta de las estrellas y otras historias de brujería.





Mi tía E. tenía quizás el jardín más bonito del mundo. Y también el más pequeño. Un jardin diminuto en la terraza de su habitación que parecía brotar directamente de las paredes de la casa, fresco, fuerte y exuberante. A mi me gustaba mirarlo, mientras ella dedicaba horas y muchísimo esfuerzo a mantenerlo. Cortando una hojita por allá, un tallito por acá. Una especie de mundo misterioso que de vez en cuando, me parecía intrigante.

Con todo, no entendía muy bien por qué mi tia dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a su pequeño Jardín, si la casa tenía otro - uno de verdad, solía pensar con cierta ingratitud - extendiéndose más abajo. Uno con hierba mal cortada, árboles enormes y lozanos, el olor de la montaña. Un jardín que tenía su propio temperamento - uno muy antipático, además - que parecía envolver la casa en un abrazo cálido. En comparación, el suyo, lleno de plantas ornamentales y especias diminutas, era una especie de fragmento perdido. Un trocito a la deriva de algo más grande y sustancioso.

- Cada bruja tiene su propio jardín y lo cuida en consecuencia - me explico en una ocasión - es un pequeño fragmento de su historia, de su manera de ver el mundo. De cómo asume su propia percepción sobre la vida.

¿Un jardin? me pregunté a mis descreídos doce años. Se suponía que para entonces, debía haber desarrollado un respeto más que reverencial por la naturaleza y sus lecciones,  pero la verdad era que idea al completo seguía resultandome confusa. No entendía muy bien, por qué debía plantar albahaca si la podía comprar en el mercado de la esquina. O por qué debía estar atento a los mensajes del viento - que jamás había entendido, la verdad - si existían los teléfonos y las computadoras. A mi abuela, mi incredulidad le parecía graciosa. Pero mi tia E. era otro cantar: para ella mi escasísimo interés por la herbología, el antiguo conocimiento que ella dominaba tan bien, era poco menos que ofensivo. Y siempre asumía mis preguntas como una muestra que no había comprendido bien la verdadera importancia de observar a través de la naturaleza, nuestro propio espíritu.

- La naturaleza es un ciclo constante, es una idea que se crea y se construye, que se afirma y se eleva por encima de todo lo que consideramos necesario - continuó. Con una paciencia infinita continuó podando las pequeñas ramitas del Romero. Una a una, con un pequeño piquete de tijera, limpió el tallo de suciedad y pequeños trozos de hojas secas - Cualquier cosa en la que creas y confies, debe enfrentarse al paso del tiempo. El jardin, te lo enseña.

Continué en silencio. Le extendí las tijeras de podar cuando me lo pidió, después la pequeña regadera. Por último, las tiritas de tela para anudar en los trozos de ramas rotas. Intenté mirar las cosas como ella las veía, comprenderlas a esa distancia proverbial suya. No lo logré. Suspiré confusa, cuando ella se dejó caer en su silla favorita, aún  llevando el delantal y los guantes de jardineria.

- No es que crea que es poco importante o algo así, pero en serio ¿Es necesario creer que todas las lecciones provienen de la naturaleza? - le pregunté. Intenté ser delicada, parecer paciente pero supongo que no lo logré. Hasta a mi me sonó grosera y un poco petulante mi pregunta - quiero decir...¿Por qué no asumir que el mundo es lo que es? ¿Que la gente es la gente y ya? No somos lecciones ambulantes, no tiene sentido. No al menos, como la brujería insiste.

Tia E. no dijo nada, se limitó a mirarme en silencio, con una paciencia tan antigua que parecía rebasar sus jovenes cincuenta y pocos años. Era aún una mujer ágil y de cabello castaño, con un bonito rostro regordete con unas cuantas arrugas casi imperceptibles. Me pregunté de donde venía esa rara sabiduría suya, esa idea del mundo que parecía tan arraigada y antigua como un pensamiento heredado de un origen desconocido. Seguro que no era debido a las plantas, pensé con cierta crueldad. Me arrepentí de inmediato de tener ese pensamiento.

- Todo está relacionado entre sí, hija - me dijo entonces - cada cosa que haces, cada cosa que esperas, que aspiras, que deseas, en la que necesitas creer y confiar...todo está relacionado en el mundo. Tiene un valor, un peso y un significado. Un gran ciclo interminable, del que formas parte. Del que eres un hilo. Eso lo aprenderás en su momento.

Sacudí la cabeza y me mordí los labios para no decirle lo que pensaba. Para no explicarle que a mi, el mundo me parecía un lugar deshilachado y destartalado. Que siempre ocurrían cosas terribles o muy hermosas sin relación entre sí, sin que nada lo provocara. Que se construía en medio del caos, que de hecho, era el caos y la triste visión de lo que somos y a la vez, no somos. Nada en absoluto, pensé con un sobresalto. O incluso, sólo nuestras ideas. Nuestra inocencia.

- Si tu lo dices.
- Lo comprenderás cuando debas hacerlo.
- Eso suena a las palabras del Oráculo - bromeé. Ella no sonrío y me alegré de no haber dicho nada  más - ¿Por qué crees que ocurrirá así?

Tia sonrió. Una de sus sonrisas amables pero también levemente misteriosas.

- Tengo la impresión que así será.

No dije nada, balanceandome en la silla de un lado a otro, incómoda. Incluso a mi, esa idea me sonó un poco estrafalaria. Pero también, por algún motivo, una pequeña sentencia que no entendí muy bien.

Mucho después, pensaría sino habría sido, exactamente eso.


***

Cuando la mamá de Flor me obsequió la camiseta verde, me sorprendí. Después de todo, yo no era su favorita entre las amigas de Flor y de hecho, siempre tuve la impresión que le irritaba un poco mi predilección por la pregunta indiscriminada y por el debate insistente. Pero ese día, me extendió la camiseta con una de sus raras sonrisas torcidas.

- Creo que te la mereces.

La miré asombrada y tomé la camiseta con un gesto lento y casi precavido. Era una prenda muy bonita: de un centelleante verde manzana y con una sola frase escrita: "Somos mucho más".  No tenía idea a qué se refería, pero de inmediato, mi imaginación salvaje creó enormes multitudes de hombres en batalla, gritando con una bandera verde la frase.

- ¿Que me la merezco? ¿Por qué?

Ella parpadeó como si le sorprendiera que yo no tuviera la menor idea de por qué me la obsequiaba. Se inclinó para dedicarme una mirada un poco irritada. Ahora si se parecía un poco más a ella, pensé sobresaltada y apretando la camiseta contra pecho.

- Me refiero a que lo hiciste fue una bella obra de cariño y respeto.
- No tengo la menor idea sobre qué habla.

Ahora si que no entendía nada. La mamá de Flor siempre me había parecido una señora distante, fría y formal. Y que me dijera aquellas cosas, la transformaba en otra persona. En alguien que no sabía como comprender y que claro está, no reconocía de ninguna parte. Me pregunté si estaba sufriendo unas de sus migrañas. O incluso, si continuaba trastornada por...Sacudí la cabeza. Era muy poco caritativo que siguiera pensando en la muerte del hermano de Flor cada vez que su mamá tenía un comportamiento extraño. Eso había ocurrido hacia mucho tiempo ya, hacia casi dos años. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces. La Señora había dejado de llorar y de vez en cuando sonreía. Y también se irritaba, claro, pensé. Como en ese preciso momento.

- Lo que hiciste por doña Chachita, a eso me refiero, niña. Fue un gesto tan bonito que vi esa camisa y pensé que te la merecías. Porque los buenos somos más.

La miré con los ojos muy abiertos. Ahora sí que recordaba sobre qué me hablaba. Me quedé un poco aturullada y avergonzada, con la camisa aún apretada contra el pecho, recordando la pequeña escena que había vivido hacia un par de meses justo frente a la casa de la familia de Flor.

Doña Chachita era una anciana que vivía sola dos calles al fondo de la casa de mi amiga. Era atolondrada, frágil, gruñona y siempre parecía andar perdiendo sus cosas mientras caminaba por la calle de un lugar a otro con paso bamboleante. Como el resto de los niños de mi edad, yo le tenía un poco de miedo. Me inquietaban sus gritos destemplados, sus regaños a destiempo y sobre todo, su mirada un poco desenfocada, como si le costara recordar donde estaba o incluso, quien era. Por eso que cuando me llamó ese día a señas desde la puerta de su casa, me acerqué con cierto aire martir, convencida que la anciana me gritaría, me insultaria, haria una locura. O quizás todo a la vez, pensé con cierto sobresalto.

Pero no hizo nada de eso. Se le veía pálida y cansada, con los labios apretados y un poco despellejados. Con voz muy bajita, me pidió si podía llamar a su hijo para que "viniera corriendo" a buscarla. Se veía un poco más desorientada que de costumbre, con  el cabello desgreñado y llevando bata de dormir. Así que en lugar de continuar hacia la casa de Flor, entré en la vieja casa de Doña Chachita e hice lo que me pedía. Llamé por teléfono a su hijo al número de teléfono que me indicó y esperé con ella, preparándole un poco de té tibio que no me salió muy bien, hasta que el hombre de traje llegó. Después seguí caminando hacia la casa de Flor, que estaba muy ofendida porque estaba llegando muy tarde a nuestras sacrosantas tarde de café y películas de animalitos. Tan preocupada estaba de disculparme por el retraso, que olvidé contarlo lo que había ocurrido con Doña Chachita.

Así que no sabía como se había enterado su mamá de todo aquello, a menos que la propia Doña Chachita se lo hubiese contado. Pero tampoco era así: cuando se lo pregunté a la mamá de Flor, ella se limitó a permanecer en silencio, un poco incómoda. Balanceó el peso del cuerpo de un pie a otro y después, me pidió me sentara con ella en la mesa de la cocina. La obedecí, curiosa y comenzando a asustarme. No entendía nada de lo que estaba pasando.

- No, me lo contó su enfermera - me respondió entonces, luego de servirme una taza de su rico café con leche. Me tomé un sorbo apresuradamente, casi quemándome de mala manera los labios.
- Pero allí sólo estaba Doña Chachita - le dije - y su hijo. No había nadie...

La madre de Flor sacudió la cabeza y me hizo un gesto de paciencia. Traté de obedecerle, con la taza aferrada entre los dedos y la camisa extendida sobre las rodillas.

- Creo que ocurrieron muchas cosas a la vez - me dijo - y todo comenzó porque tu ayudaste a Chachita.

Resultó que en realidad Doña Chachita, nunca había querido tener una enfermera...hasta el día en que la había ayudado.  La anciana estaba empecinada en vivir sola, a pesar de su salud y la edad, hasta el día en que había perdido sus medicamentos y se había sentido muy enferma y desvalida. Había sido un día que la había aterrorizado muchísimo: más tarde le confesaría a su hijo que no recordaba otra cosa que la idea que podía morir, sola en medio de sus queridos muebles y sus ventanas con cortinas de encaje. Luego, yo había llegado, una figura borrosa que recordaba a ratos. El sabor del té y la frase: "Los buenos somos más".  El hijo se había preocupado, claro está. Le había insistido que ahora sí y a pesar de sus remilgos, debían encontrar a alguien que le ayudara en casa. O, sentenció el hijo con toda esa impasibilidad del adulto, tendría que ir a vivir a su casa, con su esposa y nietos. Doña Chachita había aceptado la idea de la enfermera sin más, no muy feliz con la idea de abandonar su querido hogar.

- ¿Y la enfermera? ¿Como llegó a la historia? - pregunté sin entender. La mamá de Flor sonrío.

Más tarde, cuando el hijo de Doña Chachita decidió contratar a alguien, no sabía bien por donde comenzar. Y fue entonces que la mamá de Flor, había sugerido a una buena amiga suya, que por mucho tiempo había buscado un empleo justo como ese: cerca de donde vivía, en una casa plácida y sobre todo, donde pudiera desempeñar el oficio que más amaba, el de enfermera. Así que en una sucesión de pequeños traspiés de lo cotidiano, de esas casualidades impensables, la amiga de la Señora Flor había conseguido un trabajo, Doña Chachita alguien que la cuidara con mimo e incluso el hijo de Doña Chachita, la manera de tener a su madre cómoda y segura en la casa que tanto amaba.

- ¿Lo ves? Todo por un acto de gentileza - la mamá de Flor sonrío - el tuyo.

No me lo creí demasiado. O mejor dicho, me costó entender como un acto mínimo como hacer una llamada y preparar un poco de té, había beneficiado a varias personas distintas. La mamá de Flor suspiró, tomando un sorbo de su café con leche. Su expresión era triste, un poco ajada. Como tantas otras veces en el pasado desde que había sufrido el dolor irremediable de la muerte de su hijo mayor.

- Creo que no somos conscientes de lo mucho que podemos hacer con pequeñas cosas - murmuró entonces - de lo mucho que puede cambiar algo sólo si hacemos algo pequeño. Nos olvidamos que hay cosas enormes que comienzan por algo tan pequeño como una semilla. Y de allí viene un árbol hermoso. Asi sucede cada día.

Me quedé con la taza a medio camino de los labios, con la extrañísima sensación que en alguna parte de mi mente, podía escuchar la voz de tia E., susurrando por lo bajo. Fue un momento cristalino, frágil, tan emocionante que sentí duraba muchas horas, como si una serie de pequeñas piezas e ideas encajaran de manera casi perfecta en medio del silencio que vino después. El pensamiento se alargó, me envolvió, me acunó. Y fue hermoso, por su simplicidad, por su poder, por su belleza. Pero sobre todo, por su capacidad para regalarme un tipo de conocimiento simple pero profundo que yo no había comprendido hasta entonces, que no había creído que existía, hasta ese momento.

Dejé la taza sobre la mesa con un barullo de loza y torpeza. Me levanté de un salto, con los ojos muy abiertos y asombrados. La mamá de Flor me miró desconcertada.

- ¿Y ahora que pasa? - me pregunté.

Sacudí la cabeza. No sabía como explicarle las cientos de imágenes que me llenaban mi mente en ese momento. La sonrisa desdentada de Doña Chachita, su mirada triste. El jardin diminuto de tía. El olor exquisito del viento de Montaña que bajaba desde la curva verde del Ávila. Esa sensación abrumadora y definitiva de entender una idea que hasta entonces se me había resistido. Recordé haberle dicho a Doña Chachita "Los buenos somos más", cuando me agradeció la taza de té. Había escuchado la frase días antes, en un libro. Sin pensar que tendría sentido más adelante, sin creer...me pasé la camisa verde chillón por la cabeza.

- ¡Me tengo que ir a mi casa!
- Yo te llevo.
- ¡Yo me voy!

Mi casa quedaba a unas seis cuadras de la casa de la mamá de Flor y mi abuela, siempre le había preocupado la atravesara sola. Y por consiguiente a mi también: me preocupaba que podría encontrar, los peligros que podría tropezarme. Pero ese día no pensé en nada de eso: corrí como un vendaval, sin aliento, a toda la velocidad de mis piernas flacas. Saltando sobre bolsas de basura, las raíces de los árboles que sobresalían del cemento, tropezando con la multitud de transeúntes que me miraban desconcertados. Corrí y corrí, feliz como nunca. Desconcertada como jamás lo había estado. Porque había entendido un pequeño secreto. Porque entre tantos, había logrado comprender uno.

- ¡SOMOS UNO!

Mi tia me sobresaltó al escucharme gritar. Me miró cuando me acerqué jadeante, medio inclinada por el flato, casi sin respiración. Ella espero de pie en la cocina, asombrada y desconcertada, mirándome avanzar a pasos trabajosos hacia ella.

- Somos uno tía. Todo lo que hacemos...tiene... - tomé una bocanada de aire - tiene relación.

Tia me miró con atención. ¿Me entendía? ¿Sabía de qué estaba hablando? Me pregunté si estaba haciendo el ridículo. Sí...

Entonces sonrío.

- Como en el jardin, donde cada planta y cada trozo de tierra tiene su importancia - dijo entonces. Como si la conversación entre ambas no hubiese terminado, como si fuera parte de una gran idea que nos incluía a ambas - como cada pequeña cosa que sucede en la naturaleza.
- Todos somos parte de una misma cosa.

La abracé. No sé por qué lo hice, pero ella me abrazó con el mismo entusiasmo y cariño. Como si el pequeño secreto que acababa de descubrir formara parte de algo tan profundo y luminoso que nos uniera para siempre, que creara un lazo entre ambas e incluso, más allá. Sentí esa sensación de portento que te deja a cambio descubrir un gran secreto y me pregunté cuantos esperaban por mí, cuantas otras cosas descubriría a medida que transitara por la vida. La mera idea me entusiasmó, me consoló de mis pequeños dolores de niña. Me obsequio una pequeña esperanza.

- Como el árbol que crece - murmuró mi tia acunandome contra su pecho - como la rama que se alza hacia el cielo infinito.

Una palabras en todas. Una aspiración de bondad en medio del caos cotidiano y existencial.

sábado, 25 de abril de 2015

La voz del tiempo y otras historias de brujería.





Cuando cumplí once años, mi abuela me obsequió un cuaderno en blanco. Uno muy bonito, por cierto. Pero vamos, se trataba de sólo un cuaderno. Le di vueltas en las manos, intentando disimular lo muy decepcionada que me sentía. Mi abuela espero, conteniendo la risa.

- Un cuaderno - dije por último.
- Uno en blanco.
- Ah, bueno.

Lo levanté para mirarlo a la luz del sol: era un cuaderno de una raya Caribe, con su portada de cartón corriente, muy parecido a los que usaba en el colegio. Y este incluso era más sencillo: a los del colegio, mi mamá se preocupaba por forrarlos con papel de colores muy vivos y hermosos. En una ocasión, hasta lo había hecho con hojas fotocopiadas de mis caricaturas favoritas. Pero este era sólo un cuaderno, sin más. Solté un largo e intencionado suspiro.

- ¿Qué ocurre? - preguntó mi abuela.
- Nada...Es decir...

Me encogí de hombros. La verdad, es que había esperado el día de mi cumpleaños número once con muchísima impaciencia. Sabía que a partir de entonces, podría comenzar a leer los libros de las Sombras de la familia para aprender de ellos y recorrer lo que las mujeres de mi familia llamaban "la Senda del Arte". En realidad, tenía ideas muy confusas con respecto a que ocurriría una vez que comenzaba mi aprendizaje en la tradición familiar. No sabía si sería algo formal como el colegio o al contrario, algo más misterioso, como suponía yo debía ser todo en brujería. Tenía ideas muy fantasiosas, que acariciaba día y noche en ensoñaciones interminables. ¿Mi abuela me mostraría fabulosos tesoros acumulados durante generaciones y guardados en su casa? ¿Me hablaría sobre enigmáticos rituales? ¿Sobre poderes ocultos? No sabía bien que ocurriría, pero sabía que sería algo. E importante. De manera que sostener aquel vulgar cuaderno en blanco me dejó no sólo entristecida sino también, directamente confundida.

- Te lo regalé para que desde hoy, escribas tu historia - dijo entonces mi abuela. Parpadeé, aturdida.
- ¿Mi...qué? ¿Qué historia?
- Tu historia. La de todos los días. La que después contarás a la bruja que vendrá después de ti.

Mire el cuaderno. El cartón tenía un tacto suave y cálido, como si hubiese estado bajo el sol. El dibujo del Indio - lineas azules y blancas sobre la portada simple - parecía dedicarme una seria mirada de soslayo. Abrí el cuaderno. Las hojas tenían un olor impecable, recién nacido. Me incliné un poco para olfatearla. Una llanura de hojas blancas me saludó desde la periferia.

Pero aún seguía sin comprender que quería decir mi abuela. La verdad, tenía poco que contar. Tenía diez años - ¡Once! -, era estudiante de primaria, tenía pocos amigos, apenas salía de casa. No hacia otra cosa que leer, escuchar conversaciones de los mayores e imaginar mundos extraordinarios, gracias a los libros con los que estaba obsesionada. No tenía mucha idea sobre qué podría escribir o qué podría decirle a esa hipotética bruja del futuro que quisiera leer algo de lo que podría poner en el cuaderno Caribe. Pero mi abuela parecía muy convencida que sí, que de hecho, tenía infinitas cosas que contar y que los once años era un buen momento para comenzar a hacerlo.

- Una bruja es una narradora, una cronista. Una recopiladora de historia. Las mira, las contempla. La guarda entre las manos. Las esconde en el bolsillo para pensarlas después...y las escribe. Las escribe como puede, como quiere y como las sueña - me explicó - hay una idea profunda en casa cosa que escribes. Porque la palabra es poder, es recuerdo, es escena. Es todas las cosas que viviste, vives y sueñas. Es la vida más allá de ti misma y la que ocurre en el preciso instante en que lo vives.

La miré boquiabierta. Nos encontrábamos en su biblioteca - mi lugar favorito de la casa, sin duda - y de pronto, los lomos de cuero de los centenares de libros en los anaqueles, tuvieron otro significado. Los contemplé con una mirada sobresaltada y comprendí que no sólo eran páginas, eran palabras. Y eran palabras escritas por alguien más. Palabras capturadas del aire, construidas, amoldadas, delineadas por los dedos y los pensamientos de un escritor, de un soñador. De un hombre o una mujer audaz que había decidido traducir el mundo a su manera, de reconstruirlo parte a parte, párrafo a párrafo para legarlo a alguien más. Me quedé con mi cuaderno entre las manos y tuve la sensación que algo definido ocurría con el aire dorado de la tarde. Que una ligera vibración  me envolvía cálida y sutil. Los libros cuentan historias. Las historias crean el mundo. El mundo es un libro abierto. Y un libro abierto que creamos a nuestra medida y capacidad para soñar y crear.

- ¿Empiezo hoy? - pregunté entonces. Lo hice en voz bajita, como si temiera que los libros - y las personas contenidas en ellos - pudieran escucharme. Los anaqueles repletos de libros parecían combarse, inclinarse peligrosamente hacia la realidad. Mi abuela me dedicó una de sus miradas perspicaces, doradas y brillantes, inolvidables.
- Cuando quieras, mi niña.

Empecé justo ese día, por supuesto. Conté como había sido la celebración de cumpleaños.  El ritual de luces y rosas donde todas las mujeres de mi familia me trenzaron el cabello y luego, me lo aseguraron con viejos pasadores de cobre en la nuca. Había sido un momento muy emocionante, aunque no pudiera decir por qué: me había sentado en medio de un circulo de velas caseras y cada una de mis mis tías y primas, me hicieron una trenza pequeñita en el cabello. Mechón a mechón, mi cabello rebelde se había transformado en un intricado tapiz de un aspecto brillante y extrañamente antiguo. Por último, mi abuela las había tomado todas y las había peinado sobre mi nuca, en un apretado rodete. Mientras lo hacia, cantaba muy bajito una vieja canción italiana sobre la Luna y las Estrellas: "Cada noche, el Infinito te recibe con las manos abiertas. Somos sueños de estrellas, manos abiertas hacia la oscuridad satinada. Somos las Mujeres de la Luna y el Mar. Somos las brujas de la viejas historias olvidadas".

Escribir sobre la escena y lo que vino después - la cena en familia, las risas y chistes, dormir en medio del jardín, en un almohadón bordado mientras mis primas reían a mi alrededor - le dio un nuevo brillo. Lo hizo más bello, profundo. Le brindó un nuevo sentido. Me sorprendió la forma como las palabras redondearon las pequeñas cosas, las palabras, como si tuvieran un peso nuevo, una belleza desconocida. Cuando terminé de hacerlo, pensé otra vez en los libros de la biblioteca. En todos los que antes que yo habían descubierto esa magia secreta. Y me emocioné, casi hasta las lágrimas. Que raro privilegio ese de redescubrir el mundo una y otra vez, de vivir cientos de veces a la manera de los sueños. En la capacidad de construir una idea brillante que crecería y se haría poderosa - quizás para siempre - en mi imaginación.

Me acostumbré a escribir a toda hora, por todos los motivos, por todas las razones. Me entusiasmé con la idea de llevar aquel pequeño y desordenado registro de lo que me ocurría cada día. Incluso cuando a veces estaba tan cansada, que las palabras parecían escapar por voluntad propia de mis dedos. De zigzaguear en una dirección y otra, chocando y bamboleando entre sí. Palabras que nacían y crecían en un súbito deseo de contar, de recordar. Incluso de imaginar. Un confidente al alcance de la mano, un sueño a punto de construirse así mismo. Cien maneras nuevas de crear.

Llevaba mi cuaderno a todas partes. Unos meses después que había empezado a escribir, ya lucia manoseado, roto y sucio. Pero yo lo adoraba. Me encantaba esa sensación de conversar conmigo misma, como si las palabras me devolvieran un reflejo desconocido de la niña que era por entonces. Era una emoción curiosa, esa de inclinarme sobre las raíces del árbol más grande del jardín de la Escuela o en el patio del colegio, para escribir. Para abstraerme de todo, para construir pensamientos elementales o que yo consideraba así. Para reflexionar a solas, sobre cosas que hasta entonces no había hecho. Era una puerta secreta en mi mente. Un camino inexplorado hacia una región desconocida de mi espiritu.

- ¡La loca de las escobas está escribiendo!

El grito de Gloria me sobresaltó. Era la niña más popular de mi clase y por alguna razón que nunca entendí muy bien, me detestaba. Tanto, como para burlarse de mi a la menor oportunidad o simplemente, dedicar su malévola atención hacia cualquier cosa que hacia. Habíamos tenido encontronazos en el pasado - y en una ocasión, tan graves como para terminar ambas castigadas en dirección - pero ella parecía no cansarse nunca de meterme puyas. De perseguirme de un lado a otro con su mirada burlona, irritada. Y es que para Gloria, yo parecía ser la síntesis de todas las cosas que las niñas no debían ser: con mi cabello rizado, mi rostro pálido y pecoso, mi habito por leer.

La miré acercarse, acompañada como siempre por dos de las niñitas que le seguían a todas partes. Siempre eran distintas y en esta ocasión, eran dos alumnas de sexto grado que sólo había visto en una ocasión. Ambas me señalaban con el dedo y se reían en voz alta. Me levanté de un salto. Apreté los puños, enfurecida.

- ¡Yo no soy la loca de las Escobas! - Grité. Gloria soltó una risotada.
- Claro que lo eres. Tu familia es de locos y tu eres una loca.

Quise echarmele encima y jalarle del cabello hasta hacerla gritar, pero me contuve. La última vez que lo hice, había terminado castigada en la dirección sin que ninguna de las Monjas quisieran escuchar el motivo por el cual me había peleado con Gloria. Así que esta vez me prometí aguantar. Me quedé de pie, con el corazón latiendo muy rápido, mientras ella sacudía la cabeza con aire de suficiencia.

- Una loca que ahora escribe - añadió - ¿Qué estas escribiendo?

Me recorrió un escalofrío. Había dejado el cuaderno Caribe junto a la piedra donde había estado sentada. Bien visible y sobre todo, al alcance de la mano de  Gloria o de sus amigas. Pensé en todo lo que había escrito en el cuaderno, en mis pensamientos privados, en las palabras de mi abuela o mis tias que había atesorado con tanto cuidado. Y pensé en Gloria leyendolas. Burlandose. Arrancadole la belleza con sus risotadas, con sus dedos de uñas impecables de chica popular. Sentí que el miedo me cerraba la garganta y algo más duro y amargo. Una sensación inevitable de desastre.

- ¡Nada que te importe! ¡Lo que yo escribo no lo entenderá una niña estupida como tu! - chillé. Esperaba que se sintiera tan ofendida que prefiriera pelearse conmigo que tocar el cuaderno. Pero claro está, ocurrió exactamente lo contrario. Gloria me lanzó una mirada brillante y rencorosa. Una mirada adulta, pensé años después. Esa conciencia de que puedes hacer daño con un gesto pequeño y que sin duda, lo harás. Y es que Gloria, popular, mimada y admirada por el resto de la clase, tenía esa certeza del fuerte que puede aplastar al débil sin recibir castigo. O imagino que eso fue lo que pensó, cuando me empujó y se abalanzó sobre el cuaderno y lo tomó entre las manos. Sentí un dolor físico cuando lo hizo.

- ¡La loca ahora escribe! - gritó - ¿Qué puede escribir una loca que le importe a nadie?

Todo pareció ocurrir muy rápido. Creí que Gloria abriría el cuaderno y empezaría a leer en voz alta lo que había dentro. Que descubriría ante toda la asombrada y divertida concurrencia de niñas que nos rodeaban, mis temores a la oscuridad, mi amor por el olor de la Montaña, mi admiración por el Señor Cortazar. Que descubriría ante todos mi dolor secreto y angustiado por la muerte de mi amigo L., de mis largas noches de insomnio. Era como estar desnuda, pensé atropelladamente. Era como perder un trozo de ti misma, arrojado al suelo del patio del colegio. Los ojos se me llenaron de lágrimas de angustia.

Pero Gloria no lo hizo. En su lugar, levantó el cuaderno y con el puño cerrado, comenzó a romper las hojas.

El sonido del papel al romperse me dejó sin aliento. Tuvo la misma potencia y fuerza como que si alguien me golpeara en pleno rostro. Me escuché gritando antes de comprender que era yo, levantándome del suelo, gritando hasta quedarme sin aliento. Pero Gloria seguía rompiendo las hojas, en una rápida y caótica sucesión. Escuché otros gritos a mi alrededor, suspiros y sollozos. También risas. Y el dolor creció, me sofocó, me dejó a ciegas. Me zarandeó tan fuerte que tuve la impresión, las hojas rotas eran partes de mi misma, destrozadas y sucias en la tierra del patio de la Escuela.

Me encontré golpeando a Gloria antes de recordar por qué lo hacia o asumir que de hecho, no era una imagen de mi imaginación. Golpeandola como jamás había golpeado a nadie, queriendo herirla, herirla, herirla. La escuché gritar, golpearme también. Pero eso no importaba. Eramos una confusión de brazos y piernas que se encogían y se alargaban con violencia. Llorabamos y gritábamos ambas, pero yo sólo seguía escuchando mi llanto, el sonido de las hojas al romperse. Y seguí golpeando, con los puños cerrados, a ciegas, hasta que alguien me tomó de la cintura y me levantó.

- ¡Basta! - era Sor M., la monja más joven y fuerte del Colegio. Me sostenía como un fardo izquierdo, que la sacudía de aquí para allá - ¡He dicho que basta!

- ¡Ella comenzó! - gritó Flor, desde el suelo. Tenía el uniforme lleno de tierra y la cara tiznada de sangre y lágrimas - ¡Se me vino encima como la loca que es y me empezó a pegar!

Un coro de voces se alzó a mi alrededor. De pronto, alguien levantaba una hoja rota.  Una hoja arrancada de mi cuaderno. Mi amiga Flor mostraba las hojas como trozos de algo pequeño y poco importante, destrozado para siempre. Sor M. le dedicó una mirada y luego me dejó en el suelo. Me tambaleé, aturdida y sin poder dejar de llorar. Me miró desde las alturas de su severidad de ojos grises y labios pálidos.

- ¡A calmarse todas! ¡Y ustedes dos! ¡Vengan conmigo!

La seguí, sin saber a donde iba. La realidad se había vuelto confusa a mi alrededor. Sabía que Gloria caminaba a unos pasos, llorando y quejándose, señanalandome con el dedo. Alguien me había puesto el cuaderno roto entre los brazos y yo lo sostenía como si se tratara de algo frágil, irreparable. Lloré con más fuerza, aunque ya no sabía porque lo hacia. O quizás sí, pero no había una manera más franca de expresar esa angustia, esa total sensación de encontrarme indefensa, que a lágrima viva. Así que seguí llorando, sin ocultarlo y sin vergüenza, sentada en el pupitre del salón de castigo, con el cuaderno entre las manos.

Escuché a Sor M. hablar en voz alta, acusar, castigar. No entendí que decía. Era como si mis palabras se hubiesen quedado en las hojas rotas. Cuando se inclinó hacia mí, me sorprendió que fuera real. Sus enormes ojos grises me miraban cansados. Estábamos solas en el enorme salón de castigo.

- ¿Estás bien?

Era una pregunta sincera, pragmática. Recordé que a Sor M. se le daban mejor los deportes que la lectura y que las niñas se burlaban de ella en secreto porque ser tan alta y fornida. Pero a mi me agradaba, con su cabello corto y castaño, sus ojos luminosos y sobre todo, su rara manera de hablar.  Tal vez por ese motivo, me consoló escucharla.

- No. Sí - me encogí de hombros - ¿Estoy castigada?
- Si me explicas que pasó y me dices la verdad, no.

No supe que decir. Miré el cuaderno roto entre las manos. Ya no parecía tan importante. Un cuaderno barato y sucio, destrozado. Lo acaricié con los dedos. Intenté contener las lágrimas. Y le conté a Sor M. como Gloria lo había roto. Le conté que había sido mi regalo de once años, que había guardado en él muchas historias que ahora...todas se habían ido. Me pregunté si un adulto podría comprender la magnitud de esa pequeña tragedia, el enorme dolor joven de haber visto todas mis historias volverse simplemente páginas rotas.

Sor M. me escuchó sin interrumpirme. Luego me callé, temblorosa y cansada. Después vino un silencio muy largo. Dos veces, otras monjas tocaron a la puerta, pidiendo explicaciones sobre lo que había ocurrido en el patio. Le vi intercambiar susurros con ellas. Por último, se inclinó frente a mi pupitre, toda ojos de expresión severa.

- Golpeaste a Gloria.
- Sí. Lo hice.
- ¿Por qué rompió tu diario?
- No es mi diario...es - Yo tampoco sabía que era. Sacudí la cabeza - sí, le di puñetazos.
- Eso está prohibido en el colegio.
- Si, Sor M. eso lo sé - suspiré, cansada, dolorida - Pero no...pude evitarlo.
- Pero ella rompió tu cuaderno.
- Sí - parpadeé. Sor M. seguía mirándome con atención - lo rompió...no sé por qué lo hizo.
- Lo hizo porque a mucha gente le irrita lo que no entiende - comentó, como para sí misma - y escribir es una de esas cosas. Está mal que la hayas golpeado, pero ella te golpeó antes. Y de una manera mezquina. Peor que los puños.

No supe que responder. Ella se levantó, alta y esbelta y me pareció más rara que nunca, con su cabello corto y su rostro pálido. Una mujer a la que no entendía mucho pero que igualmente me intrigaba, con su extraño acento europeo, sus modales bruscos, su sonrisa diáfana. Espero, de pie, como si pensara en las palabras que acababa de decir.

- Vas a estar castigada porque aquí, en este colegio, nadie usa los puños - me dijo - pero también Gloria lo estará, porque aquí, en este colegio, queremos enseñar a respetar. A que hay cosas más duras y dolorosas que un bofetón. Hay pensamientos más fuertes que los puños que golpean ¿Entiendes lo que quiero decir?

La verdad es que no...aunque tenía la impresión que tenía que ver con algo de lo que me había hecho escribir incansablemente en mi diario. Ese poder de las palabras, ese significado oculto en lo que cuentas, en lo que creas y conservas. Pero la verdad, no sabía si me estaba imaginando aquello o si de verdad, Sor M. podía entender lo que había significado para mí perder...mi primer Libro de las Sombras. Porque eso era ¿Verdad? me dije con un nudo en la garganta. Magia pura transformada en palabras. El poder de las ideas.

- No - admití por último - pero creo que puedo entenderlo. Más adelante. En mi casa. O...no lo sé. Cuando pueda...
- Escribirlo.
- ¿Cómo lo sabe? - pregunté sorprendida.

Ella no respondió. Después puso sobre el pupitre una pequeña bolsa de plástico que había sostenido con todo el rato. Hizo un crujido lento cuando la sostuve. Papel, me dije con un sobresalto. A través del plástico transparente distinguí las hojas de papel rota. Miré a Sor M. sin saber que decir. Ella continuaba de pie, rigida y atlética. Un poco inquietante.

- Tu amiga Flor lo recogió y me lo dio - me explicó - llévatelo. Botalas tu misma.
- No las voy a botar - dije de inmediato. Ella asintió.
- Son tuyas.

Salió del salón. Me quedé en silencio, apretando la bolsa con las hojas dentro. Estaban vivas, a pesar de todo, pensé atropelladamente. Mis palabras seguían allí. Quizás su poder es más indestructible de lo que había supuesto. Quizás, vivirían incluso luego de ser rotas y maltratadas, de simplemente aplastadas por el puño de una niña malcriada. Una idea más fuerte que cualquier cosa. El pensamiento me hizo sonreír, otra vez.

***

Mi abuela me ayudó a pegar las hojas del cuaderno. Lo hizo con una paciencia infinita, engomando cada parte rasgada hasta que encajara con el resto. Estábamos las dos juntas, sentadas en su escritorio, cabeza con cabeza, concentradas en aquella rara labor privada.

- Entonces Sor M. me dijo que sólo me quedaría sin recreo dos semanas - le conté a mi abuela - y que Gloria, sería expulsada tres días. No me lo podía creer. Pero cuando fui al salón, Gloria estaba recogiendo sus cosas, llorando como loca. Y todas las demás niñitas consolandola.

Mi abuela no contesto. Aunque me había reñido por golpear a otra niña en el colegio, sabía que estaba irritada por el cuaderno roto tanto como yo lo estaba. Pero me imaginaba que era algo de adultos, eso de guardarse su opinión. En vez de eso, me estaba ayudando a pegar el cuaderno. Era otra forma de expresar lo que realmente pensaba, supuse.

- ¿Y ahora que harás? ¿Dejarás de llevarte el cuaderno a la escuela? - preguntó entonces a cabo de un rato. Se inclinó y colocó un trocito de hoja sobre otro más grande. Apretó los dedos. Espero que se adhiriera a la hoja. Miré todo el proceso pensando en su pregunta, sintiendo un calor nítido y fuerte en la garganta.
- No, seguiré escribiendo. Y llevando el cuaderno.

Abuela sonrío. Una sonrisa misteriosa y medio disimulada. Tomó una hoja de papel. Encoló. Pegó.

- ¿Hasta cuando?
- Hasta Siempre.

Esta vez sonreí yo, porque sabía era cierto.

Y lo sé aún, mientras las palabras brotan a raudales de mi dedos. Mientras me inclino sobre la hoja de papel para soñar, para crear, para volar. Para construir una idea. Pura magia antigua.