sábado, 11 de agosto de 2012

Devaneo con el desastre: Del vicio y otras pequeñas cosas retorcidas y atrayentes.




Lo confieso: yo también fumaba. Y lo hacia con enorme deleite. Tenía por entonces unos diez y seis años y sentí que había descubierto justo el elemento que me distinguía por aquel entonces: Un vicio "adulto" que me hacia sentir definitivamente alejada de esa gran multitud de adolescentes a los que no quería parecerme...y también fumaban claro. Pero en mi caso era distinto - solía pensar - yo fumaba por razones parecidas a las de Bukowski - aunque no sabia exactamente cuales eran con exactitud - y eso me hacia diferente en mundo de iguales...que también pensaban, seguramente, que eran diferentes. Recuerdo la sensación de sofisticación, de gran elegancia vulgar, que sentía mientras fumaba - al principio sin respirar, después haciéndolo a pesar y no obstante mi asma - y escribía, sentada en las eternas escaleras del Museo de Bellas Artes. Ah, y por supuesto, esa independencia sin nombre que me transmitía comprar una cajetilla y esconderla en mi morral para que mi abuela o cualquier otro miembro de mi familia no pudiera encontrarla. Pero en la Universidad, era otra historia. Era parte del grupo, otro más de los "chicos grandes" que conversaban entre bocanadas de humo y que arrojaban colillas despreocupadamente para apostillar grandes frases inteligentes. Con que placer paladeaba aquellos cigarrillos, entre los dedos amarillentos, sintiéndome parte de esa nueva generación de rebeldes, de asiduos al drama delicado, de los fumadores con criterio! Una imagen de esa rebeldía simplona que se suele disfrutar tanto a cierta edad pero que después resulta solo ridícula. 

Y todo iba muy bien, hasta que un día terminé en emergencia de una clínica de la ciudad, casi sofocada por mis propios líquidos. Recuerdo el pánico - era la segunda vez que pasaba por aquello, sufrí de pulmonía a los 9 años y casi no lo cuento - la sensación de horror de una historia espantosa que se repite. Estaba tan débil! Había estado tosiendo por semanas, pero la fiebre simplemente me arrasó. Y no obstante, seguía fumando, a pesar de la flema insoportable y la dificultad para respirar. Porque era mi vicio, porque de alguna forma esa decidida necesidad de imponerme sobre el buen sentido me hacia sentir profundamente libre. Esas ideas que nadie entiende y que después te parecen tan simples como trágicas. Tendida en la camilla, supe exactamente que me diría el médico cuando se inclinó y me palpó los costados. 

- Tienes una infección grave bronquial - me dedicó una mirada reprobadora. Los dedos amarillos me delataron - y si fumas un cigarrillo más, con tu historial, quizá no la sobrevivas.

Así de trágico, así de rampante. Y lo entendí. Al menos al principio. No recuerdo cuando fue el último cigarrillo pero si recuerdo perfectamente las semanas que siguieron. La agonía real del síndrome de abstinencia, complicada con la combinación extravagante de medicamentos. Más de una vez, estuve a punto de encender otro cigarrillo, de darme de nuevo todas las excusas que siempre terminaban convenciendo a mi inquieta conciencia - De algo hay que morir ¿no?, fumo porque me da la gana ¿No?, uno me matará ¿no? - pero la tos seca, el dolor entre las costillas y sobre el todo el miedo, nítido y muy claro, me hacían romper el cigarrillo en dos con una extraña sensación de futilidad. Me llevó casi dos meses de irritabilidad, de incluso dolor, abandonar por completo el vicio. Pero de algún modo lo logré. Me obsesioné por los meses siguientes en la sensación que me produjo la perdida, como si faltara algo primordial en mi vida. Aumenté los consabidos kilos como insiste la sabiduría popular, me sentí desgraciada y furiosa y al final, solo un poco estúpida. Porque comprobé que un vicio, cualquiera simboliza algo concreto en tu vida. No sé exactamente qué en todos los casos, pero puedo adivinarlo en mi personal caso: Una manera de observarte, de darte un lugar en cierta mitología de todos los días que desempeña un papel concreto en tu mente. Recuerdo haber pensado, todavía tosiendo y afiebrada, y muriéndome de ganas por fumar, que había más allá de la reacción física. Porque lo había. Había algo más allá de la evidente intoxicación por nicotina, de mi cuerpo exigiéndome la dosis de narcótico que ya había asumido como normal. Había un vacío, una simple persistencia de achacarle al cigarrillo una forma de exorcizar mis propios mitos, esos elementales temores que todos de alguna forma acumulamos a cada pensamiento e idea sobre nosotros mismos. E indudablemente, estaba el hecho que descubrí cuan autodestructivos podemos ser, cuan decididos al desastre estamos. Empujarnos derecho al filo del precipicio. Saltar alegremente esa nada que es un poco caos y otra necesidad de creer que en medio de toda tormenta, hay un momento de silencio, de comprensión, de dominio puro y crudo. No lo sé, la verdad. O quizá, si lo sepa, pero sea complicado - casi doloroso - admitir ese amor por el no ser, por el sin sentido, por lo vacuo que todos profesamos de vez en cuando.

Volví a fumar, claro que sí. Nunca como un vicio, nunca con mucha frecuencia. Uno que otro cigarrillo, robado, casi a la carrera. Y volviendo a toser, los ojos escociéndome...y sí, la sensación de coquetear con el desastre, de golpearme contra las paredes, de saltar por el precipicio gritando enloquecida. Hasta que dejé de hacerlo. Un olvido selectivo quizá, de esa sensación de pusilánime felicidad. Dice mucho de la naturaleza humana, esa sonrisa luego del acto destructivo, esa sensación de infinito placer luego de la campanada del desastre. Habla muy claro de nuestra naturaleza casi retorcida, temerosa, ambiciosa, en eterno devaneo con las pequeñas tragedias intimas. ¿Y cual es ese mensaje subyacente en medio de los truenos y la caída aparatosa de ideas y subterfugios en medio de un vicio cualquiera? No podría decirlo, pero que placer, sin duda, que placer radica en esa mínima coyuntura, esa necedad tan voluntaria - y quizá tan humana - donde todos caemos alguna vez.

C'est la vie. 

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