sábado, 31 de mayo de 2014

La bruja que danzaba en sueños y otras historias de recuerdos.





Érase una vez un árbol de ramas tan enormes, que sus frutos eran las estrellas. Un árbol con sueños en lugar de hojas, plantado en la tierra fértil de los recuerdos. Su macizo tronco tenía la circunferencia del mundo y se hacia enorme a medida que los años transcurrían. Entonces...


Contuve la respiración. En mi mente, la imagen del árbol infinito era tan clara que tuve la sensación que me encontraba sentada bajo su calor mientras escuchaba su historia. Mi abuela me miró por encima de la solapa de su libro de las Sombras y sonrío.

- Ahora, tu deberás imaginar que sucedió.
- ¿Cómo? - pregunté sorprendida. Mi abuela cerró el libro.
- Que ahora debes soñar y escribir, cual es la historia del árbol infinito. La que sueñas para él.
-  Pero.. - balbuceé - ¿Cómo sabré es la correcta?

Mi abuela me dedicó unos de sus guiños maliciosos. Se tomó unos minutos para contestar, mientras colocaba su libro de las Sombras de nuevo en la biblioteca. La luz de la tarde llenaba de sombras azules y verdes la biblioteca. El sol caliente de una tarde de mayo brillante en Caracas, flotaba a nuestro alrededor.

- Lo sabrás.

¡Pero eso no es justo! me dijo, mirando la biblioteca con  los labios apretados de frustración. ¿Cómo sabría de qué manera continuaba la historia? ¿Qué o quienes esperaban más allá de ese prometedor "entonces".. que parecía abrir una puerta hacia miles de aventuras y posibilidades? Cuando le pregunté a mi Tia M. si sabía como continuaba la historia del árbol infinito, soltó una carcajada.

- Sé como continúa mi historia - me explicó - no la tuya.
- ¿Qué quieres decir?
- Imaginala.

Caramba, de nuevo con eso, me dije pateando las piedritas de jardin antipático de mi abuela. Sí, sabía que las brujas consideraban la creación y la imaginación el máximo don divino, pero ¿Qué podría saber yo que ocurriría con una historia que no me pertenecía? Eran todas mis escenas, mis imágenes, mis maravillosas historias. No las del árbol. ¿O sí? Tatarabuela me explicó que era casi lo mismo.

- En Brujería, las historias se transmiten a fragmentos, heredadas de madre a hija - me explicó con una sonrisa. Ya era muy vieja por entonces, con el cabello blanco cayendole trenzado sobre el hombro delgado. El rostro era aún bello, a pesar de la fina red de arrugas que lo recorría. Pero los ojos de mi querida P. seguían siendo los de una niña. Lo eran a menos esa tarde cuando me abrió su libro de las Sombras para mostrarme el dibujo que había hecho del árbol infinito.

En realidad, no se trataba de un dibujo, sino algo a mitad de una maravilla de pasamineria y una delicadísima pintura. El bordado y la pintura se confudian para crear el enorme tronco y las estrellas que rodeaban el árbol como un cúpula de luz y belleza. Lo miré asombrada.

- ¿Así continuaste la historia? - pregunté boquiabierta. Se encogió de hombros.
- De generación en generación, la historia del Árbol infinito cambia - me dijo. Los canutillos y pequeñisimos trozos de cristal adheridos al dibujo brillaron bajo la luz de la mañana. La imagen tenía un aspecto cristalino y reluciente. Estaba vivo, pensé desconcertada. Allí, desde la hoja de papel, vivo en verde radiante, vivo en ramas de hilos de oro. Vivo para contarme una historia - cada bruja le brinda un significado. Cada bruja sueña con un bosque distinto. Cada bruja lo mira de manera distinta. Yo lo miré a través de mis manos y mis dedos. Lo vi en mi mente por meses, hasta que nació de mis manos.

No supe que responder. Inquieta e incómoda permanecí sentada muy quieta, ordenando toda aquella información en mi cabeza.  Tatarabuela cerró el libro con una sonrisa, mirándome con cariño.

- ¿Qué te preocupa?
-¿Y si la historia que imagino para él no es tan bella? ¿Y si imagino un bosque extraño, lleno de sonidos y susurros en la penumbra - pregunté. Porque de hecho, así me lo había imaginado algunas veces desde que abuela me había pedido continuar la historia. Me había visto correr entre las ramas torcidas de un bosque muy tupido. Buscando algo, aunque no sabía el qué - eso no estaría bien ¿verdad?

- Sería tu historia - me respondió - preguntante porque quieres contar justamente esa.

Lo hice. Durante los días que siguieron, continué imaginandome el bosque enorme y retumbante de sonidos inquietantes. Las ramas de los árboles muy viejos confundiéndose en una maraña casi asficiante. Y yo corría entre ellos, con los brazos extendidos, el cabello empapado en sudor. Corría siguiendo el camino de tierra apenas visible en la oscuridad. ¿Donde está? ¿Podré encontrarlo? Un rayo de sol a la distancia.

- La historia del Árbol Infinito es una manera de asumir que la Tradición de la Brujería se conserva a partir de lo que se crea y se construye a partir de ella - me comentó mi tia L. con su habitual tono pragmático. En su taller, el calor era sofocante pero me encantaba quedarme junto a ella, muy quieta, mirandola crear a partir de la arcilla, bellisimas esculturas de mujeres anónimas. Siempre eran muy parecidas: el cuello largo y esbelto, las caderas anchas, el pecho opulento. Me recordaban los dibujos de  mujeres que poblaban los libros de las sombras de mi casa: Mujeres de aspecto esencial, radiante, primitivo y saludable. Había algo mágico en sus figuras. Algo definitivamente atrayente.

- ¿Es decir que cualquier cosa que cuente sobre el árbol infinito será correcto? - dije. Tia L. no me miró. Con la palma abierta, modelo el cuerpo amplio de una de sus esculturas. La arcilla dúctil pareció zigzaguear entre sus dedos, tan viva, tan radiante que me hizo sonreír. Una metáfora de crear y construir, pensé. Una manera de soñar.

- Para cualquier creencia basada en la tradición oral, la imaginación es un elemento esencial - me explicó - es inevitable que la información sobre historias y costumbres se pierda. De manera que cada generación, cada infinita variación en la interpretación de la herencia que se transmite la reconstruye, la regenera, la transforma en algo nuevo. Imagina que cada rito e invocación que forma parte de la Brujería fue imaginado por una bruja, por una mujer que asumió la necesidad de reformular una idea vieja en algo recién nacido. Una visión de la fe siempre joven.

¡Que idea tan bonita! me dije deslumbrada. Tia L. siguió aplastando y delineando a sus mujeres sin nombre con los dedos mientras yo meditaba sobre toda esa red de conocimiento, poder y belleza que había perdurado por tanto tiempo. ¿Puedes imaginar a cientos de mujeres, miles de ellas, unidas por una idea que crece a través de ellas? ¿La manera como las palabras, cánticos y creencias se hacen cada vez más ricos y espléndidos, más profundamente significativos a medida que pasan de una generación a otra? En la oscuridad de mis párpados cerrados, vi con claridad a la primera mujer que imagino la historia del árbol Infinito, que la creó con las palabras justas, que la rescató del caos. La vi elaborarla hilo a hilo hasta lograr algo tan extraordinario como perdurable: un simbolo. Y quizás, después entregarlo a alguien más, con los brazos abiertos, como un tesoro que continuó su lento avance hasta llegar a mi mente, a mis sueños. A mi forma de crear.

Corro, en el bosque en penumbras. Tropiezo, una y otra vez, con las raíces serpeteantes de los árboles antiquisimos que me rodean. En una ocasión, casi caigo al suelo, pero me detengo, en mitad de las sombras triples que me rodean, para escuchar, para intentar recordar que busco. En esta inmensidad gris y verde, el sonido tiene una resonancia extraña: mi respiración agitada se escucha apenas entre el eco de las ramas al chocar. Un surruro entre los surruros. De pronto, un hilo de luz palpita más allá de la rama más alta. Un breve resplandor desconcertante que por un momento creo que imaginé, hasta que se repite y me deslumbra. Entonces recuerdo hacia donde voy y lo que busco. Sonrío.

Releo lo que escribí. Las manos empapadas de sudor, el corazón latiendo muy rápido, impaciente. ¿Qué ocurre después? El árbol de mi imaginación espera en alguna parte ¿Pero donde? ¿Qué encontraré antes de llegar a él? Levanto los ojos y contemplo la biblioteca de mi abuela. Las decenas de libros cerrados que me escuchan pensar, que intentan quizás, atisbar en la hoja blanca que está contando una historia nueva. Aprieto los labios, miro por la ventana. La linea verde de la montaña ondula en el cielo radiante, tan brillante que deslumbra. Luz. La sensación de asombro ante la belleza. ¿Que será lo que deseo obsequiar a la futura bruja que leerá mi historia? ¿Cómo deseo mostrarle el mundo que hereda a través de mi? ¿Como será mi árbol de infinitos conocimiento que le brindo como un obsequio silencioso a la distancia? Me inclino, el lapiz danzando entre los dedos, frágil y ligero. El sueño naciendo en fe y palabras.

La luz se hace más radiante, casi cegadora. Pero continúo caminando hacia ella. Con los brazos extendidos. A mis pies, la hierba se hace verde, fresca. Me invita a continuar. Un olor exquisito que no logro reconocer me rodea. ¿Es el aroma de los buenos recuerdos que se atesoran, intimo y perdurable? ¿O le perfume de la promesa que encontraré, perdida y reconstruida para otros ojos más allá de mi? Camino, tropezando, los ojos entrecerrados, la piel caliente por la luz, como si su caricia encendiera un pensamiento de fuego en mi espiritu. Una silueta se alza en el resplandor de luz. Las ramas alcanzan a las estrellas, el tronco tan enorme parece crecer de edad en edad, firmemente plantado en los recuerdos. Entonces...

La herencia. La belleza. Lo que nace y lo que nutre. Una tradición que crece y florece en mi.

Así sea.

A N. que me recordó esta historia.

viernes, 30 de mayo de 2014

Proyecto una película cada viernes: Pi de Darren Aronofsky.




La naturaleza humana - sobre todo, su singularidad - suele analizarse en el cine como una abstracción poco menos que desconcertante. Una y otra vez, el lenguaje visual intenta captar esa intrigante capacidad del hombre par cuestionarse a través de un menta mensaje simbólico que no siempre logra abarcar esa cualidad única que define al hombre, como creador. Una y otra vez, el cine insiste en asumir el rol de observador de la cultura y la sociedad desde una providencial distancia que le permite analizar con cierto asombro, cuando no curiosidad. Y aún así, son pocas las películas que logran captar esa desigualdad laberíntica de la mente humana, esa extrañísima dimensión donde la realidad se construye en visiones más o menos comprensibles de si mismas. Una búsqueda incesante del yo creador, o quizás de lo esencial del espíritu humano: su necesidad de cuestionarse. Cual sea la intención, el cine, como arte mayor insiste en esa búsqueda y lo hace a través de esa necesidad de revisión que toda obra estética sugiere.

Quizás por ese motivo, a la película "Pi" (1998) Darren Aronofsky (Brooklyn, Nueva York; 1969) se le ha llamado la quintaesencia de esa necesidad de deconstrucción de la realidad humana a través de metáforas más o menos complejas. El Film, atemporal y desconcertante,  reflexiona sobre esa necesidad del hombre en mirarse como parte de una creación universal mucho más amplía y la mayoría de las veces incomprensible. Porque "Pi" ambivalente y confusa, no parte del punto de vista del hombre como creador, sino más bien, del mundo como un fragmento de realidad que apenas podemos comprender. Y es que Aronofsky crea un hábil juego de espejos en la búsqueda de un simbolismo propio dentro de una propuesta aparentemente caótica. Una insistente reconstrucción de la idea del hombre como testigo asombrado de lo trascendental, de esa noción de lo inefable que parece superarlo. No obstante, Aronofsky no busca en su propuesta la búsqueda de lo divino sino una visión elemental de la naturaleza humana como eterna cuestionadora del mundo que le rodea.

Con una puesta en escena claustrófica, de espacios pequeños y asfixiantes, el director brinda a la historia una atmósfera indudablemente onírica y sobre todo, esa visión casi obsesiva de  Aronofsky sobre la fragilidad de la mente humana. El director maneja de nuevo sus interpretaciones favoritas sobre la locura que agobia y esa perspectiva paranoica de una realidad que nunca parece ser lo que asumimos de manera inmediata. De hecho, esa grieta entre lo que se percibe y lo evidente,  es la que brinda a la película esa sutil sensación de confusión que la identifica, que le permite profundizar sobre esa disparidad rampante sobre la identidad y el temor. Como si de una lenta agonia se tratase, la narración avanza especulando y redimensionando las ideas esenciales de ese lento trayecto de su personaje principal hacia la enajenación total. Poco a poco, la pelicula discurre entre lo que tememos - que parece superar incluso la mera imagen que se muestra - y lo que se comprende, en una disyuntiva abrumadora que termina por dejar al espectador sin aliento.


Porque "Pi" no es una película que se prodigue fácil y tampoco lo necesita. Con su ritmo accidentado, lento por momentos y completamente absurdo en otros, intenta construir una variación sobre la noción de la realidad que escape a cualquier intención de conceptualizarla de manera directa. Tal vez por ese motivo, el directo dota a su personaje principal de una inteligencia asombrosa, una capacidad para la abstracción que desmenuza el mundo no solo en lo que percibe, sino en lo que puede calcular. Y es que su inquietante  Maxilliam Cohen, un matemático que cree que todo lo que forma parte del mundo real, incluyendo la naturaleza y la misma naturaleza del hombre se puede representar mediante números, es un símbolo de esa búsqueda del director por lo complejo y lo anodino de las obsesiones. En un ciclo interminable, Cohen intenta discernir la realidad en medio de una maraña de símbolos e interpretaciones incompletas que nunca parecen ser lo suficientemente claras para el espectador, pero que aún así, sostienen la historia sobre un planteamiento de la locura que ilumina, que asombra y que al final, atemoriza.


Como planteamiento estético "Pi" alberga todas inquietudes argumentales y estéticas de su director y no obstante, es un planteamiento totalmente nuevo sobre la visión del tiempo, el temor y la complejidad de la mente humana a través de sus transgresiones a lo que se considera evidente. A través de Cohen y sus elaboradisimos procesos creativos y deductivos, Aronofsky recrea quizás ese camino del héroe tantas veces propuesto en el cine, pero desde una vertiente originalísima. Porque más allá del heroísmo, de la nobleza y la bondad, propone a la locura como verdadera justificación al poder creador y a la capacidad de la mente humana para sobrevivir a su propia fragilidad. Con una brillante insinuación de la enajenación como metáfora del caos, Aronofsky propone esa necesidad de destruir nuestros esquemas sobre la realidad en beneficio de una expiación - redención - de nuestros propios dilemas y dolores. Un encuentro directo con nuestra imagen  máa distorsionada- esa que muchas veces nos negamos a mirar - y esa necesidad primitiva del espíritu humano por la salvación y la regeneración de sus elementos más privados.

Una re elaboración de viejos mitos, a través de ese trayeccto accidentado del hombre hacia su redención más sustancial.

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jueves, 29 de mayo de 2014

La lucha indirecta o la indiferencia contemporánea: dos rostros del nuevo activismo.






Durante las últimas semanas, la noticia del secuestro de más de 200 niñas en Chibok, Nigeria, llenó las redes sociales de mensajes de apoyo y solidaridad mundial con la difícil situación que atraviesan no solo las victimas sino también sus familiares. La etiqueta #BringBackOurGirls corrió como la pólvora a través de cualquier medio de comunicación masivo y muy pronto, la voluble atención mundial tuvo interés en un hecho oprobioso que demuestra un tipo de crueldad desconcertante. No obstante, a casi dos meses y un poco más del secuestro, los progresos reales hacia la liberación de las niñas han sido pocos y la real atención política y cultural sobre el tema, escasa en consideración a la gravedad de la circunstancia.

Siento un profundo escepticismo hacia el posible resultado de la campaña, sobre todo por el hecho que luego de semanas en que la campaña pareció formar parte de esa gran conversación mundial de las redes Sociales con gran frecuencia, el interés por el caso de las niñas secuestradas comienza a decrecer. Aún el paradero de las victimas continúa siendo desconocido y aunque se ha insistido más de una vez en una eminente liberación de al menos la mitad de las niñas secuestradas, a casi dos meses y un par de semanas después, el hecho simple es que aún no hay indicios que algo semejante ocurra. Poco a poco, esa cultura mundial de la mirada superficial a circunstancias complejas, parece aplastar la noticia en medio de un alud de nuevas circunstancias que disimulan la verdadera gravedad de la situación. Y es que es inevitable analizar, casi con un pragmatismo cercano al cinismo, cual es el verdadero valor de iniciativas que involucren la participación de ese gran público anónimo que forma parte de la comunidad virtual.  Una idea inquietante y sobre todo, que me hace cuestionarme el real valor de iniciativas parecidas, que parecen depender de la muy confusa idea de una presión social para contribuir a la resolución de conflictos de verdadera envergadura.

- No puedes ignorar el peso que tiene la opinión internacional - me insiste mi amiga Adriana (no es su nombre real). Amante del social media y últimamente activa participante en una serie de iniciativas del mundo 2.0 para distintos proyectos culturales, está convencida del poder de las redes sociales para transformar el mundo. Cuando me escucha criticar el planteamiento de #BringBackOurGirls, insiste en que se trata de una manera de visibilizar lo que ocurre hacia un público que usualmente desconoce la crítica situación que atraviesan diversos lugares del mundo - es una platea de enorme repercusión y que además, proporciona la oportunidad al ciudadano común de expresarse libremente.

Nadie lo duda. Yo he sido una de esas millones de voces que se han manifestado contra circusntancias durísimas vía redes Sociales. Me he expresado publicamente contra la ablación, el tráfico y trata de mujeres, la violencia de género. También, he desmenuzado por meses la critica situación política que atraviesa mi país, denunciando en la medida de mis posibilidades, situaciones que considero ilegales, insostenibles, atentados a mi identidad ciudadana. Además, iniciativas como las auspiciadas por Amnistia Internacional, que mediante el uso de la presión internacional ha logrado verdadera repercusión en casos muy concretos de violación a los Derechos Humanos, no es una experiencia desdeñable. No obstante, por mera comprensión de los alcances y limites del mundo virtual, me pregunto hasta que punto mis denuncias y puntos de vistas pueden ejercer una presión real sobre situaciones tan graves como las que atraviesan las niñas secuestradas. ¿Hasta que punto una etiqueta repetida hasta la saciedad en medios populares puede lograr que el poder establecido dirigida su atención hacia la dirección más eficaz? Es una pregunta que me hago con preocupación y sobre todo  con cierta urgencia de calibrar el alcance de mis esfuerzos.

- No digo que no sea válido y creo es una manera de llamar la atención sobre ideas muy precisas sobre la realidad mundial - le respondo - pero mi cuestionamiento es sobre que tanto esa visión de la presión social sustituye iniciativas mucho más efectivas. ¿Cuantas manifestaciones mundiales además de las locales y grupos sociales sensibilizados por el tema provocó #BringBackOurGirls?

- Hablas de una de las maneras de protestar y ayudar incluso de manera indirecta - insiste - me refiero a que incluso el menor gesto puede ser valioso y simbólico en el debido contexto.

Suspiro. Durante las últimas semanas, la discusión sobre la naturaleza terrorista del secuestro de las niñas nigerianas parece haber tomado un rumbo mucho más tortuoso. Se debate sobre las políticas norteamericanas en situaciones de conflicto y el hecho que la iniciativa #BringBackOurGirls pueda justificar, de una manera u otra, una presencia militar Norteamericana en África. Además, el suceso parece diluirse entre todo tipo de debates donde la seguridad, paradero y sobre todo, situación en que puedan encontrarse o no las jovenes rehenes, toma un lugar secundario. Se habla de la Negligencia del Gobierno de Goodluck Jonathan con respecto a los sucesos que desencadenaron un acto criminal de tal magnitud. También, los hilos del poder mundial, parecen moverse con desacostumbrada lentitud con respecto a una resolución concreta a la gravísima situación. Unos pocos lideres mundiales han hecho comentarios aislados e instituciones supuestamente respetables como la ONU y otras tantas de defensa de los DDHH algún que otro comunicado, exigiendo de manera tibia, una respuesta concreta a la situación. Pero el hecho es que las niñas continúan secuestradas. De hecho, la situación que atravesaban las niñas secuestradas solo llegó a la palestra pública casi un mes después del secuestro y solo gracias a los esfuerzos de grupos de activistas alrededor del mundo por mostrar la peligrosa situación que atravesaban las niñas, muchas de ellas sometidas a tratos inhumanos y probablemente a un tipo de violencia que se recrudece a medida que transcurre el tiempo y la situación se hace cada vez más dura. Porque en realidad, el mundo continúa sin asumir que el crimen que se cometió en Nigeria, demuestra un tipo de indiferencia mundial vergonzosa, un silencio cómplice que promueve esa visión del mundo limitada y excluyente.

- Estás analizando la situación desde el punto de vista de resultados inmediato - puntualiza Adriana - la campaña por las niñas ha logrado que el mundo entero conozca la situación y asuma su responsabilidad. Sí, quizás es un esfuerzo mínimo, pero es mucho más necesario que un silencio cómplice.


Durante los días siguientes, me dedico a investigar un poco sobre como ha prosperado la campaña, una vez que se hizo parte de una especie de debate mundial que alcanzó una importante cuota de atención mundial. Los datos que encuentro parecen sugerir que el impacto ha sido suficiente como para que personalidades de la talla de Michelle Obama, Angelina Jolie  y hasta el mediático Papa Francisco, participen, haciendo pública su exigencia de una respuesta a una situación cada vez más grave. Y aún así, para las niñas y sus padres, la circunstancia parece haberse detenido en un punto sin retorno: la milicia Radical de Boko Haram continúa reteniendo a las rehenes sin dar muestras de aceptar negociación alguna y el gobierno Nigeriano se debate entre la confusión y un profundo desconcierto que no ha superado y que parece contribuir al clima anárquico que ocasionó el acto criminal. Y de nuevo me pregunto, abrumada por la simple evidencia, hasta que punto esa inocente visión del mundo como una aldea interconectada tiene repercusión en el ahora real, en la construcción de una visión efectiva sobre nuestra responsabilidad y nuestra capacidad para brindar apoyo a situaciones en extremo complejas. La sensación de impotencia me hace sentir curiosamente desvalida, pero aún más, lo suficientemente consciente que nuestra visión del mundo se construye a base de nuestra limitada interpretación de lo que consideramos real. Casi con cierto cinismo, me cuestiono incluso si somos conscientes que a pesar del reclamo, la consideración y el apoyo virtual, somos esencialmente hipócritas, un poco infantiles en nuestras peticiones y muestra de solidaridad. Una gran comunidad torpe que intenta comprender las circunstancias que lo rodean desde la superficialidad de un discurso limitado.

 Dentro de poco, un grupo de niñas cumplirán tres meses sometidas al poder de la bala, la vergüenza y el menosprecio a su dignidad. En pocas semanas, más de doscientos hogares lloraran la ausencia no solo de la victima que padece, sino de las esperanzas que la pesadilla que atraviesan termine. En pocas semanas, más de doscientas niñas cumplirán dos meses de haber perdido la aspiración a una vida mejor que construían con enorme esfuerzo, en las condiciones más difíciles y enfrentándose a la desigualdad con la única arma de la educación.

¿Cual es la respuesta del mundo que se llama así mismo civilizado a esa conmemoración del oprobio? ¿Cual es la visión que se enarbola en este doloroso silencio mundial sobre un hecho que demuestra el limite entre la indiferencia de la comunidad internacional y la realidad más allá de sus fronteras?


La respuesta a cualquiera de esos cuestionamientos me preocupa, me duele, me enfurece. De nuevo, la etiqueta #BringBackOurGirls solo parece demostrar que somos una cultura hipócrita, un elemento histórico que se regodea en sus propia mezquindad para ocultar su futilidad. Y me pregunto, si cuando el rostro de las niñas y el terror que produce la circunstancia que viven se desdibuje en las cientos de noticias diarias, aún el mundo sea capaz de asumir su responsabilidad. De mirarse como parte de su época y no como un observador distante sobre el horror de una realidad cultural que sobrepasa cualquier enmienda.

Tampoco tengo la respuesta para eso. Y me preocupa no tenerla.

C’est la vie.

miércoles, 28 de mayo de 2014

De de la moralidad y la ética: ¿Qué es el perdón en el mundo contemporáneo?




Durante años, fui muy rencorosa. Por supuesto, yo no le llamaba así, sino que insistía se trataba de algo parecido a un "firme criterio". Si alguien me había herido, ofendido o agredido de cualquier manera, la forma de evitar volviera a ocurrir era teniendo bastante claro qué había hecho y en cual circunstancia. Y recordarlo con frecuencia. Pensar en lo terrible de lo que había ocurrido y como me había afectado. Lo llevaba a toda parte y le llamaba "lecciones", aunque en realidad, había aprendido muy poco sobre nada gracias a esa necesidad mía de tener muy presente los momentos dolorosos en mi vida. Pero yo insistía en que sí. Me parecía sin sentido "olvidar", mucho menos intentar comprender conductas que de alguna u otra manera me habían afectado. Lo real, lo importante, era el dolor que me habían provocado y mi intención de nunca olvidar la "culpa" de alguien más. ¿La mía? eso estaba fuera de toda discusión: era la ofendida, la que había sufrido. ¿Qué culpa podía tener yo con respecto al comportamiento ajeno?

Mi amiga Alba (es su nombre real) solía juzgar mi habito por el rencor como "Un arma contra mi propia cordura". Siempre que me escuchaba enfurecerme o estallar de ira al recordar algún suceso doloroso, me preguntaba si esa insistencia mía en llevar un detallado registro de todo lo que provocaba dolor, me parecía sano. Cuando le respondía que más me valía recordar - y bien - el comportamiento ajeno para evitar me hicieran daño de nuevo, insistía en que eso era una visión poco menos que perniciosa sobre el dolor y la experiencia cotidiana. Una forma de construir un andamiaje de cólera insustancial que llevaba a todas partes, tan pesado y aplastante, que consumía parte de mi necesidad de comprender el mundo de una manera sana. Solía reírme de su interpretación de las cosas, de lo que insistía en llamar, su inocencia.

- Es la única manera segura de evitar vivir de nuevo lo que sea te haya herido - le expliqué en una oportunidad - No necesito reabrir mis heridas, pero tampoco infligirme nuevas por no recordar como me lastimé en primer lugar.

- Estas juzgando constantemente - me respondió Alba. Mi amiga tenía una inquebrantable fe en la humanidad, pero sobre todos las cosas, estaba convencida que el cambio espiritual no es algo tan abstracto ni tan idílico como podría imaginarse. Había algo utilitario y hasta pragmático en sus reflexiones: El único camino a donde te conduce el rencor es hacia tus propias cicatrices emocionales, hacia esa versión de ti misma disminuida por la angustia y el temor - Juzgas el comportamiento de los demás, y te victimizas en consecuencias. Juzgas lo que ocurre a tu alrededor desde una mirada tan limitada que no miras el contexto, la versión que une y construye las historias a tu alrededor. El odio es un sentimiento de frustración, el no encontrar la manera de justificar, tampoco comprender la conducta ajena. Y esa incapacidad te deja a ciegas, abrumado y debilitado por el hecho de lidiar con una situación que te desborda.

Poesía, pensé con cierto cinismo. O mejor dicho, esa mirada el mundo como un gran planteamiento filosófico. No obstante, lo que decía Alba parecía coincidir con algo en lo que solía insistir mi abuela: El odio solo es un ciclo incompleto de miedo. Mi abuela era una mujer liberal, flexible y optimista. Estaba convencida que todo tenía un sentido y una razón. Piezas en un entramado amplísimo sobre la realidad que parecían construir un paisaje intimo sobre quienes somos y como nos comprendemos. Me pregunté si Alba analizaba las cosas bajo ese mismo supuesto de la justificación necesaria, o mejor dicho, si asumía esa idea de la responsabilidad como una forma de sostener esa necesidad suya del perdón. ¿En que consiste el perdón, después de todo? ¿Un olvido selectivo y probablemente conveniente de un hecho que analizado por separado tiene un valor destructor? ¿Quién o que te brinda el poder de justificar de limpiar las culpas o mejor dicho, construir una idea sobre la actuación ajena? Pensé que la religión era una manera muy sencilla de asumirse como superior moral y perdonar. El Dios cristiano, ominipresente y bondandoso, perdonaba por naturaleza. Cada religión tenía un entramado de ideas sobre la absolución y la admisión de culpa sutilmente complejo, pero todos conducían a la misma conclusión: se perdona por una naturaleza intrínsecamente bondadosa. Un don Divino. Pero para Alba la idea no era tan sencilla.

- No hablamos de religión, tampoco de dogma religioso. Perdonas porque llegas a la conclusión que estás brindando significado, peso y un lugar en tu vida a un tipo de dolor que ya no puedes remediar - dijo - cuando llegas a ese convencimiento, perdonar es sencillo.

Pues, para mi no lo era. Aunque no tenía muy claro que evitaba que pudiera comprender la idea en toda su amplitud, seguía bastante convencida que ese "perdón" superficial, elemental y sobre todo, abierto a cualquier interpretación, era parte de esa consciencia contemporánea sobre la banalidad de la responsabilidad del otro, sobre las acciones y nuestra capacidad para mirar a la sociedad como un mero ejercicio de convivencia. Pero la idea continuó preocupandome. No solo porque "perdonar" no me parecía una forma de paz sino porque además, no incluía, necesariamente lo que interpretaba como necesario para encontrar ese equilibrio espiritual entre lo que deseamos y quienes somos. Y es que después de todo, es desconcertante asumir que el perdón puede reinventar una historia, construir una nueva perspectiva sobre lo que asumimos real y lo que no lo es. ¿Qué ocurre con el dolor? ¿Y las consecuencias de un hecho eminentemente hiriente? Y si vamos más allá ¿Que sugiere el perdón con respecto al dolor de un asesinato, de una perdida irreparable? Eran ideas que me atormentaban con frecuencia, que me dejaban abrumada por una sensación de inevitabilidad. El rencor existe y también el sufrimiento que produce. ¿Que hay más allá de eso?

Me alejé de explicaciones teológicas, muchos menos los teoremas espirituales que insistían en el perdón como una formula simplista. Me hice preguntas éticas, morales. En una oportunidad, tuve una dura conversación al respecto con uno de mis profesores Universitarios, que miraba el perdón como una estructura de pensamiento que requería niveles de aceptación de la falibilidad humana. Para L., criminologo y también, psiquiatra, el tema del perdón desbordaba la simple idea sobre la conducta humana, su capacidad para generar terror y su posterior redención. O lo que se suponía podía serlo.

- Perdonas porque alguna vez fuiste perdonado - me explicó - en Occidente la culpa no se asume como necesaria para el perdón. El hecho existe, desde luego. Y la responsabilidad, que es el motivo por el cual se cometió cual hecho, también. Pero el perdón es una mirada individual sobre las consecuencias. Como las asumes y las ordenas con respecto a tu percepción sobre lo que ocurrió.

- ¿No es muy arrogante eso de perdonar, incluso a quien no quiere ser perdonado? - le pregunté. Por meses, había leído artículos sobre las extrañas y durísimas escenas que se llevaban a cabo frente a los pabellones de la muerte Norteamericanos antes de ejecuciones de asesinos. La familia de la victima solía estar presente y más de una vez, el acusado solía implorar el perdón. O algún pariente, lo brindaba, como una forma de expiar el hecho de violencia que culminaría un largo proceso de sufrimiento. ¿Que significaba esa última exhoneración? ¿Tenía verdadero sentido? Había leído sobre criminales que jamás expresaron culpa y arrepentimiento ante crimenes horribles. ¿Cómo podían los parientes y dolientes de las victimas brindar perdón? Mi profesor me escuchó con una sonrisa cansada.

- Lo estás interpretando desde la óptica idealizada que muchas culturas otorgan al perdón. Se le considera divino, extraordinario. Un don de Dioses. Capaz de brindar consuelo a las heridas más profundas, de iniciar el proceso hacia la paz. En realidad el perdón es también una manera de asumir no tienes control sobre lo que ocurrió pero si como reaccionas a lo que sufres debido a eso. Y es esa combinación de valores y acciones lo que brinda un sentido único - realista quizás - a perdonar. Es una manera de reconstruir su visión de las cosas. De asumir el poder que un hecho doloroso o violento te arrebató.

La idea me desconcertó. El perdón tenía entonces otro sentido. No buscaba la expiación, mucho menos la reinvidiación, sino que intentaba el consuelo personal. Tenía mucho más sentido, pero continuaba pareciendome incompleto, incluso un poco sin sentido. El perdón como un vehículo de curación espiritual, una desconcertante visión de quienes somos o a donde avanzamos. Una puerta abierta a un olvido piadoso, quizás.

- Nada es tan sencillo, pero en esencia, el poder del perdón es reconstructor - me dijo el padre E. cuando se lo pregunté. Jesuita, pragmático, intelectual y sobre todo, profundamente cínico, me escuchó insistir sobre el dolor y la culpa con una media sonrisa. Parecía familiarizado con ese tipo de diatribas éticas y así me lo dejó claro - todos nos preguntamos hasta donde es lícito perdonar o los motivos por los cuales lo hacemos. Ahora bien, el perdón es una forma de mirar tu pasado desde otro punto de vista. Un hecho que te hiere continuará haciendolo tantas veces como lo recuerdes. Es una visión casi psiquiatrica sobre nuestra capacidad para hacernos daño. Para abrir nuestras propias heridas y construir nuestros limites entonces.

- Hablamos entonces de una especie de visión del perdón como una decisión personal: perdono para lograr comenzar un nuevo camino. Es decir, no es un acto altruista. Es una necesidad emocional casi egocéntrica.

- No todo es tan sencillo - me respondió - puede serlo, pero en realidad perdonar te libera. Te brinda el poder de construir nuevas ideas al respecto. El rencor es un ciclo exacto y delimitado. El perdón lo rompe y te permite seguir.

Una idea sugerente. Investigando, encontré que de hecho, era la idea esencial de muchas de las reflexiones sobre el poder del perdón y la asimilación del remordimiento como una forma de reconstrucción social. En Ruanda, por ejemplo, el perdón se había convertido en una política nacional imprescindible. Luego de sufrir uno de los peores genocidios registrados por la histora durante el año 1994, el país intenta reconciliarse - perdonarse - con esfuerzo. Una de las primeras actividades auspiciadas por el gobierno elegido inmediatamente después, fue llevar a cabo ceremonias y establecer días para recordar lo ocurrido y la reconciliación. Las victimas - cuyos cuerpos aún llenaban calles y avenidas de país - fueron enterrados por grupos del "perdón" en fosas comunes en diferentes regiones. También, se construyeron casi dos centenares de cementerios pequeños, con la intención de brindar cierta dignidad a las multitud de victimas anónimas que aún continuaban encontrándose en la calma frágil de un país en recuperación. En esos pequeños espacios neutros, silenciosos y casi escalofriantes, el gobierno realiza anualmente "los días del recuerdo y la reconciliación" en memoria de los asesinados en el país durante los cruentos días del genocidio. Y es que ninguna familia ruandesa escapó a la violencia: todo sobreviviente en Ruanda perdió al menos un familiar. El perdón, es por tanto necesario para la reconstrucción del país. Un punto y aparte que permita levantar una visión nacional conjunta y viable. El perdón como exigencia e incluso como obligación.

Las ceremonias del perdón ruandesas, por tanto, carecen de verdadero sentido emocional e incluso ideal. Son una manera de aceptar la responsabilidad y sobre todo, concluir que Ruanda, como país, necesita de ese profundo reconocimiento de la existencia del otro para sobrevivir a su tragedia. La ceremonia de hecho, intentan desarrollar en cada ciudadano ruandés una identidad general, que impida mirarse como los extremos en disputa y esa visión étnica que desencadenó la violencia.  La insistencia de perdón como herramienta de reconstrucción.

- Ruanda necesita el perdón para mirarse como sociedad, de otra manera resultaría inviable e insostenible - me explica L. historiador chileno a quien conocí mientras intentaba comprender el valor histórico del perdón en el país africano. Le escribí cuando encontré su dirección de correo electrónico en una ponencia sobre la paz y las ideas nacionalistas hace dos años y desde entonces conversamos con frecuencia. Durante años, ha intentado comprender el perdón como parte de una forma de cultura: como ciudadano chileno, conoce la insistente necesidad de concebir un país único en medio de las peligrosa divisiones sociales. Cuando le pregunto sobre la necesidad del perdón, como concepto de arraigo y expiaciación, sacude la cabeza. Su imagen se desdibuja en la pequeña pantalla del Skype.

- ¿Crees que es posible? - insisto - ¿La paz ciudadana basada en el perdón como elemento casi obligatorio?

- Posible, lo es. Una expresión continuada en la historia, no - me dice - Ya lo ves en Ruanda. El perdón existe, la reconciliación es casi obligatoria. Pero el país parece moverse en un equilibrio precario. Nadie sabe muy bien hasta que punto la política del gobierno de Kagame sea viable a largo plazo. Pero por ahora, está rindiendo frutos. Ningún país puede prosperar dividido y entre dispustas.

Pienso en Venezuela, en como nos hemos convertido en un campo de batalla dialectico. Pienso en el escenario político, en el enfrentamiento constante y evidente entre dos extremos de la realidad encontrados y aparentemente irreconciliables. El país que es tragedia. El país al borde la violencia.  L. suspira cuando lo comento.

- Venezuela necesita el perdón para reconocerse - insiste - pero es un ejercicio tan personal, tan intimo, que dudo que un país tan dividido lo entienda. No por ahora.

Yo también pienso de la misma manera. Lo medito, a solas, tratando de comprenderme a través de este país elemental, duro y agresivo. Mi proceso personal ha sido semejante al país: poco a poco, el rencor a dejado de tener peso en mi vida. Con una lentitud casi desconcertante, he atravesado una cierta visión de mi misma hasta llegar a un cuestionamiento esencial. ¿Que es el rencor? Es como una vuelta de hoja de mi necesidad de mirarme, de comprender el motivo por el cual durante tanto tiempo me importó tanto recordar y jamás justiticar el dolor que alguien pudo infringirme. ¿Cuando comenzó el proceso? Pienso en la primera vez que pensé en el perdón no como una idea que trascendiera a mi misma, sino como un análisis del tiempo que vivo, de mi identidad y más allá, mi percepción del futuro.

- Lee esto - me insistió Alba. Me puso el libro entre las manos. Leí el titulo "Mirame volar" de Myrlie Evers. Recordé el nombre de la autora: era la esposa del luchador de los derechos Civiles norteamericano, Medgar Evers, asesinado en el '63 por un supremacista Blanco - te hará bien analizar un poco sobre el odio y el rencor desde la perspectiva de alguien que lo sufrió - cuando lo hagas, conversamos.

Estaba atravesando una etapa muy complicada en mi vida. La grave situación política de Venezuela había terminado por afectarme emocionalmente: había una sensación de frustración y furia tan fuerte contra el "otro", el contrincante ideológico, que me volví, sin saber muy bien como, radical en mi apreciación sobre el discurso y la necesidad de la disidencia. Un enfrentamiento constante contra la diferencia y sobre todo, una visión muy limitada del país como una forma de herencia histórica. Durante meses, sentí que Venezuela era un caldo de cultivo ideal para un tipo de prejuicio elemental. El continúo enfrentamiento político me llenó de un rencor irremediable, tan doloroso que me abrumó. Cuando sostuve el libro, me pregunté que podría encontrar en él. Si habría algún tipo de idea filósifica que pudiese consolarme.

La encontré por supuesto. Porque lejos de intentar disminuir o menospreciar el dolor en beneficio de una redención basada en el dolor, Myrlie Evers pareció encontrar justamente una visión de la responsabilidad y la culpa mucho más concisa y profundamente sentida. Para Evers, quien por años sufrió en silencio el dolor de haber visto morir a su esposo asesinado el perdón no era una opción facilista. Era una manera de sobreponerte a ti misma, a las heridas y grietas que el sufrimiento ocasiona en tu punto de vista sobre el mundo. Con una serenidad que me desconcertó, Evers cuenta su largo proceso desde el odio insistente hacia el asesino de su esposo, hasta el día en que se liberó por completo del rencor. Y renació.

"El día en que comprendí que el rencor es un veneno que tomas esperando que dañe a otro, miré el perdón como el antidoto a la angustia, no una disculpa". Dice la autora. Y añade "Sin embargo, comprenderlo no hizo que abandonara mis pequeños habitos de odio. Lo hizo asumir que el asesino de mi esposo tenía poder sobre mi, uno muy fuerte. Podía hacerme sufrir, incluso cuando ni siquiera recordaba mi nombre. Porque yo se lo permitía. Nunca renunciaría a mi búsqueda de justicia. De lo que me liberé fue de las lineas que me unían a esa parte terrible de mi pasado".

Los ojos se me llenaron de lágrimas al leer el párrafo. Esencialmente, admití mi propia incapacidad para olvidar mi dolor y miedo sobre lo que ocurría en el país. Pero sobre todo, la manera como miraba mi vida. Una superposición de ideas sobre la culpa, la responsabilidad y la angustia que la mayoría de las veces me hería por el mero hecho de insistir sobre viejos dolores. Por supuesto, no se trató de una revelación inmediata. Transcurrieron largos meses de batalla interna, hasta que finalmente, comencé a encontrar en el perdón algo semejante a la tranquilidad. De pronto, pude comprender que el odio solo conduce a la raíz misma de cualquier angustia. De todo pensamiento destructor e invalidante.

Lo pensé, el día en que pude sentarme en silencio a escuchar a un adversario político sin sentir la necesidad de rebatirle, menospreciar sus ideas. Lo celebre, cuando comencé a mirar a mi país, más allá de una colección de recuerdos tristes y dolorosos, una idea de convivencia destruida por años de desgaste. Lo supe cuando finalmente, pude recordar algunos hechos muy dolorosos de mi pasado y asumir mi responsabilidad sobre mi necesidad de reconstruir aspectos de mi vida que por mucho tiempo carecieron de forma. Y es que el perdón no representó una expiación espiritual, ni mucho menos una salida fácil a un intricando laberinto de ideas. Sino a una pequeña transformación interior. Una muy valiosa y perecedera.

- Así que yo tenía razón - dice Alba, levantando en celebración su taza de café. Sonrío y me encojo de hombros.
- Pues sí. Pero nunca lo reconoceré de nuevo.
- No importa - dice Alba y me devuelve la sonrisa - lo importante es que encontrar esa necesidad de asumir que todos necesitamos un momento de paz.

Lo pienso, caminando por las calles de mi ciudad, bajo este sol radiante de Mayo. Pienso en la libertad de escoger como continuar con tu vida, como construir un valor mucho más profundo que el miedo para tu futuro. Y aun cuando continuó de vez en cuando debatiendome entre la frustración y el desconcierto, también hay un momento de silencio donde puedo permitirme comprender, que soy el fruto de mis propias decisiones. De mi derecho a creer y crecer.

C'est la vie.

martes, 27 de mayo de 2014

De lo femenino esencial a la visión social de la mujer: ¿Donde comienza la grieta entre ambos conceptos?



Hace unos días, leí un artículo que se preguntaba en voz alta: "¿Por qué las mujeres fingen orgasmos"? . El texto, redactando en ese tono juguetón y divertido tan común en algunas publicaciones, parecía más preocupado en descubrir el motivo por el cual una mujer "engañaba" a su pareja que la circunstancia que podría provocar que no pudiera alcanzar el clímax. De hecho, en uno de los párrafos un experto analizaba el comportamiento sexual de la mujer como el de "complaciente" y que fingir el orgasmo no era otra cosa que una de las tantas maneras en que el sexo femenino puede "gratificar" a su contraparte femenina. El concepto en general me pareció tan escandaloso que me pregunté en cuantas ocasiones la mujer es percibida de esa manera parcial, básica y secundaria. Un pensamiento inquietante que te conduce - y casi por asociación libre - a toda una serie de preguntas sobre cual es lo percepción de lo femenino en nuestra sociedad o lo que es más preocupante, cómo se asume la identidad de la mujer en medio de una cultura que insiste en mirarla como simple reflejo del género masculino.

No, no se trata de un pensamiento feminista, no al menos uno extremo y radical sino una reflexión sobre ese punto de vista tan común que sobre la mujer suele tenerse. Me refiero en concreto a esa percepción de lo femenino como parte de un rol cultural o lo que parece ser lo mismo, el papel biológico que cumple la mujer - o debería cumplir - dentro de ciertas interpretaciones sobre lo social.  Ambas cosas parecen ser síntomas de que aún la individualidad de la mujer se menosprecia o al menos se cuestiona con frecuencia. Y que preocupante resulta esa idea, en una sociedad de consumo que se delimita y se concibe a través de estereotipos, que se analiza constantemente por sus rígidos esquemas de la realidad. ¿Que debe fingir entonces la mujer para comprenderse como parte de la sociedad? ¿Que esconde la mayoría de las veces para no transgredir ese límite invisible entre el deber ser y esa expresión de lo femenino que parece creada a la medida de una sociedad restrictiva?

Le hice las preguntas anteriores a un grupo de mujeres, de todas las edades y profesiones. Las respuestas, me demostraron que aún la identidad femenina tiene un largo trecho que recorrer para encontrar una visión mucho más profunda que el estereotipo sobre sí misma. Quizás una perspectiva que incluya no solo esa herencia histórica restringida y la mayoría de las veces limitante que heredó de la tradición, sino algo más profundo y quizás significativo: una mirada esencial a su propio lenguaje creador.


* De la inteligencia y otras pequeñas batallas simbólicas de la identidad femenina:


Mi amiga F. es profesora de historia en una reconocida Universidad del país. La mayor parte de su vida la ha dedicado al estudio y a la investigación académica, además de a sus diversos intereses por el idioma, la antropología y sociologia. Poliglota, con una envidiable cultura literaria y un crítico sentido del humor, es probablemente una de las personas más intrigantes que conozco. Y también de las más solitarias: con dos divorcios a cuesta, su vida emocional ha sido una ingrata carrera de obstáculos que le ha dejado heridas emocionales perdurables. Cuando nos sentamos a conversar, sonríe socarrona.

- ¿El artículo es sobre las ineptas sentimentales? - me pregunta. Intento sonreír también, pero no puedo. Le explico que deseo entender hasta que punto la mujer Venezolana debe luchar contra el estereotipo y como ese enfrentamiento constante con lo que considera "femenino" en nuestro país puede resultar limitante y hasta prejuiciado. Me escucha en silencio. Su expresión se hace dura y hasta un poco melancólica.

- ¿Que debes ocultar y disimular en Venezuela? - le pregunto directamente - ¿Que te obliga la sociedad a esconder sobre ti misma?

- La sociedad Venezolana mira a una mujer inteligente con escepticismo. De entrada, nuestro país es machista. No a los extremos de otros países del hemisferio pero si lo suficiente como para que la mujer deba cumplir con un decálogo concreto del deber ser para comprenderse así misma - me explica - de manera que lo primero que una mujer debe ocultar en Venezuela es así misma.

Un pensamiento curioso que he escuchado más de una vez. Y es que la mujer Venezolana debe luchar desde muy niña con esa ambivalencia social que la halaga pero a la vez, la menosprecia de una manera muy sutil e insistente. La niña que debe "comportarse", la niña "linda", la niña que es de la "casa". Son conceptos que parecen superponerse para crear una especie de idea tergiversada y errónea sobre la identidad de la mujer, que desborda esa visión rigida de una sociedad que se aferra a sus históricos cánones de conducta con cierta irresponsabilidad.

Y probablemente F. sea el mejor ejemplo de esa visión limitada - y limitante - de la cultura Venezolana sobre la mujer. La hija menor de tres hermanos, nadie apostó mucho por su temprana vocación humanista. Su madre, sobre todo,  la ignoró siempre que pudo y cuando fue evidente que F. no tenía intenciones de seguir lo que se considera la vida tradicional de una mujer Venezolana - matrimonio incluido - los enfrentamientos se hicieron inevitables. El hogar paterno se convirtió de hecho en un pequeño campo de batalla, donde se le exigía "sentar cabeza" - en esa visión general de la mujer como parte de un rol social - y finalmente "madurar". Tal vez un poco abrumada por la presión, F. terminó contrayendo matrimonio con su novio adolescente durante los primeros años de la veintena, solo para divorciarse un par de años después. Para entonces, ya era licenciada en historia y con aspiraciones docentes. Su esposo había abandonado el sueño universitario para buscar un "trabajo real". Para F. esa visión del mundo enfrentada fue el principio de una pequeña batalla dialéctica que hizo insostenible la relación.

- ¡Le molestaba lo que llamaba "mi estudiadera"! - me cuenta con cierta amargura - me reclamaba que insistiera en dar clases en la Universidad, que insistiera en continuar estudiando. La convivencia se hizo insoportable. Había una especie de enfrentamiento silente, diario. Un ataque directo a lo que consideraba mis "pretensiones".  Finalmente, cuando me fue infiel, no me sorprendió. El divorcio fue un alivio.

La dura experiencia escaldó un poco a F. con respecto a lo que a lo sentimental se refiere. Me cuenta que durante los años siguientes, se volvió tímida y precavida.  Tuvo unas cuentas relaciones fallidas y se enfrentó una y otra vez, al extraño prejuicio de la mujer "Muy inteligente". Me cuenta que más de una vez, el galán pareció intimidado por su capacidad intelectual y que con frecuencia, se sintió menospreciada justo por su dedicación profesional.

- Te sientes como si tener opiniones, pasiones y una visión del mundo propia no es lo que se espera de ti - me comenta - o mejor dicho, no es lo que se asume como deseable. Había siempre una extraña sensación de pisar un terreno resbaladizo en lo que a la identidad femenina se refiere. Como si ser yo misma no fuera aceptable o al menos, comprensible para nuestra cultura.

Una década después de su divorcio, volvió a contraer matrimonio. En esta ocasión, el hombre era un profesor Universitario con quien compartía intereses e incluso, aspiraciones profesionales. Para F. fueron años de autodescubrimiento y una nueva visión de lo que una relación de pareja podía ser: compartían lecturas e tiempo juntos y además de la necesaria química emocional y física, había una enorme afinidad intelectual.

- Fue algo totalmente distinto a mi primer matrimonio, nos complementábamos de alguna manera - me explica - y por supuesto, eso influyó en la relación de muchas maneras. Realmente, tenía muchas esperanzas en nosotros, en un futuro juntos.

Mi amiga toma un sorbo de café. Las manos le tiemblan un poco. Aguardo, en silencio. Sé que la relación terminó también en divorcio y uno lo bastante desagradable como para que amiga tomara la decisión de incluso abandonar el país durante algunos años. Me pregunto que pudo ocurrir para que una relación que al parecer había comenzado de manera tan auspiciosa terminara en un pequeño desastre doméstico.

- Los problemas comenzaron cuando ambos participamos en el mismo concurso de credenciales para optar por un cargo académico en la misma Universidad - me cuenta. Suspira - no pensé que sería una competencia frontal, pero a él le pareció ofensivo que lo hiciera. Me reclamó en varias oportunidades que no tenía sentido nos enfrentaramos en el plano laboral pero yo no lo veía de esa manera: se trataba que ambos veíamos nuestras respectivas carreras en la misma perspectiva y aspirábamos al mismo cargo. Por supuesto, para él no fue tan sencilla esa visión de las cosas.

El matrimonio comenzó a resquebrajarse con rapidez a partir de ese momento, crisis que solo empeoró cuando F. logró el cargo Universitario, lo que según me explica, provocó una pelea muy violenta en la pareja. Meses después, luego de un progresivo alejamiento y luego de una breve infidelidad - otra vez, esa deslealtad emocional y física que parece simbolizar de manera muy primitiva el poder masculino - su esposo le exigió el divorcio. Fue un proceso lento y agresivo, donde estuvieron en disputa no sólo los bienes de la pareja sino hasta su identidad sexual. Su ex marido insistió en su supuesto "lesbianismo" para justificar un enfrentamiento constante que terminó por agotar física y emocionalmente a mi amiga. Me cuenta que por meses, lo ocurrido la sumió en una profunda depresión y una serie de cuestionamientos sobre si misma que la hirieron profundamente.

- Llegué a preguntarme si la responsabilidad de todo lo ocurrido había sido mía, si había provocado la ruptura por "imponer" mi punto de vista - sonríe con tristeza - me llevó años superar esa especie de "culpa" histórica, asumir que  simplemente había seguido mi visión intelectual. Pero para nuestra cultura, eso es poco menos que impensable. Poco femenino.

Me produce escalofríos lo que me cuenta, no sólo por las implicaciones sino por el hecho, que F. se enfrentó probablemente a un tipo de prejuicio patriarcal que en nuestro país se considera normal. Y es que la mujer intelectual, en un país donde lo tradicional tiene un marcado corte machista, es cuando menos una anomalía. Una excepción inquietante para esa visión sobre la mujer que disminuye y menosprecia.

Cuando nos despedimos, le pregunto que aprendió de todo lo que ha vivido. Me preocupa que el constante enfrentamiento con una cultura misógina y aplastante pueda haberla herido de maneras que no puedo imaginar. Pero ella sonríe, a pesar de todo. Quizás por todo y me dedica un guiño malicioso.

- Aprendí que pensar es el mayor acto de rebeldía en un país que te lo prohibe - dice - y lo seguiré haciendo siempre que pueda.

Sonrío también. Tal vez, la verdadera batalla es mucho más simbólica de lo que pienso, me digo.


* Del éxito profesional femenino y otras conceptos sociales invisibles:


Mi amiga M. me comenta de entrada que para ella, el trabajo es una forma de identidad. Lo hace con cierto desparpajo, una provocación que no sé muy bien que desea expresar. De manera que la escucho en silencio. Me cuenta que desde que era una adolescente ha trabajado porque "le obsesiona ser independiente en un país donde eso es mal visto serlo" y más de una vez, me explica que para ella, su éxito profesional es algo muy cercano a la definición de su propia personalidad. Publicista y actualmente dueña de una pequeña empresa que a pesar de las vicisitudes económicas de nuestro país avanza lo bastante bien para brindar discretas ganancias, se considera así misma una luchadora. Pero también está sola. Cuando le preguntó por qué, suelta una carcajada.

- Los machos de nuestro país no están preparados ni creo que lo estén muy pronto para una mujer que piensa por si misma, paga sus propias cuentas y hace lo que le da la gana - me dice - ¿Te parece exagerado? Pues en mi caso, lo compruebo a diario.

Para M. la cosa parece resumirse a que su éxito profesional no parece coincidir con esa imagen tradicional que la sociedad Venezolana imagina para la mujer. Y es que sin duda, nuestra sociedad parece tener una imagen concreta sobre quien debe ser la mujer, o al menos la mujer que se considera normal: una especie de variaciones multiples entre la abnegación, lo maternal, la amabilidad, la mujer que siempre sonríe. Pero M. es contestona, intransigente, agresiva, energética. Se encoge de hombros cuando le pregunto si eso ha sido un problema insolventable en su relaciones.

- ¡Por supuesto! - responde - a los hombres en este país mami los educa para aspirar a una esposa que "los cuide". Una esposa bella, simpática, inteligente claro o los que esa idiosincracia Venezolana asume como inteligente. Una mujer que lo cuidará como mamá lo hizo y será, como ella, cabeza de familia. Pura mierda. En la realidad las cosas nunca son tan sencillas y cuando lo comprueban, llega la decepción.

En su caso, esa decepción se resume a una serie de relaciones fallidas que le han demostrado que para algunos hombres Venezolanos, la mujer que triunfa profesionalmente es poco menos que una rareza, una excepción a algún tipo de regla ancestral que insiste en la mujer que no se toma así misma como individualidad demasiado en serio. Y es que para esa cultura que interpreta a la mujer como parte de su rol biológico, la prioridad femenina debe ser esa visión borrosa del hogar futuro, los hijos que cuidará. Esa identidad maternal que parece desdibujar la real, la individualidad necesaria. ¿Es a ese prejuicio al que se ha enfrentado mi amiga durante su vida?

- No sólo me he enfrentado a esa necesidad de limitar a la mujer a ciertas aspiraciones muy concretas sino al machismo de la mujer Venezolana, que es aún más radical que el del hombre - me dice - es la mujer la que te mira con desconfianza cuando triunfas. Es la madre la que te recuerda que siendo tan "agresiva", no podrás casarte. Que nadie te querrá "así". Una opinión que encuentras en todas partes.

Y es que Venezuela, el éxito profesional femenino aún sorprende o mejor dicho, no entra en los parámetros de lo que se considera habitual. En una somera investigación sobre el tema, encontré que el salario de la mujer Venezolana  en relación a su contraparte masculino, siempre será un 30% inferior, a pesar de que ambos tengan la misma especialización y desempeñen el mismo cargo. Un panorama preocupante, si tomamos en cuenta que la mayoría de las mujeres de nuestro país son sostén de hogar y única cabeza de familia. Cuando se lo comentó a M. sacude la cabeza, desalentada.

- Antes de comenzar mi propio emprendimiento, trabajé en varias empresas donde por más que lo intentara, jamás lograba obtener los mismos beneficios que mis colegas masculinos. Una discriminación sutil que nunca acepté y que me trajo más de un problema. La igualdad es mi derecho y aunque el país no sea justo, lo lógico es que insista en la idea.

¿Y en lo emocional que tal funciona esa idea? M. parece seria por primera vez durante nuestra conversación cuando le hago la pregunta. Los hombros rigidos, la expresión un poco decaída.

- No funciona - dice con seriedad - Durante toda mi vida, me he enfrentado a esa visión de la mujer "hombruna" debido esencialmente, a mi éxito profesional. O soy una "puta" o soy "hombruna". O les intimida y reaccionan groseramente o quieren "sacar provecho". Es como atravesar un terreno minado, entre los prejucios, temores y dolores de una sociedad muy niña.

De hecho, ninguna relación de M. ha superado el año. Me explica que finalmente, rozando al treintena, asumió que su vida emocional al parecer se encuentra empañada por su firme decisión de enfocar sus energías en el éxito en otros ámbitos de su vida más allá de lo emocional. De vez en cuando, su madre le recuerda que en nuestro país ser "macha" nunca será "bonito".

- ¿Cómo puedes vivir con esa sensación que hacer lo que te gusta te condena a estar sola? - me dice - es como decidir entre dos extremos de la realidad que no te queda otro remedio que admitir son reales.

Medito sobre esa idea unas horas más tarde y me pregunto si esa grieta entre quienes somos y quienes la sociedad espera que seamos será alguna vez comprensible, o al menos justa. Pienso amargamente, que no hay respuesta aún para esa pregunta.

* De la puta a la santa: La mujer Venezolana y el eterno cuestionamiento a su sexualidad.


A J. le suelen llamar "mami" "riquísima" y otros tantos epítetos más o menos incómodos, inevitables en este país donde el halaho se confunde con mucha frecuencia con la groseria. Con su 1,80 de estatura, cuerpo escupido gracias al constante ejercicio y melena abundante, es el prototipo de ese ideal de belleza venezolano que tanto se insiste. Ella es la primera en admitirlo: creció obsesionada con la idea de ser una "Miss" y cuando no lo logró, se obsesionó con su aspecto físico a niveles casi peligrosos. Sufrió de una extrema delgadez durante los primeros años de la veintena y luego, dedicó varios años a cuidar de su salud, quizás en un intento de consolar esa idea estética que necesitaba complacer desde niña. Ahora, casi a los cuarenta, la belleza continúa preocupándole, pero desde otra perspectiva. Como socióloga ha dedicado una buena parte de su carrera a hacerse preguntas sobre la agresión estética en nuestro país y sobre todo, analizar sus experiencias adolescentes bajo otra perspectiva.

- Cuando tenía dieciséis, estaba convencida que era una necesidad lucir bien en  Mini falda y camiseta con escote  - me explica. En su bonita oficina del Este de la ciudad, tiene algunas fotografías de la niña que fue, que siempre sonríe a la cámara, muy maquillada y bien peinada. Ella toma una de las imagenes enmarcadas y me la pone entre las manos - mirame aquí: parecía una mujer adulta. Estaba impaciente por serlo. No quería ser niña. Quería ser una tipa "rica". Quería estar "buena".

La niña de la fotografía realmente parece mucho mayor a lo que realmente es, con los ojos muy maquillaados, la boca roja y el cabello peinado de manera muy elaborada. Lleva un generoso escote que muestra su pecho delgado. La minifalda apenas le cubre las rodillas. Pero ella no parece incómoda. Con una mueca provocativa, hace pucheros a la cámara.

- Comencé mi vida sexual muy temprano - me explica J. con cierto cansancio - pensé que si no me acostaba con ese noviecito insistente me dejaría. Y de hecho, me dejó luego. La tipica historia adolescente. Pero yo pensé que el asunto era conmigo. Que yo había hecho algo más. Asi que con el siguiente novio, fui más rápido. Y la cosa "funcionó" o como lo interpretas a esa edad: el muchacho se volvió loco conmigo...hasta que encontró a otra que le resultó más novedosa. No entendí nada.

Me lo cuenta con tristeza. Me describe la manera como su sexualidad se convirtió en un arma, en una manera de insistir en ciertas ideas que creía ciertas pero que realmente nunca comprendió muy bien de donde venían. Quería ser la "bella", la "popular", la "mami" que todos deseaban. Y lo fue, durante esa época adolescente donde todo parece sencillo y un poco sin sentido. Pero también se convirtió en esa figura tan temida de la sutil tradición machista Venezolana como es la "fácil".

- ¿Quien es fácil? - le pregunto. J. frunce la boca y me pregunto si a la exitosa mujer de cuarenta años con quien converso, todavía le duele ese insulto juvenil, que tuvo que soportar tantas veces.
- Fácil es la muchacha insegura que se acuesta con el novio para que no busque en otra lo que ella le puede dar - responde - ese es el concepto que se repite con tanta frecuencia que se toma por cierto. Fácil es la que disfruta su sexualidad, la que no cree que deba contenerse por el tabú social. Pero esas son una minoría en comparación de las que usan el sexo como un arma para obtener reconocimiento social. Y eso se extrapola a toda una serie de ideas que destruyen esa visión de la mujer sexual y la transforman en otra cosa. La mujer sexualizada a la fuerza, la que se concibe asi misma solo a través de la gratificación fisica.

Para J. el camino fue largo y tortuoso. Después de sufrir una paliza de una de sus parejas, se cuestionó por completo lo que hasta entonces habían sido sus costumbres y su manera de ver el mundo. Y no solo con respecto a quien era - como mujer - sino que se esperaba de ella. Me explica que vivió por tanto tiempo según el estereotipo de la mujer "rica" que cuando retrocedió un poco para comprenderse, le provocó dolor asumir hasta que punto se había lastimado por obedecer ciertos patrones de comportamiento heredados de manera invisible por una cultura que insiste en roles femeninos.

- Fui "la puta" mucho tiempo porque "la santa" me aburría - me dice - ¿Quien quería ser la niñita santurrona, la niña educadita? Queria ser la chevere, la que invitaban a todas las fiestas, la que andaba con los tipos más "divinos". Exhausta, me cuenta que recuperarse de las heridas fisicas de la agresión que duró, le permitió admitir las profundas heridas emocionales que por años, padecería. Una especie de reflejo de esa extraña agresión a la que se sometía con todo tipo de dietas poco saludables y rutinas de ejercicios extenuantes. Detener el ciclo le llevó casi una década. Recuperarse, aún es un proceso diario.

- ¿Como te ves ahora mismo? - le pregunto. J. medita la respuesta en silencio y mientras lo hace, miro a mi alrededor. Su oficina está llena de sus fotografias, de esa lenta evolución suya de la niña que fue, a la mujer plena que es. En varias de las imagenes, su esposo sonríe. Una de sus hijas salta en una radiante escena playera. Y aún así, la expresión de J. es dura, un poco angustiada. Hay heridas que nunca cicatrizan del todo, pienso. Que insisten en lastimarte a pesar del tiempo que transcurre, de las experiencias y la fortaleza espiritual.
- Me veo como una sobreviviente - dice por último - a mi misma, a la sociedad, a los parámetros de una cultura que te dice que debes hacer. Cuando lo aceptas, pierdes muchas pequeñas partes de ti misma, pero sobre todo, te provocas un tipo de dolor que solo tu misma puedes consolar. Pero asumir ese poder lleva tiempo, esfuerzo y no siempre se logra.

Un concepto muy duro de asimilar, pienso, mientras camino por la calle. Miro a las mujeres a mi alrededor: Me pregunto si todas llevamos nuestra historia a cuestas, construímos una identidad a la medida de algo tan difuso como un prejuicio. No lo sé, me digo con sinceridad, pero sin duda, hay una misma visión que une, que crea una versión sobre lo femenino mucho más real y poderoso que la cultura sugiere debe ser. Y esa identidad compartida, tan radiante como intangible, la quizás sobreviva a cualquier restricción, a cualquier estereotipo cultural. Una expresión del yo atemporal.

C'est la vie.




domingo, 25 de mayo de 2014

Entre los dos extremos en disputa: ¿Cual es el verdadero rostro del legado Venezolano?






Crecí en un país obsesionado por la política. Pero no la verdadera,  sino esa versión tropical y peligrosamente cercana a la anarquía que en Venezuela se asume como discurso político. Crecí en medio de la diatriba absurda, la discusión grosera, el clientelismo y sobre todo todo, el enfrentamiento entre extremos opuestos que asumen la lucha de valores ideológicos como una interminable lucha dialéctica. Una visión sobre la confrontación que no parece incluir el reconocimiento del otro como oponente y mucho menos su derecho a disentir. En Venezuela, se resume a una lucha por la verdad - absoluta y excluyente - y el temor al poder como puño de hierro social. Un revanchismo sociológico tan parecido al prejuicio que atemoriza.

También crecí en un país profundamente presidencialista. Un país que se recuerda y se cuenta su propia historia a través de lideres más o menos representativos que redondean esa idea de la política a ciegas, de agresión visceral. De hecho, la primera vez que pensé en la política como parte de la cultura, fue durante una elección presidencial: la única que podría decir participé de manera consciente y en la que resultó elegido Hugo Chavez Frías.

Hasta entonces, la política en mi familia y creo que para la mayoría de los Venezolanos, bordeaba lo doméstico, una idea puertas afuera que no parecía formar parte de esa visión de país a medio construirse que siempre ha sido nuestra herencia inmediata. Porque Venezuela se debate entre lo que pudo haber sido - y no será - y lo que se asume será - a fragmentos inmediatos, jamás la visión del país proyecto - y la Venezuela real, la que avanza a empujones, la construida a base de torpeza e improvisación. A esa Venezuela, que parece una deformación malsana de la pirámide de Maslow, solo parece interesarle lo inmediato, lo urgente, lo imprescindible. Y fue a esa Venezuela la que el candidato Chavez le habló y logró seducir. Los marginados clásicos de un sistema democrático excluyente y burocrático, los aplastados por el puño de la demagogia que jamás pudo representarles.

- Chavez es un símbolo, más que un candidato. Representa todas las cosas que la política tradicional no ha hecho, ni nunca ha estado interesada en hacer - me comentó entonces un amigo, antropologo y como él mismo se define aún, gran observador social. Me gustaba escucharle analizar a Venezuela desde esa óptica objetiva y casi cruel - No está vendiendo un modelo de país ni un proyecto social. Esta ofreciendo al país la re fundación de la República.

Ese concepto me pareció inquietante, porque incluía - o así me lo pareció - la destrucción de lo que sostenía de manera muy endeble a un país en debate y en plena transformación. Recuerdo que me preocupó un poco su insistencia en "El poder para el pueblo" y la inmediata aceptación de la idea. Aún me llevaría muchos años comprender a Chavez en su circunstancia y su contexto histórico, pero ya sabía que esa visión del poder en estado puro, originario y transmitido como una especie de legado divino tenía demasiados puntos blandos. Discutibles. ¿Quien brindaba ese poder absoluto y directo? ¿Que atribuciones debería tener un funcionario público para suplantar y reconstruir toda idea de poder? ¿A través de cuales funciones detentaría el pueblo esa interpretación de la Administración gubernamental directa? Los cuestionamientos me parecían inquietantes, cuando no directamente sin ningún asidero real. Y podría haber pensado se trataba de una promesa de campaña política - una muy absurda por cierto - a no ser por la insistencia del Chavez candidato en la figura de la Constituyente. Esa insistencia en desmontar pieza a pieza el Estado en beneficio de un criterio nuevo sobre el país y su naturaleza social. Me pregunté si estamos preparados para una sacudida semejante, si podríamos sostener el país real sobre ese frágil entramado de propuestas sin sentido.

- ¡Claro que sí! ¡Es lo que este país necesitaba! El sistema político actual es insostenible. Los partidos políticos destruyeron toda posibilidad de unión entre el ciudadano y Estado. La burocracia partidista transformó al país en un inmensa construcción inviable de pura ineficacia - me dijo mi amigo Juan (no es su nombre real), que apoyo fervientemente la propuesta constituyente. Estudiante de leyes y además entusiasta de toda este giro hacia la izquierda ideológica del país, Juan estaba convencido que Venezuela necesitaba una transformación desde sus cimientos. Cuando le pregunté quien asumiría las consecuencias, la inmediata destrucción de todo lo que hasta entonces habíamos considerado parte de la identidad social Venezolana, no me comprendió.
- Me refiero a que según se plantea la Constituyente, crearemos otro sistema político a través de una constitución reconstruida para sostener todas las propuestas - insistí - ¿Como funciona un país que funciona a base de visiones inmediatas, de una asociación de ideas que no se sostienen entre sí?
- El poder originario...
- Hablas de un elemento que ni siquiera está contenido en la constitución actual - le interrumpí - ¿Qué se comprende por esta versión de la realidad? ¿Que lo nuevo puede destruir lo nuevo sin contemplaciones?
- Lo tuyo es resignación - me reclamó - no entiendo como un joven de este país no entiende la necesidad de construir un país nuevo a la medida de quienes somos. ¡Basta de la democracia capitalista! ¡Basta de la idea de país para solo un sector! La constituyente creará una nueva Venezuela.

No respondí. Seguía inquietándome mucho ese Chavez radical, puño en alto, que llamaba a las mayorías desposeídas a la lucha. Y no una lucha por la educación, la reivindicación cultural, sino algo mucho más elemental. Un enfrentamiento entre dos rostros de una fractura social tradicional. Porque Chavez llamaba a la antipolítica y sin embargo, insistía en los medios políticos para asegurarse lealtades. Porque el Candidato Chavez, amenazaba a la política criolla con castigo y violencia y aún así, parecía comprenderse como simbolo político. Más de una vez, me detuve en mitad de la calle para mirar sus afiches: joven y atlético, levantaba un brazo en un gesto autoritario, rodeado de grupos de seguidores vestidos de rojo. ¿Cual era el mensaje evidente de toda una inteligente campaña política basada en el descontento? Por cierto que no era la unificación del país en una idea concreta, mucho menos en una aspiración de futuro. Preocupada, me pregunté muchas veces a donde nos conducía ese camino tortuoso y extravagante del mesías político.

El triunfo de Chavez fue resonante: un espaldarazo en urnas al discurso violento que había impulsado como parte de su campaña hacia la presidencia. Porque para Chavez no había medias tintas y quizás por ese motivo, tampoco había intermediarios. Con la banda presidencial a cuestas, siguió insistiendo en la inutilidad de los partidos políticos y la necesidad de brindar poder al pueblo. Y la Constituyente lo logró: o eso fue la impresión general de un evento político inédito en la Historia. En el país se respiraba un ambiente festivo, donde incluso el Venezolano más humilde parecía profundamente implicado en un suceso social único. Pero, la realidad por supuesto, era de índole más pragmático. Las llamadas Megaelecciones y que renovaron más de 5000 cargos de elección popular fueron un resonante triunfo del partido político que había acompañado a Chavez en su lento recorrido al poder. Los candidatos elegidos a dedos y según la intuición del Chavez Presidente, llevó el mensaje Chavista a lo ancho y largo del país. La estructura se mantuvo, pero con otros rostros.

- Estas viendo solo una mínima parte de este proceso - me insistió Juan. Ahora era un militante convencido de llamado Movimiento Quinta República, el partido político creado por Chavez para cristalizar sus aspiraciones y ambiciones presidenciales - Lo que Chavez desea es que la transición sea lo más sencilla posible. Pero el poder será del pueblo, claro. Los partidos políticos solo son una manera de construir un lenguaje social coherente.

No comprendí su explicación. No había nada de novedoso en la manera como Chavez manipulaba los hilos del discurso político a su favor. Tampoco, las negociaciones y finalmente, la reconstrucción del mapa político. La constitución se reformó en algunos puntos esenciales, pero el marco legal no mostraba aún en ese andamiaje solido que Chavez insistía debía sostener a la revolución. Y por supuesto, los partidos políticos continuaban siendo los protagonistas torpes de una escena política cada vez más virulentas. Eran tiempos de enfrentamientos y una visión militarista del país que me desconcertó. El país cuartelero.

- Lo civico militar es una nueva forma de colaboración entre todos los entes del país - me explicó Juan cuando se lo pregunté - No se trata de un gobierno militarista, sino de un gobierno que admite el elemento militar como parte de la realidad nacional.

Una idea preocupante. Los militares comenzaron a llenar todo tipo de vacantes políticas. Hubo una desnaturalización de su identidad como garantes de la paz y también de la tranquilidad nacional. Lo militar se volvió una idea consecuente aunque no precisamente eficaz dentro de la administración pública. La burocracia continuó siendo un gran mecanismo torpe y el poder parte de los atributos clientelares de una administración pública cada vez más viciada. Para el año 2001 y con una reelección a cuestas, Chavez insistió en que las bases del poder debían ser populares y abiertas a la participación. Pero el cambio seguía siendo parte de una especie de un interminable replanteamiento del poder ya no como originario, sino como usufructuario de la identidad nacional. Y aún así, lo político continuó siendo evidente, un elemento preponderante dentro de la visión Chavista de la administración publica. Una muestra de hipocresía histórica que me sorprendía por sus alcances.

- Creo que simplemente eres incapaz de asumir todo lo que La Revolución ha hecho por el país - me dijo Juan, irritado. Ya por entonces, era un funcionario público en una dependencia administrativa gubernamental y en silencio, me pregunté cual era la diferencia entre el cargo que detentaba y cualquier otro detentado por un político de la satanizada "Cuarta República" casi década y media atrás. Gozaba de un sueldo envidiable, tenía un automovil de lujo y un apartamento recién comprado en una exclusiva zona de la capital - En Venezuela los pobres tienen ahora toda una serie de facilidades y protección de las que antes carecían.

- Pero siguen siendo pobres - le respondí. Juan me dedicó una mirada enfurecida.

- No es tan fácil reconstruir un país luego de cuarenta años de irresponsabilidades.

- Uno pensaría que con quince años es suficiente -  insistí.

Juan no me respondió. Durante los últimos años y sobre todo, a medida que el escenario político de Venezuela parecía reconstruirse a marchas forzadas de nuevo, se volvió un radical defensor de las ideas chavistas. La enfermedad de Chavez, su decisión de lograr una reelección, la figura de Nicolas Maduro, todas eran manera de asumir esa visión de "cambio" en la que Juan seguía insistiendo, la que defendía por todos los medios a su alcance. Más de una vez se burló de mi defensa a ultranza de mi derecho a disentir.

- Golpista y polémica - me llamó una vez. Fue la única ocasión en más de viente años de amistad en que me enfurecí con Juan por nuestros pareceres políticos.
- Chavez fue presidente y golpista y tu oportunista. No creo que haya mayor diferencia - le respondí. Para ambos, la línea entre el debate y la visión respetuosa del otro se había hecho difusa. No me extrañó que no volviera a dirigirme la palabra por meses.

Lo hizo de nuevo casi por una urgencia inexplicable de justificación o así lo interpreto. Hace poco, nos reunimos de nuevo para compartir un café. Le noté preocupado, desmejorado y cansado.

- Ahora soy parte del grupo de los desempleados - me dijo con una sonrisa amarga.

Me explicó que luego de la elección de Maduro como Presidente de Venezuela, la visión del Chavismo parecía tambalearse entre la improvisación y el debate estéril. Me habló sobre el aumento exponencial de la burocracia, sobre la perdida de todo tipo de beneficios administrativos que como funcionario había gozado. Incluso me habló de su terror a las calles de Caracas, la frustración de la escasez y finalmente, ese enfrentamiento con la maquinaria de la burocracia Chavista, que había provocado su despido. Lo escuché en silencio, intentando comprenderlo antes de juzgarlo. Finalmente se quedó callado y sonrió con amargura.

- ¿Ya me dirás todo tu sermón sobre que ya me lo habías dicho? - comentó. Me tomé otro sorbo de café, intentando en lo posible contener el virulento sermón ideológico que se me ocurrió. ¿Qué sentido tenía insistir en ideas que ambos habíamos debatido por años? La realidad era esta, una lenta toma de conciencia del país originario, del real, del que debe enfrentarse a todo tipo de vicisitudes y dolores. El país de los sobrevivientes. De manera que me callé y esperé. Él pareció notarlo - nunca comprendí los alcances de lo que estaba ocurriendo, es eso.

Tampoco dije nada. ¿Como no podría saberlo? ¿Como no podría asumir el coste social y cultural de una visión de país eminentemente fragmentado en un planteamiento político inviable? ¿Como ignorar las señales, la lenta transformación del país en un escenario de enfrentamiento y diatriba inútil? Esa ceguera de la ideología, pensé. Pero quizás ni siquiera era eso, sino algo más duro de comprender. La breve locura del fanático.

- Sí, fui chavista - me respondió cuando se lo dije. A regañadientes, los labios apretados - apoye a Chavez en todo. Pero Maduro...
- Maduro es una herencia directa de Chavez, solo que sin el carisma y el dinero - le recordé. La cólera le coloreó las mejillas.
- El Chavismo es un proceso histórico, no puedes ignorar lo que hizo al país.

Miré a mi alrededor: más allá del  bonito café donde nos encontramos, las calles tienen un aspecto sucio y caótico. En un poste cercano, una pancarta reclama "Libertad" e inmediatamente después, recuerda a los fallecidos durante los tres meses de protestas que el país ha padecido. Un grupo de transeúntes preocupados, llenan las calles. Hay un ambiente general de preocupación, de crispación que no sé muy bien a que atribuir pero que demuestran que el rostro de Venezuela está herido por años de enfrentamiento ideológico, por una interminable diatriba que no parece tener mayor sustancia que la creación de un Estado burocrático y profundamente excluyente que de nuevo, no representa a las mayorías. Que otra vez, solo se trata de un reflejo político de un país a medio construir.

- Si, no puedo ignorarlo - digo entonces. Con el sabor amargo de cierta desesperanza, la sensación que nuestra corta memoria cultural nos condena a repetir escenas idénticas en medio de una debacle cultural idéntica - pero no sé si su herencia sea recordarnos lo que no fuimos, o lo que nunca llegaremos a ser.

Juan abre la boca para responder. No lo hace. Permanecemos en silencio hasta que finalmente se despide de mi en voz baja y sale del café. Lo veo caminar por la calle, entristecido y enfurecido y me pregunto cuantos Venezolanos más llevarán esa máscara de la decepción, de mirar el país real, el de todos los días, el que sufre y el que padece la simple consecuencia de la indiferencia. No lo sé, pero quizás no aún los suficientes para mirar a Venezuela como un fragmento de historia a medio escribir.

C'est la vie.

De la bruja que guardaba pequeños dolores y enseñanzas: Una manera de soñar.





Por mucho tiempo, odié mi nombre, aunque no sé exactamente el motivo. Supongo que se debía a que era lo bastante extraño para provocar el asombro y la burla ajena, aunque en realidad era algo más relacionado en que al mirarme al espejo, no reconocía a Aglaia. Recuerdo que, muchas veces, tuve la impresión que mi nombre no parecía coincidir con esa imagen que todos tenemos de nosotros mismos, ese pequeños secreto a dos voces que de alguna forma, nos define a todos.  Una idea lo bastante compleja como para desconcertarme, claro está, pero sobre todo, para entristecerme. Porque yo deseaba un nombre que me sonriera, que me hiciera sentir parte de ese gran entramado de cosas y lugares del mundo.

Era una sensación absurda a la que no encontraba explicación. ¿Se sentían de la misma manera las María, las Josefina, las Laura del mundo? ¿Que ocurría cuando tu nombre te parecía descosido, un poco grande, como si fuera un traje que no te ajustara bien? A mi me ocurría así: la mayoría de las veces, mi nombre era como un enigma mal resuelto, una pregunta que no me atrevía a formular en voz alta. Quizás se debía a esa singular sonoridad suya, que no parecía llevarse muy bien con esa dulzura del castellano o el hecho simple, que nadie podía pronunciarlo de manera correcta. Mi tia E. solía reir por mi constante preocupación sobre mi nombre disparejo.

- Todos los nombres son hermosos, porque nos pertenecen - insistía - pronuncialo sonriendo y todo estará mejor.

No resultó, por supuesto. Más de una vez, intenté obedecerle: sonreí, tomé una bocanada de aire y pronuncié mi nombre. Pero la mirada de quien lo escuchó siguió siendo sorprendida, un poco desconfianza. ¿Había escuchado bien? Parecía preguntarse. ¿Que clase de nombre es ese? ¿Como una niña podía tener un nombre tan singular? Era un nombre para una Dama, pensaban seguramente. Para una mujer libre y radiante. No para una chiquilla pálida y pecosa que lo pronunciaba con dificultad.

- Te preocupas demasiado - dijo mi prima M. cuando le conté mis preocupaciones - es tu nombre: seas una niña o te conviertas en una mujer, te acompañará toda tu vida.

Una idea curiosa. Pensé que había pocas cosas que tuvieras la seguridad completa que nunca perderías. Podrías crecer, aumentar de tamaño o de peso, cortarte el cabello o dejartelo crecer, quemarte la piel bajo el sol, volverte una mujer muy diferente a la niña que eras, pero siempre conservarías tu nombre. Siempre serías el mismo bebé que lo recibió por primera vez, o la mujer que lo pronunciaría en voz alta y clara. O la anciana sabia que lo llevaría como honor. Y es que el nombre, era como una herencia, un rostro muy intimo que llevabas a todas partes.

Pues bien, el mio no me gustaba y la idea de llevarlo durante toda la vida me entristecía un poco. ¿Siempre me haría sentir tan incómoda? ¿Me quedaría un poco grande, como si todas las letras no encajaran lo suficientemente bien? ¿Tendría siempre otro rostro?  A veces me miraba al espejo y me preguntaba quien era yo. Quien sería. Era una idea desconcertante. Con once años, no me imaginaba quien sería después. ¿Tendría la risa escandalosa y divertida de mi abuela - la sabia, la bruja -, su mirada profunda? ¿O sería distante y fría como mi mamá? ¿O quizás dichachera y maternal como tia E.? No lo sabía. Era una posibilidad enorme, esa del futuro a medio construirse, naciendo como ramitas fragiles en mi espíritu, en el día a día que construía con esfuerzo.  Y mi nombre, en medio de ese camino a recorrer, flotando en medio de la incertidumbre. El nombre que no me definia, no era parte de mi y me hacia pensar que la mujer del futuro, sería alguien que intentaría siempre buscar una palabra que pudiera contar la historia simple de su vida, sin lograrlo.

- Oye, pero tal vez puedas cambiarlo, de mayor - comentó mi amiga J., deslenguada y feliz. Ella solía decir que su nombre era el de una Princesa de un exótico país del Norte de Europa, aunque yo sabía sólo era el de su mamá. Pero aún así, le gustaba. Llenaba sus cuadernos de colegios con su nombre escrito con letras estilizadas y bonitas. Lo bordaba en sus camisetas favoritas. Incluso lo llevaba en monograma en sus cuadernos. Sonreía al pronunciarlo - nadie dice que debas llamarte así para siempre. Un nombre es solo una palabra.

Pero en mi casa, la cosa no era tan sencilla. Para la Brujería, el nombre de una bruja era su vinculo con el infinito, una herencia que le brindaba individualidad y caracter. Había leído en el libro de las sombras de una de mis tias, que según una vieja tradición italiana, la Luna meditaba durante nueve meses el nombre de la nueva bruja, aguardando el momento justo para susurrarlo al oído de la madre. Era un regalo del infinito, de lo inefable que había creado el firmamento y el olor del mar. ¿Cómo podía cambiarlo? ¿Cómo podía escoger otro nombre e ignorar ese obsequio divino? Me pregunté si la Diosa había estado un poco distraída el día que escogió mi nombre. Debía estar muy ocupada, seguramente, danzando entre los radiantes circulos de lo creado y no lo creado, para tal vez, prestarle toda su atención a un bebé recién nacido. Quizás había mirado por más de un segundo la hoja que nacia de un árbol y me había dado a mi el nombre equivocado. ¿Podía ser?

Mi abuela rió a carcajadas cuando le conté mi idea. Pero no porque se burlara de lo que le decía, me explicó con cariño. Me explicó que le parecía hermosa la idea de una Diosa distraída, que danzaba en el Universo y que había olvidado darle a una niñita el nombre correcto.

- Pero ¿Puede pasar? - insistí - a veces siento que mi nombre no...soy yo, que no encaja bien ni en mi cara o en mis manos. Le faltan letras. O yo le quedo pequeña.

Mi abuela chasqueó la lengua y me levantó entre sus brazos. Apoyé la cabeza en su hombro y me sentí suspendida, como si todo estuviera bien, ingrávido y cálido. Me acarició la espalda en un gesto tranquilizador.

- Aglaia es el nombre de una de las gracias Griegas - me explicó - la más radiante, que es lo que justamente significa el nombre. era la más joven y bella de las tres Cárites. Su nombre simbolizaba varios de los más grandes atributos de los dioses:  la inteligencia, el poder creativo y la intuición del intelecto.

- ¿De verdad? - pregunté. Nunca había escuchado aquello. De hecho, siempre había pensando que a mi nombre le faltaban o le sobraban algunas letras. Me sorprendió pensar que una de las bellas Cárites, diosas del encanto, la belleza y la naturaleza había llevado mi nombre. ¿No era eso hermoso? me dije, maravillada. De pronto imaginé a esa otra Aglaia, sonriente y con un vestido cosido de estrellas, bailando en un jardin espléndido, interminable.

- Sí. Y también, mucho antes que eso, muchas culturas han considerado las letras AGLA, la primera sílaba de tu nombre como bendito - me explico - una forma de denominar un bello secreto.

Apoyé su cabeza en su hombro, pensando en todas esas cosas. Pensé en mi nombre de una manera totalmente nueva, llena de significado, tan sustanciosa y profunda que me desconcertó. ¿Era por ese motivo que sentía que mi nombre y yo no calzabamos bien? ¿Que me quedaba un poco flojo en las costuras, como un traje muy grande que tenía que intentar ajustar siempre? Parpadeé, un poco ofuscada. Sí, mi nombre tenía un significado muy hermoso...¿pero era mío? ¿Me pertenecía? Seguí imaginando a la hermosa Diosa que vestía de estrellas, bailando en un valle tan verde y fragante, tan lejos de mi misma que resultaba doloroso.

- Todas quisimos que llevaras ese nombre desde el mismo momento en que supimos que existías - dijo entonces mi abuela. Me acunó con ternura mientras la tarde caía lentamente por las ventanas abiertas. La luz delicada de la última hora palpitó entre las sombras y dotó al momento de una belleza irreal, casi melancólica - Ninguna de nosotras tuvo ninguna duda que lo llevarías con una sonrisa, que fue un regalo de las estrellas. Porque para nosotras, fuiste un fragmento de infinito, un simbolo de todas las cosas buenas de nuestra vida. Y te soñamos radiante, te imaginamos hermosa, te imaginamos plena de toda las virtudes de la mujer que serías. Porque para cada familia, su bebé es una esperanza, es el momento de mirar su vida como algo más profundo y bello. Por ese motivo, Tu madre y todas nosotras quisimos llevaras el nombre de una Cárites, para que recordaras cada día de tu vida, que tu llegada a este mundo fue motivo de alegría y que estábamos seguras que la historia de tu vida, sería digna de sonreír cada día.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y sentí una felicidad tan extraordinaria que me consoló de un dolor tan pequeño que hasta entonces no tenía existía. Y pensé, abrazada a mi abuela, envuelta por el olor del último rayo de luz del día, que mi nombre no me quedaba grande ni yo era muy pequeño para él, sino que formaba parte de mi historia, que había comenzado a escribirse desde el mismo día de mi nacimiento y que seguiría quizás, hasta volver a las estrellas.

La danza de la Diosa muda: La sonrisa de las estrellas.

Para la tradición de Brujería que practica mi familia, el nombre de un hombre o de una mujer es un elemento mágico de inestimable valor. De hecho, por muchos siglos, las brujas ocultaron su nombre y usaron siempre uno privado y mágico, para proteger su historia y su poder de creación. Posteriormente, el nombre se convirtió en un simbolo de quienes somos y seremos, una parte indivisible de nuestra historia personal. Para celebrar su poder e importancia se llevan a cabo diferentes rituales. Uno de ellos es el siguiente:

Necesitarás:

* Hoja de Papel.
* Lápiz Para escribir.
* Tarro con una Planta en crecimiento.
* Una vela blanca.

Disposición:

La noche de Luna Llena, escribe tu nombre en la hoja de papel. Incluye todas las cosas que te identiquen: dibuja todo lo que creas forma parte de ti y crea tu mundo personal. Una vez que lo hayas terminado, entierralo en el Tarro invocando de la siguiente manera:

Diosa Bendita
Amante Luna
Bendice mi nombre y mis pasos
por el mundo que recorro y recorreré
Ven conmigo en el primer rayo de sol
y en la Infinita belleza de todo lo que existe
en el tiempo de lo bendito
En la Tierra que renace
en mí
Así sea"

Ahora enciende la vela y permite que se consuma, mientras meditas en todas las cosas que deseas ver florecer en tu vida y que crean tu particular visión del mundo. Come y bebe algo para equilibrar la energia que obtuviste mediante el ritual.




Sonrío, mientras escribo mi nombre en uno de mis cuadernos de mi escuela. Me gusta como mi mano se desliza, se eleva, se abre en una curva amplia. Y pienso que en el futuro, la mujer que seré lo hará también, recordará cada día que su nombre es parte de esa diminuta forma de belleza que forma su mundo personal.

C'est la vie.


sábado, 24 de mayo de 2014

De la bruja que lloraba de cara al cielo y otras pequeñas tragedias.





Cuando era niña, la idea de la muerte me aterrorizaba. No hablo de un temor abstracto, un poco borroso, sino a algo visceral, que me inquietaba a toda hora y por muchos motivos. Tal vez se debía a que mi salvaje imaginación sólo podía imaginarse ese "después" luego de la muerte de una manera casi aterrorizante, como si todos mis temores estuvieran contenidos en ese espacio silencioso de la vida que nadie podía explicarme muy bien. Después de todo, lo único que sabia es que la muerte era el final: Inexorable, incontestable y cruda. No había interpretaciones, tampoco un análisis que pudiera suavizar el concepto. La muerte ocurría y después de allí, cualquier cosa que pudieramos pensar solo se trataba de conjeturas, meras ideas mentales sobre algo a lo que nadie tenía respuesta.

Por supuesto, no pensaba en términos tan complejos. Con diez años cumplidos, la muerte era una sucesión de escenas: el cesped verde y jugoso del cementerio de la ciudad, las enormes flores de Crisantemos, incluso su olor entre dulzón y desagradable. Las fotografías que mostraban el rostro joven y saludable del difunto, quien había abandonado el presente - y sin duda el futuro - para ser solo recordado. Era una idea triste pero sobre todo escalofriante. Más de una vez, pasé noches en vela, pensando en la muerte. Y después sobre mi muerte. Porque no me llevó demasiado hacer asociaciones simples y comprender que si todos morían - y de hecho, así sucedía - yo moriría alguna vez.

Creo que la primera vez que tuve esa idea fue cuando el hijo menor de mi tia materna, murió. Había sido un bebé amado y muy deseado. Por meses, yo misma había celebrado la llegada de aquel nuevo primito, que todos aguardabamos con la natural ilusión que todo bebé trae aparejado. Solía sentarme junto a mi tia M. y mirar su vientre crecer, redondeado y fecundo. Una promesa, pensé más de una vez, encantada de haber encontrado un palabra muy poética para describir esa sensación de esperanza que me invadía. Una nueva historia que comenzaría a escribirse con el primer llanto de un querido bebé. Esperé el día de su nacimiento con una ilusión radiante. ¡Ya quería verle! Le imaginaba muy claro, con su dulce carita sonrojada, envueltos en mantas, durmiendo quizás entre mis brazos. La idea me parecía preciosa.

El día de su nacimiento, me levanté muy temprano. Aguardé en la cocina de mi abuela, junto con el resto de mis tias y primas, la llamada que anunciaría que ya había un nuevo bebé en la familia. Imaginé el momento: al algaria de risas y lágrimas. Pero lo que realmente ocurrió es que mi abuela escuchó a su interlocutor telefónico con una expresión tensa y angustiada en su rostro. La alegría se disolvió muy rapidamente y muy pronto, hubo lágrimas pero de miedo y preocupación. Nunca supe muy bien que ocurrió: me llevó varios días comprender que mi primito había nacido estando muy enfermo. ¿Eso era posible? me pregunté. Tenía la idea peregrina que las enfermedades eran cosas de adultos, incluso de ancianos muy cansados que se quejaban en voz baja de sus naturales achaques. Pero mi primito, de hecho, había llegado al mundo tan gravemente enfermo que la alegría se transformó de inmediato en angustia. Sufría un padecimiento cardíaco de origen congénito que nadie había podido prever y que afectaba su salud por completo. Durante semanas,  el bebé se esforzó por sobrevivir, en medio de la angustia de sus padres y sobre todo, una sensación de desconcierto muy doloroso del resto de la familia. No lo logró. Un mes después de su nacimiento, el bebé murió.

Nadie me lo dijo. De hecho, creo que todos a mi alrededor se encontraban tan aturdidos, cansados y abrumados que no había una palabra que pudiera contener esa infinita tristeza que nos sofocaba. Me recuerdo sentada en la sala de la casa de mi abuela, a solas, mirando todos los rostros compungidos que aparecian de vez en cuando a mi alrededor. El dolor adulto me era por completo desconocido, pero sobre todo, lo que ocurría, esa experiencia sin sentido que me dejó sin armas para comprenderla. Porque para mi la muerte era el final del camino, era lo que ocurría después de vivir una vida larga y probablemente llena de experiencias. ¿Por qué mi primito había muerto de esa manera? ¿Por qué no había podido vivir como tantos otros? ¿Que ocurría con su espiritu, muriendo tan joven? Las preguntas me abrumaban pero sobre todo, el dolor de no tener ninguna respuesta.

Mi madre se negó a hablar sobre el tema. Ni siquiera me permitió ir a la pequeña ceremonia familiar en memoria de mi primo y mucho menos, explicarle como me sentía. Me dijo que era insano, poco "delicado" incluso recordar al bebé. De manera que dejé de hacerle preguntas pero continué aterrorizada. Comencé a leer sobre la muerte, intentando entender el motivo por el cual la gente moría, o que ocurría después. Me obsesioné con relatos sobre Lugares paradisíacos y promesas de luz eterna. Pero finalmente, todo se trataba de lo mismo: Nadie tenía más idea que yo sobre lo que ocurría una vez que el espiritu abandonaba el cuerpo, dejándonos a cambio dolor. ¿Y si no ocurría nada? ¿Y si simplemente desapareciamos como polvo en el viento?

Una idea escalofriante. Más de una vez, me encontré llorando aterrorizada, imaginando ese no-lugar, esa nada inquietante que había más allá de la muerte. ¿A donde irían mis recuerdos? ¿Que pasaría con todas las palabras que había leído, con las risas, llantos, el sabor de las galletas? ¿El café exquisito en la cocina con olor a albahaca? Me parecía incluso más aterrorizante que la muerte el olvido, flotar en medio de la Oscuridad de un Universo intangible, sin nombre y sin identidad. Olvidados. Convertidos en fragmentos de historia que nadie volvería a contar jamás.

En una ocasión, mi tia E. me encontró llorando en la escalera de la casa de mi abuela. Había encontrado una manta del bebé, una de las tantas que las tias habian cosido para él durante los meses que le habíamos esperado con tanta alegría. Ahora me parecía un valle árido, un simbolo de dolor tan profundo que sostenerlo entre mis manos, mirarlo, me parecía insoportable. Tia E. me escuchó, doblando la pequeña pieza de tela con cuidado.

- Tia ¿Qué ocurre cuando morimos? ¿Las brujas saben que pasa? - pregunté esperanzada. Ella suspiró y me dedicó una larga mirada apreciativa.
- ¿Te está preocupando mucho eso no?
- Me asusta, más bien.

Movió la cabeza, comprensiva. La seguí hasta el cuarto de costura de la tatarabuela, donde se habian guardado todas las pequeñas cosas que habían tejido y cosido para el bebé. En la casa, había un silencio poco habitual, inquietante. Y comprendí, con esa subita lucidez de la niñez, que unicamente yo no me encontraba triste, herida de dolor por la muerte de aquel pequeño primito que apenas sobrevivió para ser recordado. Abuela se encontraba cansada y entristecida, y mis tias, tan abrumadas que su silencio era una forma de duelo. Me senté en el enorme sillón de la tatarabuela, ese que me gustaba tanto por sus remiendos y sus cojines deformes. Tia E. se veía pálida, incluso más delgada. El cabello despeinado cayendole sobre los hombros.

- Me da miedo la muerte - le confesé, en voz bajita - me da miedo no saber que es o por qué ocurrirá.
- Es lógico - respondió - es natural hacerse preguntas. Yo también me las hago. Tampoco sé que ocurre después de morir.
- ¿No te preocupa no saber? - pregunté - las monjas del colegio me dijeron que el bebé iría...un lugar tranquilo para dormir siempre. Y eso solo si lo habian bautizado.

Me había hecho sentir más miedo esa idea. La hermana Mercedes había insistido que todos los bebés nacian "con el pecado original" y que mi primito solo llegaría al Prometido Paraíso, si sus padres le habían bautizado. Me recorrió un escalofrío pensando en eso ¿Mi primo tendría que pagar por algun descuido de sus padres? Y de tan preocupados y ofuscados como estaban, pensé. ¿Habrían recordado bautizar al bebé? Mi tia era bruja, hija de la Diosa y no lo haría, pero mi tio era Cristiano y quizás si le preocupaban esas cosas. Mi tia E. me escuchó con los ojos muy abiertos cuando le conté todo eso.

- La cristiandad cree que toda criatura nace culpable del pecado que cometió Adán y Eva en el Paraíso. Según el Génesis de la Biblia, desde que ambos fueron expulsados por comer la Manzana del Bien y el Mal, todo hombre, mujer y niño hereda su pecado y debe sufrirlo - me explicó, un poco escandalizada - pero eso es una idea muy medieval y sin sentido. En realidad, todos nacemos tan puros e inocentes como toda criatura de la naturaleza. Y no creo que exista un lugar a donde bebé pudiera ir solo por no cumplir un rito cristiano.

Me encogí de hombros. Yo tampoco lo creía, pero ¿Y si era cierto? ¿Y si bebé ahora se encontraba triste y olvidado en un lugar sin nombre solo porque no había recibido el bautismo cristiano? Mi tia E. me acarició la cabeza cariñosamente, consolándome.

- Hija, nadie sabe que ocurre después de la muerte, pero sin duda no creo que sea un acto de crueldad tan terrible como castigar a un bebé por las culpas de sus padres. El bien y el mal, la culpa, son conceptos religiosos, morales, éticos. La vida es mucho más grande y sabia que eso.

Suspiré, mirando por la ventana. El cielo se abría en una curva radiante sobre la montaña, tan diáfano y bello que resultaba casi conmovedor. El olor de la hierba se enredaba con el viento y me llegaba en lentas ráfagas. Sentí una profunda sensación de paz y de belleza. Y también de tristeza. Bebé jamás podría oler la montaña en su despertar de Mayo, ni correría por el jardín antipático de la abuela. Se habia perdido todos esos pequeños grandes momentos. Todos esos extraordinarios secretos de los días. Eso me producía un sufrimiento intimo que no podía comprender muy bien. Algo muy parecido a la melancolia.

- ¿Que creen las brujas que ocurre cuando muere alguien? - pregunté entonces - ¿También creen que vamos a algún lugar o que no ocurre nada?

- Creemos que todos formamos parte de la naturaleza y a ella volvemos - dijo Tia - concebimos la vida y la muerte como un ciclo interminable, uno fecundo y muy bello. Tu cuerpo vuelve a la tierra, para formar parte de la historia que vendrá...

- ¿Y el espíritu? - insistí - ¿Crees que lo que somos, quien soy yo, desaparecer, deja de existir?

Tia E. sonrío. Se sentó el piso frente a mi y me contempló en silencio. Solo entonces noté su tristeza, tan aguda como la mía pero expresada de otra manera totalmente distinta. Una tristeza adulta, de pequeñas arrugas alrededor de los labios y los ojos profundos. Me tomó de las manos, acariciándome los dedos con un gesto lento y tranquilizador. Años después sabría que no sabía que responderme, como consolar mi angustia sin confundirme con conceptos filosóficos tan viejos como complejos. Siempre agradecí que lo intentara.

- No, creemos que se transforma en algo más. En algo más bello y sublime. Nada de lo que se crea, muere realmente, sino que se hace más fuerte, se hace enorme, se hace parte del Universo. Un espíritu abandona su cuerpo para continuar su trayecto hacia el conocimiento, hacia el poder del Espíritu creador. Hacia la luz. Y sin embargo, todo ese camino, largo y complicado, implica que regreses una y otra vez a la Tierra. Para vivir otra vez.

Me quedé sin aliento. Esa era una interpretación de la muerte que nunca había escuchado. ¿Como era posible? ¿No era un lugar entonces? ¿De que se trataba la muerte y la vida entonces? ¿Un tránsito incesante entre todas las experiencias que podías acumular y olvidar? ¿Eso era justo? ¿Tenía más sentido que directamente llegar a un lugar de Luz donde todo te sería perdonado o uno donde serías castigado?

- Pero entonces, es siempre como empezar otra vez - dije, confusa - como si todo lo que aprendiste, no tiene valor porque lo olvidarás.

- No, todo lo que aprendes te enriquece, te hace más fuerte. Te lleva a crecer - respondió - Para la brujería el alma humana es parte de un todo, del Universo mismo y va perfeccionándose de vida en vida, aprendiendo lecciones que le permitirán avanzar en planos de existencia, más allá del que ahora vivimos. En brujería, creemos que el espíritu humano construye su propia experiencia, decide quien será su padre y su madre, donde nacerá y de esa manera, obtiene el aprendizaje para continuar ascendiendo, aspirando a formar parte de la Luz radiante, la Diosa, el infinito.O simplemente ese Universo que te excede, que es mucho más grande que cualquier interpretación. Un lenguaje de estrellas.

Traté de imaginarme esa idea: traté de imaginar todas las veces que mi espíritu habría vivido y las que viviría. Cada vez con una lección, cada vez con algo que aprender y crecer. ¿Era realmente tan hermoso, tan esperanzador? Era un pensamiento que enaltecía la existencia humana en algo tan extraordinario como la luz de las estrellas, el color del agua del mar, el sabor de las tardes olvidadas. Incluso, la vida de mi primo, tan corta y dura, había sido una lección quizás, para él, para su familia. Una durísima, una tan angustiosa que todavía no la comprendía. Y sin embargo ¿No insistía la brujería que la naturaleza, la vida misma era bella y cruel al mismo tiempo? Una idea que jamás había comprendido pero que ahora tenía mucho más sentido. La naturaleza, como parte de un ciclo infinito, duro y cruel, pero natural, del que nadie podía escapar.

El pensamiento de vivir para aprender y morir para vivir,  me acompañó por meses enteros. Lo medité tantas veces y de tantas maneras que creí me encontraba obsesionada con él. Pero en realidad, solo encontré que tenía mucho más sentido que una condena o de un premio celestial. De pronto, la muerte dejó de aterrorizarme, al menos no tanto como solía hacerlo, no porque la idea de la reencarnación me consolara sino porque eventualmente comprendí que la muerte es un proceso natural y que la manera en que lo percibía, era parte de mi experiencia como parte de ese ciclo interminable de aprendizaje. Tal vez no podría nunca llegar a comprobar que tan cierta era la idea de la reencarnación, pero si comencé a hacerme preguntas sobre la muerte, no como el final, sino como un fragmento de una historia muy amplia, interminable que involucraba a todos, en cada pensamiento, en cada idea, en cada sueño y dolor. La muerte, como parte de la vida e incluso, como parte de ese largo proceso de mirarme como parte de la naturaleza y el poder creador.



Pensé en todas esas cosas, sentada junto a la pequeñísima lápida de mi primo, en el cementerio de la ciudad. Finalmente, mi abuela me había llevado y ambas nos sentamos juntas en el césped verde y radiante, para meditar sobre su breve existencia y el amor que nos despertó el breve atisbo de su existencia. Pensé en lo mucho que le había querido, aún sin conocerle y en el dolor profundo que me había provocado perderlo.  Una historia que aún atravesaba con dificultad. Mi abuela se inclinó y con cariño, dejó un pequeño tarro de flores blancas junto a la lápida donde podía leerse su nombre. "Inolvidable y querido hijo, hermano, nieto".

Inolvidable, trascendente. Tal vez como todas las historias destinadas a contarse, a renacer una y otra vez, en infinitas variaciones de la belleza. Un sueño interminable, que avanza y se construye a partir de una profunda visión de quienes somos, más allá de nuestro cuerpo y la identidad que nos pertenece. Somos cielo, somos mar, somos sueños, somos la risa y la lágrima.

Somos eternidad.

C'est la vie.