martes, 14 de agosto de 2012

De la mujer real y otros devaneos: porque digo groserias y lo hago con un gusto tremendo




Hace unos días, en medio de inefable insomnio, leí en twitter un comentario que decía algo más o menos como así "Mujer, no digas groserías, no es de tu naturaleza amable". Tentada estuve de, a esas madrugadas responder con algún comentario levemente demencial, y estallase una discusión donde pudiera utilizar el amplio repertorio de vulgaridades que el castellano ofrece. Solo por provocación. Pero por supuesto no lo hice. Me contuve lo mejor que pude pero la frase continuó obsesionándome un poco durante las largas horas de vigilia. Podía entender que la urbanidad y las buenas costumbres, exijan - aunque nadie lo culpa - un cierto pudor verbal, pero me asombró un poco la idea que a la mujer se le exigiera tal cosa, en nombre de su "naturaleza amable". La idea me hizo sonreír, después me irritó un poco y al final me sumió en una serie de reflexiones que originaron esta pequeña reflexión.

A veces me pregunto si la palabra "femenino" que tanto machaca la imaginaria popular engloba a la mujer real. A la mujer que se levanta por la mañana, desgreñada y malhumorada, sin la menor intención de ser amable. A la mujer que suelta una palabrota - y con que gusto - cuando está disgustada o simplemente tiene el supremo deseo de decirla. Así, sin más sin motivo. Me pregunto si incluye  a la maleducada que no da los buenos días, a la que no siente la necesidad de sonreír, la que camina por la calle y le da un empujón al que camina un poco más lento que ella. Que mala educación ¿No es cierto? Pero que real. Que real la mujer que siente la necesidad de permanecer callada, sin disculpas, sin explicaciones. O de gritar, a todo pulmón, porque le place.  La mujer que toma su sexualidad y la disfruta como mejor le parece. La mujer que lleva pantalones feos, la que no se maquilla o lo hace como quiere. La mujer que no se depila las cejas, o lo hace cuando le place. La mujer que se come las uñas, que grita por teléfono, la que estornuda ruidosamente. La que fuma, la que baila con los brazos alzados, dando vueltas sobre si misma, mirando al cielo. La que corre sudorosa, la que nada y golpea.  Libre, tan libre, Que imagen tan inquietante ¿No? esa mujer que no concuerda con esa idea de la mujer esquema, de la mujer bella, de "naturaleza amable", que no dice groserías, que sonríe, que se ve hermosa, madre quizá, abnegada siempre, que se "da lugar". ¿Y que pasa con las que no se lo dan? ¿Que ocurre con la que disfruta con el caos? ¿La que se ríe a carcajadas de esas convenciones? ¿La que salta de un lado hablando en voz alta? La mujer que conduce a toda velocidad, la que comete imprudencias, la que disfruta sus torpezas. ¿Ellas también deben tener su lado amable?

Cuando escucho frases como esas, símbolo de algo un poco inquietante, un silencio a dos aguas que parece ser fruto de una sociedad que mira con los ojos entrecerrados al género femenino,  a veces veo en mi mente una única imagen: Un corset. Si, una de esas exquisitas piezas de ropa que por mucho tiempo fueron la principal prenda del vestuario femenino. Delicadisimo, cubierto de encajes, perfectamente amoldado al cuerpo de la mujer. Pero no imagino la imagen hermosisima de la mujer envuelta en maravillas de pasamenaria y encajes, sino a la que transpira y toma aire mientras alguien aprieta con fuerza la prenda. Las cuerdas tirantes, tan tirantes. La mujer con los ojos cerrados, las manos entreabiertas hacia adelante. Los labios apretados. Y el corset se aprieta, se eleva, se deforma. La piel levemente hendida,  enrojecida y sudorosa. Pero la mujer sigue sin decir nada. Porque es lo que debe ser ¿No? Toda mujer debe llevar aquella prenda, por más dolorosa que sea llevarla, por más angustioso que resulto su idea. Lo femenino de esa época está representado en las cuatro varillas y la pieza de tela dura, las cuerdas que siguen tensándose, infinitamente fuertes. Hasta que el corset queda en su lugar, bien sujeto. La mujer siente que la cabeza le da vueltas, el rostro cubierto de sudor Se mira al espejo. La silueta delicada y curvilinea parece convertirse en una metáfora de ese deber ser que insiste en rodearla, en crear belleza edl dolor. Y después será el vestido, capa tras capa de ropa, cada vez más sofocante e incomoda. Pero es la naturaleza de la mujer, ser esta criatura frágil y ultraterrena, esta criatura temblorosa y dolorida, a quien le cuesta respirar, a quien le duele algo tan simple como tomar aliento. Pero el habito es este, la costumbre es la idea concreta. Una pespectiva muy pequeña y dolorosa de la verdad.

Por supuesto, inevitable, que después de recrear una imagen tan terrible, tenga otra. Y esta es la de una mujer hermosa, de cabello corto, la que creo el vestidito negro. Quizá Chanel, con toda su belleza austera, con toda su visión sobre si misma y la feminidad, fue la que comprendió primero que nadie, esa naturaelza de mujer salvaje, desenfrenada y caotica que vive dentro de todas nosotras. Esa mujer que rie, que siente la felicidad y la tristeza como una voz en la conciencia, devastadora. Tan enorme. Esa mujer que está viva, que es real y que sí, muy probablemente dirá groserías, reirá en voz alta, hará locuras. Y sabrá, también como lo sé yo, que la feminidad es algo tan amplio como sueño y tan profundamente sentido como una forma de crear.

C'est la vie.

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