viernes, 16 de noviembre de 2012

La historia de una oreja: De los complejos y otras cosas dolorosas.





Cuando era niña, odiaba mis orejas. Muchísimo. No podía ni verlas. ¿El motivo? que eran prominentes. Tal vez a nadie se lo parecieran - de hecho, nadie me hizo jamás un comentario al respecto - pero, para mi, eran enormes. Descomunales, abiertas como las jarras de una taza. La primera vez que lo noté, tendría unos 10 años: mi mamá insistió en hacerme uno de esos peinados muy tirantes - de cebollita, le llamaba ella - y de pronto, lo noté: las orejas sobresaliendome del cráneo, rosadas y gigantescas. Me las cubrí con las manos y miré a mi mamá aterrorizada.

- Son horribles!
- ¿Que cosa?
- Mis orejas, mira!

Con esfuerzo bajé las manos y miré a mi mamá, expectante, esperando que se asombrada tanto como yo, que me soltara el cabello, para cubrir aquellas enormes orejas mias. Pero mi mamá solo me observó detenidamente y sonrío.

- Son normales, se parecen a la de tu abuela paterna. 

Busqué afanosamente fotografías de aquella señora a la que solo había visto dos veces en mi vida. Y si, mis orejas con su lóbulo amplio y su arco rosado tan Grandes, eran suyas. Mi abuela era una mujer hermosa, casi delicada, y en su rostro pequeño, las orejas amplias - porque lo eran - parecían sobresalir de su cabeza.  Como las mías  Y me angustió de una manera enorme, casi dolorosa ese pequeño detalle físico, esa "imperfección" que a mis ojos era casi monstruosa. Recuerdo que esa tarde del peinado - y muchas otras después en que mi mamá insistió en peinarme descubriéndome las orejas - me sentí avergonzada, triste, muy humillada. Porque yo "sabía" que todos "veian" mis orejas. Que todos notaban lo grande, rosadas, sobresalientes, como si pertenecieran a alguien más, que eran mis orejas. Y era una sensación nítida, inequívoca  que me dejaba sin aliento y me hacia sentir ganas de llorar.

Por años, me atormentó el complejo físico  Cuando pude peinarme por mi misma, me acostumbré a usar el cabello sobre los hombros, suelto y alborotado o cualquier otro estilo que me cubriera "mi vergüenza . No usaba zarcillos ni ningún adorno que pudiera resaltarlas - ¿más? pensaba horrorizada - y continuaba convencida que todos a mi alrededor notarían mi "deformidad". En caso de verlas. Resulta curioso mirar mis fotografías de esa época, mis primeros autorretratos torpes: La cabeza levemente inclinada, el cabello sobre el rostro. Siempre medio oculta, siempre intentando que no "se notara" mi imperfección. Pero en realidad, todo se resumía a mi angustia. Porque era a mí, la que producía un indecible dolor sentirme "imperfecta", " menos bonita, tan lejos del ideal que soñaba como mujer como podía estarlo una niña flaquita y paliducha...de grandes orejas. En ocasiones, en momentos de rebeldía contra esa recurrente sensación de angustia, me preguntaba si realmente era tan importante el tamaño de mis orejas. ¿Por qué  una "imperfección fisica" tenía el poder y la capacidad de hacerme sentir así? Pero esa claridad meridiana de las cosas, me duraba poco. De nuevo, volvía la obsesión. Porque eso era para entonces: una de esas ideas adolescentes, a medio hacer, espontáneas que tenía la capacidad de hacerme real daño.


No sé cuando, en realidad, la lucha contra esa sensación de "fealdad" comenzó a ser una idea contra la que decidí tenía que enfrentarme. Tal vez, cuando me sentí exhausta de esos ataques de pura angustia que me producía mi aspecto físico o cuando comencé a comprender que la belleza era un concepto tan amplio como inexistente. Por supuesto, la cámara me ayudó:  comencé a fotografiarme con el cabello recogido, un primer plano bien abierto de aquellas enormes orejas mías que tanto me atormentaban...y que de pronto, me parecieron bonitas. Bonitas por singulares, bonitas por su delicado arco que parecía enmarcar mi cara. Bonitas porque eran mías. Me obligué a mi misma a mirarme en el espejo, a sonreir a mis orejas, a sentir que eran parte de mi, aunque no fueran precisamente pequeñas ni tampoco estuvieran pegadas al craneo. Pero no me importó. Sentí una especie de liberación, de enorme alegría personal, cuando simplemente mis orejas dejaron de ser "eso" y se convirtieron en "mias" y la alegria se convirtió en una clara sensación de triunfo, cuando finalmente, y aunque me sentía muy nerviosa, me atreví a salir a la calle con el cabello recogido. Y claro, llevando zarcillos. Bien llamativos además. Sentí miedo, el viejo pensamiento de "todos te miran" surgió por allí pero desapareció mientras caminaba, mientras caminaba bajo el sol con ese poder invisible y enorme de quién se acepta como es. Simple felicidad.

Esa pequeña gran batalla fue una lección que aprendí y que me guió en lo sucesivo. Luché contra mis miedos y esa idealización enfermiza cuando aumenté de peso y también cuando adelgacé de una manera tan morbosa que me veía frágil y enfermiza. Luché contras mis miedos cuando decidí hacerme mi primer desnudo, cuando me miré de arriba a abajo y admití mis defectos, a mi misma, a ese ideal que palpita en algun lugar de nuestra mente y en el que nunca parece podemos encajar demasiado. Y vencí cuando comencé a mirar mi cuerpo con amor, con este poder pequeño y enorme que te proporciona confiar y creer en tus propias ideas y en esa visión de ti misma que le brinda sentido a tu propia voz personal.

A veces me miro en mis autorretratos y me hace reir la sensación de mirarme en un espejo donde he crecido muy rápido. Todavía a veces, titubeo al recogerme el cabello pero luego lo hago muy alto, en una airosa cola de caballo y siento esa satisfacción de comprenderme en esa fe de los tontos, en esa ingenuidad del demente, a diario.

C'est la vie.

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