domingo, 16 de mayo de 2010

De las pequeñas pasiones y obsesiones cotidianas


Una de mis amigos del mundo editorial suele decir que el oficio de escritor, es una dramática y poderosa relación entre el que escribe y la idea. Una lucha cinstante entre la necesidad y un deseo irresoluto que tal vez nunca llegue a concretarse. En mi opinión, el oficio de escritor es una necesidad impacable, cruel, infinita, magnifica, desigual, tremedamente destructor.

Escribo desde que era una niña muy pequeña. Escribía las palabras por el mero placer de paladearlas, degustarlas lentamente entre mis dedos. Escribo por pasión, por tristeza, por alegría, por todas las razones, por ninguna razón, porque crecí entre los parráfos y el sentimiento más profunda de la prosa, porque aun soy una niña que se maravilla por las ciudadelas de la creación que se alzan a mi alrededor. Escribo porque necesito hacerlo, porque no podría sobrevivir sin hacerlo. Escribo entre lágrimas, entre carcajadas, debatiendome en el ojo de la tormenta, gritando enloquecida, en el mutismo intelectual que devora y consume. Escribo mientras duermo, delineando mi voz en las sombras de mi conciencia, escribo mientras camino por las calles, creando las imagenes en reflejo con la idea más visceral de mi perspectiva de la verdad. Soy en palabras, soy en sueños de blanco matiz, soy la idea elevada de mi misma, soy la necesidad que nace y muere ante una hoja en blanco, entre mis dedos temblorosos, la emoción sofocandome, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos de puro furor. Extásis, si, el mayor de todos, el más desesperado, el más hiriente, el más delicioso, el más profundo, el más antiguo.

Una huella de fuego en mi espiritu, una necesidad infinita destinada a no saciarse jamás.

Paz, paz para el mundo de mi mente, el jardin amurallado de mi memoria.

Asi sea.

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