domingo, 4 de marzo de 2012

De las preguntas y respuestas: El milagro de la Imagen o los simples motivos por los cuales fotografio




Comencé a fotografiar a los once años. No sabía porque lo hacía o porque necesitaba hacerlo, pero lo cierto era que pasaba gran parte de mi tiempo tomando fotografias de cualquier cosa. Hablo que tomaba imagenes de todo lo que podia despertar mi interés: desde personas hasta objetos, sombras, atardeceres, amaneceres, espacios, paisajes. No tenía la más minima idea sobre la técnica, por supuesto no tenia el minimo gusto o sentido visual pero sentía un enorme placer en hacerlo, una satisfacción tan gigantesca y fundamental como me la proporcionaba leer o escribir. Tenía por entonces una cámara pequeña, de rollo y ninguna, absoluta pretención.

Pero tomaba fotografias. Muchisimas. Al menos seis rollos a la semana. Me gastaba la mesada completa y me quedaba sin comer en la semana del colegio para pagar el revelado, que me resultaba carisimo, casi 10 bolivares de los viejos. Eran tiempos inocentes. Recuerdo sobre todo la expectativa, el corazón latiendome muy rápido  al abrir el sobre que contenia las copias. La emoción o la decepción por el resultado. Y seguía fotografiando. Obsesivamente.

Tendría unos catorce o algo menos, cuando comencé a tomar retratos, a raiz de una fotografia que tomé a mi tatarabuela y que me impacto especialmente. En ella, aparece sentada en una silla de mimbre, muy cómoda y anciana, con su blanco cabello  recogido a la nuca y las manos nudosas cruzadas en un gesto noble sobre la rodilla. Y sonreía. Una sutil y bonita sonrisa destentada. Cuando miré la copia, supe que habia capturado el tiempo o eso pensé. Que abuela Paula estaría alli siempre para mí, aunque años más adelante muriera o yo dejara de recordarla en el futuro. Siempre sería Paula en mi memoria, como la cámara la había captado en esa tarde radiante y olorosa a mandarinas. Y comprendí que había magia en la fotografía. Un tipo de magia inquietante y profundamente bella.

Seguí tomando fotografias, sobre todo retratos. Seguía haciendolo por instinto, sin la más minima preparación, pero sintiendo un placer tan extraordinario que era dificil de explicar a quienes no entendian porque gastaba mi poco dinero de adolescente de clase media en cámaras, rollos y revelados, en interminables albumnes llenos de imágenes desordenadas.  Era casi una obsesión que no era tal, sino una sensación tan profunda como un deseo. Calmaba cualquier angustia, consolaba cualquier dolor, me hacia reir cuando nada podía, me hacia sentir profundamente aliviada en los momentos más complejos y extraños de esos largos y extraños años cuando dejas la niñez para enfrentarte al mundo de una manera totalmente nueva. Comencé a tomarme autorretratos, atormentada por los cambios fisicos, fascinada por la evidencia de esa mujer joven y desconocida que asomaba a las imagenes que tomaba. Era una sensación no solo de autodescubrimiento, sino de algo más intimo, sutil. Reconocimiento. Esa era yo, como el mundo me miraba, como otras personas me veia. Podía pasar horas, simplemente fotografiando esa soledad de mi mente, ese temor y asombro de lo intangible, en mi rostro.

Y llegó la primera cámara grande. Era tan distinta a mi pequeña Kodak amarilla, que por meses no supe que hacer exactamente con ella. Aprendi a utilizarla por ensayo y error, un poco aterrorizada de no comprenderla, de no poder conversar con ella como lo había hecho antes con mi cámara. Pero poco a poco Sophia - como la bauticé - y yo comenzamos a entendernos. Y pronto era mi compañera, el reflejo donde me veía cambiar. Tenía entonces 16 años, un único lente 50 mm y la noción, clara pero sin resolución, que aunque no sabia que haria más adelante con mi vida, si sabia que estaría fotografiando.

Entré en la Universidad, salí de ella. Y seguí fotografiando. Me empezó a preocupar saber tan poco sobre mi mayor forma de expresión, sobre el libro abierto donde leía mi vida. Con timidez, me dediqué a leer manuales y tutoriales, intentando darle un sentido más formal a esa pasión tan enorme y abstracta. Y mientras tanto, claro fotografiaba. Tenía entonces cajas, con las copias y los rollos, desordenados y ordenados, libros de mis fotografos favoritos, pequeñas párrafos escritos sobre mis fotografias favoritas. Ya mi vieja Canon tenia las esquinas descascarilladas, el visor estaba empañado y el obturador a veces daba problemas. Pero seguía llevandola conmigo a todos lados: primero en el morral, después en el bolso de mujer, después en el maletin de abogada. Las fotografias mejoraron: eran más concreta la intención, más completas en su lenguaje. Mi habitación se llenó de rostros de desconocidos, de los de mi familia, de todos los que me miraban desde ese momento perfecto, eterno donde los habia captado. Magia.

Comencé a desvolverme en mi vida adulta. Con problemas y dificultades. Hice mi primer curso de fotografia formal: no me fue especialmente bien. No era lo que yo buscaba. Enseñame la tpecnica si, pero hablame del silencio, de la luz bendita, de la sombra poderosa. Hice un segundo, donde me fue mejor, gané un pequeño premio. Y me hacia autorretratos. Cada vez más intimos, extraños, una mujer emergiendo de mi rostro. Los ojos grandes y pensativos, el cabello enmarañado alrededor de la cara. Las manos pequeñas. Todas ellas, las Eva de mi memoria, en cada imagen.

Llegó la época digital. Me resistí. Por entonces ya tenía mi tercera cámara Canon y no podia entender que podía tener de interés la inmediatez, crear para mirar al instante, sin tiempo de meditación, sin el miedo a la equivocación, sin el temor o la felicidad de encontrar la imagen soñada. Pero terminé sucumbiendo. La primera foto: un retrato por supuesto. Un alto contraste de una mujer desconocida que me miraba desde una escalera, asombrada por mi interés. La miré mucho rato, desconcertada y fascinada. Estaba alli, era real, a pesar que no la tenia entre las manos en papel. Reí y lloré. Y al final borré la foto, desconfiada.

Mis autorretratos se volvieron más elaborados mientras los retratos más sencillos. Fotografiaba con furia, en las largas noches de insomnio de la muerte de mi abuela, de la primera independencia. Fotografiaba llorando, en rollo y en digital indistintamente. Pero una vez que encontré el sentido a mirar el nacimiento de la fotografía de inmediato, de poder continuar una y otra vez, seguí haciendolo, casi sin aliento, aterrada y emocionada. Me miraba en las imagenes sin reconocerme, desdibujada, a veces tan real como nitida, otras veces un espectro brumoso. Aparecia y desaparecia, fragmentada, a trazos temblorosos. Creciendo, convirtiendome en la mujer que sería, que esperaba, que era yo y a la vez una creación de mi imaginación.

Y seguí estudiando. Ya no con timidez. Encontré mi lugar, decidí, de alguna manera entre deliberada e instintiva, que necesitaba comprender la fotografia a todo nivel para darle forma a esta furia, a esta pasión tan dura como dolorosa. Aprender abrió puertas de mi mente, de mi espiritu creativo. Y seguí fotografiando con la esperanza de crecer, con la firme convicción de que lo hacia. Pero siempre fotografiando por deseo, por necesidad, porque debia hacerlo, nada más.Nunca pensé que ese amor desesperado y turbulento debía de tener algún sentido, proporcionarme algo más que placer.

Entre todos los cambios y transformaciones, y mientras el espacio que la fotografía ocupaba en mi vida de "todos los días" se hacia más fuerte y concreto, recibí uno de esos comentarios que te dejan pensando si la dirección que has decidido tomar tiene sentido. Por algunas circunstancias que no vienen al caso ni pertenecen a esta historia, conocí a una fotografa joven cuyo trabajo siempre me habia agradado. Me encantó que fuera joven, con ideas claras y tuve una gran sensación de reconocimiento no solo en su actitud hacia la fotografía sino del amor que le profesaba al arte, casi tan poderoso como el que yo sentía o así me pareció. Tal vez por ese motivo me asombró uno de sus comentarios y el sentido que implicaba.

- Yo siempre supe que queria ser profesional, vivir de esto. Nunca amateur - me comentó - nunca tuve dudas que lo haria.

Guardé silencio, parpadeando bajo la luz de ese día de agosto. Incomoda, pensé en mis noches de fotografia, en mis mañanas de fotografia, en mis tardes de fotografía. En la sensación de llevar la cámara en mi mano, en soñar con imagenes. En todas las cajas de fotografias guardadas y las que colgaban en la pared. Permanecí en silencio, mirandola, preguntandome donde encajaba todo aquel sentimiento mio, poético, abstracto y quizá trivial comparado con aquella convicción.

- Yo siempre supe que queria fotografiar - dije con sencillez - no tengo idea hacia donde se dirige toda esa energía creativa, pero sé que quiero fotografiar cada dia de mi vida.

La fotografa me observo desde la altura de sus años de experiencia, de sus portadas de revista, su amistad con reconocidos fotografos y optó por no responder. Miró en otra dirección y yo también, mareada, pensando en la implicación, la raiz de la idea. "Siempre supe que quería ser profesional. Vivir de esto"

¿Que sabia yo sobre mi pasión por la fotografía? Que deseaba hacerlo. Que lo necesitaba tan desesperadamente que me angustiaba el mero pensamiento de no hacerlo. Pensé en las series, en papel y en digital, guardadas con todos cuidado, conservadas para mi felicidad. ¿Que sentido tenia todo aquello? Quizá ninguno, reflexioné con cierta amargura. Quizá solo un juego de niños en un mundo de titanes.

Pasaron los meses. Ocurrieron cosas amargas que golpearon mi ego. Y las preguntas se multiplicaron, se hicieron insidiosas, dolorsas, insoportables. Por primera vez la fotografía no era un consuelo, era un arma, una herida abierta. Lloré sobre mis viejos albumnes, sobre las fotografias impresas. Sobre mi misma, mi historia de amor con la imagen. Y el dolor tenia algo de orgullo herido, de angustia fragmentada. ¿A donde voy? ¿Que estoy haciendo?

¿Quién soy?

Pero el abismo comenzó a cerrarse. Escapé de él con esfuerzo, entre temblores. Y fotografiando claro, esta vez con una sensación de intima redención no especialmente poderosa, no cualitativamente concreta. Simple felicidad. Tal vez de eso se trataba todo. Simple ternura. Y la fotografia se elevó, me curó de nuevo, me hizo sonreir.

Y el ciclo comenzó de nuevo.

Siguieron ocurriendo cosas. Publiqué un libro a través de una página web y se vendió. Mil veces. Publiqué otro y también se vendió, no tanto pero igualmente, siempre fue una sorpresa. Me compraron dos fotografias en una subasta, un par más por un coleccionista privado. Recibí una publicación a página completa en un diario de circulación nacional. Lo tomé todo con la sorpresa ingenua del que recibe un regalo inesperado. Y de pronto comencé a ordenar las piezas en mi mente, en mis sueños.

Y un día recibí uno de esos sutiles pero contundentes mensajes que ocurren de vez en cuando y que reafirman - o te contradicen - en esas sentencias que crees firme en tu vida. Ocurrió de la manera más sencilla: una de mis profesoras - y debo decir que una de las mujeres que más admiro en mi vida - recibió un reconocimiento a su trabajo por un importante escuela de fotografía Europea. Debo decir, que mi profesora, aunque dirige una Escuela de fotografía en la ciudad donde vivo y ha realizado trabajos comerciales para cadenas televisivas y compañías de producción de renombre, no se encuentra particularmente interesada por "mostrar" o "vender" su trabajo. Es un artista de lo cotidiano y lo urbano, de la exploración del yo a través de una serie de ideas bien planteadas. Pero como dije, su trabajo personal es exclusivamente suyo, es una reformulación de las ideas a través de una clara intención de crear un lenguaje personal. Pero sobre todo aprecio en su trabajo una enorme personalidad, una búsqueda incansable de lo intimo, lo puramente subjetivo.  Tal vez por ese motivo,  sentí un asombrado reconocimiento  cuando me comentó, el mismo día que se anunció que había recibido el prestigioso reconocimiento, que escogió el trabajo con que lo ganó "de uno de los tantos" que tenía guardados, como parte de su historia fotográfica. Me hizo sonreír la idea, de esa historia secreta en imágenes, guardados, tal vez creando algo más con su mero silencio. Así se lo comenté y ella me sonrío, con la experiencia de sus años de crear y regresar al origen, y mirarse de nuevo en su propia mitología.

- No toda fotografía está hecha para mostrarse. Tu trabajo es tuyo, haces lo que desees con él, mientras te satisfaga.

Parece obvio ¿verdad? Pero para mi no lo era tanto. Hasta comprender que la fotografía también podía ser ese acto intimo, trascendental, esa conversación plena y diminuta con una parte de ti misma tan profunda como dolorosa. Crear, para construir paredes de tu mente. Para soñar.

Sentí un alivio profundo. Y con esa sensación: una certeza bastante clara: La fotografia no necesitaba "hacer algo en mi vida". Mi fotografía, mi manera de crear, mi manera de ver el mundo a través del lente, era yo.

Y comprendi ese misterio de las cosas diminutas, de lo bueno y de lo malo. Cada cosa en tu vida es consecuencia de tu historia y en mi caso la fotografia forma parte de cada momento, de cada día, de cada hora en que me ha permitido construir una idea profundamente elevada sobre el mundo y sobre mi misma. Tal vez, por ese motivo, nunca supe con exactitud a donde me dirigia, quién era yo o que hacia, sino solo me obsesionó el deseo, la furia de luz y sombra en las manos. No lo supe porque en mi mundo, en el castillo de mi memoria que se construye a diario, la fotografía es mi voz.

Un milagro cotidiano.

Una poderosa necesidad de creación.

¿Y como termina esta historia? No lo sé. Todavía sonrio cuando sostengo la cámara. Eso habla de futuro no es así?

C'est la vie.

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