viernes, 22 de noviembre de 2013

La bruja, el Libro y Sonrisa: Una historia de preguntas y respuestas.





Cuando tenía unos ocho años, mi amiga M. me preguntó si yo era una bruja como los cuentos de Hadas. Nos encontrábamos en el Jardin antipático de mi abuela, construyendo una deforme casa de muñecas con piezas de lego.  La escuché, un poco asombrada que alguien me preguntará eso. Pero es que M. era muy preguntona...casi tanto como yo, y quizás por eso nos llevábamos tan bien.

- ¿Como son las brujas de los cuentos de Hadas? - pregunté. Sabia como era, desde luego. Había leído muchísimos cuentos donde la bruja era una especie de villano de opereta, que lastimaba a las frágiles princesas sin motivo o quizás uno muy retorcido. El caso es que siempre eran malvadas, crueles y probablemente peligrosas. Pero lo que me importaba era saber si M. realmente creía que las mujeres de mi familia eran como esas legendarias figuras malvadas que poblaban las páginas de los libros.

- Bueno...¿Tienes espadas? ¿Vuelan en escobas? ¿Usan calderos? - ya lo comenté antes, M. era muy preguntona. Y supongo que aprovechó la oportunidad que tenía esperando por mucho tiempo: responder a todas las cuestiones que quizás la habían intrigado por muchísimo tiempo. Me encogí de hombro, calzando con gesto distraído una pieza de lego con otra, intentando disimular lo nerviosa que me sentía.

- Los tenemos, pero... - la verdad era que sabía muy poco para explicar nada. Obviamente, sabía que en casa de mi abuela se guardaban dagas ceremoniales, escobas y bellos calderos de metal, pero hasta entonces, lo había considerado objetos normales. Nunca me había preguntado si eran parecidos a los que describían los cuentos que había leído o si tenían algún significado especial. Para mi, solo eran las cosas favoritas de mi abuela y mi tias, parte de la historia de la familia. Pero ahora que M. lo sugería, comprendí que había algo definitivamente intrigante en toda esa pequeña colección de pequeños misterios que decoraban la casa de mi abuela. Miré a M. un poco avergonzada.

- ¿No sabes? - dijo sorprendida.

- No sé exactamente para que los utiliza mi abuela - dije por último, en voz baja - la verdad no sé si son como las cosas que se cuentan en los cuentos y libros.

- ¿Y no has preguntado? - a M. eso parecía intrigarle más que todo lo demás. Irritada,  coloqué una nueva pieza en la torre que armabamos, casi con excesiva fuerza. El plastico hizo un sonoro chasquido.

- No, no lo he hecho - reconocí en voz baja.

- Vamos a preguntar - dijo en tono festivo y antes que pudiera detenerla, la vi correr por el jardín hacia la casa. Me tomé un minuto antes de seguirla, disgustada e incómoda, pero finalmente lo hice, vencida como siempre por la curiosidad.

Mi abuela nos miró a ambas con una sonrisa. Nos hizo sentar en las sillas de madera de la cocina y tomar un vaso con leche antes de responder a las preguntas de M., que con una sonrisa desdentada esperaba muy entusiasmada respuestas. A su lado, apreté el vaso que sostenía entre las manos, aún colérica. ¿Por qué no se me había ocurrido preguntar antes? me dije mirando a mi alrededor. Había muchas cosas interesantes e intrigantes en casa de mi abuela: desde los anaqueles repletos de libros y pequeñas esculturas, hasta primorosos muebles donde se guardan frasquitos de cristal con hierbas secas en su interior. Siempre había asumido que era parte de nuestra historia, como las fotografías colgadas en la pared y la costumbre de almorzar juntas los domingos. Nunca había pensando en que quizás, nuestras costumbres eran tan singulares para otros, como a mi me parecían las suyas.

- ¿Tienen espadas? - repitió M. entusiasmada. Mi abuela soltó una de sus carcajadas estridentes.
- No, tenemos Dagas: son objetos sagrados para nuestras creencias. Representan nuestra capacidad para construir y crear cosas hermosas. Son el símbolo del Dios, el espíritu de la Tierra  - explicó mi abuela. Tomó una de las dagas que colgaban de las paredes y nos las mostró, sosteniéndola con delicadeza. Era una pieza preciosa, recubierta de grabados de lunas y flores, que según sabía, había heredado de su madre. Mi amiga M. la miró con los ojos muy abiertos.
- ¿Corta? - preguntó extendiendo la mano con timidez. Mi abuela le animó con un gesto a que tocara el objeto.
- No tiene filo. No es un arma: es un objeto que representa ideas muy hermosas - explicó mi abuela - una Daga ceremonial es una manera de recordar el poder de la magia que construye, que crea y bendice.

Mi amiga M. lo escuchó todo acariciando con cuidado el metal labrado. Me incliné sobre su hombro. Cuando levanté la cabeza, mi abuela me miraba.

- ¿Yo tendré una alguna vez? - pregunté. Casi con timidez. Aún me sentía muy pequeña, muy torpe, para aspirar a comprender la palabra bruja. Pero deseaba hacerlo. A veces, antes de dormirme, me imaginaba llevando el vestido blanco de mi abuela, con el cinturón de la bruja Madura en la cintura y encendiendo las velas de los rituales como ella lo hacia. Me encantaba imaginar podría hacerlo, que dentro de muchos años, sería como ella o mis primas. Pero no lo creía mucho. Me miraba en el espejo, pálida y pecosa: una niña nada más. ¿Era una bruja? ¿Que necesitaba para hacerlo?

- La tendrás - dijo mi abuela. Y su sonrisa se hizo radiante, intima - yo misma te la entregaré.

Sonreí, emocionada. Si abuela lo decía, seguramente así debería ser. Entonces también extendí la mano y toqué la daga. Seguí con la punta de los dedos los grabados y pequeñas palabras escritas sobre la hoja. Imaginé a mi bisabuela F. entregándosela a mi abuela, quizás en el jardin antipático, bajo una Luna radiante y extraordinaria. Historia para pequeñas historias, me dije. Como me gustaba esa idea.

- ¿Y calderos también? - la voz de M. me sobresaltó. Casi olvidado estaba allí. Mi abuela le hizo un guiño y tomó de los anaqueles de la cocina su bello caldero de metal. Era una antigüedad que como después sabría, había pertenecido a la familia por décadas. Era pequeño - para como solía imaginarlo la cultura popular - y el metal quemado por años de soportar el calor del fuego, tenía un tacto rugoso. Mi abuela solía decorarlo con flores secas y el pequeño objeto siempre tenía un olor primaveral.

- También claro. Pero nadie cocina en él. Solo lo usamos para recordar el poder de la Diosa, el vientre de la Madre eterna - arrojó algunas hojas de albahaca en el caldero y después lo encendió. El pequeño fuego ardió rapidamente, chispeando y llenando la habitación de un olor exquisito. Mi amiga miraba todo con ojos redondos - el fuego transforma, purifica, destruye y construye. Es una metáfora del renacimiento.

Dudo que M. comprendiera todas esas palabras tan complejas. No le gustaba leer y siempre que podía me llamaba "ratón de biblioteca" entre risas. Pero si comprendió lo esencial: el poder que parecía brotar casi de manera espontánea de las pequeñas llamas ondulantes, de la sensación del portento que el sueño siempre produce. El olor de la albahaca se hizo penetrante, exquisito. Magia pequeña.

- ¿Por qué quemamos cosas en el caldero? - pregunté. Abuela arrojó unas cuentas hojas de Romero al fuego y las llamas se hicieron incandescentes: largas lineas ondulantes de pura luz. El olor de la habitación cambió, se hizo más dúctil y cálido. Apetitoso, pensé tomando una larga bocanada de aire. Tuve una leve sensación de asombro, como si todos los aromas del día se concentraran en uno solo.

- Para alentar y despertar los sentidos - dijo abuela y entendí de inmediato que quería decir. Sentí que el olor de las hierbas me recorría, me impregnaba el cabello y la ropa. Mi amiga sonrió fascinada - los olores construyen recuerdos. Son como pequeñas voces, recordandote cosas agradables, haciéndote sentir creadora y poderosa. Tu capacidad para soñar es la mejor magia de todas.

Miré el fuego. Mi mente se llenó de imagenes de mujeres vestidas de blanco danzando alrededor del fuego, en algún bosque olvidado. Y también del perfil de una mujer anciana, inclinada junto a un hogar iluminado. El fuego, ardiendo en las velas del ritual de una bruja de rostro hermoso, sentada en la oscuridad de una casa vacía. Me gustaron todas esas pequeñas escenas: tuve la sensación creaban algo mucho más grande, significativo y hermoso.

- Las escobas son también un simbolo - explicaba entonces mi abuela a una maravillada M, que la seguía a todas partes entre saltitos. Le mostró su escoba: una antigüedad de mango de roble y cerdas de paja que desde que recordaba, se encontraba apoyada en el jardin, sin que nadie la utilizaba para barrer, ahora que lo pensaba - representan nuestra capacidad para renovarnos, para limpiar nuestro espiritu con buenos pensamientos y deseos. En la antiguedad, se usaban para sacar, literalmente, el temor de las casas en pequeños rituales domésticos. Una especie de celebración y juego.

Nos mostró como solía hacerse: entre risas balanceo la escoba sobre el suelo. Las cerdas hicieron un sonido raspante sobre la madera. Había algo fluido y divertido en el gesto, la manera como la escoba pendulaba sobre el suelo, cada vez con mayor fuerza. El movimiento me hizo recordar las olas del mar, el sonido del viento entre las hojas y ramas de los árboles y me pregunté si esa la intención de mi abuela.

Mi amiga M. la observaba también, con la boca entrebierta y las mejillas sonrojadas. Me encantó verla sonreír de aquella manera y me pregunté que pensaría de nuestros rituales, de la manera como nos sentabamos en el jardin rodeadas de velas parpadeantes para invocar a la Diosa. O si pudiera vernos tejer las coronillas de flores para la fiesta de la Primavera o saludar a la Luna, todas de pie junto a la ventana y extendiendo los brazos para recibir la bendición de la Madre Blanca. Y recordé entonces, la primera pregunta de M. sobre los cuentos de hada. Me pregunté que relación tenía la imagen de esa mujer maligna, destructora y vengativa, con la sonrisa amplia y amable de mi abuela, con el talento para coser de mi tia E., o la enorme inteligencia de mi prima S., cuando la bruja real, la que curaba con hierbas aromáticas, la que cantaba para invocar el poder de su espíritu, se había transformado en esa otra imagen retorcida e inquietante. Me recorrió un escalofrío, al pensar, quizás por primera vez y con mucha claridad, que para mucha gente, la bruja era una mujer terrible, una figura atemorizante que poco o nada tenía que ver con la realidad. ¿Por qué había sucedido eso? ¿Qué lo había provocado?

- Abuela...¿Quienes son las brujas de los cuentos de Hadas?

Me sorprendió escuchar mi voz al hacer la pregunta. Era una voz grave, casi adulta. Había dolor en ella. Por supuesto, yo no lo pensé de esa manera tan compleja: solo sentí que me producía una angustia inexpresable la sensación de comprender una serie de ideas en las que antes no había reparado. Mi abuela me dedicó una de sus largas miradas silenciosas. Mi amiga M, se sentó otra vez en la silla de madera, escuchando. Probablemente era la pregunta que había querido hacer desde el principio y no se había atrevido. O quizás solo se trataba que quien debía formularla debía ser yo.

- Las brujas de los cuentos de hadas son el temor por lo distinto - contestó entonces mi abuela, con una seriedad que me sorprendió. No hubo sonrisas esta vez o guiños amistoso. Me pregunté si estaba irritada por mi pregunta. Mucho después sabría que solo le entristecía responderla - las brujas de los cuentos son las mujeres que se enfrentaron a una cultura que no quería mirarlas. Las brujas de los cuentos son las mujeres que debieron esconder su sabiduría, cubrirse el rostro y las manos para evitar ser atacadas. Las brujas de los cuentos son las que fueron temidas y señaladas por llevar su nombre con orgullo. Las brujas de los cuentos son todas las que fueron acusadas de peligros y dolores. Las condenadas, las olvidadas y las lastimadas. Las brujas de los cuentos son todas las que debieron callar para protegerse. Y que fueron encerradas en el silencio y la oscuridad.

El fuego del caldero aún ardia y tuve la impresión que ese fuego pequeño, parpadeante y hermoso era el simbolo de muchas cosas. Del encuentro y del desencuentro de ese poder de la bruja, perdido y renacido, sin duda en mi abuela, quizás en mi. Miré las dagas en la pared, cada una con una historia que contar, los libros de las Sombras guardados con amor, los rostros de la fotografía y me pregunté, quienes eramos, quienes eran las brujas reales, las que sonrían y bailaban a la luz del Sol y la Luna. ¿Quienes somos? ¿A donde vamos? ¿Que camino construimos juntas?

- Ustedes son una familia - dijo entonces M, con una sonrisa. Los ojos brillantes, mirando todo a tu alrededor con asombro. ¿Que veía? Imaginé como podría vernos, a la Dama pelirroja con delantal y ojos color miel que sonreía, la niña pecosa y callada a su lado. Ambas brujas. ¿Quienes eramos para ella? Una familia, había dicho. La palabra pareció confundirse con el olor del romero y la albahaca. Flotar a mi alrededor. Brujas, una manera de soñar.

- Lo somos - respondió mi abuela. Me tomó la mano y la sostuvo entre las suyas. Tuve una sensación de pertenencia extraordinaria, como si pudiera mirar entre sus dedos y los mios una historia que muy poca gente podia contar. Magia quizás, pero más allá, solo amor - Una larga familia de muchos rostros, de sonrisas y de paz.


Esa noche, mientras intentaba dormir, de nuevo me vi a mi misma adulta: el cabello largo y trenzado, la sonrisa confiada. Llevo el vestido blanco de las ceremonias, con su cinturón trenzado. En la mano, sostengo la daga plateada, la que tanto me gusta. Y me veo danzar, bajo la Luna, en un jardín hermoso y desconocido, celebrando el poder de crear y construir, de soñar y desear. Y bailo sí, con la cabeza inclinada, riendo a carcajadas, los ojos llenos de lágrimas y me imagino como un sueño que nace y renace, siempre a medio construir.

De vez en cuando, de adulta, me miro al espejo y esa bruja de mis sueños me mira con un sonrisa desde el reflejo. La mujer que soñé ser y que ahora soy, una bendición casi intima. La manera más profunda y sentida que tengo de construir mi propia identidad.

C'est la vie.

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