miércoles, 1 de diciembre de 2010

En el día de la Lucha contra el SIDA: Un cuento.


Nací en una generación donde la idea del SIDA ha estado presente. Para mí, como otras tantas personas de mi edad, el SIDA ha sido como una amenaza inquietante y temible, un fantasma al rabillo mismo de la cultura liberal, de la idea del poder y la responsabilidad sexual, del mismo concepto de sexualidad de nuestro tiempo. De manera que he aprendido los matices de una epidemia que se ha convertido en un estigma social: Aprendí que el SIDA no es una plaga biblica, sino una enfermedad con connotaciones de prejuicio social. Aprendí que no es una enfermedad de homosexuales, prostitutas o promiscuos, sino una epidemia donde la principal manera de protección es comprender que todos estamos expuestos a ella. De manera que, en este día que se celebra la Lucha que se lleva a cabo para erradicar este flajelo,  mi obsequio a todos los que librar una batalla diaria contra ella, es el más intimo y más personal que puedo hacer, una habitación en mi Castillo de la Memoria, hecha de palabras. Con amor y admiración para todos los valientes que crean a diario una manera digna de mirar al mundo.

El árbol que era Inmortal: 

No es fácil expresar todo lo que he cambiado en estos últimos meses. Al principio, solo se trató de una transformación elemental en mis expectativas. Luego, sufrí una lenta caída en la pasividad del miedo, exacto y puro. Solo cuando no había ningún rasgo reconocible de mi antigua personalidad, sucedió el cambio físico. Para entonces, la delgadez de mi rostro era totalmente inocua, la fragilidad ególatra, una sombra insustancial. El verdadero matiz del cambio era mucho más profundo y fáctico.

Estoy muriendo. Simplemente es así.

Un lazo rojo en mi ropa no cambia para nada la situación.

El mundo es cruel y torpe, pero absolutamente veraz. Cuando decides mirar a través del cristal de la causticidad, descubres que morir solo es parte de un proceso infinitamente superior. Tal vez se trate del único acto sobrenatural que conocemos en la vida, el contacto con un genuino misterio. Sin embargo, esta muerte lenta, de agonías circunstanciales y discretas, te brinda la oportunidad de analizar la naturaleza de la quebradiza virtud humana. La razón se vuelve blanda y vulnerable, la mirada cruda y venial. Ah, nada es más sencillo que santificar la locura, que elevar a los altares de la necesidad del ser. Es lamentable que las puertas del templo de la comprensión solo se abran cuando el sacramento de la verdad se vuelve totalmente vano.

Morir. Una idea extravagante cuando te encuentras sentado en la banca de un parque, un mediodía cualquiera. El calor es insoportable, el sudor te resbala por la frente. Las manos apretadas, impacientes. El cuerpo turbado. La luz es tan diáfana que el mundo a tu alrededor parece envuelto en una nube dorada y artificial. Y la vida es una explosión de texturas y revelaciones incoherentes: nada te es cercano, nada te es amable. Te encuentras aislado en el simple convencimiento que los preciados instantes de la vida te pertenecen más que nunca. Son tuyos, imperiosos, totalmente invulnerables a cualquier emoción. Simplemente quieres vivir, continuar dejándote llevar por la marea de una cotidianidad a la que no perteneces. Eres verosímil, pero a la vez intangible. Es la mera sensación de encontrarse al borde mismo del devenir del tiempo: perteneces y no perteneces a la realidad.

Vivir. Una afán impenitente y carente de moral. Con los ojos llenos de lágrimas, me encontré mirando a quienes me rodeaban, sintiendo odio hacia ellos, una furia impúdica y amarga que no tenía más origen que mi vulnerabilidad. Pensé con despiadada frialdad que ellos estarían aquí, en este lugar, bajo este cielo, una vez que yo hubiese muerto. Para ellos, habría futuro, mañana, posibilidades, errores. La mezquindad de aquel sentimiento desconocido, me hizo sentir envilecido, impotente. Cada vez con menos frecuencia, puedo reconocer al desconocido que se asoma al espejo y que antes, era yo.

Ninguna declaración prodigiosa podrá darle sentido a las palabras que se mueven bajo mi piel adolorida, de las voces que cruzan mis pensamientos y definen las ideas con imposible claridad. Me veo bajo una nueva luz, me encuentro bajo una nueva definición.
No soy nada.
No quiero serlo.
Pero la vida es impredecible y enorme.
Totalmente incompresible a una simple aseveración.


Abro los ojos. Me encuentro en el hospital.

Tuve una recaída hace unos pocos días. La cama donde yazgo es tan impersonal como el aire blanco y nítido que me rodea, carente por completo de identidad. Respiro con lentitud, disfruto del simple acto de convalidar la expresión. Pero aun no caigo en la trampa de la nostalgia, no agradezco a un Dios en el que no creo, un supuesto alivio que no existe. No, no quiero vivir a medias, no quiero ser un huérfano de la mano y la piel humana. Me aterroriza el terror de quienes me rodean , supersticioso, ajeno a toda sofisticación. Miedo al contagio, miedo a lo que representa mi convalencencia. Llevo en mi frente la huella de la bestia, del apeste apocalíptica que habrá de purificar las tierras lozanas del prejuicio. Sonrío de pura indiferencia. Me juzgan sin adivinar que yo soy el juez más estricto. Con la cabeza hundida entre las almohadas, sollozo en silencio aunque desearía hacerlo en voz alta. Pero me niego a entregar la dignidad al hielo de las miradas indiferentes y curiosas. Es mi última atalaya, perdida en mar embravecido y violento en que estoy a punto de ahogarme.

Solo el diablo puede con el diablo. Por ese motivo, me enfrento al dolor, sonrío aunque escucho con claridad el tierno desplome de mi cuerpo. No soy un árbol con raíces en la tierra, pero disfruto de la vitalidad del aire que aun me pertenece. Me levanto, ligero, cansado, pero vivo. Las ventana de la habitación está abierta y por ella se cuelan colores y formas. Entreabro los labios, palpo con mi lengua ese sabor particular de los días soñados, esos que no tienen más forma que la idealización. Sí, anhelo esta libertad, pero también este sosiego de tener peso, de poseer ojos, de vibrar en el placer y detestar la belleza. Tal vez soy muy joven para comprenderlo o muy viejo para apreciarlo, pero la supervivencia puede tener una cierta lírica, una ancestral vileza que delimita la propia concepción. Cierro los ojos, la luz se derramaba sobre mí. Estoy vivo, aun. Mañana puedo morir, pero ahora, sigo vivo. Los dedos se abren para recibir el milagro que no es más que la esperanza fatua a la que no podemos renunciar.

De pie, de nuevo en mitad de la dualidad. Aun me desconcierta la ausencia de contacto físico. La crueldad humana se manifiesta en el silencio de la piel. Nadie se atreve a tocarme, todos temen la eventualidad que representa mis ojos hundidos, mi extrema delgadez. Camino por la calle, deseando ser anónimo. ¡Cuánto quisiera no tener nombre, no llevar en mi sangre la voz de la bestia destinada a cebarse en mí! Poseo una fama efímera y maldita, esa que me hace sobresalir a despecho en medio de rostros iguales. Todos saben cual es el mal que me aqueja, cual es mi destino, cual mi procedencia. O creen saberlo, al menos. Mi intimidad se encuentra herida por las voces que no me miran, por las frases que me definen sin saber quién soy. Me precede mi sufrimiento, pero no despierto más que desazón. La cabeza hundida, los ojos bajos. La vergüenza y mi ira se vuelven un lenguaje brutal y casi sacramental.

Pero me niego a entregarme, me niego a dejar de caminar. Deseo hacerlo, enfrentarme a eso que tanto temo. ¿Y cual es temor? El rechazo es inevitable. Temen de mí incluso aquellos a quienes amo, en quienes confío. No hay nada que pueda disuadirles en su ignorancia. Pero ¿Puedo culparlos acaso? ¿Puedo reprocharles su temor a este mundo pequeño y privado en el que me veo obligado a vivir? . Está bien, los comprendo. Yo también lo tendría si tuviera que mirar a los ojos a la sombra que ahora soy. Me horrorizaría la crueldad de la soledad, la frialdad de una epifanía que nunca llega. Temería la naturaleza apagada e incapaz.

Sí, les comprendo.

Sin embargo, sigo sin aceptar la disyuntiva.

A pesar de todo, deseo, necesito vivir.


Hoy es un buen día, sereno y paternal. Me siento bien por primera vez en mucho tiempo. El doctor dice que las medicinas comienzan a funcionar. Por ello, me enfrento otra vez a la luz, temeroso de su beso como un mítico vampiro. Pero la luz no me rechaza, la luz me envuelve en su abrazo, desliza su dedo delicioso por mi piel. Me entrego a ella y pienso que vuelvo a nacer, entro en un mundo desconocido por principio, pero familiar por esencia, a través de la luz. Respiro el calor de otro mediodía, disfruto su belleza simple e inacabada.

Estoy vivo.

El paisaje es franco. El resplandor del sol cae sin descanso, un lluvia implacable y liviana bañándolo todo. Después de tanto tiempo en silencio, en el mutismo del afecto humano y de la voz de la realidad, desearía gritar, armar un gran alboroto que me devuelva mi lugar bajo los ojos del cielo indiferente. No lo hago. Es suficiente encontrarme allí, rodeado de quienes viven, de quienes dilatan largamente un momento. Los sigo, o al menos, quisiera hacerlo. No puedo. No tengo el aliento suficiente. Pero no importa, el peso bajo mis pies es tan delicioso que corrobora mi necesidad. El mundo es tan real como quiero que sea, se mueve, palpita, se desgarra y vuelve a formarse mientras me encuentro apretado en su regazo. Quiero agua, quiero fuego, quiero tierra, quiero aire. La vida es insustancial a menos que le otorgues un significado. Y yo quiero darle a la mía un sentido primigenio, una poderío humilde sin ninguna simulación: mi ansia por estar y desear. Solo eso. Mis ambiciones son enormes en su sencillez, venerables en su determinación.

Quiero vivir.

Las ataduras se rompen. Mis manos están libres para recibir del aire los besos que todos me han negado. Disfruto la dulzura de los ternezas que olvidé. Las palabras nunca dichas, yo las dije. El milagro que nunca llegó, lo forjé yo mismo.

Estoy aquí, bajo el sol, este mediodía cualquiera.

Respiro la luz, aprieto el mundo entre mis manos.

Al menos, durante estos instantes, la muerte solo es una palabra totalmente irrelevante.

Vivo, ahora, sin antes ni después. Un árbol de raíces eternas enterradas en mi propia vulnerabilidad.
Simplemente, así.

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